28 noviembre 2006

La rosa púrpura del Cairo

Marc Jardí



Cuando ir al cine era como ir al cielo...
Buster Keaton: cineasta enorme.

...lo que sucede es que no conocemos el cielo, ni lo conoceremos (si existe) hasta el momento de nuestra muerte. Esto hace que el cine (como el cielo) se convierta en algo que idealizamos. Al cielo (como al cine) solo podemos viajar por medio de nuestra imaginación.

La rosa púrpura del Cairo es, creo yo, una película que trata este tema. El necesario viaje de una chica al cine, no solo para su disfrute, sino para evadirse de una realidad tortuosa. Este cielo que es el cine y esta necesidad de evadirnos, se convierten casi en una droga... y sí, el cine es una droga que cuenta con millones de adictos. Qué dependencia tan agradable.

De guión clásico e impecable, Woody Allen muestra el cine como único espacio de alivio ante personas que engañan, se prostituyen y piensan en ellas mismas.

Si hiciéramos un análisis de las herramientas y manera de proceder del acto teatral ante las del cine, los personajes de la película dentro de la película de La rosa púrpura del Cairo no podrían hablar de representaciones monótonas, puesto que la representación viva y casi idéntica del teatro es imposible en un hecho fílmico. Debatir este tema a veces me parece ridículo, no porque no pueda resultar un debate interesante, sino porque Woody Allen, como dije anteriormente, plantea un viaje a un mundo de imaginación, por lo tanto, supongo es mejor dejarnos llevar.

Interesante resulta entonces la pelea en la iglesia, en este espacio de representación, pelea un hombre real (Monk) contra un hombre ficticio (Baxter). Lo doloroso, o no, es que gana la vida real. Que el espacio elegido sea una iglesia es para mí interesante por este motivo: el matrimonio entre realidad y ficción no puede durar toda una vida.

Bella resulta entonces la secuencia en el prostíbulo. Un burdel, como un teatro o una iglesia, son espacios de representación, donde unos intérpretes realizan constantemente una función para unos espectadores. Las prostitutas encuentran en Baxter a una persona pura y sin complejos, a un intérprete como ellas. Dispuestas están entonces a ofrecer sus servicios de manera gratuita.

Aunque la realidad sea detestable, el humano no puede vivir en la fantasía, en un mundo de recreo. Porque la sala de cine después de esas dos horas se queda vacía y la vida que nos espera fuera de las salas es dura para algunos. Lo bonito de esta droga que es el cine es que podemos volver a ella y dejar que nos haga nuevamente olvidar nuestros pesares.

24 noviembre 2006

No comerás palomas

Sebastián Russo*


Vi Vidas Secas. Vidas Secas, de Nelson Pereira Dos Santos. Película del 63, película enmarcada en el llamado Cinema Novo, en el también llamado Nuevo Cine Latinoamericano, en el también llamado cine político-revolucionario de los años 60. Demasiados motes, demasiadas condiciones que traman su avistaje. En fin, ví Vidas Secas. Y ví (se ven, explotan a la vista) vidas secas, las de los protagonistas, secas también (se ven) las tierras que caminan (la mítica aridez del Sertao, en el nordeste brasilero), secos los árboles, los animales. La sequedad avanza, y de lo material pasa a lo inmaterial. Estos seres, arrojados al polvo, a una naturaleza rarificada, escasamente se comunican, la sequedad avanza entre ellos, en ellos.

El agua es vida, no solo biológicamente hablando, sino en tanto metáfora. El agua fluye, o tiende a fluir, el agua estancada se pudre: otra forma de muerte. Sin agua, o con agua que no fluye, la muerte acecha. El fluir, el movimiento, como símbolo (y facticidad orgánica) de vida. Los personajes: una familia (solo entendida como tal por su canónica conformación: hombre, mujer, niños, perro) que fluye, que no puede dejar de hacerlo: el detenimiento, el no fluir, los condenaría a la muerte. El fluir los hace no muertos, pero el hambre los ubica en el límite de lo humano, de la cultura, de las formas. “El hambre del latinoamericano no es solamente un síntoma alarmante de la pobreza social, sino la ausencia de su sociedad”, escupía Glauber Rocha desde su Estética del Hambre. Y así, una paloma posada demasiado cerca se convierte en límite, transición. La mujer la atrapa de un manotazo, su instinto, su hambre puede más que su andamiaje social. Y ese acto funda un nuevo orden, un nuevo estado de cosas, una barrera se ha traspasado. La necesidad desafía a la norma.

De repente él consigue trabajo, y de repente (¿tan cerca estaba la vindicación digna?) todo cambia. Curiosamente, lo primero que hacen es vestirse, mostrando, evidenciando que esa ruptura de la norma social más elemental (No comerás palomas) pesaba, latía internamente insistente. Evidencia del peso de lo social, de su valor constitutivo, calificador, autocalificante, designador de pertenencias, del ser parte de un algo, del estar imbricado en una trama, siendo con/desde otros. El ser rebotando con su necesidad básica siempre insatisfecha: formar parte, hacer grupo (con la contrapartida trágica de un inevitable no llegar nunca a conformar dicho anhelado grupo: el núcleo deseo/imposibilidad, paradigma de la tragedia contemporánea).

