29 octubre 2007

Las trece rosas

Daniel López-Serrano



En España estamos en tiempos de perder nuestra amnesia histórica referente a nuestro siglo XX. La Ley de Memoria Histórica genera, no obstante, controversia y ampollas entre los sectores conservadores, católicos y los de derechas, que ven amenazado su idílica versión donde todos los males se cargan a lomos de la izquierda, y todas las virtudes, con algunas imperfecciones, a la dictadura de Franco. Una dictadura que en realidad se cimentó tras un golpe de Estado por militares, banqueros, monárquicos, fascistas y obispos que derivó en una guerra civil que vino a acabar con la democracia elegida por las urnas de la Segunda República. Una dictadura que tras acabar la guerra civil deseó ayudar, y lo hizo en lo que pudo, a los NAZIS y fascistas de Alemania e Italia durante la Segunda Guerra Mundial. Una dictadura que se prolongó en el tiempo hasta la muerte del dictador general Franco (1975) y que no se entendió como efectivamente acabada hasta la instauración de la Monarquía Parlamentaria del Rey Juan Carlos I con la Constitución de 1978.

La dictadura de Franco fue un régimen brutal de 36 años (39 si se cuenta su mando en el bando franquista durante la guerra civil de 1936 a 1939) que no dudó en exterminar a sus oponentes costase lo que costase. Franco, incluso antes de acabar la guerra, había estado generando leyes por las cuales se consentía la depuración, ejecución, encarcelación, penalización, marginación, etcétera, de toda persona de izquierdas, preferentemente de aquellos que hubieran demostrado su convicción en sus ideas, hubieran detentado un cargo, pertenecido a determinadas sociedades o hubieran sido maestros que no instruyeran únicamente en las ideas del catecismo católico. Inmediatamente dio de giro de tuerca en sus papelotes jurídicos a los hechos verídicos y se presentó a los partidarios de la República, régimen democrático elegido por el pueblo, como rebeldes de España, cuando había sido él con el general Mola y otros quienes se habían alzado contra el gobierno provocando una guerra civil cuyo resultado final sería una dictadura de origen fascista y posteriormente nacionalcatólica.

Muchos fueron los muertos en la guerra por mero capricho de la represión franquista, desde el asesinato del poeta Federico García Lorca a los 5.000 ejecutados de la plaza de toros de Badajoz. Bien es cierto que, como dijo recientemente el poeta Marcos Ana, encarcelado durante 23 años por Franco, durante la guerra ambos bandos cometieron asesinatos injustificables, pese a que la República tratase de frenarlos con leyes y guardias de asalto desde diciembre de 1936 y los franquistas de potenciarlos con leyes que los legitimaban. Sin embargo, acabada la guerra, la dictadura no trató de reconciliar a las dos Españas, sino que trató de eliminar por diversos medios a la España de sentir democrático, la España laica, la España de izquierdas o incluso de derechas democráticas. De 1939 a 1942, cuando Franco estuvo a muy poco de introducir al país de lleno en la Segunda Guerra Mundial apoyando a Adolf Hitler, hubo un gran exterminio de personas que se habían significado o habían sido identificadas por amigos o familiares, de izquierdas o laicas. De 1942 a 1945, cuando parecía que Hitler perdería la guerra y los aliados entrarían en España para acabar con Franco, el dictador decidió pasar de la no beligerancia al estado de neutralidad para favorecer no ser depuesto por los aliados. De este modo aminoró el número de las numerosas ejecuciones, pero una vez comprobado que los aliados no entrarían en España, de 1946 a 1949 se reprodujo la virulencia de la represión de la etapa 1939-1942. Tras 1949 siguieron las ejecuciones, pero ya no había tanta gente para matar. Los últimos ejecutados de Franco fueron, incluso, a dos meses de la muerte del dictador en 1975, no le temblaba el pulso ni en sus últimas horas. Y no sólo hubo muertos de 1939 a 1975, hubo exilios, encarcelados, torturados, sancionados económicamente, en trabajo, etcétera. Heridas de una sociedad que en 2007 aún debe lamérselas de vez en cuando porque escuecen, sobre todo cuando algún político conservador del Partido Popular llega a afirmar que en la dictadura se vivía muy bien y por ello no se debe revisar la Historia (cito de memoria comentarios de Mayor Oreja, antiguo ministro de José María Aznar).

Como licenciado en Historia que además últimamente ha estado investigando en archivos sobre determinados expedientes de depuración a unos maestros entre 1939 y 1941, quise desde el primer momento ir a la proyección de la recientemente estrenada en España Las Trece Rosas, de Emilio Martínez Lázaro”. Se trata de una película histórica cuyo guión se ha escrito exclusivamente basándose en los documentos, y los testimonios reflejados en ellos, de la depuración, proceso jurídico y ejecución de las llamadas Trece Rosas. Yo esperaba lo que me encontré, una película histórica que abusaría del lenguaje cinematográfico para llamar a la sensibilidad del espectador y hacerle llorar y empalizar con las víctimas de la dictadura. Pese a que alguna vez el guión se sale de lo dramático y muestra los también testimoniados pequeños ratos de ocio en la prisión. Ocio que debía ser, según testimonios, un oasis entre la tragedia, pese a que en la película parezca más bien la tragedia a salpicones entre el ocio. Sea como sea, la película no me disgusta. Es más, me parece muy útil para acercar a los espectadores, sobre todo a los españoles que no quieren oír, lo que la dictadura realmente fue y no lo que nos han contado. Quién deseé acercarse a los hechos desde un documental, hace pocos años se estrenó Que mi nombre no se borre de la Historia, de Verónica Vigil y José María Almela.

