29 junio 2008

the happening. apuntes.

marc jardí


contie spoilers.

el miedo se propaga de manera rápida, directa y masiva. así, como cualquier cosa sin importancia. la tecnología, preciosa ella, no tiene la culpa de nuestra incompetencia.

miles de hipótesis, que sin previa reflexión son igual de ciertas o falsas, nos encierran y liberan continuamente dentro de un guión. si te animas es casi como un juego que te mantiene atento. como el marienbad o un rosebud. salvando las grandes diferencias.

la presión de la sociedad, que al no saber qué hacer, se refugia en personas que deben satisfacerles sus necesidades en cuestión de segundos. pero ese otro tampoco sabe qué hacer, la teoría de un biólogo es igual de válida que la de un carpintero o un fontanero. vivimos en un mundo donde nos utilizan como crash test dummies.

la violenta y cruenta puesta en escena de shymalan no lo es más que cualquier telediario, noticiero o video de Internet de hoy día. no sé porque sois tan hipócritas de hacer que os asombra.

un hombre mata con su escopeta a dos niños que golpean fuertemente la puerta del primero, y asusta el pensar que cualquiera, sea capaz de lo mismo en su situación, y si no lo fuera, a lo mejor lo haría, porque lo has visto en miles y miles de imágenes.

todo está en el aire, en las nubes. quién sabe, y qué más da.

19 junio 2008

El Favio de Aniceto

Mientras pongo en orden la cantidad de sensaciones que me dejó Aniceto, publico un extenso trabajo sobre mi cineasta argentino preferido. Alguien que nunca me defrauda, alguien que me ha sorprendido como nunca con su último trabajo. Me refiero a Leonardo Favio.
Este estudio fue realizado hace unos cuantos años (soy su fan número uno desde hace muchos, muchos años) y publicado en la revista Encuadre Nro.51-52 (Conac, Caracas, octubre-diciembre, 1994).
Entretanto, Favio realizó Perón, sinfonía de un sentimiento, obra extensa sobre quien le cambió la historia a la Argentina. Algún día haré mi reflexión sobre ella.
Aquí va el porqué de mi admiración.
LS





EL CINE DE LEONARDO FAVIOLiliana Sáez

Entre el cine comercial -que intentaba recuperar el mercado latinoamericano perdido- y el cine regional -encabezado por Fernando Birri y que formaba en la Escuela de Santa Fe a los mejores documentalistas del país-, destaca, en Argentina, a principios de los sesenta, el cine realizado por una clase media que gusta mirarse y mostrarse, apoyándose en argumentos de escritores contemporáneos de la talla de Beatriz Guido, David Viñas, Marco Denevi y Silvina Bullrich. Su mejor representación es la sólida obra de Leopoldo Torre Nilsson. El secuestrador (1958), La caída (1959), Fin de fiesta (1960), Un guapo del 900 (1960) y La mano en la trampa (1962) son la base de un discurso cinematográfico maduro que sustenta esta afirmación.

Será la influencia de Torre Nilsson la que incidirá en el debut de uno de sus actores favoritos, Leonardo Favio, en el terreno de la dirección cinematográfica. La trayectoria de Favio como actor se había desarrollado entre papeles secundarios, pero sus interpretaciones se destacaban por cierto encasillamiento en un personaje conflictuado y rebelde, con visos negativos, aunque rescatable por la humanidad que, en algún momento de la historia, afloraba para imprimirle verosimilitud. El conocido actor que compartía elencos con María Vaner, Elsa Daniel, Walter Vidarte, Graciela Borges y Lautaro Murúa, entre otros, sorprendió en 1964 con una obra personal, gracias a la cual lograría el reconocimiento internacional y un sitio en la historia del cine argentino.

Crónica de un niño solo fue filmada durante el tranquilo gobierno de Arturo Illia -el último que viviría el país hasta 1983. Sorprendió a la crítica que veía en Favio tan sólo a un actor prometedor. El guión, compartido con su hermano, Zuhair Jury, abandona los límites temáticos que deleitaban a aquella clase media narcisista. Quizás porque los orígenes de Favio así lo reclamaban, quizás porque sus vivencias tenían más solidez que el vacío aburrimiento de ese ghetto, lo cierto es que Favio prefirió apoyar su mirada en la infancia anónima de un reformatorio.