Y tan de repente como vino, se fue. La ropa pareció ser la meta, el fin, y resultó ser un igualador, un mero objeto que nos lanza a la arena de lo social, donde fieras, bestias humanas (otra díada trágica constitutiva: lo bestial/lo humano, traducido en el civilización/barbarie de mucho pensador perezoso) están al acecho. Apelando a la discursividad contra hegemónica de los fervorosos 60, las fieras de Dos Santos están representadas, sintetizadas en policías. El Estado moderno ha delegado su fuerza represiva en la policía: condensación perfecta del aspecto corrupto, arbitrario, cruel, impune de sí mismo. Un acto fortuito (otro más, y es que lo fortuito del acto, del acontecimiento, de la situación, es lo que estructura, lo que constituye) lo lleva a la cárcel. Acto fortuito, miserable, injusto. ¿Pero cuál es la vara que mide? ¿Hay vara, hay medición, hay un tercero imparcial? La cínica burguesidad de la justeza, del castigo justo, de la imagen justa. A ello, Dos Santos impone el ateo credo godardiano, ofreciendo solamente (justamente) imágenes, las que emanan en su materialidad una violencia latente, no practicada, pero potencial, no ejercida por esa familia, pero que rebota pérfida en quien mira. “La más auténtica manifestación cultural del hambre es la violencia”, y es por su ausencia, por su relego a un continuar con el fluir, a un cíclico retorno a la sequedad del Sertao, del desierto mortuorio, que las palabras de Rocha vuelven e incidir, sintomáticamente hacia el final de la película de Dos Santos. El Sertao, la tierra seca, los animales muertos, y ese pequeño núcleo humano lanzado a la experiencia límite del vagabundeo manteniendo el hilo de vida, el hilo que une el hambre con la posibilidad de ser, con la opción de ser, antes que un nuevo manotazo desgarrador -rasgador de mallas ontológicas: del ser, de la trama social toda- encuentre a otra impávida paloma.

* Sebastián Russo es sociólogo (especializado en Sociología de la cultura) y está a cargo de la sección El túnel, dedicada al cine latinoamericano en Miradas de cine.

21 noviembre 2006

De la 36a. edición de Alcine

Daniel L.-Serrano es Canichu. Su blog, Noticias de un espía del bar, es uno de los que más frecuento. Me atrapan sus notas históricas, por la elección de los temas, que no suelen ser muy conocidos; por la forma de contarlos, como un cuento para adultos; pero, sobre todo, porque detrás de cada narración hay una posición tomada, que a través de las distintas historias, guarda una coherencia que aplaudo.
En su blog contó que había sido jurado del público en el festival de cine de su ciudad, Alcalá de Henares, en España, y quise invitarlo a kinephilos para que nos hablara de la película ganadora. Aquí lo hace, y quizá nos devele un autor que pronto será conocido. Veremos...
Bienvenido, Daniel, y gracias por aceptar la invitación.
LS


AZULOSCUROCASINEGRO
Daniel L.-Serrano


Del 10 al 18 de noviembre de 2006 se ha desarrollado la 36ª edición de Alcine, o lo que es lo mismo: la 36ª edición del Festival de Cine de Alcalá de Henares (España). Un festival cuya mayor importancia reside en la proyección y concurso de cortometrajes, en los cuales se dan a conocer cortometrajes famosos, temáticos y cortometrajes con los que se quieren abrir paso los nuevos cineastas, no obstante el director Alex de la Iglesia, entre otros, comenzaron presentando sus trabajos aquí. Este festival tiene fama y nombre dentro de su Estado, España, y en Europa. Por él han desfilado actores tales como Federico Luppi, Francisco Rabal o Maribel Verdú, y gente joven que ha acabado siendo un nombrecito en la cinematografía, tanto actuando como dirigiendo.

Por séptimo año he sido jurado del público de la sección Pantalla Abierta a los Nuevos Realizadores, única sección en la que se presentan largometrajes, con la condición de que sean de realizadores noveles. En fechas anteriores ya desfilaron por estas pantallas títulos como Smoking Room, Balseros, El inquilino incierto, Atún y chocolate o El Factor Pilgrim. Liliana, dueña de este blog, Kinephilos, me da la oportunidad de comentar en su espacio el largometraje ganador de este año y eso es lo que voy a hacer agradeciéndole la oportunidad. Aunque antes quisiera nombrar a Ugo Sanz, ganador de dos premios por su cortometraje El prestigitador. Este joven realizador, amigo mío a través del bar La Vaca Flaca, por ello le nombro, ya ha participado en otros festivales europeos con otros dos cortometrajes. Posiblemente esté iniciando una carrera que pudiera ser fructífera.

