29 mayo 2008

Ploy

Liliana Sáez



Una pareja en la cabina de un avión. Ella dormita, él se abandona a sus pensamientos con la mirada perdida.

La misma pareja en el ascensor de un hotel internacional. Él dormita apoyado sobre ella.

Una habitación de hotel en penumbras. El baño. Colores neutros. Asepsia.

La historia podría suceder en cualquier ciudad. Pero unas líneas del diálogo nos dicen que esta pareja viajó desde los Estados Unidos hasta Bangkok para asistir a un funeral.

El bar del hotel. El hombre bebe. El barman conversa con él. Una joven mochilera oye (y nos hace oír) música. Delgada, desgarbada, con una apariencia descuidada, se acerca al hombre. Nos enteramos que se llama Ploy y que espera a su madre, que debe llegar de Estocolmo.

Ploy es también el nombre del film del tailandés Pen-ek Ratanang. Una de esas películas que te quedan resonando después de haberlas visto. Su puesta en escena es tan cuidada, que da gusto ingresar en los mundos asépticos en los que transcurre la acción.

Tres mujeres, tres historias enlazadas en una sola. La esposa que, a lo largo de los años de casada, sufre celos, desconfía de su esposo y se siente insegura de su amor. La joven que desprejuiciadamente ingresa en la vida de la pareja para mover sensaciones adormiladas. La mucama que mantiene con el barman un romance clandestino.

Los límites entre la realidad y el sueño, entre lo que sucede y lo que se piensa, entre lo onírico y lo vívido, entre lo que se siente y lo que se sincera, no están definidos.

Los ambientes despersonalizados (aeropuertos, cuartos de hotel, ascensores, bares, aviones…) son el marco preferido de este director para mostrar cierta quietud (aparente), cierto orden espacial, donde se desarrollan historias contenidas, donde las situaciones son llevadas al límite sin que nos demos cuenta.

Por eso Ploy atrapa. Formalmente es impecable. La atmósfera, la fotografía, la luz es cuidada al extremo. No hay colores chocantes, no hay elementos de utilería que estén fuera de lugar. Incluso en la única secuencia que transcurre en un depósito de cosas inútiles, muy desordenado, sucio, sin luz, el caos enmarca perfectamente la acción de violencia que allí se desarrolla.

Las escenas están encadenadas por largos negros, mientras que un ruido sordo sirve de fondo a los momentos de mayor tensión donde no se habla, por lo que la atmósfera se torna pesada.

Los encuadres seleccionan parcialmente un rostro, un cuerpo, un detalle del espacio, informándonos mucho más de lo que hay fuera de cuadro. Algunas escenas nos remiten al inicio de Frantic (Roman Polanski) o a los momentos compartidos en la habitación del hotel en Lost in traslation (Sofía Coppola), aunque en Ploy, los personajes están de regreso en su país, pero sufren, como en los casos de los dos films citados, la soledad de un lugar no-suyo: la mujer que se esconde detrás de unas gafas oscuras; el hombre que en posición fetal llora en la bañera; la joven que se asoma detrás del diario que escribe.

Lo que queda después de ver el film es un dejo de tristeza, porque a pesar de resolver la historia hacia un final más que forzado para dejar las cosas en buen estado, lo vivido, y sobre todo las escasas líneas del diálogo (por ejemplo, la afirmación: “Discutimos porque no tenemos más qué hacer”; o, ante la pregunta: “¿El amor tiene vencimiento?”, la temible respuesta: “Sí”), nos hunden en la misma pesadumbre en que están sumergidos los personajes.

Ese final es lo único que saca del estado de embobamiento en que el espectador permanece durante toda la película. Lamentablemente, Ploy se extiende cinco minutos de más, cuando el autor podría haber dejado un final abierto más convincente que la clausura que le da. El plano de la mucama acostada boca arriba sobre la cama, entonando una canción con su voz clarísima, hubiera sido un buen cierre.


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(*) Ploy fue exhibida en el marco del Bafici 2008.

18 mayo 2008

Premio para Mario Handler

Liliana Sáez




Caracas, finales de los 90. Un hombre alto, muy delgado, canoso y con gafas de marco oscuro hizo su entrada en la oficina de programación de la Cinemateca, donde junto a mi equipo revisábamos con entusiasmo la edición recién salida de imprenta de la revista que habíamos estado preparando durante el último mes.

