29 mayo 2007

El triunfo del kinetoscopio

Liliana Sáez


El 11 de mayo apareció el primer número de Cahiers du Cinéma España. En sus primeras páginas, Ángel Quintana sienta las bases de lo que será la crítica de cine para esa revista, y lo hace desde una mirada conciliadora con los profundos cambios que está sufriendo el cine, no tanto en su manera de hacerse, sino en su manera de consumirse.

Es cierto que los modos de ver una película han cambiado, y aunque también Quintana se refiere a que el cine mismo ha cambiado: la incursión del video, la revalorización de las imágenes defectuosas como factor estético o el manejo del tiempo no convencional..., yo creo que no es aquí donde radica la novedad. En cambio, sí existe en los aparatos técnicos utilizados por el cineasta, que obviamente inciden en el resultado de una película (la falta de grano en la fotografía, la movilidad de la cámara de video que es mucho más ligera que la cinematográfica, etc.), pero en esencia, creo que el cine sigue siendo cine.

Lo que sí comparto es que el cine, más que nunca, se está convirtiendo en una mercancía, en un objeto coleccionable, como dice Quintana en algún sitio, sin la intención de objetivarlo como cosa, aunque lo hace, yo creo que inconscientemente. Y también me parece que la cinefilia no echa de menos a Boggie, sino que aplaude y recibe con más que agrado esas obras que vienen de países remotos, desconocidos, y que plantean ritmos, historias y tiempos diferentes a los que estamos acostumbrados.

Acompaño a Quintana en la creencia de que la crítica debe seguir al cine, rescatando aquellas películas olvidadas, perdidas en la cantidad de cine chatarra que invade las multisalas o los hogares, para seguir haciendo lo que viene haciendo desde siempre: descubriendo obras, resistiendo (sí) y planteando discursos sobre el cine que permitan resguardar aquellos filmes que merecen perdurar.

Hay mucho para debatir, mucho para disentir y mucho para compartir... No puedo dejar de sentir nostalgia por el cinematógrafo, aquella experiencia de ver el cine en soledad, acompañada de otras soledades en la oscuridad de la sala, y cierta reticencia a adaptarme a visionar egoístamente, individualmente, a la manera del kinetoscopio, una obra en una pantalla que no ocupe toda mi atención.

A continuación, el texto, tal como apareció en Cahiers...



No sólo el cine cambia, la crítica también
Ángel Quintana

Los tiempos están cambiando. Constatarlo no implica nada nuevo, pero para cierta cinefilia dicha afirmación resulta terrorífica. Los cambios implican el fin de una cierta Arcadia a la que es imposible volver; y esta Arcadia ha sido el sustrato sentimental de toda una generación. Para algunos, la solución pasó por el laconismo, y entonces institucionalizaron los discursos sobre la muerte del cine. Llegaron a decidir incluso que en 1995, coincidiendo con su centenaria, debía celebrarse entierro. Sin embargo, el cadáver no apareció. En lugar de morir, el cine cambió de aspecto.

Desde entonces, la carrera ha sido acelerada. Las salas se han convertido en anexos de los supermercados. Las palomitas han pasado a ser más rentables que las entradas vendidas en taquilla. Los DVD han hecho de la película un objeto. La obsesión por verlo todo ha sido sustituida por la de tenerlo todo. El ámbito doméstico es un espacio de exhibición de alta fidelidad. Los ordenadores son la puerta de acceso a la nueva filmoteca ideal. Y el viejo kinetoscopio de Thomas A. Edison, que perdió la batalla frente al cinematógrafo de los Lumiѐre, ha acabado ganando la partida. Todos estamos más conectados a los kinetoscopios domésticos –ordenadores portátiles o home movies– que a los cinematógrafos, los cuales son incapaces de singularizarse entre las múltiples ofertas de los supermercados.