En la sección Pantalla Abierta a los Nuevos Realizadores de Largometrajes, fueron aceptadas este año seis películas a concurso: Aguaviva (un documental sobre la convivencia en un pueblo entre españoles e inmigrantes extranjeros), La noche de los girasoles (un thriller muy realista y muy recomendable), Zulo (una película metafórica de bajo presupuesto), Vida y color (una historia de ficción sobre la vida en un barrio obrero de Madrid durante el año de la muerte del dictador Franco), Lo que sé de Lola (una película española grabada en francés sobre la vida desgraciada de una española que vive en París) y Azuloscurocasinegro (la ganadora, única comedia presentada este año).

Azuloscurocasinegro es una comedia dirigida por Daniel Sánchez Arévalo. Este es su primer largometraje, de otro modo no hubiera podido concursar en Alcine. La película había sido presentada comercialmente en primavera y en otros festivales donde ya había recibido algún premio (en Venecia y en Málaga). No obstante este director cuenta con doce cortometrajes antes de realizar su primer largometraje, de los que sacó al menos dos premios en la edición de Alcine del año pasado. Azuloscurocasinegro nace de la continuidad argumental de uno de aquellos cortometrajes premiados, La culpa del alpinista.

Esta comedia tiene tintes de drama social español, pero que seguramente se repite en muchísimos otros países del mundo. Jorge es un licenciado universitario que no encuentra trabajo acorde con sus estudios y conocimientos. Su padre ha sufrido un infarto cerebral y ha de trabajar de portero de un edificio (dicha profesión es heredada de su padre), a la vez que ha de cuidar de su padre, impedido de cuidarse por sí solo. Su amor de toda la vida tiene unos estudios cuya salida laboral parece tener más éxito que la suya, aunque tampoco mucho mejor. Ella es una mujer liberada que, aunque le ama, nunca se entrega al compromiso total. El hermano mayor de Jorge, por otra parte, se encuentra en la cárcel y desea dejar embarazada a su novia, otra presidiaria, con el fin de que vaya al pabellón de maternidad de la cárcel para que reciba mejor trato del que recibe. Entretanto, Jorge tiene un amigo que descubre que su padre se hace masajes eróticos homosexuales en casa de un masajista homosexual. Así creada la historia se desarrollan una serie de situaciones entre lo divertido y la amarga crítica social del aparente poco futuro laboral de los jóvenes españoles con determinados estudios universitarios y la desorientación vital de nuestros días en este Estado.

Daniel Sánchez Arévalo, el creador de este film, nació en 1970. Está Licenciado en Ciencias Empresariales, aunque trabaja como guionista profesional desde 1993. Ha contribuido a los guiones de series televisivas como "Farmacia de guardia", "Querido Maestro", "Ellas son así" y "Hospital Central". Recibió una beca Fullbright con la que cursó un máster de Cine en la Universidad de Columbia (Nueva York), siendo así como empezó a dirigir hasta doce cortometrajes, de los cuales cinco han sido de los de más éxito de entre los cortometrajes españoles de los últimos años. Con esa capacidad cinematográfica logró ganar dos años consecutivos en el festival de Notodofilmfest. Con el cortometraje Exprés logró ser nominado para el mejor cortometraje de ficción en los Premios Goya de la edición de 2004 (máximo galardón cinematográfico en España). Aunque ya su primer cortometraje, Física II, había recibido más de cincuenta premios y había logrado ser preseleccionado en España para participar en la edición de los premios Oscar estadounidenses del año 2005. La culpa del alpinista, el cortometraje que dio pie a su largometraje Azuloscurocasinegro, contaba con un guión de Julio Medem, obtuvo veinte premios y llegó a participar en la Mostra de Venecia.

Es posible que este largometraje obtenga el Goya 2006 a los mejores actores revelación, pues realmente es muy posible, para mi gusto personal, que sea lo que hace de ésta una comedia muy divertida, destacando el papel de los actores secundarios que arropan a los protagonistas, estos son el amigo y el hermano del personaje de Jorge. Quizá sin ellos la comedia no hubiera tenido el mismo efecto. Personalmente, de entre las puntuaciones del 1 al 5, puntué a esta película con un 4, fue una de las dos que aprobé, pero me reafirmo en que merece la pena verla sólo por reírse con los secundarios y anotarse mentalmente alguna de sus frases.

20 noviembre 2006

El cielito

Liliana Sáez



Marcela me dejó tarea cuando escribió en este espacio sobre el cine realizado por las directoras argentinas. Un comentario de Pablo, que vio El cielito en Caracas (¡en Caracas! y yo, aquí, en Buenos Aires, no la había visto) hizo el resto.

Lo principal de El cielito es la famosa dicotomía ciudad/campo de la que hablaba Marcela en su nota. Se tiene entendido que el ambiente rural, por ser abierto al cielo, por comprender grandes espacios y por estar poblado por animales, es, para el hombre, un sitio mucho más sano que la ciudad, donde reinan la contaminación, la delincuencia, las máquinas por sobre las personas y el asfalto como barrera imposible de trasponer para juntarse con lo telúrico de la tierra y su naturaleza. Otros le atribuyen otra lectura, la de concebir el mundo rural como el de la barbarie y el urbano como el de la civilización (¿habrá imaginado Sarmiento la profundidad de la herida que infligió con esa definición de Civilización y Barbarie, carta de justificación de tantos crímenes en nuestro país? Yo creo que sí).