La guerra civil acabó oficialmente el 1 de abril de 1939 con la victoria del fascismo en España. Existieron grupos guerrilleros que se resistieron a tal victoria con la idea de mantenerse en activo hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en la creencia de que realmente los aliados ayudarían a los españoles republicanos contra una dictadura amiga de Hitler. Uno de estos grupos clandestinos asesinó al comandante de la guardia civil Isaac Gabaldón junto a su hija y su chófer en una cuneta de carretera, al igual que en cunetas estaban fusilando a cientos de personas la dictadura sin distinguir ni en sexos ni edades y tan sólo distinguiendo si se mataba o no a gente de izquierdas. Semanas antes, habían sido arrestadas y encarceladas por distribuir panfletos pidiendo “menos Franco y más pan blanco” a diversas mujeres cuyas edades oscilaban de los 18 a los 32 años, siendo en aquella época los 21 años la mayoría legal de edad en España (hoy día es a los 18). El asesinato de Gabaldón fue una excusa más del régimen para procesar, sin derecho a la defensa, a un promedio de setenta personas encarceladas y sin vínculos con tal suceso, para ejecutarlas. Fueron fusilados, el 5 de Agosto de 1939, 57 hombres (la película los rebaja a cuarenta y pico) y las trece mujeres citadas, varias de las cuales por su edad legal eran consideradas por entonces niñas adolescentes. Grupo enorme de gente que, no obstante, cada día se repetía por toda la geografía española. No es de olvidar que hoy día aún se sigue desenterrando de nuestras cunetas de carretera fusilados. Todo el grupo fue fusilado en diversas tandas en el Cementerio del Este de Madrid, actual cementerio de La Almudena. La juventud de muchas de ellas hizo que desde el primer instante se las llamara Las Trece Rosas. La ejecución causó gran consternación entre las presas de la cárcel a la que pertenecían y provocó una revuelta que se extendió a otras cárceles franquistas e hizo que el exilio conociera la Historia de lo sucedido, convirtiéndolas así en nombres propios de la represión franquista.

Un hecho terrible que la película nos brinda la posibilidad de recordar y poner a cada uno en su sitio de quién estaba dónde. Yo mismo conozco hoy día a un anciano que fue un militar que daba los tiros de gracia a los ejecutados en el Valle de los Caídos. Hoy día es un anciano entrañable que dice que obedecía órdenes so pena de ser ejecutado él, excusa que se oyó mucho en Nuremberg en boca de NAZIS al final de la guerra mundial. Pero a diferencia del año 1945, no pedimos hoy día en España procesar a nadie por lo que hizo, sino simplemente recuperar la justicia recuperando la Historia. Por mí el anciano que he citado puede seguir tranquilo viviendo con sus nietos. No me importa, ni a nadie le importa ya, cuando incluso los familiares de numerosos ejecutados piden hoy día simplemente poder enterrar a sus muertos en un cementerio y que se recuerde porqué y cómo los mataron. Pero sí me importa que se pretenda decirnos que la dictadura de Franco fue cosa de poco donde se vivía bien. No se pide procesar a nadie, aunque haya sectores políticos españoles actuales que les escueza que se diga cual era el origen y actitudes de la dictadura de Franco, la cual aportó en sus postrimerías numerosos políticos que darían paso a los partidos políticos democristianos de la transición a la monarquía parlamentaria. O del mismo modo cuando el Papado decide beatificar a católicos muertos durante la guerra civil porque al Papa actual no le gusta que se pretenda restaurar la memoria de unos ejecutados que a menudo lo fueron con complicidad de la Iglesia. Más les valdría, en mi opinión, rectificar lo que se hizo mal, del mismo modo que un juez de Chile les ha hecho rectificar con la condena judicial a un sacerdote que colaboró con la represión de Pinochet.

Esta película acerca, de modo universal, las miserias del ser humano cuando se llena de odio. Quizá por eso merece la pena verla, aunque a mí me deje aún regustillo de que en algo falla. Quizá es una película muy dirigida a los españoles para que recuerden.

25 octubre 2007

Transformers o el pochoclo fascista

Lior Zylberman


Me acerqué a la película Transformers buscando cierta reminiscencia de mi infancia. De chico solía ver la serie animada con mucho entusiasmo y felicidad. Poseedora de todas las características del cine de Michael Bay, este director bien podría ser colocado a la par de Frank Capra. Para mejorar la comparación, Michael Bay sería el Frank Capra de la era Bush. El cine de Michael Bay posee todos los ingredientes y características del llamado cine blockbuster, un cine de entretenimiento de grandes proporciones, grandes presupuestos, en fin… todo a lo grande. Muchas veces esta clase de cine queda marginado del análisis por catalogarlo como un mero espectáculo, un cine vacío, y meramente “pochoclero”: es decir, uno puede mirar la pantalla mientras degusta alguna golosina, pancho o algo similar. Eso, creo yo, es un gran error (no el comer sino el marginarlo del análisis). El análisis sugerido para dichos films no debería pasar, exclusivamente, por su guión o por su realización formal. Tampoco discutir si es un cine pasatista o “cine-arte”. Más bien se debería analizar su matriz ideológica, y es allí donde veremos lo que conlleva esta clase de cine. Es allí donde Transformers se transforma en un arma propagandística y panfletaria.

Volviendo a la comparación sugerida con antelación: si Capra pudo, a través de ciertos films como Mr. Smith Goes to Washington o It’s a wonderful life por citar algunos[1], resumir el pensar y el sentir estadounidense, captar la idiosincrasia y la fe en las instituciones y en ciertos valores basales para dicha sociedad, Bay hace lo mismo con títulos como Armageddon y Transformers.

Al caer el Muro de Berlín y luego la URSS, en Hollywood el enemigo comunista tuvo que ser metamorfoseado por nuevos personajes. Así como en 300 tuvimos que trasladarnos hacia la época griega y comprender a los persas como terribles enemigos, y asistimos a un rey que lidera un ejército capaz de dar su vida por la libertad, en Transformers presenciamos una lucha por una energía que es buscada por dos “razas” de robots, esa misma energía puede ser utilizada para el bien o para el mal. ¡Qué mejor simbolismo para el plan nuclear de la administración Bush! Por lo tanto, los decepticons (alias Irán) no pueden ni deben tener esa energía, los decepticons usarán esa energía para dominar el mundo; sólo los autobots (alias “el mundo libre”) puede hacer un uso correcto de ella.

Más allá de ciertos pasajes de heroísmo que se muestra por parte del joven personaje frente a la chica de turno, tanto él como el líder de los autobots repiten varias veces (y al hacer eso, Bay nos lleva a un primer plano: ¡espectadores, recuerden esto!) su predisposición a sacrificarse para que el cubo de energía no caiga en manos enemigas. Dar la vida por la libertad, dar la vida para que la humanidad no sea esclavizada por el poder oscuro. Tanto el joven como el líder de los robots buenos no lo dudan, actúan como acto reflejo. Si esto no es fascismo, ¿el fascismo dónde está?

Creo que es hora de volver los ojos al cine pochoclo, no para denigrarlo ni menospreciarlo, sino para realizar un serio análisis de estos procedimientos a fin de medir el pensamiento hegemónico. Porque no sólo a través de las armas una ideología puede hacer mella; a través de la cultura la puerta es más grande.



Nota:
[1] Y no debemos olvidar toda la serie Why we fight realizada para el gobierno estadounidense durante en el marco de la II Guerra Mundial.

