27 agosto 2007

"Araya" en Miradas de Cine

Liliana Sáez




En Miradas de Cine lectores y críticos votaron sus quince películas preferidas de los años 50. A pesar de que se quedaban muchas, muchísimas fuera de la selección, yo voté. Y como Venezuela ha dejado una huella imborrable en mí, no pude dejar de incluir una película que, en cierto modo, es un homenaje a ese país tan particular, que me cobijó nada menos que durante veinte años.
Escribí sobre Araya, el único largometraje de Margot Benacerraf, la autora de ese corto genial que es Reverón.

Margot Benacerraf es la primera mujer que se dedicó al cine en Venezuela y a quien siguieron nombres como el de Solveig Hoogesteijn y Fina Torres, entre otras. Pero Margot, además, creó la Cinemateca Venezolana, un espacio que albergó el mejor cine que se ha proyectado en el país. En ese espacio, al que tuve el honor de pertenecer, conocí a Margot. Una mujer que es una institución, que si te pones a conversar con ella suele llevarte de la mano por sus recuerdos en una gratísima compañía.

No les cuento más sobre Araya, que ahí está la nota en Miradas de Cine. Esa huella imborrable que Venezuela ha dejado en mí, permanece viva y late con mayor fuerza cuando me provocan a escribir sobre el cine que me gusta, como en este caso.

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En la fotografía, Margot Benacerraf busca el mejor ángulo de una panorámica en la península de Araya.

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El texto tal como apareció publicado:

ARAYA (Margot Benacerraf, 1959)
Liliana Sáez
Ubicada al norte de América del Sur, gobernada actualmente por un presidente que se define como socialista y que se enfrenta en sus discursos al poderío de los Estados Unidos, aunque por debajo de ese discurso haya negocios de cifras millonarias gracias al mercado del petróleo, Venezuela vivió en los años 50 bajo el gobierno personalista y autoritario de Marcos Pérez Jiménez, quien le dio impulso al país, a través de admirables obras de infraestructura (autopistas, centros urbanos, urbanizaciones, monumentos, ciudad universitaria, etc.) que aún sobreviven como íconos de una época pujante. Esa obra monumental fue financiada por la explotación petrolera, llevada a cabo por empresas norteamericanas que se habían establecido en la zona más cálida de Venezuela, donde el petróleo parecía una bendición nacida en el centro de la tierra.

En 1958, la división de las fuerzas armadas alejó del poder a Marcos Pérez Jiménez y preparó al país para el establecimiento de una democracia que sobreviviría gracias al pacto firmado en Punto Fijo, donde los principales partidos políticos se comprometían a mantenerla, alternándose en el gobierno y dejando fuera de sus proyectos a la izquierda, que se mantuvo en la lucha, sin lograr acceder al poder, hasta el advenimiento de Chávez, aunque éste no represente a aquellos grupos que fueron marginados por la socialdemocracia (Acción Democrática) y la democracia cristiana (Copei).

Ese país pujante y en franco desarrollo, abierto a la inmigración y con un proyecto promisorio, con el histórico pasaje de la dictadura a la democracia, será en parte, la contracara de lo que nos ofrece Araya, pues nos muestra una región que no acusa ese vertiginoso auge e impulso creciente de un país que va transformándose para pasar de lo rural a lo urbano, con un cariz casi cosmopolita. Lo que sí existe detrás de Araya es la realidad de una clase intelectual, cuyos miembros se convertirán en protagonistas culturales que proyectan su obra más allá de las fronteras del país, que se nutren de conocimientos en París o que viven holgadamente en las zonas más caras de Caracas y envían a sus hijos a estudiar a Europa.

Araya parece ser un film maldito. Maldito, porque no encontró su lugar en la filmografía documental como género, ni en la producción de su directora, ni en la representación de su país. ¿Por qué digo esto? Es que Araya es un film que podría catalogarse de documental, porque muestra la labor que los pobladores de la península de Araya (en el noroeste del país) realizan de sol a sol en las salinas del lugar. Pero su autora niega que lo sea, pues insiste en que ella preparó un guión y ubicó a sus personajes de acuerdo a ese guión, en lugar de registrar “desde afuera” las acciones que los pobladores realizaban día a día. Y allí entraríamos en un terreno polémico en el que tendríamos que detenernos a definir los matices de la realidad, materia prima del cine, y su reproducción. No es de eso de lo que quiero hablar, porque el tema que nos reúne es la cinematografía de los 50 y no los límites entre la ficción y el documental. Quiero hablar de los injustos reveses que ha sufrido este film que es un hito en la historia del cine venezolano.