El hombre se presentó. Y allí comenzó una amistad, de esas que te marcan de por vida. Porque ese hombre alto y delgado era Mario Handler. Lo conocía porque era un cineasta militante... un militante que hace cine (no sé cuál de las dos definiciones le viene mejor). Mario Handler… Carlos, Me gustan los estudiantes, Líber Arce, liberarse… Su filmografía es extensa, pero eran esos los títulos que resonaban en mi mente y yo me encontraba allí, hablando con el dueño de esas imágenes, con una institución del cine uruguayo.

Con los años, me brindó su amistad y compartió conocimientos. Nos acompañábamos en nuestras charlas con la nostalgia que sentíamos por el Sur, pero también destacábamos el calor humano que encontramos en el trópico.

Mario volvió a Montevideo el mismo año en que yo volví a Buenos Aires. Al poco tiempo pude ir al estreno de Aparte, documental que significó su reinserción en el país. Aparte ha dado muchas líneas a la prensa, pero yo sé que él ha dejado en ese film salud y dinero.

Hoy me entero que Decile a Mario que no vuelva ha recibido el Premio del Público en Documenta-Madrid 2008 y próximamente será exhibida en Buenos Aires (del 26 al 30 de mayo en el Centro Cultural Recoleta, formando parte de lo mejor de la Mostra de Lleida 2008).

Dos años estuvo filmando Handler este documental, una evocación de la última dictadura para intentar una reconciliación que, a pesar del paso de los años, se ha vuelto difícil de lograr.

Estoy feliz por Mario, porque sé que se merece el premio, que seguro no será el único, pero más que nada me alegro porque entiendo que ese film es un paso más en esa intensa búsqueda de nuestro lugar en el mundo que tenemos quienes nos hemos visto obligados, por una u otra razón, a dejar el país: ese deambular… y ese regresar a un sitio que hemos idealizado y que aunque conocido se nos presenta como extraño… ese encuentro con los lugares y las personas que nos constatan que hay un hueco de cinco, diez, quince, veinte años de ausencia...

Habrá que esperar el estreno para hablar de la película. Mientras tanto, vaya un abrazo y un agradecimiento porque Mario Handler es un ejemplo a seguir.

11 mayo 2008

Vallejo en la mirada de Ospina


Dice Fernando Vallejo en El desbarrancadero:
¡Qué va, Colombia no se acaba! Hoy la vemos roída por la roña del leguleyismo, carcomida por el cáncer del clientelismo, consumida por la hambruna del conservatismo, del liberalismo, del catolicismo, moribunda, postrada, y mañana se levanta de su lecho de agonía, se zampa un aguardiente y como si tal, dele otra vez, ¡al desenfreno, al matadero, al aquelarre! Colombia, Colombina, Colombita, palomita: ¿no es verdad que cuando yo me muera no me vas a olvidar?
Y es ese el espíritu de La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo, el documental de Luis Ospina, dedicado a ese escritor que ha plasmado su biografía en El río del tiempo.
Como ya dijimos en este blog, Ospina presentó tres de sus películas en el Bafici (Buenos Aires, abril 2008). Respondiendo al reto de Pala, los invito a leer lo que escribí sobre ellas en Miradas de cine y si tienen oportunidad de ver alguna, no la pierdan: no se van arrepentir.

Liliana Sáez


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El texto completo:

LUIS OSPINA EN EL BAFICI
Liliana Sáez

Desde que los hermanos Lumière comenzaron a registrar con su cámara tomavistas las escenas cotidianas y que a Georges Méliès se le atascó la cámara, produciéndose el primer truco cinematográfico, ha pasado bastante tiempo. Sin embargo, la insistencia en delimitar los espacios que ocupan el documental y la ficción en el cine siguen siendo motivo de debates interminables. Mientras tanto, hay un realizador que, frente a esa dicotomía, viene dándose el gusto de expresarse en uno y otro género. Desde 1964 se suma al debate de los teóricos, proponiendo obras contestatarias, cargadas de un humor políticamente incorrecto.

Con un espíritu eternamente adolescente, su extensa obra guarda una fuerte coherencia. En el BAFICI 2008 mostró apenas una parte de su cine, pero justamente esas tres películas que exhibió nos permitirán hablar de ese singular autor colombiano que es Luis Ospina.