22 octubre 2007

Cine boliviano (3)

DEL INDIGENISMO A LA GLOBALIZACIÓN
Tercera parte
(Leer la Primera parte; Segunda parte)

Verónica Córdova S.


A partir de los años noventa, movimientos contradictorios han afectado la narrativa y las prácticas cinematográficas en Bolivia. La promulgación de una Ley de Cine y la creación del Consejo Nacional de Cine y del Fondo de Fomento Cinematográfico han venido acompañadas de una seria crisis en el mercado cinematográfico interno. El descenso en la capacidad adquisitiva de la mayoría de la población, el acceso a la televisión, al vídeo y al cable, así como la enorme expansión de la piratería en el soporte de vídeo, han provocado un cierre masivo de las salas de cine y de las empresas distribuidoras independientes. En consecuencia, existen mejores condiciones para hacer cine, pero las posibilidades de recuperar en taquilla los costos de producción son cada vez más remotas.

Ante este problema, hay quienes plantean seguir reflejando la mirada local y nacional, con todos sus conflictos y sus rivalidades. Hay quienes vuelcan su mirada al pasado, hay quienes intentan vestir al cine de mujer o de indígena, hay quienes lo han dado por muerto y se han dedicado a actividades más lucrativas o, por lo menos, no tan riesgosas. Hay también quienes han optado por un cine comercial, con contenidos “universales” que permitan interesar a un coproductor o vender la película en el mercado extranjero.

El mercado internacional es un dios difícil de complacer, sin embargo. Pide como requisito elemental terminar la película en 35mm, con sonido dolby stereo y la participación de actores internacionales. Todo eso encarece los proyectos, desdibuja los contenidos, estandariza los guiones, limita la temeridad estilística, convierte el modesto cine de un país de pioneros en una imitación barata de Hollywood.

Y sin embargo, la identidad nacional boliviana sigue siendo un tema irresuelto. En los últimos años, la tecnología digital ha permitido que jóvenes directores (y otros no tan jóvenes, que han estado esperando su momento durante mucho tiempo) puedan realizar su primer largometraje. El resultado está a la vista: desde el año 2002 se han mostrado en salas de cine comercial diez largometrajes filmados en digital, de los cuales siete son óperas primas, algunas realizadas en regiones del país donde no se habían hecho largometrajes con anterioridad: Oruro, Tarija, Cochabamba y Sucre.

Cuando digo diez largometrajes incluyo entre ellos Alma y el viaje al mar (Diego Tórrez, 2002), Los hijos del último jardín (Jorge Sanjinés, 2004), Esito sería… la vida es un Carnaval (Julia Vargas Weisse, 2004), Margaritas negras (Claudio Araya, 2005), La ley de la noche (Diego Tórrez, 2005), Espíritus independientes (Gustavo Castellanos, 2005), Nostalgias del rock (Tonchy Antezana, 2005), Alas de papel (Fernando Suárez, 2005), El clan (Sergio Calero, 2006) y Psico urbano (Daniel Suárez, 2006). Una mención aparte deben tener los largometrajes filmados en digital pero estrenados en celuloide, entre los que se incluyen Dependencia sexual (Rodrigo Bellot, 2003), Sena quina (Paolo Agazzi, 2005), Lo más bonito y mis mejores años (Martin Bouloq, 2006) y Quién mató a la llamita blanca (Rodrigo Bellot, 2006).

Si a estos títulos añadimos aquellos filmados y estrenados en celuloide en este mismo periodo tenemos un asombroso número de diecinueve largometrajes en un lapso de cuatro años, por mucho convirtiendo a éste en el periodo más fructífero de la historia del cine boliviano.

Hay quien asevera, sin embargo, que lo grabado en digital sigue siendo vídeo, que no es cine ni lo será nunca. Esta aseveración se apoya en argumentos tecnológicos que hacen a la textura de la imagen y las posibilidades fotográficas del formato. También se apoya en el modo de producción, ya que la inmediatez y el relativo bajo costo del material virgen en digital generan una cierta tendencia a que la puesta en escena sea menos rigurosa, a que se filme mucho con la esperanza de obtener algo, con resultados generalmente mediocres.

Es sin embargo importante incluir en esta discusión un aspecto que es inherente al universo audiovisual boliviano: el hecho de que películas filmadas en formato digital se han exhibido y se exhiben en salas de cine comercial sin haber antes realizado la transferencia a 35mm, como es normal en otros países (1).

Desde el punto de vista teórico, el apparatus cinematográfico, como lo describe Jean-Louis Baudry, incluye la totalidad de las operaciones interdependientes que hacen a la experiencia de ver una película. Éstas incluyen la base técnica que filma, revela, edita y proyecta, la película misma como un texto narrativo y artístico, las condiciones de proyección y la “maquinaria mental” que genera en el espectador comprensión y placer (2).

Para el argumento que introduzco, las condiciones de proyección juegan el papel clave que diferencia la experiencia cinematográfica de aquella relacionada con la televisión, o incluso de cualquier forma doméstica de ver una película, como el DVD o el VHS.

Las condiciones ideales del apparatus cinematográfico incluyen una sala oscura, una pantalla gigante iluminada por delante y un rayo de luz que proyecta la imagen por detrás de un espectador virtualmente inmóvil. Estas condiciones de proyección generan en el espectador un estado similar al del sueño (espacio oscuro, movilidad reducida, percepción audiovisual enfatizada para compensar la falta de actividad física). De acuerdo a la teoría psicoanalítica del cine, este estado onírico generado por la sala de cine tradicional intensifica la impresión de realidad y el régimen de credulidad ligados a la experiencia cinematográfica. Como lo explica el teórico e historiador Robert Stam:

“El cine puede lograr su gran poder de fascinación sobre el espectador no solamente por su impresión de realidad, sino más precisamente por el hecho de que esta impresión de realidad se ve intensificada por la similitud con el sueño. Esto es lo que llamamos efecto de ficción” (3).

¿Puede el formato digital generar en el espectador el mismo efecto de ficción si es exhibido en las condiciones de proyección ideales atribuibles al apparatus cinematográfico?

Cuando Jorge Sanjinés estrenó Los hijos del último jardín en la sala de cine 6 de Agosto de la ciudad de La Paz, en enero de 2004, muchos creímos que sí. Gracias a la gran potencia de un proyector especialmente adquirido en Japón, la película se vio en la sala, en condiciones muy similares a las de una película en celuloide. Muchos comentaban que el espectador común no podía saber cuál era el formato de rodaje o de proyección de la película, y que bastaba con contarle una historia que le genere el régimen de credulidad para lograr el efecto de ficción que le permite identificarse con los personajes, llorar sus penas y alegrarse con sus triunfos.

