16 octubre 2007

Cine boliviano (2)

DEL INDIGENISMO A LA GLOBALIZACIÓN
Segunda parte
(Leer Primera parte)

Verónica Córdova S.*



En el anterior número comencé este artículo sobre la temática indígena característica del cine boliviano, argumentando que ésta se debe más a problemas de identidad irresueltos a lo largo de la conformación nacional que a una posición política o ideológica innata en los cineastas bolivianos. En esta segunda parte, sin embargo, analizaré el trabajo de un cineasta que ha hecho del indigenismo su fuente de inspiración creadora, aportando al cine nacional algunas de sus películas más representativas, reafirmando de paso la idea de que nuestro cine es esencialmente andino. Me referiré entonces a la etapa del cine boliviano revolucionario, conocida internacionalmente gracias a las películas de Jorge Sanjinés, principalmente. Esta etapa, que comienza una vez que el polvo levantado por la Revolución de 1952 se había asentado definitivamente, se aleja del indígena glorioso del pasado pre-hispánico para volcar su mirada a su descendiente contemporáneo, el indio, y a los problemas que enfrenta en la Bolivia post-revolucionaria.

La primera película de ficción de Jorge Sanjinés, Ukamau, fue filmada en 1966 bajo los auspicios del Instituto Cinematográfico Boliviano. La película, hecha y ambientada en la etapa posterior a la Reforma Agraria, muestra cómo la explotación del patrón se ha visto reemplazada en la zona rural por la explotación del intermediario mestizo, que compra los productos agrícolas de los campesinos a precios impuestos por su voluntad especuladora, para venderlos después en la ciudad multiplicando sus ganancias. Bajo este trasfondo general, Ukamau –que en español significa Así es– cuenta una anécdota con ribetes de tragedia griega: luego de violar y matar a una muchacha campesina, el mestizo es perseguido durante un año por el sonido de la quena fantasmal del marido de la muchacha, hasta que finalmente se cumple el ritual de venganza en la soledad de la pampa altiplánica.

Ukamau es, sin lugar a dudas, una de las películas más hermosas del cine boliviano. Su espectacular fotografía, su atrevido montaje y su impecable realización sostienen y proyectan a nuevos planos estéticos y temáticos la simpleza de la historia: convierten la anécdota en metáfora. Sin embargo, como el propio Sanjinés reconoce, la película se mantiene en los parámetros del indigenismo paternalista. La historia del sufrimiento y la explotación indígena sigue siendo contada desde el punto de vista y los códigos narrativos del blanco. La división maniquea entre la bondad humilde del indígena y la maldad venal y usurera del cholo; la lenta y torturante espera del castigo; la conciencia disfrazada de un lamento de quena; la fiera lucha a golpes de piedra en la inmensidad telúrica del altiplano… todo coincide para llevar a Ukamau a las cercanías del melodrama, con su ritual de confrontación, purgación y reconstitución de imperativos éticos. Desde ese punto de vista, Ukamau es un melodrama de la oposición nacional entre cholos e indios, tal como Wara Wara había sido el del estéril encuentro entre blancos e indígenas. Una experiencia fundamental durante la filmación de su siguiente película, Yawar Mallku, es la que genera el salto cualitativo de Jorge Sanjinés de un cine sobre temática indígena a un cine hecho desde el punto de vista y la estética indígenas.

A fines de 1968 los nueve integrantes del equipo de filmación de Yawar Mallku llegaron a la comunidad quechua de Kaata para iniciar el rodaje de la película. Sanjinés había acordado con Marcelino Yanahuaya, el líder de la comunidad, la colaboración de los campesinos e incluso su participación en el papel principal de la película. Sin embargo los cineastas encontraron a su llegada hostilidad y desconfianza. “¿Quién era esa gente tan rara, esos extranjeros de aspecto estrafalario, con esas máquinas tan extrañas? ¿Quienes eran esos blancos que se decían bolivianos pero que ni siquiera sabían hablar quechua?”. El error de haber juzgado a la comunidad indígena con parámetros occidentales, creyendo que movilizando a un hombre influyente y poderoso se podría mover a la comunidad entera, estaba a punto de costar al grupo la realización de la película. Se decidió someter el proyecto a la sabiduría del yatiri o sacerdote andino, quien debía leer en hojas de coca las verdaderas intenciones del equipo de cineastas. De acuerdo al propio Sanjinés: “Se había llegado a la conclusión de que era indispensable dar una muestra de humildad proporcional a la prepotencia, al desparpajo, al paternalismo con el que el grupo había actuado hasta el momento en un medio en el que el respeto por personas y tradiciones era fundamental. Por lo tanto, se había aceptado de esta manera la idea de perder, puesto que no se tenían otras posibilidades de ganar que no fueran las de aceptar las reglas de un juego extraño, pero profundamente inherente al mundo que se trataba de contactar”.