No sólo han cambiado los sistemas y las formas de ver cine, también lo han hecho ciertas formas de hacer cine, cuestionando algunas profecías anunciadas. El cine digital no ha servido únicamente para crear los mundos en los que Lara Croft acabará ganando el Oscar a la mejor actriz, sino también para aumentar el deseo de filmar las ruinas de nuestra civilización. La captura de las ruinas ha servido para constatar que el fin de la historia está lejano. El autor cinematográfico ya no es sólo el autor-simulacro que cotiza en el mercado de valores de la posmodernidad, gracias a su capacidad para crear brillantes envoltorios. Ahora se ha convertido en un artista multimediático, para quien hacer imágenes no sólo significa pensar en las salas, sino también en los espacios propios del arte como las galerías o los centros culturales. Por otra parte, la disolución de las fronteras entre los géneros ha acabado revalorizando la cuestión de la frontera que separa la ficción del documental y de la vanguardia. En el cine espectáculo, la narración clásica ha sido bombardeada por el retorno al cine de atracciones y, en el cine de autor, por la aparición de fórmulas conceptuales heredadas de la literatura y del teatro. El concepto de drama, perfectamente engarzado en las tradiciones procedentes del Actor’s Studio, ha empezado a ser socavado por unos personajes sin psicología que se han convertido en cuerpos que circulan o, simplemente, en rostros atónitos ante la caótica complejidad del presente.

Los cambios que atraviesa el cine son más que evidentes, pero todavía importantes sectores de la crítica parecen minimizarlos. Cada año, cuando los críticos de muchos grandes periódicos de todos los países se desplazan a los festivales, aspiran a encontrar esa película clásica inexistente y maldicen lo que ellos entienden como la lentitud o la extrañeza de muchas películas contemporáneas. ¿Por qué la crítica no quiere ser consciente de la mutación del cine? Sencillamente, porque prefiere soñar que cualquier tiempo pasado fue mejor, sin darse cuenta de que esa actitud les lleva a convertirse en especialistas en la pintura del renacimiento desterrados en una feria de arte contemporáneo. Del mismo modo que el crítico de arte no puede aplicar los criterios de centralidad y de orden en las obras actuales, el crítico de cine no puede buscar el relato cerrado, ni el drama tenso, en un cine que ha abierto el relato hacia la estética de la digresión y ha minimizado la dramaturgia.

En la mayoría de los debates sobre la función de la crítica llega un momento en el que, inevitablemente surge la cuestión del gusto. El crítico obligado a ver películas tailandesas e iraníes e las secciones oficiales de los festivales proclama su derecho a poder reivindicar su apego al humo de los cigarrillos de Humphrey Bogart. Cuando el gusto se convierte en el único criterio crítico, se debe tener en cuenta que el gusto también se educa.

Oscar Wilde escribió en un maravilloso texto titulado El crítico como artista que la función de la crítica consiste en actuar como conciencia del arte, porque sin crítica no habría arte. Siguiendo las líneas de su pensamiento, resulta evidente que al preguntarnos qué significa hoy hacer crítica de cine debemos ir más allá de una cierta idea de la crítica que ha quedado obsoleta. Si el cine cambia, sería absurdo pensar que la crítica no debe cambiar. Los instrumentos utilizados por cierta crítica han empezado a resultar inoperantes. Para comprender las transformaciones estéticas de algunas películas debemos ir más allá del propio territorio clásico de la cinefilia para dialogar con el mundo del arte, de la filosofía, de la literatura o del teatro contemporáneo. Lo que para la crítica de los años sesenta era una buena película quizás ya no lo es para la crítica actual, porque las condiciones de recepción se han transformado. Para llegar a ser la conciencia del cine de su presente, la crítica debe poner el cine de hoy en perspectiva con la estética de su presente.

¿Con qué instrumentos podemos valorar la importancia de una película como Inland Empire, de David Lynch? Si nos ponemos a pensarla a partir de los parámetros clásicos de que una buena película es una obra bien realizada, bien interpretada y bien narrada, haremos el ridículo. Inland Empire requiere ser pensada en función del arte contemporáneo, de las derivas de la imagen digital o de las nuevas formas de percepción del tiempo. Si no pensamos la película desde la radicalidad corremos el riesgo de rechazarla o de conformarnos, simplemente, en indicar que es fascinante y extraña, sin ir más allá de los objetivos más tópicos. Frente a un objeto como Inland Empire es preciso establecer un discurso, proponer un análisis y buscar una interpretación estética. Si no somos capaces de hacerlo, habremos fracasado.