Hay, sin embargo, otro aspecto técnico en el vídeo que genera una casi subliminal separación entre el espectador y la experiencia cinematográfica, y que tiene que ver con uno de los aspectos fundamentales de la “maquinaria mental” que aporta el espectador al funcionamiento del apparatus cinematográfico. Se trata del fenómeno de movilidad aparente que se da porque la retina humana es incapaz de seguir las intensidades de luz que cambian muy rápidamente, lo que hace que el ojo vea como una sola imagen en movimiento una serie rápida de exposiciones fijas.

El apparatus cinematográfico ha “acostumbrado” al ojo y a la mente del espectador común a reconocer el efecto de ficción en la intermitencia de 24 cuadros por segundo característica del cine. El vídeo digital trabaja con 30 cuadros por segundo en sistema NTSC y 25 cuadros por segundo en sistema PAL, lo que ha hecho que los fabricantes de cámaras destinadas al cine en digital empiecen a lograr la manera, no sólo de superar la baja resolución atribuible al vídeo, sino también buscar la misma intermitencia del cine, con la esperanza de acercarse más al efecto de ficción que genera casi automáticamente el cine.

Casi todas las películas filmadas en digital en los últimos años en Bolivia carecían de la intermitencia del cine. A pesar de haber sido exhibidas en pantalla grande y en sala oscura, estas películas en general sufrieron de una proyección de mediana a mala debido a la poca luminosidad de los proyectores en vídeo que tuvieron que utilizar, ya que el proyector que usó Jorge Sanjinés se malogró a las pocas semanas de ser usado en las pésimas condiciones de estabilidad eléctrica de nuestras ciudades y provincias.

¿Podemos entonces atribuir, por lo menos parcialmente, la baja recaudación de taquilla de estos títulos a los efectos psicológicos en el espectador de las condiciones de exhibición de estas películas? ¿Al hecho de que el efecto de ficción necesario para la identificación del espectador con la historia se viera reducido por una intermitencia de vídeo, y unas condiciones de proyección no ideales? Evidentemente estos son aspectos difíciles de probar, y que palidecen ante las condiciones económicas y sociales que afectan a la asistencia del público a las salas.

Aún sin considerar el texto narrativo y artístico de estos filmes, las películas mismas –sus tramas, sus opciones estéticas, sus temáticas–, no creo mentir si digo que ninguna de las diecinueve películas estrenadas desde el año 2002 se acercaron siquiera al nivel de recaudación de taquilla de las películas hechas en periodos anteriores, menos prolíficos, del cine boliviano.

La época de las cooperativas cinematográficas, del trabajo por amor al arte y del equipo de técnicos que empeñaban sus viviendas y anillos de matrimonio para financiar el rodaje de una película están definitivamente en el territorio de la anécdota y la nostalgia. Hoy producir cine es un hecho empresarial, que requiere de grandes inversiones, y donde ya nadie trabaja gratis.

Si a eso le añadimos la debacle del mercado audiovisual boliviano, donde de 240 salas de cine que existían en el país en 1984 se bajó a 40 en el 2001, y a aproximadamente a 25 en el 2006; y donde el espectador promedio –urbano y de clase media– accede a títulos de estreno a 10 Bs en un DVD pirata, a comparación del promedio de 20 Bs. que le cuesta una entrada individual a una sala cinematográfica, tenemos como resultado que hoy hacer cine es un emprendimiento no sólo riesgoso, sino casi suicida. Prueba de ello es el estado actual del Fondo de Fomento Cinematográfico, que se encuentra en este momento sin liquidez suficiente para otorgar nuevos créditos, debido a la imposibilidad de las películas nacionales de recuperar su inversión y devolver los dineros recibidos en préstamo.

En este escenario es que surge la última diferencia que quiero resaltar entre el digital y el celuloide: la abismal diferencia en el riesgo económico que asumen quienes apuestan al cine y quienes hacen películas en vídeo.

Empecé este artículo hablando de la vena indigenista que resalta en la historia del cine boliviano y en su relación con la formación de la conciencia nacional, como la llama Zavaleta. Y aunque esta última parte se aparta un poco del análisis temático e histórico de las películas hechas en la etapa neoliberal o postmoderna del cine boliviano, me parece que justamente las características inherentes a este periodo económico ejercen tal influencia en las prácticas cinematográficas en Bolivia que han determinado no sólo su estética o su temática, sino su supervivencia misma.

Si el digital es la solución a la crisis del cine boliviano actual, no puedo decirlo. Sólo tengo claro que es justamente en este momento, en que el país se redefine como nación, cuando más necesidad tenemos de una imagen propia, de un espejo común en el que podamos ver nuestras glorias y nuestras miserias. Ese espejo es, en el siglo XXI, el cine. Y éste es el peor momento para que, como bolivianos, lo perdamos.

Notas:

(1) Prefiero utilizar el término ‘universo audiovisual’ para referirme a los diferentes sectores que hacen a la producción, distribución, intercambio y consumo de contenidos audiovisuales en Bolivia. Como concepto funcional, considero que ‘universo audiovisual’ supera a los términos ‘industria’ o ‘mercado’ en el contexto específico boliviano, en el que el modo de producción prevaleciente no puede ser llamado industria, pareciéndose más a un modo artesanal tanto en sus aspectos de producción como de distribución.

(2) Jean-Louis Baudry. "Ideological Effects of the Basic Cinematographic Apparatus". En: Leo Braudy y Marshall Cohen (editores) Film Theory and Criticism. Introductory Readings. Oxford University Press, Nueva York 1999.

(3) Robert Stam,, Sandy Flitterman-Lewis y Robert Burgoyne. New Vocabularies in Film Semiotics. Structuralism, Post-Structuralism and Beyond. Routledge, Londres 1992. pg. 144. La traducción es de la autora.

