07 enero 2006

El cine, siempre


La siguiente es una nota que escribí hace casi diez años. La revista venezolana Encuadre nos pidió, en homenaje a los 100 años del cine, que sus críticos escribiéramos por qué lo amábamos.

Mi vida ha cambiado algo. Ya no vivo en Caracas, sino en Buenos Aires; ya no programo la sala de la Cinemateca. Hasta hace poco coordiné un grupo de estudiantes de cine a distancia, donde encontré seres increíbles. Actualmente sigo apostando a la educación virtual.

Mi vida es otra, pero yo sigo siendo la misma, y el cine sigue ocupando ese lugar privilegiado que le he dado desde que era una niña.


Por amor al cine

El cine, un juego de niños

Cuando aún no había llegado la televisión a un pueblito perdido en la cordillera mendocina, dos salas de cine se disputaban un público compuesto de obreros golondrina, que entre enero y marzo invadían las calles de tierra, los hoteluchos de mala muerte, los bares oscuros, la iglesia los domingos y, todas las noches, entre trabajo y bar se refugiaban buscando vivir una fantasía en esos dos templos de pesadas cortinas, cerca de 1500 butacas y una gran pantalla blanca que se transformaba, con la oscuridad, en un mundo mágico, que les permitía olvidar las interminables horas de trabajo bajo el fuerte sol del verano, para ser autores de la faena más importante y más pesada de la provincia, la vendimia.

Pasé parte de mis vacaciones infantiles en uno de esos cines. De día, el olor a desinfectante, las butacas de cuero y el pasillo de madera gastada parecían otros, ajenos al mundo maravilloso que, a partir de las 2 de la tarde cobraba vida en la oscuridad, a veces interrumpida por la luz fugaz de una linterna intrusa. En funciones de 2 y 4 se desarrollaban las aventuras donde Tarzán se sobreponía a cuanta traba le pusieran en una selva hostil. Johnny Weissmuller era el actor predilecto de esa masa deseosa de vivir acciones muy distintas a la rutinaria actividad que llevaban a cabo entre los viñedos.

Mis primos y yo, cinco chicos curiosos, traviesos y muy inquietos, éramos encantados por las imágenes de manera tal que pasábamos las horas viendo cómo una y otra vez transcurrían las mismas secuencias, función tras función y día tras día, hasta el punto de conocernos los diálogos de María Félix en Juana Gallo, o pelearnos entre nosotros por repartirnos los roles de Ben-Hur o Messala. La vida de Espartaco o la de María en West Side Story dividían nuestros gustos, al punto de presionar ante nuestros padres para que programaran una o la otra para el fin de semana, cuando se nos permitía presenciar una función más.

La atmósfera se iba poniendo pesada hacia la noche, donde el haz de luz del proyector se recortaba con un humo denso en la oscuridad, y el olor a uva, a alcohol y a sudor hacían más humana la experiencia que se vivía cada noche. El espacio, entonces, estaba vedado para nosotros. Pero como la vigilancia de los adultos se centraba en el espectáculo, lográbamos entrar al escenario, por detrás de la pantalla, donde dos armatostes gigantescos proyectaban sonidos hacia el público. Medio escondidos entre tales aparatos y bastante aturdidos por el ruido, lográbamos ver imágenes casi completas, que no entendíamos por qué eran prohibidas para menores.

Hoy me pregunto qué vería esa gente cuando Jeanne Moreau caminaba por toda la ciudad en La noche, y si realmente la acompañaban en esa triste soledad o si se dormían y drenaban, apoyados en las butacas, el cansancio físico que les había deparado la faena diaria. Tampoco entendía qué tenía de prohibido Rocco y sus hermanos. Alain Delon era el hombre más hermoso de la tierra y por supuesto entonces, Visconti no significaba nada para mí. Sin embargo, es uno de mis recuerdos más queridos, porque aunque no estaba entrenada para leer subtítulos al revés, los personajes destilaban dolor y la historia parecía ser una tragedia que me conmovía profundamente. Pasarían algunos años para que Visconti ocupara un lugar fundamental entre mis predilecciones cinéfilas.

En algún momento, esa gente cansada y nosotros coincidimos, y no sé qué tendríamos en común, aparte de la misma cita todos los días a la misma hora y en el mismo lugar, pero compartíamos el favoritismo por Lawrence de Arabia, Los cuatrocientos golpes, La dolce vita o El sirviente. Renegábamos de Mary Poppins, La novicia rebelde o Mi bella dama. Nuestras preferidas estaban ubicadas en horarios prohibidos y nuestra perspectiva era muy diferente a la de la mayoría, porque desfilaban, frente a nosotros y al revés, imágenes acuñadas por Leopoldo Torre Nilsson, Roger Vadim, Polanski, Glauber Rocha..., y otras de autores menos dignos, pero muy entretenidos.