Para las personas que nos hemos lanzado a la empresa de dar forma a la edición española de Cahiers du cinéma, la idea de que la crítica debe establecer una estrecha relación con los cambios del cine es fundamental. Queremos mirar el cine como un espacio de creación abierto a múltiples tendencias y a múltiples formas de circulación. No nos hallamos ante el final de una época, sino al inicio de un período extraordinario en el que escribir sobre cine es un modo de levantar acta de una de las más profundas y fascinantes mutaciones de la cultura contemporánea.

Escribir sobre cine implica partir de una consideración esencial: el cine ya no ocupa la centralidad del audiovisual contemporáneo. El desplazamiento que ha sufrido respecto a Internet o a la televisión le ha conferido una extraña posición de resistencia y experimentación. Este hecho le otorga más libertad para reformularse a sí mismo y para provocar un pensamiento fuerte sobre el mundo. El cine puede ser un instrumento de resistencia contra la globalización de las imágenes, contra su mercantilización y contra lo políticamente correcto. Para afianzarse como alteridad a los discursos oficiales, necesita el apoyo de una crítica radical, que esté dispuesta, si es necesario, a navegar contracorriente.

La tarea crítica no debe convertirnos ni en publicistas de los estrenos de la cartelera, ni en apóstoles de lo exótico. Muchas de las mejores películas no circulan por las salas, algunas se estrenan directamente en DVD y otras pasan por las galerías o centros culturales. La curiosidad nos debe llevar a buscar más allá de los circuitos establecidos. Pero no debemos actuar como simples buscadores de figuras extremas, prisioneros del afán de novedad. El cine no se reinventa a sí mismo desde la nada, sino que se transforma desde la seguridad que le infunden ciento doce años de historia. Walter Benjamin describió de forma alegórica su idea de historia tomando como pretexto el Angelus Novus, de Paul Klee. Cuando el ángel mira al pasado sólo ve ruinas de la barbarie, pero una fuerza lo impulsa hacia el futuro. Como el Angelus Novus, el crítico de cine debe saber observar los restos de su pasado mientras es lanzado al futuro por un fuerte viento huracanado llamado presente.

Cahiers du Cinéma España, número 1, mayo 2007, pp. 6-7.

21 mayo 2007

La vida de los otros (2)

Elena Castiñeira de Dios



La lectura de los comentarios sobre La vida de los otros me dejó un poco sorprendida. No eran los comentarios habituales de “Me gustó muchísimo” o “No me gustó”. ¿Por qué tanto desprecio por una película que arranca el aplauso espontáneo en los cines?

He oído las más diversas opiniones sobre la película, algunas muy ideologizadas, otras con una carga afectiva demasiado grande y otras centradas en el arte, en el efecto de catarsis del arte, en este caso, de la música como motor del cambio, algo así como que las manifestaciones del arte te hacen bueno, cosa absurda si las hay. La gran admiración que tenía Hitler por Wagner y por las obras maestras de la pintura son el ejemplo más grotesco de que la emoción estética que produce el arte no tiene nada que ver con la bondad. Tiene que ver con la felicidad que produce la belleza con mayúscula, no con la bondad, ni siquiera en minúscula.

A mí no me pareció que el aspecto ideológico fuera el más interesante, la ambientación en una dictadura en decadencia, como tantas en todas partes del mundo, del mismo signo o de signo contrario. Sí me atrajo ese hombre seco, estéril afectivamente, aislado, de pronto alterando su rutina profesional en la que no pone nada personal ni íntimo sino solamente una eficiencia en su tarea técnica. Me gusta pensar (y no soy nada ingenua), que tuvo una pequeña fuga, un breve momento en el que, por una fisura en sus controles, dejó escapar algo humano, producido por la vida de esa actriz que lo conmueve a tal punto, que comete la gaffe tremenda de acercarse a ella, de mostrar su cara. Él es su público y la admira; ella, cuando actúa, lo conmueve apenas, algo, poco, pero para él que está seco, es como un huracán incontenible.