Su voyeurismo y la timidez, que esconde detrás de una cámara, lo llevaron a dedicarse con mayor predilección al documental, según cuenta en su libro Palabras al viento. Mis sobras completas. Formado en la UCLA, al volver a su Cali natal, Ospina realizó sus primeros documentales junto a su gran amigo Carlos Mayolo, con quien formaría parte de la generación Caliwood, a la que también pertenecía el entrañable y mítico Andrés Caicedo. De esa sociedad surgió Oiga vea, una mirada al lado más descuidado de los Juegos Panamericanos de 1971. Esa será, a partir de entonces, la actitud: verle el otro lado a las cosas.

Su próximo proyecto, también en co-autoría con Mayolo, será Agarrando pueblo (1977), el antecedente más directo de lo que luego sería Un tigre de papel. Fue una respuesta a lo que ellos llamaron el “cine de la pornomiseria”, refiriéndose a aquellas películas documentales que retrataban los aspectos más oscuros y miserables de Latinoamérica y que se cansaban de ganar premios en festivales internacionales, especialmente, europeos. Con el estilo del “cine en el cine”, un director (Carlos Mayolo) y su camarógrafo (Eduardo Carvajal, destacado fotógrafo del Grupo de Cali) salen a retratar la miseria de la ciudad, contando entre sus haberes “un gamín, una loca, un pordiosero…”, o cambiando en el guión la palabra “alcoholismo” por “analfabetismo”, o “carpintero” por “zapatero”, total, da igual…, ingredientes suficientes para armar una historia aparentemente documental, a través de la puesta en escena de una situación interpretada por una familia especialmente escogida en un casting, debidamente vestida por la producción y con unos diálogos que el director repetirá de memoria.

La apariencia detrás de la realidad, la cara oculta, otra vez, del cine que se hacía y que estos jóvenes repudiaban: “fue como un escupitajo en la sopa del cine miserabilista, y por ello fuimos criticados y marginados de los festivales europeos y latinoamericanos, acostumbrados a consumir la miseria en lata” (dice Luis Ospina). Rodada cámara en mano, Agarrando pueblo pone en evidencia, al final del relato, el discurso real que buscan los autores. Deja a la vista las costuras del documental ficcionado, transformando la ficción en documento, gracias al diálogo del hombre que habita las ruinas de la casa que serviría de locación. Un personaje que, no por casualidad, se parece a Corisco de Dios y el Diablo en la Tierra del Sol (Glauber Rocha, 1964) El hombre no acepta ningún tipo de negociación y luego de utilizar los billetes como si fuera papel higiénico, deshace el carrete de película, echando a perder lo filmado. Paso seguido, Carlos Mayolo y Luis Ospina entrevistan a este actor anónimo, que se ha prestado a participar en el film porque le interesa el documento (el documental, aquí sí) y no el dinero.

El efecto en el espectador linda entre el asombro y la sonrisa, entre el desgarramiento de vestiduras y la carcajada. Ese doble sentimiento que despierta el cine de Ospina es su característica más aguda. Característica que vuelve a repetirse de manera lúdica en su último film, Un tigre de papel (2007), al que volveremos en instantes.

El segundo film presentado en la muestra del BAFICI, festival en el cual Ospina fue jurado, fue La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo (2003). Grabado en vídeo por el autor, que ya había realizado el making of de La virgen de los sicarios (Barbet Schroeder, 1999), este documental muestra la cautivación ejercida por el escritor en el cineasta. Con una cámara digital, Ospina se instaló en el hogar de Vallejo y pudo grabarlo en su intimidad. Al desaparecer elementos como la luz artificial, la cámara, con su operador y el foquista, el sonidista y demás personal de rodaje, el director, según afirma en su libro, sintió “que por fin se cumplía el sueño de la caméra stylo propuesto por Alexandre Astruc en 1948. La cámara como estilógrafo, el autor total, sin ningún intermediario durante el rodaje”.

Estructurada en capítulos, con el título de los libros que integran su autobiografía El río del tiempo, Ospina compone un fresco que permite recorrer distintos recuerdos en la vida del escritor, alternados con actividades cotidianas que muestran con espontaneidad el desenfado rayano con la furia, con el que Vallejo responde a un acartonado periodista que le reclama respeto hacia la figura del presidente, o los momentos que comparte con su mascota. Pero las imágenes y las palabras más contestatarias y vigentes de todo el film se encuentran al comienzo y al final, cuando Vallejo pronuncia su discurso al recibir el Premio Rómulo Gallegos, y acusa al gobierno de fomentar la violencia (refiriéndose particularmente al encuentro entre el presidente Pastrana y el guerrillero Tirofijo), ocasión que Ospina aprovecha para intercalar imágenes desgarradoras, resultado de la violencia que vive su país.