La vida de Polín transcurre entre las cuatro paredes del retén, donde la disciplina domina y los ratos de ocio son interminables horas de aburrimiento. Para remarcarlo, Favio juega con los encuadres y el espacio, de tal manera, que predomina, tras el lente, la simetría de unos espacios cerrados que no permiten vislumbrar una línea de fuga. El tiempo fílmico comparte su duración con el tiempo diegético en un prolongado silencio. A veces, se oye un silbato, ubicado en la banda sonora como para recordar que el sonido existe. Los escasos diálogos no ilustran mucho acerca de los personajes, sólo rivalidades entre los pupilos del lugar.

La cárcel, donde es encerrado Polín, por intentar huir del reformatorio, es un caserío abandonado no sólo de presencia humana, sino de calidez, de vida. Una celda miserable es testigo de la astucia del muchacho. El tiempo fílmico y el diegético coinciden hasta el extremo de convertir esta escena en una de las más exasperantes del film. Con la huida de Polín, Favio le permite al espectador buscar un horizonte en el encuadre.

En la villa miseria, la misteriosa muerte de un vecino es pretexto para dejar entrever la precaria seguridad con que cuenta el entorno familiar del niño. La paz y el silencio del paisaje abierto y plano del río -definitivamente opuestos a la paz y el silencio del reformatorio- son rotos por el llanto de un niño, víctima de una violación. La brutalidad de la acción es ahorrada por Favio a través del montaje de planos generales, en los que coloca a los adolescentes victimarios y a la presa, en contrapunto con planos de Polín en un proceso de profunda relajación, seguidos de primeros planos de los rostros de los niños, intercalados con la imagen de un sauce cuyas hojas se mecen tranquilamente en un silencio sepulcral, sugiriendo la violencia implícita del acto escamoteado. La violencia contenida y reprimida provoca un incómodo malestar en el espectador, que se debate -ante el acto de cobardía de Polín- entre la justificación y la condena.

El carro con el caballo blanco que posee Fabián es el único elemento que sugiere una esperanza para Polín. No en vano Favio ha escogido encuadres realmente poéticos para mostrarlo. En la calle empedrada y mojada por la lluvia reciente, bajo la luz de un farol, está la libertad. Un caballo blanco, un animal que puede llevar a Polín más allá de las fronteras conocidas, se constituye en su única posibilidad de futuro. Paradójicamente, será también su condena.

En Crónica... Favio mira con ternura, pero no por ello sin crudeza, las vicisitudes de una infancia predestinada al fracaso. Los límites cerrados en los que se mueve Polín y sus compañeros en el reformatorio -agudizados por la simetría de una arquitectura rígida, muchas veces subrayada por la iluminación- son tan condenatorios como el campo abierto a la orilla del río. La rigidez disciplinaria de los carceleros hace contrapunto con las horas de ocio de los muchachos aburridos. La disciplina y el silencio se convierten en personajes fundamentales de este film. En el campo abierto del río, la plenitud no logra ser tal. La crueldad de los adolescentes no mide autoestimas ni vulnerabilidades. Sin embargo, la mirada cálida con que Favio nos describe a Polín no oculta crudeza al narrar el episodio del río.

Cuando Favio emprendió su segunda película, en 1966, la democracia ya era sólo un recuerdo. El general Juan Carlos Onganía había tomado el poder por la fuerza y durante su gobierno se gestaban los grupos guerrilleros que serían protagonistas en la historia argentina de los próximos años. Sin embargo, Favio prefería narrarnos el cuento de un amor provinciano, cuyo título, Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más... es una síntesis del guión. En un rincón de Mendoza, Aniceto conoce y se enamora de Francisca. Su relación cambia la geometría de su piecita -en la que hasta entonces pasaba largas horas mateando y compartiendo silencios con su gallo de riña, el Blanquito-. Francisca logra instalar cierto equilibrio y orden en el cuartucho, pero al interponerse Lucía, se irá para siempre con lágrimas en los ojos.