Él no cambia, no “se vuelve bueno”. No. Sencillamente, hace un gesto diferente solamente en un momento. Después, sigue igual, impasible, inconmovible, llevando adelante otro trabajo con la misma eficiencia que el anterior. No elige dejar su tarea de espionaje, lo echan. En él nada se altera. Todo sigue igual.

Creo que lo que mueve a tantos comentarios apasionados es que horroriza poder aunque sólo sea, considerar, que un hombre con esas características, pueda sentir algo parecido a lo que sentiríamos nosotros. Nos calma, como plantea Foucault en “Vigilar y Castigar”, el poder colocar, encasillar, tanto a los malos como a los locos, en algún lugar cerrado; nos tranquiliza encerrarlos en un espacio alejado de nuestros espacios y así dejar en claro que somos diferentes. Hay lugares para los malos: las cárceles, por ende, si nosotros no estamos en las cárceles, somos los buenos. Nuestro Superyo, feliz y satisfecho. La culpa está en otros que no se nos parecen y, de paso, nosotros no tenemos ningún rasgo parecido a esos monstruos de la humanidad, pero ninguno ¿eh? Que quede claro.

Los mecanismos de identificación que se juegan en el cine, a veces, atentan contra nuestro equilibrio (¿precario?) mental. Cuando una película angustia mucho, cuando salimos del cine con un desasosiego inexplicable, en general, es porque no encontramos ningún punto de identificación en ninguno de los personajes con los que nos acabamos de topar y quedamos como suspendidos en una alteridad desesperante. Me acuerdo de Paris Trout que casi me liquida. Me dejó abismada por tres días y no encontraba el porqué. La historia no tenía nada que ver con mis fantasmas ni con mis dolores, con mi pasado ni con mi presente, con nada. Eso era: con nada. Ese espanto que produce lo inhumano, creo que es lo que tanto moviliza en esta película.

Lo que me pareció muy verídico es que la formación intelectual de los que se dedican a esa tarea insalubre para cualquier ser sensible, hace que graben horas y horas de estupideces. Cometo la infidencia de contar que una vez, un querido amigo, después de años de dictadura en nuestro país, me hizo llegar un informe sobre mí que había llegado a sus manos, que era delicioso: señalaban con fecha, día y hora, que se había visto mi automóvil (un Fiat 600 rotoso), estacionado a dos cuadras de la embajada rusa el día del aniversario de la revolución. Lo encantador es que allí, justo en esa puerta, vivía una de mis primas pero, en su bestialidad, el informe daba a entender otra cosa.

Ya les decía que nos calma mucho ser de los “vigilados” y no de los “vigiladores”, tener la confirmación de ser las víctimas y no los victimarios. Así somos los buenos y dormimos tranquilos.

17 mayo 2007

La vida de los otros

Los comentarios suscitados por Bucarest 12:08 le sugirieron a Marcela Barbaro compartir la nota escrita por ella en Subjetiva. Le agradecemos, tanto a Marcela como a la revista digital, el permiso para publicarla. Ahora sí está abierta la discusión, la polémica, la confrontación, de donde surgirán coincidencias o no... Bienvenidos.
LS

SONATA PARA UN HOMBRE BUENO
Das Leben Der Anderen- Alemania-2006.

Marcela Barbaro


La ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera llega a la pantalla grande y lo hace muy bien.

En 1984 Alemania estaba divida por un Muro que escindía las ideas y la libertad. En la República Democrática Alemana (lado oriental) gobernaba el Partido Socialista Único que apoyaba una concepción del mundo basado en las ideas del marxismo-leninismo; pensamiento esperanzador para un pueblo que deseaba un cambio. Pero eso fue sólo al principio, la deformación ideológica del partido y del poder derivaron en una forma de gobierno represivo e instigador, que desarrolló estrategias de espionaje para controlar a todos los ciudadanos. Quien se encargaba de erradicar toda individualidad era el Ministerio de Seguridad del Estado o STASI, lugar de detención e interrogatorios a muchos intelectuales o a quienes osaban asomar su nariz hacia el lado occidental.