Bien... eso, en teoría. Porque El cielito no plantea estas ideas acostumbradas. Sí, en cambio, retoma uno de mis temas favoritos. El de la incursión de alguien en un micromundo, con la consecuente trastocación de un orden establecido. Porque El cielito habla de eso, y de otras cosas también.

Félix, un joven desocupado, andariego, viaja sin norte y vive de lo que las circunstancias le deparan. ¿Un ser despreocupado, ocioso? Yo diría que más bien es un ser libre. Y es ahí, en su libertad, que radica su belleza. Libre, hasta que... Libre hasta que en una estación de tren conoce a alguien de un pueblo que le tiende una mano, pues le ofrece trabajo a cambio de casa y comida. Su incursión en el rancho perdido en el campo, casi surrealmente iluminado por las noches (recorte sepia sobre la negrura que lo rodea), pareciera el feliz ingreso a una familia que no le pertenece, pero que lo acoge en su seno.

La estancia de Félix entre esa familia develará varias cosas: que la aparente calma lleva en sí un mar de fondo que ha estado dormido hasta su llegada, que Félix no vive su vida tan despreocupadamente, que su libertad no es tal, sino más bien una búsqueda, que su solidario anfitrión tiene visos de brutalidad, que la mujer que habita la casa y trabaja como sólo se hace en el campo, tiene sueños que no se atreve a desvelar...

La cámara se detiene sin prisas en unos planos hermosísimamente compuestos: los del exterior del rancho, los del camino al río, los de la curiosidad de la mujer, los de los ratos cada vez más largos pasados con Chango, el hijo de la pareja. No hay apuro, una lentitud pasmosa, como la que se vive en el campo, nos instala en ese ámbito. Cómo esa dimensión rural va cobrando consistencia gracias al ritmo de la acción, gracias a la duración de los planos, gracias a los largos, casi eternos, silencios. Cómo se va palpando otra vida debajo de esa quietud, una vida más atormentada, más reprimida, más brutal, sin caer en lo que antes decíamos de la barbarie. Sino más brutal porque se parece a los ciclos de la naturaleza, calma y tormenta, más bien, amenaza de tormenta... una amenaza que está pendiendo sobre la aparente calma durante largos, larguísimos minutos, para darnos cuenta de que el idílico campo, la tranquila vida rural, la hermosura del paisaje, no son sino clichés de una realidad cruda que se oculta en el carácter tímido, no dócil, ni sumiso, del hombre y de la mujer de campo.

La relación del Félix con Chango es, en realidad, el corazón de esta historia. Es el develador de las falencias de Félix, de su infancia, de su felicidad allá lejos... Y el detonante de la elección: la ciudad. Vida urbana, ajena, extraña... Ritmo voraz, gente solidaria a su manera, carencias de otro tipo... Si en el campo la crisis, la amenaza, estaba latente, aquí palpita con fuerza, rompe barreras, se impone. Y sí, volvemos al cliché: la civilización. ¡Qué lejos queremos estar de ella!

Distintos temas se dejan traslucir a través de una historia aparentemente sencilla: la soledad, la rutina, la búsqueda, el viaje, la niñez, la mujer, el machismo, la violencia, la pobreza, la incomprensión, los anhelos, el valor de la vida, la muerte... Durante toda la película hay un atisbo de esperanza. Sin embargo, al dejar la sala te vas con el corazón aplastado, con la certeza de que no hay un lugar donde las cosas sean como se desea, que la niñez no te abandona así crezcas y que los sueños más simples no pueden cumplirse.

14 noviembre 2006

Nadie Sabe

Elena Castiñeira de Dios


Daniel, Andrés David, Txolo, Marcela, Tatiana, Raquel y, por supuesto, Liliana, me animaron. Ahora corran con las consecuencias. ¡A sufrir se ha dicho!

Me pongo a contarles de Nadie sabe. De entrada uno se pregunta qué es lo que nadie sabe. Parece que nadie sabe que hay chicos que perdieron los derechos más elementales y están ahí, como en Gente detrás de las paredes, escondidos en algún lado, viviendo como en la guerra, sin hacer ruido, sin reclamar nada.

Los chicos molestan, pienso, sobre todo, que el mayor defecto que tienen es que no producen. Interesan como objetivo de venta, para convencerlos de que compren cosas pero, al no producir, si encima son pobres y no pueden comprar, son descartables y nuestras sociedades los ignoran, ni los miran, hacen como si no supieran que existen.

