13 mayo 2018

The Great Buddha+ (Hsin-yao Huan, Taiwán, 2017)

Liliana Sáez



De día, Pepino toca en la banda del pueblo y Ombligo recoge basura reciclable. Son amigos, aunque no sepan mucho uno del otro, pero suelen pasar en largos silencios gran parte de la noche en la cabina de seguridad, donde Pepino trabaja como guardia de un importante fabricante de estatuas de Buda. Como las largas horas nocturnas se hacen tediosas, se entretienen mirando las imágenes grabadas por la cámara del auto del empresario.
Hsin-yao Huan viene de una trayectoria como documentalista. The Great Buddha+comenzó como un corto y luego fue extendida a esta versión que trata sobre la amistad, las clases marginadas de la sociedad, la corrupción política, el ocio de los poderosos, el vouyerismo, el amor, la fidelidad y el crimen.
Pepino y Ombligo, junto a Manzana Dulce y Maní, conforman un grupo variopinto, tratado con gran ternura por apenas unas pinceladas del guionista (el que busca un charco de agua para bañarse como sea cada día, el que ha construido con los desechos un hogar ordenado y limpio, el que revisa las revistas pornográficas que le trae el amigo, mientras nota que están pegajosas, el que atiende un quiosco pero está siempre disponible para lo que haga falta…) que los define a través de sus obsesiones y costumbres en el extremo más débil de la sociedad. Como contrapartida vemos a políticos y empresarios haciendo sus negocios. Ambos estratos toman contacto a través de la cámara del automóvil que revisan en esas largas noches. Pepino y Ombligo admiran al empresario debido a su éxito con las mujeres. Hsin-yao Huan nos ofrece, a través del voyeurismo de estos seres, una metahistoria. La del empresario y una mujer despechada, que será la justificación del comienzo y final del relato. Una película dentro de otra película: La primera es una historia contada desde los diálogos, mientras vemos el paisaje que recorre el vehículo, o lo que sucede frente a los faros que iluminan su final. Para el desenlace de la segunda, habrá que estar muy atentos porque no es visible, aunque sí contundente.
Rodada en blanco y negro, este filme podría haber obtenido algún reconocimiento en el certamen. Su propuesta escamotea información, incluyendo al espectador como un personaje más que va cerrando la historia. La única nota de color la da la cámara del auto, que refuerza la idea de una ficción dentro de otra y un mundo más adinerado frente a la rutina gris que viven cotidianamente sus protagonistas. 

12 mayo 2018

Una Storia Volatile (Carla Vestroni, Italia, 2017)

Liliana Sáez


La voz de Carla Vestroni se oye en off por momentos durante los 44 minutos que dura este mediometraje. La cámara, asomada a una ventana de un piso alto, muestra los tejados y, atrás, la silueta del monasterio recortado tras los distintos ropajes que se pondrá el cielo durante el transcurso de los días y las estaciones de todo un año. La motivación de este ejercicio lo produce el descubrimiento de que, en el tejado, frente a su ventana, una gaviota ha dado a luz a tres pichones. Desde entonces se plantea irlos grabando hasta su emancipación. La cámara no se queda en la graciosa figura de las aves bajo el tiempo inclemente del invierno o la primavera, va ampliando su mirada hacia la terraza donde se reúnen las monjas a almorzar y a conversar. Sólo vemos parte de su falda y sus piernas, el descanso de una de ellas cuando se saca el zapato. La mirada es limitada… y a la vez, amplia. Se expande por los tejados, hasta alcanzar la silueta de un monumento que se recorta contra el cielo durante el amanecer o por la noche contra las luces de la ciudad. Están representados Cristo y sus apóstoles en un peregrinar. Es parte del monasterio que cobija a las monjas.
La cámara vuelve reiteradamente sobre estos sujetos. Las gaviotas: los pichones esperan que los alimente su madre, comienzan a desplegar sus alas, vuelan bajo, se alejan y esperan el rescate, vuelan… cada avance de las pequeñas aves nos tiene en vilo. Las tardes de las monjas en la terraza solo nos muestran una manzana de merienda sobre la falda. Esperamos descubrir lo que el ojo de la directora retrata. Y la mole con los peregrinos detrás siempre está presente, es omnisciente, aunque cada vez se muestre diferente por los cambios de la luz del día.
Acompaña este ejercicio vouyerista la música de Robert Wyatt y los diálogos en off de los amigos de la directora. Las palabras de Vestroni concluyen con una pregunta: ¿la historia será cíclica? Hermosa propuesta formal, sencilla, pero elegante, que a través de lo poco o mucho que se pueda ver desde el rectángulo de la ventana nos habla de su amor por Roma. 

