22 octubre 2007

Cine boliviano (3)

DEL INDIGENISMO A LA GLOBALIZACIÓN
Tercera parte
(Leer la Primera parte; Segunda parte)

Verónica Córdova S.


A partir de los años noventa, movimientos contradictorios han afectado la narrativa y las prácticas cinematográficas en Bolivia. La promulgación de una Ley de Cine y la creación del Consejo Nacional de Cine y del Fondo de Fomento Cinematográfico han venido acompañadas de una seria crisis en el mercado cinematográfico interno. El descenso en la capacidad adquisitiva de la mayoría de la población, el acceso a la televisión, al vídeo y al cable, así como la enorme expansión de la piratería en el soporte de vídeo, han provocado un cierre masivo de las salas de cine y de las empresas distribuidoras independientes. En consecuencia, existen mejores condiciones para hacer cine, pero las posibilidades de recuperar en taquilla los costos de producción son cada vez más remotas.

Ante este problema, hay quienes plantean seguir reflejando la mirada local y nacional, con todos sus conflictos y sus rivalidades. Hay quienes vuelcan su mirada al pasado, hay quienes intentan vestir al cine de mujer o de indígena, hay quienes lo han dado por muerto y se han dedicado a actividades más lucrativas o, por lo menos, no tan riesgosas. Hay también quienes han optado por un cine comercial, con contenidos “universales” que permitan interesar a un coproductor o vender la película en el mercado extranjero.

El mercado internacional es un dios difícil de complacer, sin embargo. Pide como requisito elemental terminar la película en 35mm, con sonido dolby stereo y la participación de actores internacionales. Todo eso encarece los proyectos, desdibuja los contenidos, estandariza los guiones, limita la temeridad estilística, convierte el modesto cine de un país de pioneros en una imitación barata de Hollywood.

Y sin embargo, la identidad nacional boliviana sigue siendo un tema irresuelto. En los últimos años, la tecnología digital ha permitido que jóvenes directores (y otros no tan jóvenes, que han estado esperando su momento durante mucho tiempo) puedan realizar su primer largometraje. El resultado está a la vista: desde el año 2002 se han mostrado en salas de cine comercial diez largometrajes filmados en digital, de los cuales siete son óperas primas, algunas realizadas en regiones del país donde no se habían hecho largometrajes con anterioridad: Oruro, Tarija, Cochabamba y Sucre.

Cuando digo diez largometrajes incluyo entre ellos Alma y el viaje al mar (Diego Tórrez, 2002), Los hijos del último jardín (Jorge Sanjinés, 2004), Esito sería… la vida es un Carnaval (Julia Vargas Weisse, 2004), Margaritas negras (Claudio Araya, 2005), La ley de la noche (Diego Tórrez, 2005), Espíritus independientes (Gustavo Castellanos, 2005), Nostalgias del rock (Tonchy Antezana, 2005), Alas de papel (Fernando Suárez, 2005), El clan (Sergio Calero, 2006) y Psico urbano (Daniel Suárez, 2006). Una mención aparte deben tener los largometrajes filmados en digital pero estrenados en celuloide, entre los que se incluyen Dependencia sexual (Rodrigo Bellot, 2003), Sena quina (Paolo Agazzi, 2005), Lo más bonito y mis mejores años (Martin Bouloq, 2006) y Quién mató a la llamita blanca (Rodrigo Bellot, 2006).

Si a estos títulos añadimos aquellos filmados y estrenados en celuloide en este mismo periodo tenemos un asombroso número de diecinueve largometrajes en un lapso de cuatro años, por mucho convirtiendo a éste en el periodo más fructífero de la historia del cine boliviano.

Hay quien asevera, sin embargo, que lo grabado en digital sigue siendo vídeo, que no es cine ni lo será nunca. Esta aseveración se apoya en argumentos tecnológicos que hacen a la textura de la imagen y las posibilidades fotográficas del formato. También se apoya en el modo de producción, ya que la inmediatez y el relativo bajo costo del material virgen en digital generan una cierta tendencia a que la puesta en escena sea menos rigurosa, a que se filme mucho con la esperanza de obtener algo, con resultados generalmente mediocres.

Es sin embargo importante incluir en esta discusión un aspecto que es inherente al universo audiovisual boliviano: el hecho de que películas filmadas en formato digital se han exhibido y se exhiben en salas de cine comercial sin haber antes realizado la transferencia a 35mm, como es normal en otros países (1).