Me acuerdo de las primeras veces en que vi chicos revolviendo la basura en la puerta de mi casa. Estaba sobrecogida, no podía dormirme a la noche recordando ese gesto de un nene bien roñoso comiendo un pedazo de pizza, posiblemente el que yo había tirado la noche anterior y había pasado todo el día en una bolsa de plástico, esperando que se hiciera la hora de poner la basura en la vereda. El espanto no me dejaba dormir y una y otra vez se me aparecía esa imagen. Pasaron cinco años y ahora los veo, igual que antes, pero duermo. La realidad devastadora se impuso con su rutina de hambre y ya no me produce el mismo efecto. No quise acostumbrarme pero me acostumbré.

Nadie sabe comienza con un nene sucio, con la remera rota, las manos ennegrecidas y acariciando una valija. Es el mismo que come basura en mi vereda pero de otro país. Quizás por eso la película sea tan dolorosa.

Como Hirokazu Koreeda es un artista, ha sido muy cuidadoso y esa miseria que viven los chicos de la película no les ha hecho perder su dignidad. Es que son tantas cosas de las que habla esta película…una de ellas es esa: la dignidad.

Lo más horroroso es que toma el tema de un caso real. Es la historia de una mujer con cuatro hijos (todos de diferente padre), que se acaba de instalar en un departamento nuevo. Como los chicos “molestan”, nadie les alquila si ve que son tantos, por lo que sólo presenta al mayor, al de doce años, y esconde a los otros tres. Los chiquitos llegan a su nueva vivienda en las valijas. Ella es una madre encantadora que sale a trabajar todos los días hasta que empieza a desaparecer por períodos largos hasta que lo hace definitivamente. Los chicos quedan bajo la protección del mayor, que por su corta edad no puede trabajar, que recorre lugares pidiendo ayuda a los padres que dan algo, que es mejor que nada, pero que se desentienden de toda responsabilidad.

A medida que lo voy contando, me parece truculento pero no lo es. Tiene algo de natural, no hay un juicio de valor sobre la madre, más bien parece infantil, despreocupada, y los padres son bastante simpáticos, se lavan las manos pero en ningún momento aparecen presentados como personas malignas o crueles.

Así van pasando las estaciones, de a poco, y el otoño se presenta prometedor. La vida en el departamento es armoniosa, han construido una pequeña felicidad, si bien no pueden salir, no pueden gritar, no corren, mantienen el balcón cerrado para no ser vistos, transitan una cotidianeidad apacible, se llevan bien, una de las chicas sueña con tocar el piano y espera pacientemente, el mayor querría volver al colegio, los chiquitos juegan. Están aislados pero en su bunker propio, tienen sus reglas que son cumplidas por todos y el amor entre ellos les alcanza.

El invierno trae el primer abandono. Quedan solos pero mantienen sus rutinas, cocinan, comparten la mesa, siempre con esa vida “de adentro”, aislados pero juntos, esperando la llegada de la madre que finalmente aparece cargada de regalos. La alegría es efímera porque vuelve a partir dejándolos mucho más preocupados que la vez anterior.

El mayor, que también es un niño, decide la salida y, ante la falta de todo, el mundo exterior, la calle, el aire, el sol de la primavera, dan rienda suelta a todo lo contenido. Recogen semillas de la calle y preparan sus plantas amorosamente. Ya tienen poco que comer pero protegen la vida de esas hojitas tiernas que, con sus cuidados, comienzan a crecer. Las puertas del balcón permanecen abiertas. Ya no hay reglas.

El verano los encuentra en la miseria total, ya no hay luz ni agua, van a lavarse a la plaza. El derrumbe se hace inevitable y la devastación es aterradora.

Este horror que acabo de contarles no hace daño mientras transcurre la película. Tiene la claridad de un documental, el respeto entre los hermanos que se mantiene hasta el final, hay un lazo tan fuerte entre ellos, un amor tan grande sin demasiadas demostraciones pero real, casi tangible.

No sé cómo hizo el director para contar una historia tan desgarradora sin golpes bajos, sin gritos, sin lágrimas y al mismo tiempo, sin distancia. Estamos todos participando respetuosamente de esas pequeñas vidas en destrucción, sin caminos, sin salida. Es como el dolor de verdad: se vive, se asume como un momento trágico, se padece en silencio, se está participando de algo abismal, sin remedio.

Lo sentí con la rigurosidad del documental pero sin hacer planos sobre las heridas abiertas, cuidadosamente.

Está bien que el director nos haya cuidado porque, si no se hubiera esmerado tanto, moríamos en la Sala y se quedaba sin público.

Les digo que no dejen de verla porque es maravillosa pero, háganlo un día lindo, preferentemente soleado, bien acompañados y en el que les haya ido bien en el trabajo porque es de esas películas que se asientan mal, que dejan marca. El alma queda un poco acongojada, quizás, porque esos chicos de los que nadie sabe en esa Tokio tan lejana, sean hermanos de los de nuestras veredas.