16 octubre 2007

Cine boliviano (2)

DEL INDIGENISMO A LA GLOBALIZACIÓN
Segunda parte
(Leer Primera parte)

Verónica Córdova S.*



En el anterior número comencé este artículo sobre la temática indígena característica del cine boliviano, argumentando que ésta se debe más a problemas de identidad irresueltos a lo largo de la conformación nacional que a una posición política o ideológica innata en los cineastas bolivianos. En esta segunda parte, sin embargo, analizaré el trabajo de un cineasta que ha hecho del indigenismo su fuente de inspiración creadora, aportando al cine nacional algunas de sus películas más representativas, reafirmando de paso la idea de que nuestro cine es esencialmente andino. Me referiré entonces a la etapa del cine boliviano revolucionario, conocida internacionalmente gracias a las películas de Jorge Sanjinés, principalmente. Esta etapa, que comienza una vez que el polvo levantado por la Revolución de 1952 se había asentado definitivamente, se aleja del indígena glorioso del pasado pre-hispánico para volcar su mirada a su descendiente contemporáneo, el indio, y a los problemas que enfrenta en la Bolivia post-revolucionaria.

La primera película de ficción de Jorge Sanjinés, Ukamau, fue filmada en 1966 bajo los auspicios del Instituto Cinematográfico Boliviano. La película, hecha y ambientada en la etapa posterior a la Reforma Agraria, muestra cómo la explotación del patrón se ha visto reemplazada en la zona rural por la explotación del intermediario mestizo, que compra los productos agrícolas de los campesinos a precios impuestos por su voluntad especuladora, para venderlos después en la ciudad multiplicando sus ganancias. Bajo este trasfondo general, Ukamau –que en español significa Así es– cuenta una anécdota con ribetes de tragedia griega: luego de violar y matar a una muchacha campesina, el mestizo es perseguido durante un año por el sonido de la quena fantasmal del marido de la muchacha, hasta que finalmente se cumple el ritual de venganza en la soledad de la pampa altiplánica.

Ukamau es, sin lugar a dudas, una de las películas más hermosas del cine boliviano. Su espectacular fotografía, su atrevido montaje y su impecable realización sostienen y proyectan a nuevos planos estéticos y temáticos la simpleza de la historia: convierten la anécdota en metáfora. Sin embargo, como el propio Sanjinés reconoce, la película se mantiene en los parámetros del indigenismo paternalista. La historia del sufrimiento y la explotación indígena sigue siendo contada desde el punto de vista y los códigos narrativos del blanco. La división maniquea entre la bondad humilde del indígena y la maldad venal y usurera del cholo; la lenta y torturante espera del castigo; la conciencia disfrazada de un lamento de quena; la fiera lucha a golpes de piedra en la inmensidad telúrica del altiplano… todo coincide para llevar a Ukamau a las cercanías del melodrama, con su ritual de confrontación, purgación y reconstitución de imperativos éticos. Desde ese punto de vista, Ukamau es un melodrama de la oposición nacional entre cholos e indios, tal como Wara Wara había sido el del estéril encuentro entre blancos e indígenas. Una experiencia fundamental durante la filmación de su siguiente película, Yawar Mallku, es la que genera el salto cualitativo de Jorge Sanjinés de un cine sobre temática indígena a un cine hecho desde el punto de vista y la estética indígenas.

A fines de 1968 los nueve integrantes del equipo de filmación de Yawar Mallku llegaron a la comunidad quechua de Kaata para iniciar el rodaje de la película. Sanjinés había acordado con Marcelino Yanahuaya, el líder de la comunidad, la colaboración de los campesinos e incluso su participación en el papel principal de la película. Sin embargo los cineastas encontraron a su llegada hostilidad y desconfianza. “¿Quién era esa gente tan rara, esos extranjeros de aspecto estrafalario, con esas máquinas tan extrañas? ¿Quienes eran esos blancos que se decían bolivianos pero que ni siquiera sabían hablar quechua?”. El error de haber juzgado a la comunidad indígena con parámetros occidentales, creyendo que movilizando a un hombre influyente y poderoso se podría mover a la comunidad entera, estaba a punto de costar al grupo la realización de la película. Se decidió someter el proyecto a la sabiduría del yatiri o sacerdote andino, quien debía leer en hojas de coca las verdaderas intenciones del equipo de cineastas. De acuerdo al propio Sanjinés: “Se había llegado a la conclusión de que era indispensable dar una muestra de humildad proporcional a la prepotencia, al desparpajo, al paternalismo con el que el grupo había actuado hasta el momento en un medio en el que el respeto por personas y tradiciones era fundamental. Por lo tanto, se había aceptado de esta manera la idea de perder, puesto que no se tenían otras posibilidades de ganar que no fueran las de aceptar las reglas de un juego extraño, pero profundamente inherente al mundo que se trataba de contactar”.

Luego de una ceremonia de seis horas bajo los ojos vigilantes de los trescientos habitantes de la comunidad, el yatiri dictaminó que la presencia del grupo estaba inspirada por el bien y no por el mal. A partir de ese momento, el equipo de cineastas fue acogido con cordialidad, se rompieron barreras de comunicación y se hizo posible la filmación de una película que trata sobre la esterilización a mujeres campesinas llevada a cabo en secreto por los norteamericanos del Cuerpo de Paz. Cuando la comunidad se da cuenta de lo que está sucediendo, castra a los norteamericanos y los expulsa de su territorio. El hecho deriva en una violenta represión del ejército, en la que Marcelino Yanahuaya, el líder de la comunidad, es herido y trasladado a la ciudad, donde muere luego de los infructuosos esfuerzos de su hermano por conseguir el dinero suficiente para salvarle la vida. En la escena final de la película, el hermano de Marcelino, un obrero que vive en la ciudad negando su origen indígena, regresa a su comunidad a continuar la lucha de su hermano y de su pueblo.

A partir de esta película y de esta experiencia, el cine de Jorge Sanjinés y del grupo Ukamau cambia la dirección del indigenismo en el cine boliviano: de hacer películas sobre indígenas para un público mayoritariamente mestizo o blanco, Sanjinés pasó a plantearse hacer un cine sobre indígenas, para indígenas. Dos problemas debían ser resueltos antes de alcanzar este objetivo: primero, el de la distribución y la exhibición cinematográfica que se encontraba, y se encuentra todavía, limitada al ámbito urbano. El Grupo Ukamau optó por crear circuitos alternativos de distribución en sindicatos, escuelas, juntas vecinales y centros mineros, y por organizar exhibiciones ambulantes de sus películas para comunidades campesinas. Durante este proceso de difusión el grupo llegó a identificar el segundo problema: el del lenguaje cinematográfico. Los códigos narrativos cinematográficos tal como los conocemos y entendemos hoy se basan en un modelo canónico de historia, que el receptor occidental contemporáneo percibe como un esquema cultural matriz. David Bordwell define este esquema (que él llama schemata) como “una abstracción de estructura narrativa constituida por expectativas típicas, formas de clasificar eventos y formas de relacionar las partes al todo”. La repetida exposición a este modelo canónico occidental va moldeando el gusto y la comprensión tanto de las audiencias occidentales como de las no-occidentales. Los indígenas bolivianos a los que Sanjinés quería llegar, por otro lado, no habían tenido prácticamente ninguna exposición a estos códigos, y por tanto su comprensión y disfrute de películas contadas en términos occidentales clásicos se dificultaba.