The Rider (Chloé Zhao, EUA, 2017)

Liliana Sáez



Presentada fuera de competencia en el Bafici, narra la historia de Brady, un vaquero que ha sufrido una caída durante un rodeo, ocasionándole una profunda herida en la cabeza. Rodada en Dakota del Sur, relata con cierta morosidad los sueños frustrados de este hombre joven que había puesto toda su pasión en la doma de caballos. Lo más llamativo de la historia es que está basada en hechos reales sucedidos a sus protagonistas. Así que podría decirse que estamos ante –permítaseme la contradicción– una ficción filmada documentalmente, ya que los intérpretes actúan su propia historia de manera ficticia.
Brady tiene realmente la cabeza herida, sus compañeros de ruedo están tan ansiosos como él de que vuelva, su padre y su médico tratan de contenerlo, su hermana autista es su gran compañera, pero el único que realmente lo convence de buscar alternativas que sacien su deseo de educar a los caballos sin arriesgar la vida es su amigo que ha sufrido un accidente cerebral y está más limitado que él.
Largas planicies, horizontes amplios y la silueta del caballo colaboran con el tono de western que tiene The RiderEn un ambiente tan rústico no hay mucho más para hacer. Así que una escena en el supermercado, donde Brady trabaja, mientras se recupera, nos indica que no es el sitio adecuado para él. Otra escena, en un corral, donde Brady doma un caballo con palabras suaves, gestos con las manos y mucho conocimiento del animal, abre la esperanza de un futuro posible. Es una escena bellamente coreografiada, donde danzan en una paciente instrucción el domador y el potro salvaje.
Hay delicadeza en la cámara de Zhao, una mirada femenina a un mundo tan viril. Por eso mismo debe ser que muestra sin amaneramientos ni rispideces la traumática labor de conciencia de Brady ante el peligro y su definitiva pasión. Trazos detallistas en un western, la aniquilación de la voluntad de un padre ebrio y la suave presencia de la hermana autista; el valor que le imprimen sus colegas y la resignación ante la realidad del amigo herido para siempre… todo suma, aunque al filme le falte algo de cohesión en la narración y, quizá, menos timidez en sus protagonistas. 

The Image You Missed (Donal Foreman, Irlanda / Francia / EUA, 2018)

Liliana Sáez


Documental autobiográfico, en el que el director hurga en el pasado de su padre muerto, también documentalista, a través del material heredado. Solo que no se trata de un cineasta cualquiera, sino del director estadounidense Arthur MacCaig, quien registró las imágenes más crudas y violentas del conflicto en Irlanda del Norte, identificándose políticamente con el IRA. Acreedor del premio a la Mejor Película de la Competencia Vanguardia y Género.
Foreman ha tenido muy poco contacto con su padre, pero a lo largo de su relato establece contacto y diferencias con su obra. Contacto, porque halla puntos de unión en el material encontrado, como por ejemplo, imágenes de su madre muy joven esgrimiendo una cámara fotográfica, pasión que perdurará en el tiempo y formará parte de su profesión y herencia. Diferencias, porque hoy es difícil comprender los argumentos de violencia armada para imponer criterios de libertad y paz, aunque en los años en que transcurrió este conflicto era pan de todos los días y aupada por los intelectuales más progresistas.
El documental tiene una gran carga sentimental para los más adultos, que vivieron la época y supieron lo que costó que Irlanda encontrara la paz, a través de imágenes conocidas y mostradas con el trasfondo personal de MacCaig. Para los más jóvenes, Foreman abre una puerta para tratar de acercarse a aquella época y a un idealismo extremo que ha sido vencido más allá de las fronteras en las que transcurre la acción de su documental.
Los planteamientos de Foreman frente al cine de su padre no son solo ideológicos, sino también formales. Pero es más potente la confrontación de las ideas pacifistas actuales con la belicosidad con que los jóvenes de otra época trataban de conseguir lo mismo que el ser humano siempre añoró.