12 noviembre 2006

Disolverse en mundos ajenos

Elena Castiñeira de Dios


Cuando Liliana comenzó con kinephilos, me invitó a escribir sobre cine. Siempre pensé que las revistas sobre cine, las páginas de cine, los blogs de cine, estaban escritos por expertos en cine, personas con una formación específica, que opinan sobre la iluminación, comentan los planos, enumeran las películas anteriores de los directores, personas que estudian el cine, en última instancia, voces de un saber. ¿Qué aporte puedo hacer yo que miro películas ingenuamente, que nunca leo los antecedentes del director, no tengo idea de quién produce, no sé los nombres de los actores? Sólo me siento y me meto en la película. Me olvido de que estoy sentada. No existo. Soy como la pantalla: se proyecta sobre mí y desaparezco.

Ver películas es parte de mi trabajo. Todos los días, o casi todos los días, veo una película a las nueve de la mañana. Hace catorce años que lo hago y, si me voy de vacaciones, me siento rara al empezar los días sin meterme en la sala oscura en la que, por una hora, o dos, a veces tres (¡qué largas son algunas películas!) me olvido del mundo real y me disuelvo en mundos ajenos, maravillosos, violentos, diáfanos, imprevisibles siempre. Con el correr de los días, el vacío se acrecienta y aparece una intranquilidad que se vuelve insoportable y acabo viendo cualquier porquería, a veces una película que ya vi, en un cine muy malo, única Sala en una playa bastante miserable en la que veraneo desde mi infancia.

Es difícil explicarles a los aficionados al cine que, en esas circunstancias, y en otras también, no me importa la calidad de la película, si es vieja, si salta el proyector ni si el sonido es pésimo. Necesito sentarme a ver algo en la Sala oscura y con la pantalla grande. Eso me calma y me hace sentirme completa otra vez. Comprendo que parezca una herejía a los cultores del cine arte pero esa es la verdad. Tengo una especie de adicción.

Muchas veces, personas que me conocen y saben de mi trabajo, me preguntan “¿Qué hay para ver?”. Siempre contesto “¿Qué te gusta?”. Hay como una especie de vergüenza del gusto propio, se ve que muchos creen que hay que pensar en las películas como en obras de arte y que solamente las que entran en esa categoría son dignas de ser comentadas. Realmente no creo en eso para nada. Creo que el cine puede producir la emoción estética del arte, o la catarsis, o no; puede ser entretenimiento, relleno de horas para no pensar cuando pasamos momentos difíciles, conocimiento de otros mundos, de otras vidas, de otras ideas; diversión o proyección de la violencia con la que nos carga la vida diaria, deleite para los ojos frente a imágenes bellas, a paisajes desconocidos…

Hay a quienes les gusta el cine para relajarse, algunos esperan encontrar serenas reflexiones, otros son fanáticos de las películas de acción, cuantos más muertos, mejor; ahora hay muchos que se enloquecen con las de animación, siempre hay un lugar para las históricas o los documentalistas; hay gente que se fascina con el cine de un director en especial y lo siguen y lo persiguen. Hay para todos. Una vez conocí un chico como de 16 años que me dijo: “Hoy es un día para ver una de terror, bien bizarra, de esas que te pudren la cabeza”, aclaro que era un día nublado. Cada vez que está por llover, me acuerdo de él.

Me propongo contarles lo que veo, devolverles lo que recibo de la pantalla, filtrado por mi mirada, quizás modificado por mí, unas veces les trasmitiré un estado de placidez, casi Nirvana,en el que me deja la película y otros, una acidez que trato de corregir porque mi tía Elisa me explicó que hay que ser compasivo con los animales pero, a pesar de sus enseñanzas, me indigno pensando en que hay tantos creadores que no pueden llegar a la pantalla y sin embargo, hay películas terminadas que dan vergüenza ajena.

La semana pasada vi Nadie sabe. Todavía estoy conmovida. En la próxima, les cuento.

09 noviembre 2006

La casa de agua*

Marc Jardí


En un plano, el agua está en último término, separada de la tierra árida. El agua penetra en la tierra mediante un encadenado hasta un segundo plano, donde un hombre está en una prisión de agua. Su grito penetra, otra vez mediante un encadenado, hasta un tercer plano: un funeral. Un féretro es transportado bajo la lluvia.

Otro encadenado, del féretro hasta la barriga de una mujer embarazada en un cuarto y último plano, está sentada en un silla en medio de un espacio desértico.

La disposición espacial de los objetos en el plano hace que esta serie de encadenados, tanto de imagen como de sonido, sean efectivos en hora de expresar una idea.

Más allá de esto, esta obertura dice claramente el significado del agua y de la tierra en el film. No solo el agua es la vida y la vida después de la muerte, es también la solución hecha hombre, que curará las tierras vírgenes que no esperan el acecho de Gómez.

La tierra no es algo muerto, es algo que aún no ha nacido, el hombre debe trabajarla como ha hecho siempre: ajena a la política, aunque entendiendo su situación política.