En vez de optar por un cine didáctico, una especie de cartilla de alfabetización cinematográfica que preparara a los indígenas para la comprensión de los códigos cinematográficos dominantes, Sanjinés propone dar un salto histórico: en lugar de enseñar al indígena a ver y entender el lenguaje cinematográfico dominante, dice él, es necesario aprender a ver la realidad boliviana desde los ojos y los tiempos indígenas, para luego plasmarla en el cine. Luego de un largo proceso de ensayo y error dificultado por continuos exilios e inestabilidad política, en 1989 Sanjinés filma La nación clandestina, una película que intenta realizar el ideal de ser estética, narrativa y temáticamente un cine desde, sobre y para indígenas.

En el plano estético, Sanjinés pone a prueba con gran maestría su teoría del plano secuencia integral como una gramática cinematográfica adecuada a la estructura mental, los ritmos internos y la cosmovisión de los pueblos andinos. En el plano narrativo, La nación clandestina deja atrás al personaje colectivo que Sanjinés había utilizado en sus anteriores películas para retomar un personaje individual. Esta opción narrativa no se contrapone a la necesidad de contar la historia desde la colectividad de las comunidades indígenas, para quienes el yo colectivo se antepone siempre al yo individual. Por el contrario, la película parte de la premisa con la que Mariátegui describió las relaciones sociales en el mundo indígena andino: el indio nunca es menos libre que cuando está solo.

En la película el personaje central, Sebastián Mamani, es expulsado de su comunidad por haber traicionado a su pueblo al asumir actitudes y decisiones personalistas durante su función como líder. Sin poder regresar nunca junto a los suyos, bajo pena de muerte, Sebastián emigra a la ciudad donde cambia su apellido de Mamani a Maisman y se enrola en el Ejército, primero, y luego en la policía secreta de la dictadura. Pero la nostalgia, el desarraigo y la violencia con las que se enfrenta a diario lo convencen de que sólo regresando a sus orígenes puede volver a ser –o empezar a ser– él mismo nuevamente. Sebastián no es, a todas luces, un héroe que genere la identificación emotiva de la audiencia. Es más bien un antihéroe con quien los bolivianos nos identificamos a regañadientes, puesto que es imposible dejar de ver que él encarna nuestros prejuicios, nuestras mezquindades, nuestros conflictos, y también la posibilidad de superarlos a través de un encuentro con la nación clandestina que bulle detrás, abajo y adentro de la oficialmente llamada Bolivia. No es casual, por eso mismo, que Sebastián sea un hombre doblemente marginado: marginado por su comunidad de origen, y marginado por la cultura occidental de la ciudad, para la que nunca deja de ser el indio, de ser el “otro”. Sólo en el regreso al origen, en el ofrecerse a sí mismo como sacrificio a los antepasados convertidos en dioses, Sebastián transforma el desarraigo de vivir a galope entre dos mundos, de querer ser boliviano sin dejar de ser indio, en un atisbo de respuesta a nuestra persistente pregunta: “¿Cuántos somos? ¿Qué somos? ¿Una nación, acaso?”.

Así como Sebastián, que debe vivir la ciudad, pasar por las instituciones del Estado, estar expuesto al espejismo de la modernidad de segunda mano para poder encontrarse a sí mismo, el cine boliviano emprendió a partir de los años ochenta un lento retorno de las comunidades campesinas, a los pueblos rurales, los barrios y las ciudades. El cine que buscaba la identidad nacional en el pasado glorioso o en el presente revolucionario de las comunidades indígenas dio lugar a una búsqueda alrededor y dentro de la ciudad mestiza, de sus conflictos consigo misma y con aquel "otro" inevitable que es el indígena.

El proceso comenzó en 1977 con la película Chuquiago, de Antonio Eguino. Utilizando como metáfora visual y narrativa la particular topografía de la ciudad de La Paz, Chuquiago explora la identidad boliviana serpenteando en bajada las callejuelas que van del indígena migrante al funcionario público, y de allí al cholo con ambiciones de subir en la escala social –que en La Paz, extrañamente, implica bajar del literal El Alto de la ciudad al centro de la fosa común donde viven y mueren cada día un millón de bolivianos entremezclados culturalmente, pero sin mezclarse física o socialmente–. Paralelo a este retorno cinematográfico a la ciudad y la gama de sus componentes, el mundo indígena ha atravesado también amplias transformaciones. Tanto en el altiplano como en los valles y en los llanos orientales, la organización indígena se ha fortalecido y ha dado un importante salto político. Más allá de las demandas puntuales de tierra, educación o servicios de salud, el movimiento indígena está planteando hoy una propuesta indígena de Estado. ¿Cómo se refleja este gran salto cualitativo en el cine boliviano? Éste es un tema al que me referiré en la próxima y última entrega de este artículo.


*Cineasta boliviana, Ph.D. en Teoría del Cine, y M.Phil. en Guionización para Ficción y Documental.

13 octubre 2007

Cine boliviano (1)

El siguiente es el primero de tres artículos dedicados a la historia del cine boliviano, que fueron publicados en la revista Fotogenia de La Paz, Bolivia, entre septiembre de 2006 y septiembre de 2007. Las tres notas vienen firmadas por Verónica Córdoba, cineasta, Ph.D. en Teoría del Cine, y M.Phil. en Guionización para Ficción y Documental.
Agradecemos a Verónica y a la revista Fotogenia la oportunidad de reproducir en kinephilos un material tan especial.
LS

CINE BOLIVIANO: DEL INDIGENISMO A LA GLOBALIZACIÓN
Primera Parte


Verónica Córdova S.

Esta es una serie de artículos que intentan analizar al cine boliviano históricamente, desde los elementos que hacen de él un cine nacional: es decir desde su participación simbólica en la conformación de una identidad, un proyecto y una visión de lo que significa “ser boliviano”. En Bolivia el cine es un arte esencialmente urbano: el mayor porcentaje de público lo constituye la clase media y no existen salas de cine en el área rural. Sin embargo, desde sus inicios el cine boliviano ha estado caracterizado por su temática indígena. El historiador Carlos D. Mesa lo atribuye a un interés casi obsesivo de los cineastas por recuperar los problemas de la realidad social boliviana y de sus complejas culturas. El crítico Alfonso Gumucio-Dagrón asegura que “desde su etapa más temprana hasta el día de hoy el cine boliviano ha sido, a pesar de su crónica falta de recursos, un cine combativo e independiente, comprometido con los problemas sociales del país”[1].