06 mayo 2018

Pig (Khook, Mani Haghighi, Irán, 2018)

Liliana Sáez



Desde hace ya varios años, la industria cinematográfica iraní ha sido víctima de la censura y la persecución. Mani Haghighi retrata ese estado de ánimo cultural en su largometraje Pig en un tono de comedia negra.
Hassan, un director de cine censurado asiste con poca resignación y gran desesperación a la infidelidad de su actriz fetiche que, cansada de esperar por su próxima película, se pasa a las huestes del gran rival del cineasta. Mientras, la industria se ve diezmada de sus principales directores, que van siendo decapitados uno a uno por un asesino serial. Hassan, en su eterno lamento por la falta de posibilidades de rodar, por la deserción de su musa, está más preocupado de por qué no encabeza él la lista de asesinatos.
La comedia permite desvelar las relaciones del artista con su desopilante madre y su hija comprensiva, con sus mujeres (la esposa, la amante y la actriz predilecta), con su gran e incondicional amigo, con su eterno rival, con la implacable policía e, incluso, con el asesino… todo, a partir de un malhumor constante que no opaca los altos niveles de egolatría y autocompasión del personaje.
La gracia de la película funciona sobre todo con esa desesperación de Hassan por pertenecer a la lista de asesinados y cómo operan las redes sociales en su contra o a su favor, pero la historia insólita y la estética bizarra del filme la baja unos cuantos escalones de cualquier predilección.

Milla (Valerie Massadian, Francia / Portugal, 2017)

Liliana Sáez



Largamente esperada, llegó esta película de la directora de Nana, vista en Bafici 2012. El tono que Massadian le imprime a sus historias conmueve por las situaciones en que coloca a sus personajes, ubicados en espacios a los que dota de cierto aire fantástico. Así era el bosque y la cabaña que la niña habitaba junto a su madre en Nana. Así comienza Milla, con la imagen, detrás de un vidrio empañado, de una pareja cobijada bajo una manta roja, mientras a lo lejos se desdibuja un paisaje con árboles. Corte de plano y vemos a Milla y a Leo dentro de un auto abandonado. No están en el bosque, aunque hayamos escuchado trinos de pájaros, sino en un acantilado frente al mar, en la costa francesa del Canal de la Mancha. Hace frío y no es temporada de turistas. Los jóvenes son apenas adolescentes y futuros padres. Están solos y buscan dónde refugiarse. Ocupan una casa deshabitada y allí arman su nido. De pronto, han dejado de ser niños y la madurez golpea la puerta de sus responsabilidades.
Es una película triste, melancólica, con una historia que se desarrolla en un paisaje frío, donde la soledad se exacerba. La chica prepara su hogar, en un ambiente cálido, dado por el rojo de la manta que los abriga desde el comienzo y la luz del sol que pasa tras las ventanas. Mientras tanto, Leo busca trabajo como pescador. Las imágenes en el barco pesquero combinan el amarillo de los pilotos con el negro del mar por la noche. Durante una crucial tormenta, Massadian juega con planos de un mar embravecido, en el que la espuma hace juego con el plateado de los peces que caen violentamente de las redes. Metáfora y elipsis.
La vida de Milla cambia de la noche a la mañana y debe salir a buscar trabajo. Una pieza musical funciona como interludio. Es un corte rotundo que nos saca de la historia como saca a Milla de la adolescencia. La chica se desplaza por espacios de colores fríos y establece amistades mientras espera a su hijo. Cuando este llega, comienza la tercera parte de la película, que es una lección de supervivencia bellamente contada y con un trasfondo que deja huella en el espectador.

Inferninho (Guto Parente y Pedro Diógenes, Brasil, 2018)

Liliana Sáez



Presentada en el Bafici como emparentada al cine de Fassbinder, la película de Parente y Diógenes tiene más coincidencias con el cine de Arturo Ripstein. Los mismos ambientes opresivos, los personajes marginales y bizarros, el tono del melodrama… La barra del bar donde se acoda la dueña del lugar, Deusimar, y la presencia seductora del marinero Jarbas, que la seduce, ocupan el centro de la narración. Alrededor pululan unos seres que forman parte de una tribu más cercana al circo que al bar. Son personajes esbozados, con sus propios problemas que apenas podemos soslayar. La ausencia de clientes y la condena al desalojo empujan a Deusimar a tomar una decisión que cambiará la vida de todos sus integrantes. La única locación es el interior del bar, con sus luces agónicas y los colores fuertes desteñidos, que parecen querer representar un ambiente claustrofóbico del cual no hay salida. El único respiro viene dado por una excursión de Deusimar en un mundo, literalmente, de postales turísticas, mientras en su ausencia se gesta una posible solución al imperativo de bandas mafiosas. Inferninho no es otra cosa que eso, un pequeño Infierno, con seres desahuciados que quieren llegar al Cielo. Es un guion endeble, que se limita a mostrar la comunidad que habita el bar más que las situaciones que los unen y dividen. Es una película menor. 