La riqueza que guardan las entrelíneas de esta película íntima nos ofrece el perfil del escritor que no claudica, que no teme decir lo que piensa, develando los distintos matices del personaje: el del biólogo, en su defensa de los animales; el cineasta, en su juventud; el músico, en su niñez; el escritor, siempre… Reconocemos en sus palabras, en su historia, a aquel intelectual de La virgen de los sicarios que regresa a un país que desconoce y que, sin embargo, le duele.

Instalado cómodamente en el vídeo, desde la realización del film que mitifica al personaje que lo inspira, Andrés Caicedo: Unos pocos buenos amigos (1986), Ospina ha realizado una veintena de documentales en ese formato. Muchos de ellos dedicados a su ciudad natal, y otra gran parte dedicada a personajes que parecen salidos de un cuento, como son los casos ya citados del escritor y cinéfilo sin redención Andrés Caicedo y del escritor autoexiliado Fernando Vallejo, así como también el del pintor moribundo Lorenzo Jaramillo, o el del protagonista de Un tigre de papel, Pedro Manrique Figueroa, considerado en el film como el artista precursor del collage en Colombia.

A través de una serie de testimonios y con el muestrario de sus producciones artísticas, se nos va descubriendo un personaje que tiene el don de la ubicuidad, pues ha sido testigo, y en muchos casos partícipe, de momentos trascendentales del siglo pasado. La elección de Manrique Figueroa es sólo un pretexto para realizar el recorrido por la historia de una generación, cuyo idealismo la llevó a jugarse por cambiar esquemas rígidos y anquilosados de una sociedad que cada día se presentaba como más y más hipócrita. Así que Un tigre de papel narra la historia del artista plástico desde el Bogotazo, inaugurado con el asesinato de Gaitán (gran metáfora del inicio de una espiral de caos y violencia en la que se sumiría Colombia y que no ha cesado hasta el día de hoy) hasta la desaparición del artista, hace apenas unos años.

Amparándose en una investigación, que deja pistas del humor que acompaña solapadamente a la película, Ospina logra hablar de la tragicomedia de una época que le ha tocado vivir. A través de la vida de Manrique Figueroa, el espectador recorre los distintos hitos que transformaron la historia del planeta. Así que, haciendo uso de la ficción, elabora un documental que retrata a esa generación, a la cual Ospina homenajea, definiéndola como “una generación que esperaba cambiar el mundo, cuando ahora sólo se piensa en salvar el planeta”.

Por ahora, y hasta que este film se convierta en un clásico (tiene todas las condiciones para serlo) habrá que limitarse a incitar al espectador a verlo, pero algún día, se podrán escribir páginas y páginas de las anécdotas que revisten los entretelones de su realización, que aunque aparentemente externas, forman parte de su discurso y de la genialidad de su propuesta.

Estas tres obras nos hablan de tres temas diferentes, pero, a la vez, nos demuestran la coherencia de un autor que se decanta en la cinefilia que lo acompaña desde muy joven, cuando en Cali, junto a sus compañeros de ruta, creó la revista Ojo al cine, donde compartía con sus amigos los roles en la producción de un film o cuando debatía con ellos sobre autores en el Cineclub de Cali. Ospina completa su obra fílmica y videográfica con la escritura de su libro, que ya hemos mencionado, pero también con la edición póstuma de gran parte de la obra de Andrés Caicedo y, más recientemente, con la publicación de Cartas de un cinéfilo, editados por la Cinemateca Distrital.

Luis Ospina viene ganando premios internacionales por su obra, que no por ello deja de ser independiente. Algunas de sus imágenes pueden verse en el canal que con su nombre ha abierto en YouTube (http://www.youtube.com/luisospinacine).