Luego de una ceremonia de seis horas bajo los ojos vigilantes de los trescientos habitantes de la comunidad, el yatiri dictaminó que la presencia del grupo estaba inspirada por el bien y no por el mal. A partir de ese momento, el equipo de cineastas fue acogido con cordialidad, se rompieron barreras de comunicación y se hizo posible la filmación de una película que trata sobre la esterilización a mujeres campesinas llevada a cabo en secreto por los norteamericanos del Cuerpo de Paz. Cuando la comunidad se da cuenta de lo que está sucediendo, castra a los norteamericanos y los expulsa de su territorio. El hecho deriva en una violenta represión del ejército, en la que Marcelino Yanahuaya, el líder de la comunidad, es herido y trasladado a la ciudad, donde muere luego de los infructuosos esfuerzos de su hermano por conseguir el dinero suficiente para salvarle la vida. En la escena final de la película, el hermano de Marcelino, un obrero que vive en la ciudad negando su origen indígena, regresa a su comunidad a continuar la lucha de su hermano y de su pueblo.

A partir de esta película y de esta experiencia, el cine de Jorge Sanjinés y del grupo Ukamau cambia la dirección del indigenismo en el cine boliviano: de hacer películas sobre indígenas para un público mayoritariamente mestizo o blanco, Sanjinés pasó a plantearse hacer un cine sobre indígenas, para indígenas. Dos problemas debían ser resueltos antes de alcanzar este objetivo: primero, el de la distribución y la exhibición cinematográfica que se encontraba, y se encuentra todavía, limitada al ámbito urbano. El Grupo Ukamau optó por crear circuitos alternativos de distribución en sindicatos, escuelas, juntas vecinales y centros mineros, y por organizar exhibiciones ambulantes de sus películas para comunidades campesinas. Durante este proceso de difusión el grupo llegó a identificar el segundo problema: el del lenguaje cinematográfico. Los códigos narrativos cinematográficos tal como los conocemos y entendemos hoy se basan en un modelo canónico de historia, que el receptor occidental contemporáneo percibe como un esquema cultural matriz. David Bordwell define este esquema (que él llama schemata) como “una abstracción de estructura narrativa constituida por expectativas típicas, formas de clasificar eventos y formas de relacionar las partes al todo”. La repetida exposición a este modelo canónico occidental va moldeando el gusto y la comprensión tanto de las audiencias occidentales como de las no-occidentales. Los indígenas bolivianos a los que Sanjinés quería llegar, por otro lado, no habían tenido prácticamente ninguna exposición a estos códigos, y por tanto su comprensión y disfrute de películas contadas en términos occidentales clásicos se dificultaba.

En vez de optar por un cine didáctico, una especie de cartilla de alfabetización cinematográfica que preparara a los indígenas para la comprensión de los códigos cinematográficos dominantes, Sanjinés propone dar un salto histórico: en lugar de enseñar al indígena a ver y entender el lenguaje cinematográfico dominante, dice él, es necesario aprender a ver la realidad boliviana desde los ojos y los tiempos indígenas, para luego plasmarla en el cine. Luego de un largo proceso de ensayo y error dificultado por continuos exilios e inestabilidad política, en 1989 Sanjinés filma La nación clandestina, una película que intenta realizar el ideal de ser estética, narrativa y temáticamente un cine desde, sobre y para indígenas.