Crecer con semejante escuela significó mucho para una provinciana en la capital. Buenos Aires se devora a los individuos. Yo conseguí refugiarme en el cine. Busco mi destino, el manifiesto hippie de Dennis Hopper es la primera que viene a mi mente. Alguien voló sobre el nido del cucú, de Milos Forman; El bebé de Rosemary, de Polanski; Cowboy de medianoche, de John Schlesinger; La última película, de Bogdanovich; Alicia ya no vive aquí, de Scorsese; El padrino, de Coppola; El mensajero, de Losey; La clase obrera va al paraíso, de Petri; Solaris, de Tarkovski... son algunos de los títulos que más me impresionaron.

El universo que se abre ante uno en la pantalla era algo que me tenía deslumbrada. Pero el cine me dio una sorpresa más. La militancia política que se acunó en los 60 y que se desarrolló en la década de los 70 vio en el cine un arma. Cuando en la universidad, luego de pasar por identificación y cateo de armas, entramos al salón y, a escondidas, nos proyectaron La hora de los hornos, comprendí que el cine no sólo es un refugio, un mundo mágico, una ilusión y las tantas cosas que se han dicho hasta el hartazgo. Las imágenes del matadero, las del Che, las de una Argentina que sospechábamos, pero desconocíamos, fueron arrojadas a nuestras caras como una cachetada. La brutalidad de las imágenes, la agresión de los textos, el peso del discurso, develaron un aspecto que no había sospechado. El cine como arma, como conciencia, como nostalgia a la que obliga una infancia entre proyectores, más allá de la necesidad de huida de una realidad dura o inconsistente o aburrida. Más allá de todos esos aspectos baratos, el cine cobró vida con una fuerza y una energía que desconocía.

Mucho ha sucedido desde entonces y hoy, en Caracas, el cine ocupa mis horas de trabajo, mis ratos de estudio, mis momentos de ocio y, muchas veces, insiste en instalarse en mis sueños.

Mientras nos duró la ingenuidad, a los chicos que jugábamos entre pasillos, butacas, cortinas, escaleras caracol y una hermosa pantalla, nos carcomía la gran duda de si del otro lado de la tela blanca, del lado en que se ve la película, sospechaban de nuestra existencia, si nuestras siluetas se delataban tras la pantalla o, si acaso, cobraban vida, confundidas en ese mundo de luces y sombras.

Liliana Sáez

Revista Encuadre, N° 58, Consejo Nacional de la Cultura, Caracas, noviembre-diciembre, 1995, pp. 24-25.

13 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gustó mucho tu idea. Los textos son magníficos, especialmente el segundo, que aunque ya conocía, cada vez que lo leo me entra una especie de escalofrío, porque en esa época yo era mucho más chico y mis recuerdos son un poco borrosos, pero las sensaciones son exactamente las que yo recuerdo: los olores, la textura de los objetos (el cuero de las butacas; las cortinas, pesadas y seguramente polvorientas; la pantalla, mágica). Y sí, seguro que fue ahí donde nos infectó el virus del cine, que no nos ha logrado curar ni siquiera la máquina aplanadora de Hollywood.

En cuanto al primer texto, debe ser que los hombres tenemos menos vocación por la culpa, pero yo no me siento culpable en absoluto. Y eso que no puedo achacarle a nadie la responsabilidad de mi "exilio". Por otra parte, el hecho de tener más de una geografía, o de una bandera (¡ni siquiera tengo muy claro cuántas tiene mi hijo!) no me parece ninguna desgracia. Al menos así se diluye el peso insoportable de la "patria".

A ver cómo sigue...

SS

Anónimo dijo...

Es un orgullo para mí que comente mis artículos de yumekuroi.blospot.com
Muchísimas gracias.
Un abrazo fuerte y saludos.

kuroi yume dijo...

Aunque yo nací a finales de los 70 (y además en España), los recuerdos de mis primeras salas de cine eran similares. Humedad, desinfectante, sesiones dobles empezadas...

Tampoco la situación política era igual, claro está, pero mis padres (muy jóvenes en aquella época) intentaron enseñarme aquellas cosas que pasaban desde muy pronto.

|||, Bienvenida al mundo de los Blogs y esperamos verte en nuestro pequeño mundo de "cine, vicio, subcultura" a menudo. No dudes en comentar siempre que quieras, y dúdalo aún menos si quieres compartir con nosotros algún artículo. Una voz con esa experiencia será muy valorada.

He colocado (con tu permiso, espero) un link a tu página, confío que sea de utilidad.

Gracias por adelantado, y no dudes en ponerte en contacto con nosotros para cualquier cosa.

Yume,
http://yumekuroi.blogspot.com/

Liliana dijo...

Gracias SS por afirmar mis recuerdos, ya que a veces me pregunto si con el tiempo uno no idealiza todo y al fin, se hace una película de su historia.

En cuanto al desarraigo, quien se lamenta y me contagia su culpa es un hombre, así que no creo que pase por el género. Te confieso que cuando te leí, me diste una nueva perspectiva, ya que no había visto así el "peso de la patria". Aunque yo le llame raíces, entorno, contemporáneos, semejantes, cómplices, testigos de lo que vives, en fin...