La vida de los otros se desarrolla desde 1984 hasta la caída del muro de Berlín. Tras una larga investigación con material de archivo y la ayuda de las locaciones originales y de entrevistas con el capitán BERD Wiesler, miembro de la Stasi, se logró un guión que funciona como alegato de ese período.

La obra de teatro del famoso dramaturgo Georg Dreyman (Sebastián Koch) está en cartel. La actriz principal es Christa-María Sieland (Martina Gedeck), su amante. Dreyman está en la mira del gobierno y comienzan a investigarlo. La operación está bajo el mando del coronel Antón Grubitz (Ulrich Tukur), ansioso por pertenecer a los círculos más altos del Partido. El trabajo minucioso de escucha transcripto a reportes diarios queda en manos del capitán Gerd Wiesler (Ulrich Müne), un hombre solitario, sin otra vida más que estar al servicio del partido. Dicha misión, lo lleva a descubrir la vida del dramaturgo, su pensamiento, sus pasiones, sus amistades, su música. Un mundo que comenzó a seducirlo y a sensibilizarlo y que, desde cualquier lugar, sería opuesto al suyo. El debate entre el deber ser y el ser lo que se desea comenzará a invadir el interior de Wiesler.

¿Qué sucede cuando la flexibilidad y la tolerancia aparecen dentro de un sistema que dejó de contemplarlas? ¿Cuál es el precio de sostener un compromiso ideológico cuando la libertad individual depende de la libertad de otros? Preguntas que surgen de una historia que se abre, dialoga y se expone. Cuestiones, que llevarán a plantear la autenticidad del arte cuando, ésta, se acuesta con el sistema.

Con La vida de los otros, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera, el alemán Florian Henckel Von Donnersmarck hace su debut en el largometraje y lo hace muy bien. Su solvencia como director y guionista la despliega en un relato fluido e intenso que, a pesar de una extensión de más de dos horas y de algunas instancias predecibles, no decae ni se empaña. Una obra sólida, con la cual quisiera seguir dialogando.

13 mayo 2007

A pesar de todo, la vida

Omar Ayyashi es un español, nacido en Valladolid, que vive desde siempre en Bilbao, aunque ha pasado largas temporadas en Madrid y en Barcelona para estudiar lo que más le gusta: la fotografía.

Después de haber trabajado entre modelos y diseñadores, encontró una veta creativa en la injusticia social que se vive en algunos rincones del mundo. Su obra gráfica es impresionante, por lo que retrata, pero también por lo que propone.

En esta pequeña galería vemos distintas imágenes que han sido tomadas muy cerca de la enfermedad y de la muerte, en África (fotos 1 y 2) y en América (fotos 3 y 4). Sin embargo, el valor más alto de Ayyashi es que, también a través de la fotografía, se atreve a plantear una esperanza (fotos 5 y 6).

LS


1- El parto (La vida)
Gelcia vive con VIH. El bebé que acaba de nacer, también. Ahora no tiene fuerzas para volver a casa. Sólo puede esperar a recuperarlas. Maternidad. Hospital de Maganza. Maganja Da Costa. © Omar Ayyashi


2- El camino (La escuela)
Muchos niños dejan de ir a la escuela para cuidar de sus padres con sida, o porque ellos mismos padecen la enfermedad. Muchos de los profesores dejan sus trabajos por la misma razón y no hay recursos que hagan posible su sustitución. Quelimane. Capital de la Región de Zambézia. Mozambique. © Omar Ayyashi



3- La vergüenza
Las mujeres son doblemente vulnerables al VIH/SIDA. Tanto biológica como socialmente. Por la estructura de las sociedades no tienen la misma habilidad o capacidad para tomar decisiones o negociar las relaciones sexuales. Su propia comunidad las estigmatiza. Comunidades Garífunas. San Juan. La Paz. Honduras. © Omar Ayyashi


