03 abril 2013

Azul cobalto con textura. Van Gogh en el cine

Liliana Sáez




Si la consigna es “pintura y cine”, lo primero que viene a mi mente es el nombre de uno de los pintores malditos, caracterizado por su simpleza como hombre y por su pasión como artista. Si pensamos en el delirio, la efusividad y el colorido de grandes pinceladas, no puede sino sobresalir el nombre y la obra de Vincent Van Gogh (1853-1890). Con una historia personal que nos invita a cobijarlo y una profusa obra que uno quisiera coleccionar, podemos decir que este artista es el más cinematográfico de la larga lista de personalidades que firman la pinocateca universal.
Su vida sencilla, transcurrida en amplios campos de trigo y humildes viviendas de su Holanda natal, el aprendizaje de la técnica a una edad madura, cuando sus compañeros estaban apenas saliendo de la adolescencia, la amistad tortuosa con Paul Gauguin o el enamoramiento apasionado de mujeres que no le correspondían… no son nada, al lado de los lienzos a los que les daba color sin “lamer” la pincelada, imprimiendo en cada una la pasión que lo consumía, el fervor que lo desbordaba, en fuertes azules, amarillos, verdes… colores prohibidos en la academia francesa, donde se trabajaba con el siena hasta el hartazgo.
La vida dura que llevó, las distintas reclusiones en centros de salud mental, así como la entrega a la pintura y la imposibilidad de poder vender una sola de sus obras en vida, constan en la prolífica correspondencia que mantuvo con su hermano Théo. Gracias a esas cartas, cargadas de bocetos, podemos darnos una idea del personaje, de su entorno y del fervor en que se le iba la vida.
El cine se nutrió de su obra, y de su personaje, en varios largometrajes de ficción, sin contar la gran cantidad de documentales que ha inspirado. Su figura fornida, su cabellera roja y sus ojos azules cobraron vida a través de los actores que lo interpretaron en las cuatro o cinco películas que reseñaremos, dando cuenta de su pasión y de su transcurrir trágico.


01 abril 2013

Jorge Sanjinés en Buenos Aires

Liliana Sáez





Estuvo en Buenos Aires para asistir como jurado del Festival de Cine Político (21 al 27 de marzo) un cineasta que hizo historia, allá, por finales de los años sesenta, cuando además de presentar su ópera prima, Ukamau, la acompañó con un manifiesto en forma de libro, que se tituló: Por un cine junto al pueblo. Nos referimos al mítico director boliviano, Jorge Sanjinés. Un hombre que tiene sobre sus espaldas una de las cinematografías más coherentes de la región, a través de la cual le ha dado voz a seres con una gran dignidad, marginados de su historia, como son los indígenas del altiplano.
Sus afirmaciones, en la rueda de prensa que ofreció, no pueden venir sino de un hombre que nunca tuvo miedo de expresar la injusticia de sus compatriotas bajo regímenes dictatoriales verdaderamente crueles y amenazantes.
Con una descalificación a la crítica boliviana por considerarla racista, con un encuadramiento del lado del actual gobierno dirigido por Evo Morales, Sajinés sigue luchando por conseguir aquella utopía de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, cuando los cineastas latinoamericanos (entre los cuales se contaban Glauber Rocha, Octavio Getino y Fernando Solanas, Miguel Littín, Tomás Gutiérrez Alea, el propio Sanjinés…) buscaban la expresión propia de un cine que caracterizara cada cultura desde sus raíces, dándole las espaldas a la industria foránea, para hablar de los desposeídos del continente, del hambre como estética y como violencia, de un tercer cine que los identificara, más allá de las líneas establecidas, como el industrial que producían los Estados Unidos o el culto cine europeo. Se trataba de hallar una manera de expresión que representara dignamente a los desposeídos de Latinoamérica.