Liliana dijo...

Igualmente, Yume... por aquí o por allá nos seguimos viendo.

Gracias por tu bienvenida y seguimos hablando de cine y de arte...

Por cierto, en alguna ocasión no estaría mal mostrar los carteles que realizó Zulueta, de quien sólo he visto "Arrebato" y me parece que es la mejor definición que se puede dar sobre el cine.

Felices vacaciones

Liliana dijo...

Te seguiré leyendo, Marc, así que continúa escribiendo con pasión y no ocultes el cine que te ha infectado, porque como dice SS, es un virus saludable.

Anónimo dijo...

Ahora puedo conocerte más. Es una nota brillante y emotiva. Me siento afortunada al haber recibido tus conocimientos, tu sensibilidad y tu humanismo.

El cine me deslumbró al ser una nena, mi papá me llevó a ver El Globo Rojo. A partir de ahí todo cambió. Y así lo resumo:

A partir de los Lumière

El cine rasgó la membrana de mis párpados
y nunca más volvieron a cerrarse
atrás quedaron la sombra y la oscuridad
que me separaban del sortilegio cautivo de sus imágenes.

Mis ojos se enamoraron de él inmediatamente
quedaron sujetos a la poesía oculta de su flujo
al juego variable
entre tiempos y espacios
quietud y movimiento
abundancia y despojo.

¿De cuántos sueños se formó su misticismo?

Como correlato del tiempo
su mudez decidió un día romper su mutismo
el blanco y negro, una noche melancólica,
se emborrachó con colores
las cámaras hartas de su inmovilidad, salieron rebeldes a estirar sus piernas.

Lo único que no cambió es la fidelidad de mi mirada,
aún me encuentro con El globo rojo atado a mi butaca.

Liliana dijo...

Tu poesía merecería estar en un espacio aparte, porque es hermosa. Gracias.

Daniel dijo...

Yo nací en una ciudad completamente dedicada al Cine: La primera película hecha en Colombia (María), el cine club más trascendental (Cine Club de Cali), una de las revistas más importantes de crítica cinematográfica (Ojo al Cine), Luís Ospina, Carlos Mayolo, Oscar Campo y nada más y nada menos que Andrés Caicedo.

La ciudad tuvo su época en que era llamada Caliwood y eso influenció en una escuela de comunicación magnifica, en las mejores agencias de publicidad y en una juventud eterna que aun hoy (en menor medida, pero aun) idolatra el cine y le sigue el juego y le sigue la vida.

Cuando yo nací -o mejor aun: cuando empezé a ir a cine- ya habían construido los primeros centros comerciales con salas de cine. Eso no impidió que mis papás nos llevaran a mi hermana y a mi a ver peliculas en los teatros Imbanaco, El Cid, Calima, Bolivar y el legendario Teatro San Fernando, sin embargo mis recuerdos viendo mis primeras películas, como "Volver al futuro" (que jóven soy) son en salas de centros comerciales (Unicentro o Cosmocentro) más o menos parecidas a lo que son hoy los enormes y fríos Multiplex.

Eran idas muy lejanas a tus hermosos recuerdos de infancia. Me divertía, es verdad, pero no me llenaban.

Dejé de ir mucho tiempo a cine, le perdí el misticismo y fue un distanciamiento solamente interrumpido por la afortunada coincidencia con gente maravillosa que ahora me precio de decirles Amigos que me devolvieron esa capacidad de asombro y de disfrute de lo mágico de las películas, ya sea de las que me muestran mundos absolutamente fantasticos o la oculta y/o cruda realidad de éste mundo.

Gracias liliana por permitirme la oportunidad de pensarme en mi vida con el cine y gracias por mostrarme una forma curiosa de hacer parte de la mágia (seguro que las sombras de ti y tus primos se veían)

Siempre.

Liliana dijo...

Gracias a vos, Daniel. Muy bonito tu recuerdo y la semblanza de esa Caliwood mágica y ahora más cercana.

mimismidad dijo...

Yo crecí yendo los domingos al cine. Cuando yo era niña, todos los domingos había una sesión infantil. Probablemente, la mayoría de las películas eran pésimas, pero además de hacerme divertidos los domingos, lograron que amara el cine. Luego la adolescencia y el gusto que va educándose, los ciclos televisivos de cine clásico... Sigo amando el cine, y epero aprender mucho de ti, Liliana, porque mi curiosidad sigue siendo insaciable.

Liliana dijo...

El cine, cuando te descubre, ya no te abandona... Mi tesis es que te mantiene joven, porque siempre tiene una escena para asombrarte, siempre, en esa oscuridad de la sala, el corazón late un poquito más fuerte, y porque allí es donde se está más cerca de los sueños.

mimismidad dijo...

El cine SÍ hace soñar, y evadirte, y pensar, y llorar, y reír. El cine tiene la capacidad maravillosa de emocionar.