Los ambientes escogidos por Favio son tan provincianos como la historia propuesta: el barrio, el cuarto de Aniceto, el reñidero, el teatro, el club... La utilización del tiempo y del espacio que ya había hecho en Crónica de un niño solo es pulida hasta el extremo de convertir a su película en una pequeña obra de arte. Temas como el amor y los celos son centrales en Este es el romance..., sin embargo se sugieren otros siempre presentes en la filmografía de Favio: la miseria, el fracaso, el hambre, la indiferencia, la incomunicación...

La utilización de picados y de planos generales para mostrarnos la soledad del individuo; la única iluminación del encendido del cigarrillo en la calle desierta, durante la noche, mientras Aniceto camina en espera de Lucía, para transmitirnos su ansiedad; los planos de la riña de gallos, como metáfora directa de los sentimientos de las dos mujeres y el tilt up final, cuando vemos que ese pequeño universo mostrado es sólo un apéndice pegado a una gran ciudad, son algunos de los elementos con que Favio se expresa.

Al año siguiente, Favio rueda El dependiente, la historia de Fernández, un hombre que desde niño ha trabajado en ferretería de Don Vila y cree tener el derecho a heredarlo para poder cumplir con su sueño más caro: pertenecer al Rotary Club. La rutinaria vida de Fernández se ve entorpecida por la presencia de la señorita Plasini, una joven que vive con su madre y ambas cuidan las instalaciones de un templo evangelista. Ella ve en Fernández la única posibilidad de huir de su madre, una viuda sumamente posesiva, y del secreto que ambas guardan, un hermano oligofrénico. Los intereses de los novios son diferentes, pero la muerte de Don Vila puede permitir que se cumplan.

Nuevamente, Favio vuelve a jugar con la simetría que le imprimió al reformatorio donde Polín pasaba sus días. Las visitas de Fernández a la casa de las Plasini transcurren en la galería de la casa, sentados los novios frente a frente, separados por una mesa, una radio y una tercera silla, donde está ubicada la fotografía del padre muerto, quien posee un sorprendente parecido con Fernández. A la derecha, vemos una puerta desde donde se proyecta una luz, sutil indicación de la permanente presencia de la madre de la señorita Plasini. Vigilancia que se suspende todas las noches a las once, cuando la señora cruza el patio para dirigirse no sabemos adonde. Hasta que una noche, pasadas las once, aparece la causa de tanto misterio.

Los largos silencios que se instalan durante las comidas de Fernández con Don Vila, así como también en las visitas diarias que recibe la señorita Plasini; los diálogos bruscos y destemplados que intentan mantener madre e hija; la música de la radio interpuesta entre los novios; el aullido de un gato maltratado, son algunos de los elementos que utiliza Favio en la banda sonora para transmitirnos una serie de estados de ánimo, esperanzas y desolación. La cámara –que nos muestra el entusiasmo de Fernández ante el descubrimiento de la señorita Plasini en la puerta de la casa, a través de tres planos consecutivos, filmados desde un carro que pasa frente a ella; el regreso a su casa, cada noche, atravesando una calle solitaria, alumbrada por un único farol; la presencia de Fernández niño que le dice a Fernández adulto que está cansado- se convierte en cómplice de Fernández.

Con El dependiente, Favio cierra una trilogía que puede ser considerada una obra completa, coherente, significativa y madura, a pesar de la constante búsqueda que implica cada uno de estos trabajos. Se trata de un discurso medido, comprometido con una realidad social y, sobre todo, con una concepción pesimista de la vida. Los personajes que desarrolla en cada una de estas películas son seres alejados de la mano de algún dios, con más miserias que virtudes, pero con una humanidad tan tangible que adquieren una fuerte consistencia.