4- Los Garífunas
Comunidades negras estigmatizadas por su piel y que ahora cargan con otro estigma, el SIDA. Descendientes de esclavos africanos que los norteamericanos transportaron. Huyeron y terminaron refugiándose en estas tierras. Desplazarse por medicamentos significa dos días de carretera compartiendo camión con otros muchos que también intentan acortar distancias. Y quizá el Centro de Salud más cercano no tenga el material ni la capacidad para seguir el tratamiento. Ayuda en Acción desarrolla un trabajo de prevención con programas de salud sexual reproductiva, derechos sexuales reproductivos y derechos humanos, con énfasis en la prevención de las enfermedades de transmisión sexual y el VIH/SIDA. Comunidades de población Garífuna. Trujillo y Tela. Honduras. © Omar Ayyashi


5- El milagro (La oportunidad)
Porque siempre hay un instante en el que la vida de otros está en tus manos. Poblado de Muhaniwa. Camino de Namarroi a Pebane. Región de Zambézia. Mozambique. © Omar Ayyashi


6- La enseñanza (La clave)
Formarse es conquistar la libertad que la miseria se lleva por delante. La oportunidad de retomar tu vida. La única vía. Silvestre. 8 años. Nhongonhane. Distrito de Marracuene. Mozambique. © Omar Ayyashi

07 mayo 2007

Bucarest 12:08

Elena Castiñeira de Dios


El 22 de diciembre de 1989, el presidente Ceaucescu y su esposa se asomaron al balcón de la sede del Comité Central, dispuestos, como siempre, a recibir el aplauso del pueblo reunido en la plaza. Con asombro, el presidente comenzó a escuchar los abucheos, los gritos, los reclamos. Entró rápidamente y, seguramente por no haber creído lo que estaba pasando, pensando que era una pesadilla, volvió a asomarse. La gritería no cesaba. A los pocos minutos, las personas que inundaban la plaza vieron partir el helicóptero que llevaba al mandatario y perderse en el cielo. Allí comenzó la revolución.

Aparentemente, no fue lo que se dice una revolución del pueblo sino más bien una destitución de la dictadura por el hartazgo del Ejército y de algún grupo interno del PCR que había decidido que Ceacescu había llegado a su fin.

El joven director Corneliu Porumboiu recreó el aniversario de la caída de Ceaucescu y su dictadura stalinista, por definirla de alguna manera, con su film Bucarest 12:08, recientemente exhibido en el marco del Bafici y premiado con la Cámara de Oro que se le otorga al mejor director debutante en el Festival de Cannes.

La película comienza con la presentación de cada personaje, todos ellos en sus departamentos de monoblocks, grises, miserables, estrechos hasta la asfixia, en el marco de una ciudad semiderruida, sucia, vacía de personas en las calles heladas embarradas por la nieve derretida, con el paisaje de los Dacia abandonados. Un programa de televisión pretende rememorar ese heroico día, hace 16 años, contando con la presencia de dos testigos y del conductor, dueño él del canal de televisión. El lei motiv de la transmisión es ¿Hubo o no hubo una revolución el 22 de diciembre de 1989?, pregunta que deben contestar los panelistas y los televidentes que al mejor estilo de nuestros canales, llaman por teléfono para expresar sus opiniones.

Todo esto trascurre en un pueblito cercano a Bucarest en donde todos se conocen.

Los invitados son Piscocil, un hombre ya mayor, jubilado, que solía trabajar de Papá Noel para las Navidades y Mamescu, un profesor de Historia, borracho consuetudinario, cargado de deudas que contrae en sus incursiones a un bar en la esquina de la plaza central del lugar. El conductor, hace citas culturales para darle nivel a su programa.

La cámara fija en todos los planos y casi siempre con el encuadre defectuoso, los llamados telefónicos desmintiendo al panelista que se atribuye parte de la acción revolucionaria, la desesperación del conductor por confirmar algo glorioso para rememorar, el ex Papá Noel, un actor de raza, que dice que la revolución es como la electricidad que va prendiendo las luces primero en el centro de la ciudad y después recién, se propaga a las afueras, hacen de este film una tragicomedia fresca, por momentos hilarante, con cierto humor absurdo y con una dosis importante de fatalismo.