05 mayo 2018

Te quiero tanto que no sé (Lautaro García Candela, Argentina, 2018)

Liliana Sáez



En el cajón de sastre que es la sección Vanguardia y Género, explican los organizadores de Bafici que allí va también lo inclasificable. Y como todas las secciones, esta también tuvo su buena dosis (demasiado, a veces) de cine local. Hay que decirle a Lautaro García que después de After Hours (Martin Scorsese, 1985), hacer una película como Te quiero tanto que no sé es toda una osadía. Y si bien la osadía es un excelente ingrediente para romper esquemas, este no es el caso.
Es de noche y el adolescente Francisco desea encontrarse con Paula, pero no se anima a llamarla. Al salir de casa, se sucederán una serie de eventos que lo distraerán de su objetivo (la ayuda al hermano, la visita guiada por la Manzana de las Luces, el picadito de fútbol, la reparación del auto, la fiesta…). Pequeños sketches hilvanados por canciones que interpreta un desafinado cantante.
Todo para contar lo desorientados que están los jóvenes (como si fuera una noticia nueva) y lo ¿impredecibles? que son. Una película menor (al punto de incluir groseros carteles que sugieren canje publicitario con la productora) y bastante aburrida, de las que más daño le hacen al prestigio del Festival.

Song of Granite (Pat Collins, Irlanda / Canadá, 2017)

Liliana Sáez



La vida de Joe Heaney ha sido motivo inspirador para Pat Collins, que ha logrado una narración sensible, algo extraviada, para contarnos su trayectoria. Rodada en blanco y negro, la historia transcurre desde la infancia en la aldea natal, donde aprende de su padre a entonar Sean nós, canciones populares irlandesas, cantadas a capella y que narran historias del pueblo. Generalmente, son los hombres los que las entonan y la gracia consiste en narrar brevemente la historia que van a cantar, pero sin repetir las frases utilizadas en la canción.
Son canciones de trabajo y de reunión en comunidad. En la zona rocosa donde nació Heaney, el trabajo es duro durante la larga jornada, donde los hombres construyen muros de granito y pescan en el río para llevar alimento al hogar. El niño lleva una existencia solitaria, donde recorre los valles y las playas, buscando guijarros que la cámara se ocupa en destacar, en planos que sugieren texturas rústicas de la localidad. Las casas son de piedra, con puertas y ventanas abiertas a la inmensidad del paisaje. La etapa de la infancia es la más extensa de la película y nos sirve para comprender las costumbres que formaron parte de la educación del cantante. En las reuniones por las noches, junto al fogón, los hombres compiten cantando historias sencillas, pero a cuál más original.
El personaje de Heaney es interpretado, en la película de Collins, por tres actores diferentes. Tan diferentes que cuesta relacionarlos cuando aparecen en la pantalla. Imágenes del propio Heaney en Glasgow y Londres son intercaladas con imágenes de archivo donde vemos a mineros trabajando o a gente deambulando por la ciudad, mientras nos vamos enterando, sin relevancia, que el cantante ha abandonado a su esposa e hijos y que está triunfando en festivales musicales con su arte.
La narración, aparentemente irregular, da cuenta de la vida inestable del artista. Nos quedamos con un par de escenas que valen por sí solas, y que nos permiten olvidarnos de la obvia metáfora del hombre tocando una columna de mármol o de piedra, en más de una oportunidad, para demostrar que extraña a su tierra. La primera es de la niñez, donde en plano general vemos la casa natal. El muro se extiende a lo largo del plano, pero un par de puertas descubiertas permiten ven al fondo, en profundidad de campo, desde donde el niño se acerca, y se coloca junto a las mujeres, observando al padre, que entona una canción, mientras es grabado con un dispositivo primitivo. La segunda, en una escena dentro de un pub, donde se congregan los jóvenes, entre ellos Heaney, y una hermosa joven entona con gran emotividad “The Gallway Shawl”.
La última parte del filme transcurre en Estados Unidos, donde recuerda momentos no tan buenos y otros exitosos (debido a la amplitud de su repertorio, ya que recuerda unas 500 canciones de su tierra) y en la que devela algunos de sus muchos enigmas.
Formalmente, se trata de un texto con grandes fisuras de sintaxis, pero que funciona si uno conoce la trayectoria del cantante, porque es revelador y transmisor de la inestable existencia de Heaney. La fotografía en blanco y negro, sobre todo de las escenas de la infancia, son magníficas. Muestran un universo rural en su magnitud y la conexión del niño con la naturaleza, como su única y juguetona aliada. La música es capítulo aparte. Bellísimas canciones se despliegan a lo largo del metraje. Se disfrutan cuando conocemos las letras, porque no se trata de melodías, sino de canciones con una historia que las hace diferenciarse a unas de otras. Allí, en sus estrofas está la esencia de esa vida pétrea, rural y emotiva.