04 abril 2014

Lo que queda de la guerra

Liliana Sáez


Las noticias del último mes remiten al posible enfrentamiento en dos lugares del mundo occidental. Por un lado, en Venezuela la Oposición y el Gobierno se enfrentan diariamente en una lucha que va teniendo visos de guerra civil. En el otro extremo, Rusia se anexa Crimea y pone a punto de hervor sus relaciones frente a Europa, en una movida de piezas que bien podría desatar una guerra de grandes proporciones.

El frágil equilibrio occidental nos inquieta sobremanera. Porque hay memoria. Y porque aún sufrimos las consecuencias de guerras tan inoportunas e injustas como las que trataré en este espacio, que no pretende ser un tratado bélico, sino apenas una pequeña reflexión sobre cómo el cine, a través de unas pocas películas, elegidas con la carga de subjetividad que eso trae consigo, muestra sobre los efectos de la guerra. Son pequeñas obras cuyas historias me han conmovido en el momento en que las he visto, de tal manera, que para escribir este texto han aparecido en mi memoria al instante. Sin pretender buscar ni ahondar más allá de una filmografía extensísima sobre el tema, he preferido quedarme con estas resonancias para expresarme sobre lo que para mí es la guerra. No es el enfrentamiento en sí, con su armamento y vidas perdidas… sino lo residual que queda de ella, las cicatrices profundas que no cierran jamás.

El único rigor que me permitiré será el cronológico, porque creo que cada una de estas guerras no es inocente con respecto a la que le sigue. Todas obedecen a la ambición de grandes potencias por dominar el mundo, con sus respectivas ideologías, y en eso estamos desde los inicios de la Humanidad. Como es imposible cubrir el trayecto histórico de los múltiples enfrentamientos, elegiré para iniciar mi ruta un punto a medio camino entre las dos grandes conflagraciones mundiales y más cercano a nuestras vivencias.

Entre 1936 y 1939, España se desangró en una guerra civil que dividía la contienda entre falangistas y republicanos, desencadenando conflictos ideológicos, sociales y políticos, y que dio fin al gobierno de la Segunda República española, con la victoria de los fascistas, a la orden de Francisco Franco. Si bien la contienda duró tres años, sus efectos se hicieron sentir hasta 1975, año en que murió el Generalísimo, que sostuvo al país bajo una dictadura que lo sumió en el atraso con respecto al resto de Europa e instaló el reino del terror entre quienes permanecieron en el país y el ostracismo para quienes pudieron huir. Aún hoy se debate en España la necesidad de investigar las desapariciones cometidas entonces, que involucran fosas colectivas y apropiación de menores. Unos quieren instalar un manto de olvido sobre aquella época, mientras que otros claman por la verdad.

De la etapa final del franquismo datan dos de las películas más hermosas y conmovedoras. Ambas tratan sobre la vida en pueblos españoles, donde sus personajes sufren o han sufrido las consecuencias de la guerra, pero no directamente, sino que en sus cotidianidades la guerra, o lo que ha quedado de ella, sobrevuela sus existencias con un halo de misteriosa y espantosa presencia. En El espíritu de la colmena (1973), Víctor Erice nos narra la infancia Ana e Isabel. La acción transcurre en la meseta castellana, a poco de finalizar la Guerra Civil, donde la vida se desarrolla bajo la presencia de los fantasmas que ha dejado la Falange. El monstruo del cine (Frankenstein) se corporiza cual metáfora de la situación política de España. Bajo una apariencia amigable, la brutalidad de su esencia pone en peligro la fragilidad de la vida humana. En cambio, en La prima Angélica (1973), Carlos Saura es más literal, pero logra pasar el veto de la censura, y nos cuenta la historia de Luis, que trae a su memoria escenas de su adolescencia, en una vuelta al pasado para tratar de comprender aquellas situaciones que para él eran entonces una incógnita. Luis ha quedado marcado por aquellos años en que vivía en la casa de la familia materna, de claro corte patriarcal, donde sus integrantes se repartían los roles de la religión (una tía monja que se nos aparece como una pesadilla con la boca cerrada con candado), el ejército (su tío falangista), la educación impartida a través del rigor, y el amor, con una fuerte carga de represión. Represión que viene dada por su situación y la de Angélica (sus padres pertenecen a dos ideologías encontradas) y por la religión, que impone ese manto hipócrita de puritanismo a una relación amorosa. Una cadena de situaciones que ha dejado a Luis adulto viviendo una existencia vacía de contenido y a Angélica, una vida anodina. Tanto Saura como Erice componen dos obras de alto contenido poético, donde es necesario leer entrelíneas para tratar de encontrar la sustancia antifascista de sus filmes. Es que era un buen recurso para burlar a la censura y poder hablar de las preocupaciones que vivía gran parte de los españoles como producto de una guerra fratricida que los había dividido de una manera infame y cruel.

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