27 diciembre 2010

Black Christmas

Dos maravillosos y oscuros cuentos de Navidad para estas fiestas


Por Pablo Castriota


Sobre Escondidos en Brujas (2008), de Martin McDonagh y Promesas del Este (2007), de David Cronenberg.


Quiero empezar diciendo que no me agrada demasiado la Navidad y que, de hecho, siempre tuve un cierto rechazo –por no decir temor- hacia la incidencia anímica que esta época del año puede generar sobre una abrumadora cantidad de gente y, por supuesto, también sobre mi propia persona. Me refiero a que resulta prácticamente imposible desentenderse de la Navidad aun cuando uno no sea un digno embajador del tan mentado “espíritu navideño” y menos que menos me resulta posible evitar los balances mentales sobre los propios kilómetros recorridos. Circunstancia que nos obliga a compartir la mesa con quienes no sentimos la necesidad de hacerlo y de desearle lo mejor a quienes pudimos estar deseándoles lo contrario durante la etapa previa del año, está claro que el fenómeno de la Navidad excede ampliamente las creencias sobre las que se erige (al igual que el matrimonio por Iglesia, la Navidad es una tradición católica que muchos parecieran celebrar desligados de su mayor, menor o nula práctica de dicha religión). En ese sentido la Navidad es como la política: es ella la que viene hacia uno, y no al revés. Pero el cine viene demostrando que, al menos como evento social y cultural, la Navidad puede servir de marco adecuado para las más oscuras actividades que pudiera emprender el ser humano, adornándolas con su enorme influencia espiritual, amén de las acciones individuales en juego. En ese sentido, no hay escenas cinematográficas navideñas que disfrute más que aquellas en donde el sentimiento de los personajes para con ella resulte incómodo, confuso o ambiguo, pero con un gran dejo de optimismo como sabor final. No pienso lo mismo, en cambio, de aquellas películas que utilizan a la Navidad como excusa perfecta para remarcar innecesariamente la desolación o las miserias de sus personajes. Entre las primeras puedo citar a Un Gran Chico (About A Boy, 2002), que contiene una maravillosa escena donde Hugh Grant comparte las fiestas con la familia del chico con el que entabló una entrañable amistad, rodeándose de gente que no forma parte de su entorno y presenciando el peor intercambio de regalos posible. También incluiría muchas escenas de Un Santa No Tan Santo (Bad Santa, 2003), con el Papá Noel mas alcohólico, merquero y putañero posible (Billy Bob Thornton). Y ni que hablar del gran final de Cigarros (Smoke, 1995), con el inolvidable relato de Auggie (Harvey Keitel) a su amigo Paul (William Hurt), cortesía de un emocionante cuento de Paul Auster. Ambas son muestras que tienden a desmitificar el carácter sagrado de la Navidad y la convierten en una emocionante experiencia colectiva donde se reivindican las imperfecciones que pudieran mantener unidos a sus integrantes. Entre las segundas, tómese de referencia cualquier película británica (puede ser de Inglaterra, Irlanda o Escocia, para el caso sería lo mismo) donde sus protagonistas –seguramente niños- convivan con el más miserable de los contextos (económicos, sociales, familiares). A esas prefiero no rememorarlas citando ejemplos innecesarios, pero si les interesan busquen, que los hay de sobra.


Tanto Escondidos en Brujas como Promesas del Este tienen en común que sus historias transcurren durante la Navidad, aun cuando a primera vista este detalle no pareciera ir demasiado de la mano o tener mucho que ver con lo que nos cuentan. Por suerte en el cine la primera impresión no es la que cuenta y así es como ambas películas no resultan gratuitas en sus elecciones y encuentran en la Navidad el marco ideal para el desarrollo de sus relatos y, sobre todo, para las elecciones individuales de sus personajes.

Las similitudes temáticas y formales entre estas dos películas, entonces, son muchas (ambas transcurren en el mundo del crimen, ambas involucran la redención en sus temáticas, en las dos está presente el choque de culturas y los códigos que las definen), pero es esta contextualización navideña la que me resulta más significativa a la hora de querer hacer entablar un diálogo entre ellas.


Escondidos en Brujas cuenta la historia de Ken (Brendan Gleeson) y Ray (Colin Farrel), dos criminales irlandeses que deben permanecer dos semanas en la mencionada ciudad de Bélgica por orden expresa de su jefe (Ralph Fiennes), luego de que Ray cometiera un brutal asesinato que le produjo serias consecuencias psicológicas. La exigencia de su jefe es que ambos permanezcan alojados en su hotel a la espera de nuevas instrucciones. Este tiempo de espera y las características medievales de la ciudad resultarán exasperantes para Ray, necesitado de emociones fuertes a cada instante, mientras Ken se encontrará maravillado con la riqueza cultural e histórica que ofrece el sitio (“detesto la historia, siempre trata sobre el pasado”, sostendrá Ray sin ningún tipo de inocencia en sus afirmaciones y de manera despectiva ante una de las tantas lecturas de la guía turística que le recitará un entusiasmado Ken frente a una catedral).


