10 febrero 2018

Las guacamayas se fueron con Diego Rísquez

Liliana Sáez

Si tuviera que establecer una vara para medir el cine de Diego Rísquez en Venezuela, podría acudir a la filmografía de Leonardo Favio en la Argentina. Si bien ambos provienen de ambientes, formación y de clases sociales diferentes, tienen un sino común que los identifica como realizadores totalmente nacionales. Ver una película de ellos es estar en su país, rodeado de los paisajes naturales o urbanos que identifican el lugar de donde proceden, porque su cine es totalmente iconográfico.
El pasado 13 de enero falleció Diego Rísquez. Debo reconocer que la noticia me movió el piso por varios motivos. Se iba un referente artístico del país donde viví muchos años, se iba el cineasta que ofrecía un imaginario alimentado de lecturas y paisajes avasallantes a los ojos de una extranjera. En sus películas estaba la selva, el río, una fauna colorida y alegre, los ambientes coloniales y unos personajes que cautivaron mi imaginación cuando Venezuela comenzó a seducirme.

06 febrero 2018

120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute, Robin Campillo)

Liliana Sáez



Las luces de una discoteca parpadean al son de la música, los cuerpos, agradecidos, se mueven sensuales al compás, entre risas y miradas seductoras. De pronto, ni la música ni las personas importan, solo la luz cobra protagonismo, descompuesta en miles de copos de colores que se mueven en cámara lenta, convirtiéndose, como si fueran fagocitadas, en otras formas, no tan vistosas, que se van definiendo como bacterias. Así es como irrumpió el sida a finales de los 80.
Robin Campillo y Philippe Mangeot escribieron una historia basada en su propia experiencia como activistas de Act Up, una agrupación que nació 1987, con la intención de promover políticas que contribuyeran a salvar vidas, generalmente muy jóvenes, que, para esa fecha, el sida se llevaba compulsivamente. 120 pulsaciones por minuto habla de aquella década signada por la enfermedad y el miedo. Miedo al contagio, a morir, a ser discriminado, a perder a alguien querido, a amar… Junto al miedo, la necesidad de apurar las experiencias, la rabia, la solidaridad, el compromiso…
Mangeot habla de la estructura del guion, dividida en dos partes muy visibles. La primera, narrada con un estilo distante, da cuenta de las reuniones semanales de la agrupación en París, así como de las actividades que debían realizar. La cámara observa con cierta distancia a este colectivo variopinto, comprometido en la lucha. Las discusiones se centran en qué acciones llevar a cabo. Si deben ser sorpresivas y violentas para sacudir la conciencia social, como ingresar en las oficinas de un laboratorio para pintar con sangre falsa sus instalaciones. O si deben llamar la atención con pequeños grandes gestos, como conversar con los adolescentes en los colegios para que tomen precauciones. Todo ello, con la consiguiente preocupación de padres y docentes, que se debaten entre la alarma por ver transgredido el muro de seguridad que, creen, protege a sus hijos y la colaboración solidaria hacia estos jóvenes que no saben cómo alertar a ese mundo que los tiene como parias… En largos coloquios se desmadeja la discusión, ¿qué será lo más apropiado o efectivo, radicalizar la lucha o establecer una militancia más pacífica?