A lo largo de este artículo intentaré demostrar que, más que a una clara posición indigenista de parte de los cineastas, la temática indígena característica del cine boliviano se debe a problemas de identidad irresueltos a lo largo de la conformación nacional y que han encontrado un reflejo en las representaciones culturales de la pantalla cinematográfica. Como el espacio no es el apropiado para realizar una cronología exhaustiva del cine boliviano, me limitaré a analizar una pequeña selección de películas de ficción que considero representativas de diferentes etapas del cine boliviano, y de los conflictos de identidad de las que estas etapas son reflejo.

El indigenismo paternalista de la etapa silente

Las dos primeras películas bolivianas de ficción de las que se tiene conocimiento son La profecía del lago dirigida por José María Velasco Maidana y Corazón aymara, de Pedro Sambarino. Ambas fueron estrenadas en 1925, ambas giran en torno a amores contrariados por las diferencias étnicas y culturales de los amantes, y ambas han desaparecido.

La única película de ficción silente que ha sobrevivido es Wara Wara, dirigida por José María Velasco Maidana en 1929. La película, que había estado perdida durante más de 50 años, fue encontrada azarosamente en 1989 por Mario Fonseca Velasco –nieto de Velasco Maidana– y donada a la Cinemateca Boliviana.

Junto a las decenas de pequeños rollos de película negativa y positiva que conformaba la donación se encontraron recortes de prensa de la época y panfletos publicitarios que permitieron reconstruir de manera general la trama del film. La reconstrucción física, sin embargo, no era tan sencilla. La película se encontraba incompleta, faltaban escenas, planos e íntertítulos y, más grave aún, estaba hecha en nitrato de celulosa, un soporte fílmico extremadamente inflamable. Se requería con urgencia transferir el material encontrado a película de acetato antes de proceder a una reconstrucción narrativa que permitiera ponerla nuevamente a consideración del público boliviano.

Ningún laboratorio consultado tenía la capacidad técnica o el tiempo para realizar un moroso trabajo de restauración. Recién en 1996, ocho años después del hallazgo, se logró conseguir suficientes fondos y el compromiso de un laboratorio en Alemania para realizar el trabajo. La restauración tomó dos años, puesto que los aproximadamente 50 minutos de Wara Wara debían ser restaurados y transferidos cuadro a cuadro. En 1998 la Cinemateca Boliviana recibió una copia positiva del material, que fue reconstruida narrativamente y editada por el cineasta Fernando Vargas. La película aún espera financiamiento adicional para ser concluida.

La importancia de Wara Wara para el cine boliviano radica no sólo en la extraordinaria historia de su recuperación, sino también en el inusitado éxito de taquilla y crítica que tuvo durante su estreno en 1929.

La película narra en estilo melodramático el romance entre una princesa incaica y un capitán español, cuyo amor está condenado por la guerra de conquista. Según el panfleto publicitario repartido durante el estreno de la película en 1929, el desdichado amor entre Wara Wara y Tristán “es tiernamente mecido por el legendario Lago Titikaka. Pero la realidad los despierta crudamente: ¿Logrará Wara Wara ahogar su infeliz pasión y odiar como debe a los que han hecho la desgracia y la ruina de su Imperio? Y Tristán ¿podrá matar su amor, para abroquelarse fríamente dentro de su coraza de fiero conquistador?”[2]

Similares historias de amor entre las diferentes razas y culturas que conforman la geografía humana en Latinoamérica son comunes en la literatura, el teatro y el cine de la época. Para Doris Sommer, esta tendencia refleja la intención de:
"construir la reconciliación y la homogenización de los componentes nacionales a través de los amantes destinados a desearse uno al otro. Ya sea que el conflicto se resuelva felizmente o no, los romances giran invariablemente alrededor del deseo de un héroe joven y casto por una heroína igualmente joven y virtuosa. Estos romances reflejan en realidad las esperanzas de la nación en la unión productiva entre sus razas y culturas".[3]
Historias de amor inter-raciales o inter-culturales son también características del género melodramático, en el que la mayor riqueza no se encuentra en la posesión de dinero, sino en la posesión de virtud. Por eso, el héroe o heroína del melodrama puede fácilmente subir en la escala social como premio a su virtud, o dejar atrás la riqueza con tal de ganar virtud a través del amor. De acuerdo a Cecilia Absatz, el secreto detrás del gran éxito del melodrama entre audiencias populares está precisamente en esta capacidad de crear la ilusión de que el amor y la virtud pueden ser más poderosos que el dinero y las diferencias sociales o raciales.[4]

En Bolivia, sin embargo, las relaciones interculturales o interraciales en la literatura y el cine de la primera mitad del siglo XX están consistentemente condenadas al fracaso.

La razón para esta tendencia podría radicar en que, tanto en los años 30 como ahora, la mayoría de la población boliviana es de origen indígena. Por tanto, una política que tendiera al mestizaje daría como resultado la progresiva “indigenización” de la sangre boliviana en lugar de su “blanqueamiento”. Por el contrario, en países como Argentina, Brasil o México, donde la población indígena es relativamente minoritaria, los paradigmas de “progreso” dominantes en la primera mitad del sigo XX requerían que la sangre nacional, “contaminada” con genes negros e indígenas, fuera progresivamente “blanqueada” por el mestizaje con inmigrantes europeos o sus descendientes.