07 mayo 2008

Resonancias:

Divagaciones en torno a los diálogos entre cine, pintura y fotografía, con motivo de la visita al Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB).

por Yorgos


Cámara subjetiva. El pintor mira hacia el fondo del cuadro donde posa su joven criada acicalada para la ocasión, mostrando una túnica de color azul cielo bajo la que se esconde su misteriosa cabellera dorada, luciendo en los lóbulos de las orejas unas perlas de tal belleza que jamás podría haber imaginado. Con un travelling, la cámara se acerca hacia su figura lentamente, ralentizando la acción. Entonces el espectador es engañado, deja de ser el pintor quien mira a la muchacha, ahora es cada uno desde su butaca, esa cámara subjetiva. Se es partícipe de ese acercamiento en el que parece detenerse el tiempo. Termina el travelling y el cuadro se perfila delimitándose tal y como Vermeer lo había creado. El espectador abandona la imagen fílmica y se tele-transporta de forma intuitiva hacia la imagen pictórica, fusionando finalmente para sí, ambas imágenes en una.

La joven de la perla (2005), de Peter Weber representa una amplia recreación de la atmósfera pictórica del pintor holandés Johannes Vermeer. Es sin duda un caso, en que la reminiscencia de la pintura en el cine es más que recurrente. La mejor forma de recrear un momento histórico que únicamente conocemos mediante el imaginario de la pintura, puesto que ello dota al film de verismo, siguiendo la máxima Baziniana de que el espectador ha de creerse lo que ve. O, del mismo modo, uno puede remitirse a una misma imagen cuando piensa en un concepto determinado, en una idea. Así Ray Loriga pensó en reproducir literalmente con su puesta en escena fílmica el Cristo yacente de Andrea Mantegna (1490), para su escena de Cristo tumbado en Santa Teresa, el cuerpo de Cristo (2006). De la misma forma que lo tomó Zvyagintsev para colocar dormido al referente de los niños protagonistas de El regreso (2003), el padre desaparecido, al que observan como si estuvieran ante la resurrección de un ser sagrado.

De la misma forma, podríamos encontrar innumerables ejemplos en películas de todo tipo, aunque principalmente de carácter histórico, no sólo con recreación de atmósferas pictóricas, sino de cuadros concretos, representados en el celuloide a modo de “tableaux vivants”, desde Rohmer a Passolini o a Díaz-Yanes entre muchos otros*.

Otros y más numerosos son los casos en que estas conexiones se establecen de una forma más abstracta, tomando el cine la luz, los contrastes, la composición o las disposiciones cromáticas de la pintura y no una imagen al pie de la letra. De esta forma, resulta innegable la relación entre pintura y cine expresionista o, por citar un ejemplo más cercano, la influencia de pintores como Rembrandt, Velázquez, Vermeer o Goya en el cine de Víctor Erice. ¿Y es que qué sería del cine de Hitchkock, Lynch, Leone o Wenders sin la influencia de Hopper? Las escenas nocturnas y solitarias, de cafés, de atmósferas de alta tensión psicológica creadas por este pintor norteamericano, influenciaron claramente algunas de las películas de estos cineastas. Sin ir más lejos, Sergio Leone reconoció en todo momento que durante el rodaje de Érase una vez en América (1983) los cuadros de Hopper se reproducían en su mente. “Hay sitios de Estados Unidos donde pones la cámara y te sale un cuadro de Hopper”, diría Wim Wenders. Y es que la cámara de uno buscaba una vez tras otra la reminiscencia del pincel del otro, conscientemente.

¿Pero, se ha producido una influencia recíproca del cine en la pintura? En menos medida, el cine también ha influenciado en diversas ocasiones a la pintura del s.XX. El ejemplo más claro probablemente sea el de Warhol, a nivel de iconos cinematográficos y por lo tanto populares. De ahí sus reproducciones seriales de Marilyn Monroe. Del mismo modo, se estudiaron en pintura la secuencialidad de las imágenes, el plano-contraplano o la disposición de nuevos encuadres. Véase Bacon.

Con todo, podríamos decir, tras una revisión tan general y escueta como esta -así pretende ser-, que la pintura ha tenido y tiene una influencia y repercusión de peso en cuanto a lo la representación visual se refiere, en el imaginario del cine. Un imaginario que durante siglos fue gobernado por la misma pintura y en el que también tuvo gran protagonismo la novela y la fotografía durante el s.XIX, hasta que nació el cine. Iniciándose así una hegemonía del séptimo arte que se vería mermada a partir de la creación de la televisión y más aún con los nuevos avances tecnológicos. Hablamos más que de imágenes, de iconografía, de la creación de tópicos, de las reminiscencias que aportan unas imágenes a otras, de las significaciones que esconde la imagen en sí misma.