Cuando caiga la lluvia y haga la tierra fértil, no será por el hecho de mojar un campo, sino porque su población será capaz ahora de cultivarla de una manera revolucionaria y libre. Porque la lluvia es el discurso revolucionario de Cruz, que después de su muerte, ha mojado a la gente de Maricuare.

Lógica es pues, la similitud entre Cruz y Cristo. La cruz, que por premonición santera debe cargar Cruz (igual que Cristo), es cada vez más evidente para los ojos del pueblo de Maricuare. La prisión de Cruz se convierte en la prisión de su pueblo. Los machetazos del dictador Gómez son machetazos a un niño, a un hombre, a un pueblo. Una panorámica despierta al pueblo de Maricuare.

La muerte de Cruz significa la vida para su pueblo, puesto que el desarrollo de su reflexión revolucionaria ha estado condensándose en una nube durante tiempo, a la espera de que el pueblo la entienda, asuma y esté dispuesta a ejecutarla. Es entonces cuando la muerte de Cruz ordena a las nubes que rieguen los campos, la gente está al fin preparada para mojarse, asumiendo así todas las consecuencias sociales y políticas que consigo traiga este hecho.

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* La casa de agua, película venezolana de Jacobo Penzo.

06 noviembre 2006

World Trade Center

UN FILM SIN HUELLAS
Marcela Barbaro


Hollywood esperó un lustro para que el cine pudiera llevar a la pantalla el atentado contra las Torres Gemelas perpetrado, como todos sabemos, el 11 de septiembre de 2001. Dicha espera despertó en manos de, un hoy contradictorio, Oliver Stone.

De aquel día de septiembre, recuerdo el manejo apático que realizaron los medios de comunicación estadounidenses para cubrir la noticia. A modo de hipnosis mostraban frente a los ojos de los espectadores la imagen de los aviones estrellándose una y otra vez. Así el tiempo pasaba, y al público lo dejaban atónito. La información era escueta y reservada. Nunca se supo fehacientemente la cantidad de muertos ni el número de aviones que habían caído. Nunca se mostraron imágenes morbosas, los noticieros trataban de actuar con objetividad y valentía, nada se filtraba, la transmisión era cuidadosamente estudiada y correctamente tendenciosa.

Cuando se filma una película sobre un atentado, ¿cuántas visiones se pueden dar?, esa fue la primera pregunta que se me ocurrió antes de ver World Trade Center. Pero pocas fueron sus respuestas, ya que el film no se alejó de las informaciones que teníamos, sino que resulta ser la versión cinematográfica de lo realizado por los medios, con el agregado de elementos ficcionales y con un relato armado sobre la historia real de dos policías que quedaron atrapados cuando se derrumbaron las Torres. Uno de ellos es el sargento John McLoughlin, interpretado por Nicolas Cage y el otro es Will Jimeno, caracterizado por Michael Pena.

El film comienza con una cámara que recorre el amanecer de Nueva York. Todo se activa como la rutina de una máquina. Sus habitantes se dirigen a sus trabajos. Los subtes abren sus puertas, los autos invaden las calles y las autopistas colapsan, el sonido de bocinas invade el aire. La polifonía racial fluye entre la vorágine de una de las ciudades más cosmopolita. Es un día como tantos otros, hasta que la sombra de un avión se refleja en un edifico y se estrella. Humo, gritos, desasosiego, sangre, fuego, derrumbe, muertes.

Oliver Stone elige quedarse dentro del derrumbe, deja de lado los planos generales para hacer uso de primeros planos. Se acerca a los personajes y los acompaña. Junto a ellos, percibimos la sensación asfixiante de sentirse enterrados, de convivir con el polvo, del temor a quedarse dormidos y no despertar, de tratar de sobrevivir aferrados a sus afectos y de saber que el sentir dolor les equivale a estar vivos. Así, John y Will pasaron sus horas mientras sus familias los buscaban desesperadamente.

Durante el lanzamiento de la película, el director dijo a la prensa que “para el cine es esencial analizar lo que significa (el atentado)”. Pero esto nunca sucedió, porque su mirada es controversial y superficial, aunque registre dolor, pérdidas humanas y colaboracionismo entre la gente. Más aún, si a eso se le adosan diálogos superfluos y “sensibleros”, y una banda sonora efectista utilizada en los momentos más predecibles. No hay marca autoral, sabemos que se trata de Oliver Stone porque aparece escrito en los créditos del film; perfectamente podría haber sido filmada por cualquier otro director o cadena informativa.

Lo que prima es una película de tono comercial donde se exalta el nacionalismo, el silencio sobre las causas, la ingenuidad de la mirada del pueblo y donde jamás se nombra a sus atacantes. Insisto, es un Stone que no se ha jugado como muchas otras veces, que se muestra silencioso y escondido bajo un aspecto prolijo y hasta conservador.