Desde el punto de vista teórico, el apparatus cinematográfico, como lo describe Jean-Louis Baudry, incluye la totalidad de las operaciones interdependientes que hacen a la experiencia de ver una película. Éstas incluyen la base técnica que filma, revela, edita y proyecta, la película misma como un texto narrativo y artístico, las condiciones de proyección y la “maquinaria mental” que genera en el espectador comprensión y placer (2).

Para el argumento que introduzco, las condiciones de proyección juegan el papel clave que diferencia la experiencia cinematográfica de aquella relacionada con la televisión, o incluso de cualquier forma doméstica de ver una película, como el DVD o el VHS.

Las condiciones ideales del apparatus cinematográfico incluyen una sala oscura, una pantalla gigante iluminada por delante y un rayo de luz que proyecta la imagen por detrás de un espectador virtualmente inmóvil. Estas condiciones de proyección generan en el espectador un estado similar al del sueño (espacio oscuro, movilidad reducida, percepción audiovisual enfatizada para compensar la falta de actividad física). De acuerdo a la teoría psicoanalítica del cine, este estado onírico generado por la sala de cine tradicional intensifica la impresión de realidad y el régimen de credulidad ligados a la experiencia cinematográfica. Como lo explica el teórico e historiador Robert Stam:

“El cine puede lograr su gran poder de fascinación sobre el espectador no solamente por su impresión de realidad, sino más precisamente por el hecho de que esta impresión de realidad se ve intensificada por la similitud con el sueño. Esto es lo que llamamos efecto de ficción” (3).

¿Puede el formato digital generar en el espectador el mismo efecto de ficción si es exhibido en las condiciones de proyección ideales atribuibles al apparatus cinematográfico?

Cuando Jorge Sanjinés estrenó Los hijos del último jardín en la sala de cine 6 de Agosto de la ciudad de La Paz, en enero de 2004, muchos creímos que sí. Gracias a la gran potencia de un proyector especialmente adquirido en Japón, la película se vio en la sala, en condiciones muy similares a las de una película en celuloide. Muchos comentaban que el espectador común no podía saber cuál era el formato de rodaje o de proyección de la película, y que bastaba con contarle una historia que le genere el régimen de credulidad para lograr el efecto de ficción que le permite identificarse con los personajes, llorar sus penas y alegrarse con sus triunfos.

Hay, sin embargo, otro aspecto técnico en el vídeo que genera una casi subliminal separación entre el espectador y la experiencia cinematográfica, y que tiene que ver con uno de los aspectos fundamentales de la “maquinaria mental” que aporta el espectador al funcionamiento del apparatus cinematográfico. Se trata del fenómeno de movilidad aparente que se da porque la retina humana es incapaz de seguir las intensidades de luz que cambian muy rápidamente, lo que hace que el ojo vea como una sola imagen en movimiento una serie rápida de exposiciones fijas.

El apparatus cinematográfico ha “acostumbrado” al ojo y a la mente del espectador común a reconocer el efecto de ficción en la intermitencia de 24 cuadros por segundo característica del cine. El vídeo digital trabaja con 30 cuadros por segundo en sistema NTSC y 25 cuadros por segundo en sistema PAL, lo que ha hecho que los fabricantes de cámaras destinadas al cine en digital empiecen a lograr la manera, no sólo de superar la baja resolución atribuible al vídeo, sino también buscar la misma intermitencia del cine, con la esperanza de acercarse más al efecto de ficción que genera casi automáticamente el cine.

Casi todas las películas filmadas en digital en los últimos años en Bolivia carecían de la intermitencia del cine. A pesar de haber sido exhibidas en pantalla grande y en sala oscura, estas películas en general sufrieron de una proyección de mediana a mala debido a la poca luminosidad de los proyectores en vídeo que tuvieron que utilizar, ya que el proyector que usó Jorge Sanjinés se malogró a las pocas semanas de ser usado en las pésimas condiciones de estabilidad eléctrica de nuestras ciudades y provincias.

¿Podemos entonces atribuir, por lo menos parcialmente, la baja recaudación de taquilla de estos títulos a los efectos psicológicos en el espectador de las condiciones de exhibición de estas películas? ¿Al hecho de que el efecto de ficción necesario para la identificación del espectador con la historia se viera reducido por una intermitencia de vídeo, y unas condiciones de proyección no ideales? Evidentemente estos son aspectos difíciles de probar, y que palidecen ante las condiciones económicas y sociales que afectan a la asistencia del público a las salas.