Este discurso general puede ser leído entre líneas en la siguiente crítica a la película Wara Wara, publicada en el periódico El Diario de la ciudad de La Paz el 7 de octubre de 1929:
“Por fin en Bolivia podemos decir que contamos con la base de una cinematografía que lleve al exterior toda la grandeza de nuestra cultura pre-histórica, y más que todo haga la propaganda de las incalculables riquezas de nuestro suelo, que es suficiente para contener las más grandes colonias de inmigración. (…)
Wara Wara constituye un monumento a la heroica tradición de los Quechuas, esa baza de sufridos que con la colonización servil de los conquistadores de la península llegaron a degenerarse en parias, que hoy no pueden todavía reivindicarse para conseguir su incorporación a la civilización”.
El paternalismo del crítico que escribe la nota hace evidente la doble moral de la sociedad boliviana frente al indígena, que por un lado era considerado el origen de la “raza” boliviana y la prueba viviente de la grandeza de “nuestras culturas prehistóricas”, mientras por otro lado era acusado de constituir “el mayor obstáculo al progreso de la nación”.[5]

Esta actitud contradictoria se ve también reflejada en la llamada literatura indigenista, iniciada en Perú en 1889 con la novela Aves sin nido de Clorinda Matto de Turner, y que es retomada en Bolivia con Raza de bronce de Alcides Arguedas, publicada por primera vez en 1919. Aunque caracterizada por su denuncia de los abusos y la explotación sufridas por las comunidades indígenas, la única solución que esta corriente literaria y artística plantea es la de redimir al indígena a través de una educación que pueda incorporarlo a la sociedad occidental. Es decir, que la única forma de que el indígena deje de ser explotado, es que deje de ser indígena.

Por otro lado, la existencia de multitudes explotadas constituía un peligro potencial de eclosión social y de violencia que debía ser contrarrestado de alguna forma. La corriente indigenista boliviana, de la que Wara Wara es un representante cinematográfico, eligió normalizar este peligro a través de una integración retórica, acompañada de una exclusión práctica:
"El indio era concebido principalmente en términos negativos respecto de la cultura criolla. Lo indio, según innumerables ensayos, novelas, películas y discursos sobre el carácter nacional, era simplemente todo aquello exterior a la civilización: lo primitivo, pasivo, fatalista, enigmático y atemporal. Al mismo tiempo, lo indio podría también ser establecido en la especificidad histórica, exhibido con grandeza precolombina y reflejado en un pasado edénico. De esta manera, los discursos hegemónicos podían incorporar a los pueblos indígenas en el mito de la creación nacional sin preocuparse por la concesión de sus derechos políticos en la marcha de la vida nacional”[6].
Benedict Anderson llama “ventrilocuismo al revés” a este proceso –común a muchas formaciones nacionales– en el que la incorporación de ancestros indígenas a la mitología nacional reemplaza la incorporación de sus descendientes directos, los indios, “con quienes es imposible o indeseable establecer una comunicación real”[7]. Al elegir y representar temas y personajes ligados con “la grandeza de nuestras culturas pre-históricas” pero sin relacionarlos ni remotamente con los herederos contemporáneos de esas grandezas; al combinar la admiración por civilizaciones pasadas con la vergüenza por los indios contemporáneos de carne y hueso, el cine y la literatura indigenista bolivianas contribuyeron a perpetuar la exclusión del indígena del proyecto de nación boliviana.

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Notas:

[1] Gumucio-Dagrón, Alfonso. En: Barnard, Timothy and Rist, Peter (eds.). South American Cinema. A Critical Filmography 1915-1994. University of Texas Press, Austin 1996. p. 85.
[2] Antonio Díaz Villamil. Argumento de Wara Wara, citado por Susz, Pedro. La Campaña del Chaco. El ocaso del cine silente boliviano. Universidad Mayor de San Andrés / Ildis. La Paz, 1990. p. 128.
[3] Sommer, Doris. Love and Nation. Latin American National Romances. En: Ringrose, Majorie and Lerner, Adam J. (eds.) Reimagining the Nation. Open Univeristy Press, Buckingham-Philadelphia, 1993. p. 30.
[4] Absatz, Cecilia. Mujeres peligrosas. La pasión según el teleteatro. Editorial Planeta, Buenos Aires 1995. p. 53.
[5] El Presidente boliviano Bautista Saavedra (1921-1925), por ejemplo, declaró: “Vamos a eliminar a los Aymaras y Quechuas, puesto que constituyen un obstáculo para nuestro progreso”. Citado en Gumucio-Dagrón (1996). op. cit. p. 84.
[6] Denver, Susan. Las de abajo: La revolución mexicana de Matilde Landeta. En: Archivos de la Filmoteca. Revista de Estudios Históricos de la Imagen de la Filmoteca de la Generalitat Valencia. No. 16 (Febrero 1994) p. 47.
[7] Anderson, Benedict. Imagined Communities. Verso, Londres 1983. p. 198.

06 octubre 2007

El valor del reencuentro

Liliana Sáez


El cine ocupa en este post muy personal sólo el lugar de telón de fondo, porque fue él el que permitió que lo que voy a narrar haya sucedido. Fue el cine el que estaba allí, cuando conocí a dos seres tan especiales como lo son mis amigos Isabel y Pablo. Y fue el cine el que cimentó nuestra amistad.

Hoy, han pasado diez años desde que dejé algo más que una ciudad, algo más que veinte años de mi vida, algo más que un grupo de gente conocida, algo más que un lugar que se fue convirtiendo en mi geografía...

Ya he dicho en varias oportunidades lo que me ha costado reinsertarme en una ciudad como Buenos Aires, con unos pobladores encerrados en sí mismos, con el frenesí de la gran metrópoli que todo lo engulle, con sus amplias aceras que permiten recorrerla, apresuradamente a veces, amorosamente, otras... Buenos Aires es incalificable, un poco más ordenada que Caracas, un poco más fría que aquella caótica, efervescente, cálida, colorida y bulliciosa ciudad caribeña.

Buenos Aires te invita a cambiar de ánimo en cada estación: a ponerte melancólico en el otoño y a recluirte en el invierno, a sonreir en la primavera y a brindarte en el verano. Esa ciudad inmensa que hoy me contiene fue mi ángel guardián mientras recibí a mis dos amigos queridísimos, especie de hermanos en la formación profesional y en el crecimiento personal. Ellos han sido mi familia en el exilio, y hoy hemos comprobado, gracias al reencuentro, después de esa década en que el desánimo me invadió mil veces y pensé que no los vería más, que ese reencuentro fue más que físico. Fue recuperarlos con un plus, fue encontrarme con amigos que había dejado allá a la distancia y reconocerlos en el afecto que alguna vez nos tuvimos y pensamos -acertadamente- que seguíamos teniéndonos.

Hoy que he despedido a mis amigos, a esos hermanos del afecto, a esos seres que cuidaron como yo el amor que nos teníamos, siento que he recuperado mi lugar en el mundo, en esta ciudad inmensa y hermosa, porque tengo la certeza de que no es la distancia la que nos aleja, sino el amor el que nos acerca... sin importar dónde estemos.

Gracias, Isabel; gracias, Pablo, por traerme tanta felicidad y por romper esa barrera ilusoria que me tenía atrapada en este fin del mundo.