En el film, hay dos escenas que me inquietaron particularmente por diferentes motivos y que resumen las características ideológicas de la película: una de ellas es el papel de un hombre que al ver el atentado por televisión dice sobresaltado: “¡Estamos en guerra!”. Más allá de la paranoia norteamericana, este personaje era un ex marine que, al quedar obnubilado, se prepara para salir a combate. Se rapa el pelo, se viste con uniforme militar y presta toda su colaboración al servicio de la patria. Casualmente, es él quien encuentra sobrevivientes, y también será él quien irá a participar en la guerra contra Irak. Esta inclinación belicista, vista como salvadora y justiciera, se contrapone con películas abiertamente antibélicas filmadas por el mismo director, como Pelotón y Nacido el 4 de Julio, o de conspiración dentro del propio gobierno como lo fue JFK.

La segunda escena en cuestión, es el pequeño recorrido visual que hace la familia de uno de los policías, dentro del hospital, al mirar un panel con fotos de gente desaparecida. Para los norteamericanos esa es una experiencia nueva y dolorosa. Nunca habían experimentado la sensación de convivir con la incertidumbre angustiante de no saber dónde y cómo están sus seres queridos. Es a partir de esa instancia que se clasifica a la gente extraviada como “desaparecida” o “missing”. Por lo tanto, ese paneo me llevó inmediatamente a recordar y asociar que esas imágenes, esa instancia de búsqueda de personas fue y es una circunstancia crítica en países de Latinoamérica y, entre ellos, Argentina. En dichos lugares se han (mal)acostumbrado a vivir con la incógnita de no saber el paradero de muchas personas que no pudieron ser encontradas nunca más, al ser víctimas de reiterados atentados o de procesos dictatoriales. Aún se siguen viendo sus retratos colgando en diversas plazas, en muchas paredes y en cuantiosos carteles durante manifestaciones. La diferencia entre Norteamérica y el resto de América probablemente sea la intencionalidad de los hechos; el dejar en claro quien tiró la primera piedra.

En fin, World Trade Center, un film sin huellas.

02 noviembre 2006

Desde Miami


Nunca pensé que el paso por FC fuera tan particular para mí. Allí crecí y aprendí mucho. Sin embargo, al alejarme, pude hacerlo sin sentir que me desgarraba. Esto no me había pasado antes. Suelo establecer relaciones muy estrechas entre mi trabajo y mi vida. Pero esta vez aprendí (eso siento que hice) a separar a la gente de los lugares donde se relacionan conmigo. Rescaté de ese naufragio (porque eso creo que fue) a Euge, a Pamela y a alguien muy especial, que se convirtió en compañera de largas jornadas de trabajo y gran, gran amiga.

Me refiero a Olga. Ella se fue de FC antes que yo. Además, se fue a vivir a otro país. Y aunque estoy acostumbrada a las despedidas y a los recibimientos –porque toda mi vida se puede reducir a esa serie de abrazos de tristeza y de alegría–, mi felicidad fue increíble cuando la vi nuevamente en Buenos Aires y pude, al estrecharla, demostrarle cuánto la había extrañado.

Olga llegó hace unos cuantos años a Buenos Aires desde Ucrania. Vino del frío y se instaló en este país que parece una película en blanco y negro, donde supo hacer amistades muy fuertes. ¿Cómo definirla? Olga es hermosa, pero su belleza la trasciende, porque además, es un ser humano increíble. Se ve frágil, pero es sólo apariencia, por suerte, porque su fortaleza y su tosudez le permitieron cumplir la promesa que dejó al irse el año pasado: volver a visitarnos.

Estuvo aquí dos semanas, en las que cada uno de sus amigos la disfrutó como pudo. A mí me trajo varias cosas, entre ellas, dos películas del Hitchcock menos visto: Los 39 escalones y El hombre que sabía demasiado en sus versiones británicas; y dos libros hermosos que resumen en fotos y textos dos décadas del cine mundial, cuyas imágenes ya pasarán a formar parte de kinephilos.

Olga toca el piano. Alguna vez ella creyó que había dejado de hacerlo para siempre. Recuerdo que no sabía cómo explicarle que eso era algo que sólo moriría con ella, que no se olvida, que las manos no se atrofian, que la música y las ganas de interpretarla viven con uno. Ya se convenció de que es así. Hoy enseña piano en dos escuelas de música. ¿A qué viene esto? A que ella conoce mis ansias de dibujar. Sabe que me gusta, sabe que lo intento y sabe que me siento impotente por no poder plasmar lo que quiero como lo quiero. Así que también llegó con un libro que explica las diversas técnicas de dibujo (justo las que quiero experimentar: tinta china, el pastel, el carboncillo, el grafito). De alguna manera, ella me demostró también que puedo hacerlo.

Yo no sé si ella sabe cuánto la quiero y cuánto la admiro, que la siento muy cercana en la distancia. Quizá este post no tenga mucho que ver con el cine (aunque FC es una escuela de cine, aunque los presentes de Olga sean pelis y libros sobre cine...). Quizá sea muy personal y por ello quiero que me disculpen. Pero sentí la necesidad, hoy que Olga ya debe haber llegado al país que esta vez la alberga, de expresarle lo que el poco tiempo que tuvimos no me permitió.

Liliana Sáez