Aún sin considerar el texto narrativo y artístico de estos filmes, las películas mismas –sus tramas, sus opciones estéticas, sus temáticas–, no creo mentir si digo que ninguna de las diecinueve películas estrenadas desde el año 2002 se acercaron siquiera al nivel de recaudación de taquilla de las películas hechas en periodos anteriores, menos prolíficos, del cine boliviano.

La época de las cooperativas cinematográficas, del trabajo por amor al arte y del equipo de técnicos que empeñaban sus viviendas y anillos de matrimonio para financiar el rodaje de una película están definitivamente en el territorio de la anécdota y la nostalgia. Hoy producir cine es un hecho empresarial, que requiere de grandes inversiones, y donde ya nadie trabaja gratis.

Si a eso le añadimos la debacle del mercado audiovisual boliviano, donde de 240 salas de cine que existían en el país en 1984 se bajó a 40 en el 2001, y a aproximadamente a 25 en el 2006; y donde el espectador promedio –urbano y de clase media– accede a títulos de estreno a 10 Bs en un DVD pirata, a comparación del promedio de 20 Bs. que le cuesta una entrada individual a una sala cinematográfica, tenemos como resultado que hoy hacer cine es un emprendimiento no sólo riesgoso, sino casi suicida. Prueba de ello es el estado actual del Fondo de Fomento Cinematográfico, que se encuentra en este momento sin liquidez suficiente para otorgar nuevos créditos, debido a la imposibilidad de las películas nacionales de recuperar su inversión y devolver los dineros recibidos en préstamo.

En este escenario es que surge la última diferencia que quiero resaltar entre el digital y el celuloide: la abismal diferencia en el riesgo económico que asumen quienes apuestan al cine y quienes hacen películas en vídeo.

Empecé este artículo hablando de la vena indigenista que resalta en la historia del cine boliviano y en su relación con la formación de la conciencia nacional, como la llama Zavaleta. Y aunque esta última parte se aparta un poco del análisis temático e histórico de las películas hechas en la etapa neoliberal o postmoderna del cine boliviano, me parece que justamente las características inherentes a este periodo económico ejercen tal influencia en las prácticas cinematográficas en Bolivia que han determinado no sólo su estética o su temática, sino su supervivencia misma.

Si el digital es la solución a la crisis del cine boliviano actual, no puedo decirlo. Sólo tengo claro que es justamente en este momento, en que el país se redefine como nación, cuando más necesidad tenemos de una imagen propia, de un espejo común en el que podamos ver nuestras glorias y nuestras miserias. Ese espejo es, en el siglo XXI, el cine. Y éste es el peor momento para que, como bolivianos, lo perdamos.

Notas:

(1) Prefiero utilizar el término ‘universo audiovisual’ para referirme a los diferentes sectores que hacen a la producción, distribución, intercambio y consumo de contenidos audiovisuales en Bolivia. Como concepto funcional, considero que ‘universo audiovisual’ supera a los términos ‘industria’ o ‘mercado’ en el contexto específico boliviano, en el que el modo de producción prevaleciente no puede ser llamado industria, pareciéndose más a un modo artesanal tanto en sus aspectos de producción como de distribución.

(2) Jean-Louis Baudry. "Ideological Effects of the Basic Cinematographic Apparatus". En: Leo Braudy y Marshall Cohen (editores) Film Theory and Criticism. Introductory Readings. Oxford University Press, Nueva York 1999.

(3) Robert Stam,, Sandy Flitterman-Lewis y Robert Burgoyne. New Vocabularies in Film Semiotics. Structuralism, Post-Structuralism and Beyond. Routledge, Londres 1992. pg. 144. La traducción es de la autora.

1 comentario:

Liliana dijo...

Los distintos países de Latinoamérica tienen problemas parecidos a los que se plantean en este último tramo del artículo. Tomar conciencia es un primer paso. Defender el cine, es lo que sigue.
Pero ante todo, creo que no es justo que no conozcamos el cine que se hace en los países vecinos. Sabemos mucho más del cine norteamericano (tan ajeno a nuestra idiosincrasia) que del de los países de la región (Chile, Paraguay, Brasil, Uruguay, Bolivia, Perú, Ecuador, Venezuela, Colombia...)
Todo un tema para reflexionar...