24 noviembre 2006

No comerás palomas

Sebastián Russo*


Vi Vidas Secas. Vidas Secas, de Nelson Pereira Dos Santos. Película del 63, película enmarcada en el llamado Cinema Novo, en el también llamado Nuevo Cine Latinoamericano, en el también llamado cine político-revolucionario de los años 60. Demasiados motes, demasiadas condiciones que traman su avistaje. En fin, ví Vidas Secas. Y ví (se ven, explotan a la vista) vidas secas, las de los protagonistas, secas también (se ven) las tierras que caminan (la mítica aridez del Sertao, en el nordeste brasilero), secos los árboles, los animales. La sequedad avanza, y de lo material pasa a lo inmaterial. Estos seres, arrojados al polvo, a una naturaleza rarificada, escasamente se comunican, la sequedad avanza entre ellos, en ellos.

El agua es vida, no solo biológicamente hablando, sino en tanto metáfora. El agua fluye, o tiende a fluir, el agua estancada se pudre: otra forma de muerte. Sin agua, o con agua que no fluye, la muerte acecha. El fluir, el movimiento, como símbolo (y facticidad orgánica) de vida. Los personajes: una familia (solo entendida como tal por su canónica conformación: hombre, mujer, niños, perro) que fluye, que no puede dejar de hacerlo: el detenimiento, el no fluir, los condenaría a la muerte. El fluir los hace no muertos, pero el hambre los ubica en el límite de lo humano, de la cultura, de las formas. “El hambre del latinoamericano no es solamente un síntoma alarmante de la pobreza social, sino la ausencia de su sociedad”, escupía Glauber Rocha desde su Estética del Hambre. Y así, una paloma posada demasiado cerca se convierte en límite, transición. La mujer la atrapa de un manotazo, su instinto, su hambre puede más que su andamiaje social. Y ese acto funda un nuevo orden, un nuevo estado de cosas, una barrera se ha traspasado. La necesidad desafía a la norma.

De repente él consigue trabajo, y de repente (¿tan cerca estaba la vindicación digna?) todo cambia. Curiosamente, lo primero que hacen es vestirse, mostrando, evidenciando que esa ruptura de la norma social más elemental (No comerás palomas) pesaba, latía internamente insistente. Evidencia del peso de lo social, de su valor constitutivo, calificador, autocalificante, designador de pertenencias, del ser parte de un algo, del estar imbricado en una trama, siendo con/desde otros. El ser rebotando con su necesidad básica siempre insatisfecha: formar parte, hacer grupo (con la contrapartida trágica de un inevitable no llegar nunca a conformar dicho anhelado grupo: el núcleo deseo/imposibilidad, paradigma de la tragedia contemporánea).

Y tan de repente como vino, se fue. La ropa pareció ser la meta, el fin, y resultó ser un igualador, un mero objeto que nos lanza a la arena de lo social, donde fieras, bestias humanas (otra díada trágica constitutiva: lo bestial/lo humano, traducido en el civilización/barbarie de mucho pensador perezoso) están al acecho. Apelando a la discursividad contra hegemónica de los fervorosos 60, las fieras de Dos Santos están representadas, sintetizadas en policías. El Estado moderno ha delegado su fuerza represiva en la policía: condensación perfecta del aspecto corrupto, arbitrario, cruel, impune de sí mismo. Un acto fortuito (otro más, y es que lo fortuito del acto, del acontecimiento, de la situación, es lo que estructura, lo que constituye) lo lleva a la cárcel. Acto fortuito, miserable, injusto. ¿Pero cuál es la vara que mide? ¿Hay vara, hay medición, hay un tercero imparcial? La cínica burguesidad de la justeza, del castigo justo, de la imagen justa. A ello, Dos Santos impone el ateo credo godardiano, ofreciendo solamente (justamente) imágenes, las que emanan en su materialidad una violencia latente, no practicada, pero potencial, no ejercida por esa familia, pero que rebota pérfida en quien mira. “La más auténtica manifestación cultural del hambre es la violencia”, y es por su ausencia, por su relego a un continuar con el fluir, a un cíclico retorno a la sequedad del Sertao, del desierto mortuorio, que las palabras de Rocha vuelven e incidir, sintomáticamente hacia el final de la película de Dos Santos. El Sertao, la tierra seca, los animales muertos, y ese pequeño núcleo humano lanzado a la experiencia límite del vagabundeo manteniendo el hilo de vida, el hilo que une el hambre con la posibilidad de ser, con la opción de ser, antes que un nuevo manotazo desgarrador -rasgador de mallas ontológicas: del ser, de la trama social toda- encuentre a otra impávida paloma.

* Sebastián Russo es sociólogo (especializado en Sociología de la cultura) y está a cargo de la sección El túnel, dedicada al cine latinoamericano en Miradas de cine.

5 comentarios:

Liliana dijo...

Qué bueno tenerte nuevamente por acá, Sebastián.
Este texto está escrito en caliente, con la película encima, como si al escribirlo, quisieras deshacerte de ella. Este cine tiene esa cualidad de mostrarte imágenes terribles con una carga poética y un discurso contundente que no se sabe cómo digerirlas.
Parece que has encontrado un modo.
Me ha gustado mucho. Gracias.

Anónimo dijo...

Me gusta tu manera de escribir, gracias por tu reseña y espero seguir leyéndote.

Un saludo.

Anónimo dijo...

liliana... gracias por habilitar espacios de relfexión, creación... gracias por permitirme penetrarlos, y sí, no podría hacerlo de otra forma que con el mismo calor que emana el cine (algun cine) desde su fría pantalla... es en esta paradoja térmica en donde encuentro su inquietante y vital tensión... una relación tensional que permite pensar, que permite/posibilita vivir... marc, gracias por tus palabras... sebastian

Liliana dijo...

Este espacio existe gracias a todos ustedes.
Tus textos son profundos y hermosos. Me encanta leerte. Aquí hay un lugar para vos, cuando lo desees.
Un abrazo y, otra vez, gracias.

Anónimo dijo...

¿Pobreza o miseria?
¿Impotencia o derrotismo?
¿Por qué esas voces que hablaban por los miserables del tercer mundo se han acallado?