El uso de película en blanco y negro; la utilización de un espacio medido, simétrico y controlado; el transcurso de un tiempo cinematográfico no convencional; el desarrollo de la acción detenida, demorada, en función del desenlace predestinado hacia el fracaso; la sobriedad de los diálogos y de la actuación, además de la incorporación de un narrador en off que intenta poner una distancia entre el espectador y la historia, son algunas de las constantes de este primer grupo de películas que permiten ya sostener que estamos frente a un cineasta sensible, al que hay que respetar.

Es en 1967 cuando la vida personal de Leonardo Favio da un vuelco. Su separación de María Vaner y su incursión como cantante para responder a los reclamos que a través de la canción le hiciera su ex mujer, le permitieron encontrar una nueva profesión que le dio mucho más dinero que el cine. Además del aspecto económico, la música le permitió canalizar el fuerte romanticismo que destila toda su obra. El mundo de la canción le abrió las puertas a Favio a una vía que le permitía mayor libertad que la que le daba el cine. Además, a través de la música dejaba de ser el cineasta que sólo algunos iniciados reconocían en él, para convertirse en ídolo de multitudes y poder cantarle más libremente al amor, a la paz y a la vida, sus tres constantes como cantante.

Mientras en el país se iniciaba una guerra, luego del provocativo secuestro del ex presidente golpista Aramburu y de su ejecución por parte del grupo guerrillero Montoneros, Leopoldo Torre Nilsson probaba realizar un cine oficialista que evocaba las figuras ilustres de San Martín (El Santo de la Espada) o del héroe gauchesco Martín Fierro y Leonardo Favio se conformaba con actuar en películas que promovían sus canciones (Fuiste mía un verano, de Eduardo Calcagno).

Se sucedieron en el gobierno de facto los generales Juan Carlos Onganía y Roberto Levingston, mientras los grupos guerrilleros se consolidaban, tomando parte en lo que sería la más cruenta lucha armada contemporánea en la Argentina. El cine argentino entregaba una de las obras maestras latinoamericanas, La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Gettino, 1971).

En 1972 gobierna el general Lanusse. Es el año de Juan Moreira, la película que cambiará radicalmente la estética hasta entonces sostenida por Favio. El color se añadirá a sus películas. Hasta aquí, el director había preferido centrarse en el drama individual, en la soledad de los seres desposeídos, ya sea de recursos económicos como afectivos, y en la condena de esos miserables. Juan Moreira es un personaje recuperado de la leyenda popular. Un maldito que llena una página roja del gauchaje argentino. Del legajo criminal, Favio logra rescatar a este personaje para volverlo humano. Considerado por algunos un western gauchesco, Juan Moreira es algo más que eso. Se trata de volver a revisar la historia oficial.

Más allá del tratamiento cuidadoso o no de esta obra, que guarda fuertes diferencias formales con la trilogía anterior, Juan Moreira se constituye en el compromiso político de una época en la que el terror sutilmente horadaba a toda una sociedad. Frente a la complaciente El Santo de la Espada de Nilsson, quien para muchos ya había entrado en una etapa de senilidad, Juan Moreira se convertía en un fuerte alegato contra la autoridad y contra el oficialismo. La invitación a una revisión histórica planteada de manera tan sutil era provocadoramente atrayente para una capa social que estaba sumamente politizada y que ya había comenzado su proceso de adoctrinamiento. Favio se constituía así en un peronista que podía sugerir, a través de su obra, otra lectura.

Centrada a finales del siglo pasado, Juan Moreira permite una evocación de la historia escrita por mitristas y alsinistas, acercándose a la realidad del peón de campo y a la del indio en estado de profunda miseria. Lejos de la inofensiva figura de otro héroe de la literatura gauchesca, Martín Fierro, Moreira es el centro de un melodrama que cuenta una historia de traiciones con contenido político de gran peso. El color, el maquillaje tosco, la presencia de una muerte que intenta parodiar a la de El séptimo sello, de Bergman, y algunos momentos de excesivo melodramatismo, son algunos de los puntos flojos del film. Sin embargo, la contundencia del discurso ideológico deja pasar por alto algunos de esos sinsabores para centrarse en la médula de lo que Favio nos quiere transmitir.