La Navidad se acerca y si bien los personajes no tienen tiempo para detenerse sobre este detalle, los interrogantes que ambos se plantean en torno a sus elecciones tienen mucho que ver con los que se podría formular cualquier persona que se sienta afectada por esta fecha tan proclive a los balances personales sobre los rumbos tomados y aquellos por tomar. Ray carga con una culpa enorme sobre su conciencia y el curso de los acontecimientos en la película tendrá mucho que ver con la actitud que este personaje asumirá para lidiar con las responsabilidades propias. La película ejerce una particular visión sobre la idea de la redención y sobre los posibles caminos para expiar culpas del pasado. Es notable el modo en que Escondidos en Brujas se ve enfrentada tantas veces a la posibilidad de hacer explícito el dilema moral de su protagonista, posibilidad que evade inteligente y osadamente, rozando constantemente el lugar común pero sin adentrarse nunca en él (la escena donde Ken y Ray contemplan las pinturas de El Bosco, las referencias al día del Juicio Final y el Purgatorio, el embarazo de la dueña del hotel donde se alojan, el propio crimen cometido por Ray). El realizador Martin McDonagh encuentra en la Navidad y en su carácter evocador del nacimiento de Cristo un marco ideal para poner en escena las incertidumbres de dos personajes que se debaten entre tomar un nuevo camino a fin de limpiar la mugre dejada atrás o poner un punto final a lo que consideran que ya se encuentra completamente arruinado. Resulta estimulante, entonces, que la película apueste más por lo primero que por lo segundo (independientemente del desenlace), teniendo en cuenta la clase de personajes con los que estamos lidiando –y la enorme cantidad de hermosas inmoralidades que ambos parecen estar dispuestos a cometer con total impunidad. El modus operandi de los personajes compensa cualquier atisbo de moralina que la trama pareciera estar sugiriendo a cada instante, y el clímax alcanzado por la película se encuentra entre los mejores finales que nos haya dejado el cine de esta primera década a punto de concluir en el nuevo milenio. Los “códigos éticos” de cada personaje (particularmente los de aquel encarnado por Ralph Fiennes) adquieren ribetes casi surrealistas, de los que la película pareciera reírse descaradamente (y nosotros, con ella), dando pie a algunas escenas inolvidables (como por ejemplo la escena donde Ken, Ray y un frustrado actor enano, entre putas y líneas de merca, especulan sobre una teoría basada en una eventual guerra mundial entre enanos blancos y negros). Creo que no había visto una combinación tan lograda entre el pathos tan transitado en muchas películas de criminales -desde las de Jean-Pierre Melville hasta las de Martin Scorsese o Michael Mann- y la comicidad más absurda. La escena de Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994) donde John Travolta y Samuel L. Jackson salen milagrosamente ilesos de los disparos de un tirador en un departamento resume bastante bien el espíritu que sobrevuela constantemente en esta maravilla llamada Escondidos en Brujas.

Los elementos de interés que sostienen a la película son muchos: personajes muy bien definidos psicológicamente, actores solventes –parcial logro de Colin Farrel, cuyos tics y modos de hacer mover los ojos pueden resultar algo insufribles al principio, para luego ir ofreciendo mucha más solidez en su interpretación-, una ciudad que oficia de marco más que decorativo de las circunstancias –está claro que se podría haber optado por alguna ciudad europea mas glamorosa y atractiva a costa de diluir el compromiso humano hacia el relato y los protagonistas- y un trabajo de dirección de esos que transmiten seguridad por los elementos con los que se contaba y una enorme confianza y entusiasmo por la historia que se tenía entre manos.


En
Promesas del Este (Eastern Promises, 2007), el gran realizador canadiense David Cronenberg vuelve a conformar un combo irresistible con el gran Viggo Mortensen luego de la excelente Una Historia Violenta (A History of Violence, 2005). El segundo actor en repetir papel protagónico en una película del canadiense (el primero había sido Jeremy Irons) se pone en la piel –tatuada- de Nikolai, un chofer al servicio de la mafia rusa en Londres, en un personaje irresistiblemente siniestro cuyas primeras intervenciones en pantalla involucran una inolvidable amenaza de muerte con los dedos de la mano (cuyo destinatario será el padre racista de la protagonista, interpretado ni más ni menos que por el realizador polaco Jerzy Skolimowski) y un muy publicitado apagado de cigarrillo sobre la lengua. Nikolai es un personaje de doble moral impregnada en la piel, una constante en el cine de Cronenberg, donde la carne siempre es portadora simbólica de la descomposición mental. La historia involucra a Anna (Naomi Watts), una enfermera que durante una noche de trabajo en el hospital recibe el cuerpo agonizante de una joven prostituta rusa embarazada cuyo bebé logra sobrevivir en sus manos. Junto al cadáver de la joven, Anna encuentra un diario intimo en el que se revela una peligrosa conexión que la prostituta habría mantenido con el hijo de un capo mafia ruso (el siempre insoportable Vincent Cassel y el siempre eficiente Armin Mueller-Stahl, respectivamente). A partir de allí Anna comienza una serie de arriesgadas incursiones en el bajo mundo londinense donde Nikolai desempeñará un papel crucial a la altura de la perturbadora galería de roles masculinos que pueblan la filmografía de Cronenberg.

El cineasta canadiense, trabajando nuevamente sobre un muy interesante guion ajeno, alcanza niveles de poesía violenta que se encuentran entre lo mejor de su obra (la escena del combate cuerpo a cuerpo en el sauna está entre los muestrarios cinematográficos mas físicos y potentes de los últimos tiempos, una secuencia repleta de sadismo, sudor y virilidad que se contagian inmediatamente al espectador). Y en Promesas del Este la Navidad también hace su juego; al utilizarla como marco de referencia de otra historia violenta, Cronenberg logra convertir lo que podría haber sido un final conformista y moralizante en un nuevo horizonte que expande las posibilidades de su cine, apostando por una escena de supervivencia de un recién nacido bajo la nieve en lo que alguien podría haber intuido como una resolución insólita para una trayectoria repleta de morbidez. Entre tanta inmundicia y filo de navajas cortando cuellos, el espíritu navideño parece tan poderoso como para alcanzar al mismísimo David Cronenberg, quien no descree del altruismo entre seres humanos, aunque eso implique ensuciarse un poco primero.