Los recuerdos de todos están deformados por el tiempo, no se ven los héroes que se buscaban, la mayoría había salido a la plaza después de asegurarse del triunfo de la revolución y los opresores del gobierno de Ceaucescu, son ahora los dueños de las fábricas del nuevo sistema capitalista, marco de la miseria que rodea a los protagonistas.

La mirada profundamente humana del director sobre los acontecimientos hace que Bucarest 12:08 sea un soplo agridulce en nuestros corazones.

Hace algunos años, creo que en el 2003, pudimos ver en Buenos Aires Videograma de una revolución del director alemán Faroki. Era un film armado con videos caseros y emisiones de la T.V. de los días de la caída de Ceaucescu. El embajador rumano en la Argentina, en declaraciones posteriores a la proyección, dijo que sólo en Bucarest la gente había salido a la calle para repudiar al dictador. En el resto del país, todos se habían quedado en sus casas.

03 mayo 2007

Citizen Kane 2007

Raúl Bellomusto


¿Qué se podría agregar a todo aquello que ya fuera dicho acerca de Citizen Kane? Se sabe perfectamente que se ha escrito una incalculable cantidad de textos acerca de la obra de Welles en general y de esta película en particular. El pobre Charles Foster Kane ha sido sometido a infinitos análisis críticos, definiciones axiológicas, paralelos filosóficos y demás yerbas del pensamiento. ¿Qué podría, ciertamente, sumarse, sin caer en repeticiones o formalismos? Nada prácticamente. Pues… ¿habría de sorprender a alguien, todavía, esta astilla de oro enclavada en la historia del cine?

Debo confesar que he malgastado mucho tiempo en los cabildeos del primer párrafo, teniendo ante mis narices la llave de todas las respuestas: ¿qué le pasaría hoy, en el año 2007, a alguien que no ha visto la película si lo sometemos a la experiencia de espectarla? ¿Qué sentiría un público actual con lo que Welles pergeñó en 1941?

Otrosí digo, debo confesar que planteado todo como fuera dicho suena más a experimento científico que a ejercitación para el alma (¿qué otra cosa es, al fin y al cabo, ver películas?). Por eso opté por tratar de resolver mi dilema desde un costado más sencillo y ver entonces la película con amigos que aún no la hubiesen visto. Cortito y al pie, como decimos los futboleros.

A la infinidad de obviedades que pueden surgir del planteo teórico de una situación semejante (“es una gran película”, “está en todas las listas de las mejores de todos los tiempos”, “pensemos que fue el debut de Welles con 25 años de edad”, etc., etc., etc.), agregué, no por redundante menos obvia, la siguiente frase: “¡No podés no haber visto El Ciudadano con lo que a vos te gusta el cine!”

El caso es que la experiencia finalmente se realizó, un par de semanas atrás, en casa. No está de más aclarar que mi propia mujer no había visto la peli a pesar de reposar (la peli, no mi esposa) en una excelente edición en DVD en las estanterías cinéfilas de nuestro living. Digo… estaba experimentando hasta con mi esposa, por eso creo que no sobra el comentario. Tantas veces le había hablado de esta obra y recién ahora, experiencia colectiva mediante, Silvia la iba a ver. Para mí no era un tema menor, disculpe el Lector poco afecto a la vida privada de los escribas.

Finalmente, en tren de exponer todas las confesiones que me sean posibles, confieso –como agregado confeso a las confesiones que ya hice hasta acá- que no sé si realmente esperaba mucho, siendo que no sé si esperaba algo de toda esta práctica.

Pero sucedió un pequeño milagro, una cuestión irrepetible, una tremenda afirmación. Acto seguido al profundo silencio que acompañó a toda la “proyección”, cuando finalmente supimos (yo, una bendita vez más) qué cosa era “Rosebud”, se produjo un espontáneo, cerrado, entusiasta y colectivo aplauso. Tómese debida nota: en la modesta intimidad de un departamento del barrio de Congreso, en la sureña Buenos Aires, un anónimo grupito de amigos aplaudía, desde el alma, a El Ciudadano.

¿Qué se puede agregar a todo aquello que ya fuera dicho acerca de Citizen Kane? Quizás esta pequeña anécdota. Quizás un nunca de más: “¡Gracias, Orson!”.