En el plano estético, Sanjinés pone a prueba con gran maestría su teoría del plano secuencia integral como una gramática cinematográfica adecuada a la estructura mental, los ritmos internos y la cosmovisión de los pueblos andinos. En el plano narrativo, La nación clandestina deja atrás al personaje colectivo que Sanjinés había utilizado en sus anteriores películas para retomar un personaje individual. Esta opción narrativa no se contrapone a la necesidad de contar la historia desde la colectividad de las comunidades indígenas, para quienes el yo colectivo se antepone siempre al yo individual. Por el contrario, la película parte de la premisa con la que Mariátegui describió las relaciones sociales en el mundo indígena andino: el indio nunca es menos libre que cuando está solo.

En la película el personaje central, Sebastián Mamani, es expulsado de su comunidad por haber traicionado a su pueblo al asumir actitudes y decisiones personalistas durante su función como líder. Sin poder regresar nunca junto a los suyos, bajo pena de muerte, Sebastián emigra a la ciudad donde cambia su apellido de Mamani a Maisman y se enrola en el Ejército, primero, y luego en la policía secreta de la dictadura. Pero la nostalgia, el desarraigo y la violencia con las que se enfrenta a diario lo convencen de que sólo regresando a sus orígenes puede volver a ser –o empezar a ser– él mismo nuevamente. Sebastián no es, a todas luces, un héroe que genere la identificación emotiva de la audiencia. Es más bien un antihéroe con quien los bolivianos nos identificamos a regañadientes, puesto que es imposible dejar de ver que él encarna nuestros prejuicios, nuestras mezquindades, nuestros conflictos, y también la posibilidad de superarlos a través de un encuentro con la nación clandestina que bulle detrás, abajo y adentro de la oficialmente llamada Bolivia. No es casual, por eso mismo, que Sebastián sea un hombre doblemente marginado: marginado por su comunidad de origen, y marginado por la cultura occidental de la ciudad, para la que nunca deja de ser el indio, de ser el “otro”. Sólo en el regreso al origen, en el ofrecerse a sí mismo como sacrificio a los antepasados convertidos en dioses, Sebastián transforma el desarraigo de vivir a galope entre dos mundos, de querer ser boliviano sin dejar de ser indio, en un atisbo de respuesta a nuestra persistente pregunta: “¿Cuántos somos? ¿Qué somos? ¿Una nación, acaso?”.

Así como Sebastián, que debe vivir la ciudad, pasar por las instituciones del Estado, estar expuesto al espejismo de la modernidad de segunda mano para poder encontrarse a sí mismo, el cine boliviano emprendió a partir de los años ochenta un lento retorno de las comunidades campesinas, a los pueblos rurales, los barrios y las ciudades. El cine que buscaba la identidad nacional en el pasado glorioso o en el presente revolucionario de las comunidades indígenas dio lugar a una búsqueda alrededor y dentro de la ciudad mestiza, de sus conflictos consigo misma y con aquel "otro" inevitable que es el indígena.

El proceso comenzó en 1977 con la película Chuquiago, de Antonio Eguino. Utilizando como metáfora visual y narrativa la particular topografía de la ciudad de La Paz, Chuquiago explora la identidad boliviana serpenteando en bajada las callejuelas que van del indígena migrante al funcionario público, y de allí al cholo con ambiciones de subir en la escala social –que en La Paz, extrañamente, implica bajar del literal El Alto de la ciudad al centro de la fosa común donde viven y mueren cada día un millón de bolivianos entremezclados culturalmente, pero sin mezclarse física o socialmente–. Paralelo a este retorno cinematográfico a la ciudad y la gama de sus componentes, el mundo indígena ha atravesado también amplias transformaciones. Tanto en el altiplano como en los valles y en los llanos orientales, la organización indígena se ha fortalecido y ha dado un importante salto político. Más allá de las demandas puntuales de tierra, educación o servicios de salud, el movimiento indígena está planteando hoy una propuesta indígena de Estado. ¿Cómo se refleja este gran salto cualitativo en el cine boliviano? Éste es un tema al que me referiré en la próxima y última entrega de este artículo.


*Cineasta boliviana, Ph.D. en Teoría del Cine, y M.Phil. en Guionización para Ficción y Documental.

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