La entrada del cine en el museo

El cine, respondiendo a su merecida denominación de séptimo arte, ha entrado en los últimos años en los museos, creando gran expectación entre sus visitantes. El espectador puede asistir al fenómeno cinematográfico ya no desde la butaca, sino de pie ante él, como si mirara una escultura o un cuadro. En España, el Centro de Cultura Contemporánea (CCCB) -del que como saben ya se ha hablado en este blog-, ha tenido gran importancia en este aspecto. Desde la impresionante exposición en 2001 en la que se analizaba el modo de entender el espacio según la mirada de los grandes cineastas contemporáneos (Lynch, Angelopoulos, Cronenberg, Wong Kar Wai, Kiarostami y un largo etc.) denominada La ciudad de los cineastas, han pasado las Correspondencias entre Erice y Kiarostami, la comparativa entre cine y pintura de Hammershöi y Dreyer o Las mujeres que no conocemos, de En la ciudad de Sylvia (Jose Luis Guerín, 2007). En esta ocasión, se realiza una reflexión de la influencia del cine sobre la fotografía con Magnum, 10 secuencias: el cine en el imaginario de la fotografía, una exposición procedente de la Cinemateca francesa.

La influencia del cine en la fotografía

El mérito de la exposición Magnum, 10 secuencias, es hacer converger dos tendencias artísticas como son el cine y la fotografía y conseguir que dialoguen. Un diálogo realizado a través de las comparativas entre: Abbas y Rossellini; Harry Gruyaert y Antonioni; Mark Power y Kieslowsky; Patrick Zachmann y el cine de Shangai de los años treinta; Gueorgui Pinkhassov y Tarkovski; Antoine d’Agata y su propio film Aka Ana; Pilles Peress y Alain Resnais; Alec Soth y Wim Wenders; Bruce Tilden y el cine negro americano; Donovan Wyle y Alan Clarke.

La agencia Magnum Photos fue creada en 1947 por reporteros de guerra de la talla de Robert Capa, David Seymur o Henri Cartier-Bresson, configurándose como un referente del fotoperiodismo hasta nuestros años. Tal vez por esto, resulta paradójica a simple vista esa herencia cinematográfica que caracteriza la obra fotográfica exhibida en el CCCB. Si el fotógrafo cede ante la esencia de la puesta en escena y la formación del cuadro del cine, destruye los pilares básicos de este tipo de fotografía que podríamos denominar documental, puesto que anula su instantaneidad, objetividad y unicidad. Los fotógrafos participantes de la exposición se someten al reconocimiento e incluso al hallazgo de imágenes que les pertenecen y que crearon bajo influencia de unas referencias cinematográficas asimiladas unas veces de forma consciente y otras no tanto. En unas ocasiones se les reconoce esa instantaneidad, esa forma de manejar el objetivo de forma casi innata. Pero todo no es tan simple, a veces, subconscientemente, en esa toma de la imagen que responde a las leyes de la fotografía o a una rigurosa determinación personal, resurge la influencia de unas imágenes primigenias que un día se observaron y causaron gran impacto, permaneciendo ocultas en el interior de cada uno.

Patrick Zachmann observó que su trabajo de veinte años en China estaba influenciado inconscientemente por el cine de Shangai de los años 30, que contribuyó a crear su propio imaginario visual. Gueorgui Pinkhassov encontró en Andrei Tarkovski una figura fundamental. Lo acompañó durante los rodajes de El espejo (1975) y Stalker (1979) y tomó instantáneas de todo, también del padre de Andrei, Arseni. Bruce Tilden muestra la influencia del cine negro americano en algunos de sus retratos urbanos basados en la tradición de la street photography, sin reparar en artificios.

Y así, hasta completar las 10 miradas distintas que forman una exposición estructurada minuciosamente y de la forma más dinámica posible. Cada bloque es, como cada mirada, algo distinto, una novedad para los sentidos. El visitante dispone -como debe ser- de la información estrictamente necesaria, sin excesos que lo saturen, con la información visual y escrita necesaria para vivir una experiencia enriquecedora.


*En La Marquesa de O (Eric Rohmer, 1976) hay una clara recreación de La pesadilla (Fussli, ca. 1782); en La Ricotta (1963) y El Decamerón (1971) de Passolini, del Descendimiento (Rosso Fiorentino, 1521) y El juicio Universal (Giotto, 1304-1306) respectivamente; en Alatriste (Agustín Díaz-Yanes, 2006), de La rendición de Breda (Diego Velázquez 1635).