Margot Benacerraf nació en la Caracas de 1926, que en ese entonces vivía los últimos años del gobierno dictatorial de Juan Vicente Gómez, un gobierno tan gris que dejó al país con treinta años (los que duró su dictadura) de atraso con respecto al resto de los países de América latina. Benacerraf pertenece a una de las familias más acomodadas de Venezuela. Estudió cine en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC) de París y volvió a su tierra a filmar, primero, un cortometraje sobre el pintor venezolano Armando Reverón, “el pintor de la luz”, que recogió valiosos comentarios de la crítica cinematográfica, incluso de aquella que se leía en Cahiers du Cinéma. Con ese estímulo encaró la filmación de Araya, film que le permitiría un mayor reconocimiento internacional.

Conviviendo largas temporadas con los sujetos de su obra, plantándose horas y horas frente a los posibles escenarios que le ofrecían las salinas, Benacerraf se pasaba los días buscando los elementos que le darían cuerpo a su historia. Con una mirada casi antropológica, la autora nos muestra, con encuadres cuidados, la fotografía en blanco y negro, y una composición verdaderamente poética, las condiciones primitivas en que se desarrolla la vida de esos seres que viven de la pesca y de la producción de la sal en un rincón olvidado del país, que más allá de ese entorno se mostraba con un impulso vital desmesurado.

Araya compitió en el Festival de Cannes, donde no sólo fue admirada y despertó cantidad de comentarios auspiciosos, sino que además recibió el Premio Internacional de la Crítica, junto a Hiroshima mon amour (Alain Resnais), en su edición de 1959. Sin embargo, su autora no había quedado conforme con el montaje de su film. Habiéndole hecho caso a los distribuidores, la duración original de tres horas (que tanto Renoir como Langlois le habían recomendado no cortar) pasó a ser una versión de ochenta minutos que nunca conformó a Benacerraf, a tal punto, que esta mujer que sobresalía en el panorama cinematográfico no sólo venezolano, sino latinoamericano e internacional, no volvería a rodar nunca más.

En Venezuela, la película tardó dieciocho años en estrenarse, debido a varios contratiempos, que incluían desde la pérdida de la copia hasta la enfermedad de la directora, pasando por ese montaje que no terminaba de complacer a su autora. El país natal de Margot Benacerraf vivía al ritmo de los cambios sociales y políticos del resto del continente. Los años 70 irrumpieron con su carga ideológica y el Festival de Cine de Mérida ofrecía a los ojos ávidos de propuestas fundamentales, las imágenes revolucionarias del cine de Glauber Rocha, de Jorge Sanjinés, de Octavio Getino y Fernando Solanas, de Fernando Birri, de Gutiérrez Alea… Un cine comprometido con la realidad social y política de la región, un cine que buscaba concientizar al espectador para que no fuera un ente pasivo frente al film, sino que por el contrario tomara en sus manos la solución de una realidad hecha sobre la base de la colonización y la explotación. En ese marco, Araya apareció como anacrónica, como una hermosa película que mostraba algo que había sucedido mucho tiempo atrás.

Sin embargo, Araya contiene todos los elementos que permiten ubicarla entre las mejores películas de los 50. Su cuidado estilo, su mirada contemplativa, el lirismo de sus luces y sombras, los hermosos y desolados paisajes que ofrece la salina, la orquestación de esos cuerpos que son parte de un gran mecanismo que realiza un trabajo agotador… forman un conjunto de imágenes con gran fuerza narrativa y poderosa carga estética, que permite ubicar a Margot Benacerraf como un referente del cine poético venezolano.

Ya no importa si estamos ante una ficción o un documental, es una pena que no haya habido más películas de su autora; hoy vemos este film no sólo como un regalo para nuestros ojos, lo vemos en su contexto, con todo lo que le jugó a favor y en contra. Y en el balance, la rescato como una película que debería ser accesible para todos, como un film para recuperar, como una obra de arte que no debe quedar en el olvido.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Te felicito por la publicación!.Y me alegro que hayas votado el cine que no se ve tanto y que no llega a todos lados. Me diste ganas de verla, ojalá la encuentre. El cine de autor siempre es bienvenido.
Un abrazo.

Dante Bertini dijo...

gracias por el descubrimiento.

Jorge López Fernández dijo...

Yo también te agradezco que nos descubras películas poco conocidas, Liliana. Aunque probablemente tengamos que conseguirlas gracias a mulas y otros animales de (des)carga. ;-)
¡Un abrazo!

Liliana dijo...

Pues sí, hay tantas películas buenas en estos países de Latinoamérica, y lamentablemente no se conocen más allá de sus fronteras. Lo más lejos que llegan es al Festival de Cine de La Habana.
Muchas gracias a los tres por sus comentarios.

Anónimo dijo...

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