01 mayo 2008

De la vida en un festival de cine

A PROPÓSITO DEL 10º BAFICI - Buenos Aires, Argentina
Raúl Bellomusto


No es lo mismo “ir al cine” que asistir a un Festival. Definitivamente. Quiero decir, no es lo mismo elegir una película del circuito comercial e ir a verla, discutirla en el café con amigos, pareja o entenados que asistir durante una semana o dos a varias salas, bajo otras circunstancias, en condiciones de movimiento permanente contra el tiempo, visionando hasta cinco obras por día y otros etcéteras. Asistir a un Festival de Cine tiene, como todo, sus pros y sus contras. Pero es de minimizar a las segundas a sabiendas de que las cosas a favor son más y más placenteras.

Un Festival de Cine es el gozo cinéfilo en una expresión maximizada (sino “en su máxima”, al menos “en su maximizada expresión”). Es un modelo a pequeña escala de toda una vida de cinefilia: amor por las pelis, incertidumbre ante un corpus desconocido, tiempo limitado para elegir y para ver (la peor de las restricciones) entre cientos de películas con la posibilidad de espectar apenas dos a tres decenas. Una hermosa locura después de todo.

Y la vida real pasa a convertirse en algo maravilloso, donde todo está bien aún cuando nos toque ver pelis malas. Levantarse temprano y al rato estar sentado en una sala de cine es un placer indescriptible. Arrancar el día y terminarlo entre películas es deseable para cualquier mortal y mucho más para un cinéfilo. Irse a dormir, agotado por el ardor de la jornada y levantarse temprano y al rato estar en una sala de cine es un placer indescriptible. Como irse a dormir, agotado por el ardor de la jornada y levantarse temprano y al rato estar en una sala de cine.

Y hacemos colas sin protestar. Y las volvemos a hacer. Inventamos las leyes y las trampas. Nos ajustamos a las mismas o las violamos, pero siempre, siempre, al servicio de las películas. Vaya un ejemplo a modo de muestra: se me dieron varias ocasiones en las que una película terminaba y allí nomás, con cinco minutos de diferencia, comenzaba otra de mi elección. Las proyecciones se efectuaban en el segundo nivel de la cadena de cines de un centro comercial. La organización del Festival pretendía lo siguiente: vea usted su primera película, pongamos por caso, en la Sala 12. Luego, salga del área de cines y descienda a la planta baja del mall. Suba de nuevo, hagan que corten su ticket en el primer nivel, llegue al segundo y por fin ingrese a ver la segunda película en la Sala 11 (sí, justo al lado de la anterior). Por esta operación se le demandarán unos quince minutos, no más. Eso sí: perderá diez de la segunda obra. O no, ni se preocupe, porque no se permite el ingreso a las salas con la función comenzada… Pero, ¿acaso esta gente no piensa en que existimos los enajenados que somos capaces de ver dos películas sin solución de continuidad? En fin. Recurso cinéfilo al respecto (esta nota también es un servicio, no vayan a creer): salir de la Sala 12, ir a los sanitarios ubicados en la misma planta y dentro del área de salas, cortar uno mismo el ticket, volver por el pasillo a la Sala 11, medio pase en la mano, y al grito de “¡¡estaba en el baño, estaba en el baño!!”, entrar, sentarse y disfrutar. Sin culpa alguna, claro está.

Los Festivales también nos acercan la posibilidad de charlar con los realizadores, asistir a mesas redondas, leer nuevas publicaciones auspiciadas desde el propio evento, asistir a algunas funciones con amigos (aunque, no sé bien por qué, se imponen casi como un rito individual), etc. Eso sí, son tantas las películas y es el tiempo un bien tan escaso – al menos esa es la percepción – que difícilmente haya varias “programaciones personales” siquiera similares. Esto opera como en esos sitios de Internet donde se pueden personalizar ciertos seteos para obtener así, por ejemplo, el link “My Festival”. Cada uno anda por el BAFICI con su “my festival” a cuestas y todos creemos estar en el mismo lugar. Es tener cientos, miles de festivales dentro de un solo Festival.

En definitiva, los festivales son oasis cinéfilos imposibles de resistir. Claro que también están los problemas de organización, los malos públicos y las malas películas. Pero ya dijimos que de eso, al menos en esta nota, no se iba a hablar.

Abril 2008