1973 fue el año del regreso de Perón. Para millones de argentinos, el momento más esperado de sus vidas. Volvía el caudillo, volvía el que para muchos era el verdadero padre de la patria. Los peronistas verían cumplirse el sueño alimentado por una montaña de mensajes que había enviado "el Viejo" en lo que dio por llamarse la Resistencia Peronista. Cantidad de cassettes con discursos, órdenes y planteamientos verdaderamente revolucionarios habían alimentado a una generación que no había conocido sus gobiernos, pero que estaba sedienta de justicia. Cámpora, presidente por poco tiempo, llevó un gobierno de apertura ideológica, permitiendo la liberación de los presos políticos y abriendo las posibilidades que tanta gente había esperado para poder expresarse y mencionar el nombre de Perón en voz alta. Las universidades abrieron sus cátedras para la revisión histórica y muchas verdades salieron a la luz. Los mejores hombres y mujeres del Justicialismo se ubicaron en las casas de estudio y por una vez en muchísimo tiempo había tanto entusiasmo y tanta avidez por estudiar. Es el año en que Perón regresará para tomar el gobierno que con tanto celo le ha guardado Cámpora.

Ezeiza. La más amplia gama de sentimientos e ideologías comparte la autopista que lleva hacia el aeropuerto. En uno de los puentes que se elevan sobre ella está instalado el palco que recibirá a tan ilustre y querida personalidad. Hay gente de todas las corrientes que agrupa el peronismo. Paradójicamente se encuentran los muchachos de la Juventud Peronista (rama izquierdista del movimiento) como los del Comando de Organización (rama derechista). En la autopista hay ánimo de fiesta. Se oye por los parlantes la voz de Leonardo Favio que participa con igual entusiasmo. Un provocativo cartel de Montoneros y el brillo que asoma de los trajes de la derecha ortodoxa será la chispa que convertirá ese día en uno de los más tristes y lamentables de la historia argentina. Los disparos y el terror provocaron huidas desesperadas. Sólo una voz, temblando, trataba de devolver la calma a quienes intervenían en esta pesadilla.

Para quienes estuvimos presentes, el recuerdo de esa voz -la de Favio- permite alejar cuantas versiones intentaron desprestigiarlo, tratando de incorporarlo al bando más fascista del encuentro. Esta anécdota no es gratuita. Permite devolver justicia a quien ha logrado, con el paso de los años, ser nada más que un sobreviviente en una sociedad que se ha hecho tanto daño. Y la coherencia de su obra sirve de respaldo a esta afirmación. Porque Favio puede llegar a ser, por momentos, un cineasta ingenuo. Para algunos, hay un retroceso desde su trilogía inicial hasta Gatica. Lo cierto es que, a pesar de guardar su primera obra una diferencia casi extrema con la última, hay algo que Favio no se ha permitido olvidar. Se trata del compromiso social. Su cine guarda un profundo respeto por el ser humano, por el humilde, por el desposeído, por el que se siente solo, por el desgraciado, por el infeliz, por quien quiere llegar alto y no tiene con qué.

La llegada al gobierno de Juan Domingo Perón le abrió al cine argentino una posibilidad que había perdido, la de poder expresarse libremente. Es la época en que Vallejo filma El camino hacia la muerte del viejo Reales; Wulicher, Quebracho; Renán, La tregua; Olivera, La Patagonia rebelde y Torre Nilsson se recupera con Boquitas pintadas.

1974 es el año de Nazareno Cruz y el lobo. Plena época de amor, paz y muchas flores. Favio deja aflorar en esta hermosa leyenda todos los sentimientos positivos de su personalidad. El famoso mito que afirma que el séptimo hijo varón se convierte en lobizón, durante las noches de luna llena, se convierte en una bella parábola del triunfo del bien sobre el mal. El color, los picados y contrapicados, la soltura de una cámara que gira al son de la música, así como los primerísimos planos de dos bocas que se besan, son parte de la estética que utiliza Favio para narramos una leyenda en la que toma partido por el saber popular y por la simplicidad de los sentimientos. Esta es la primera película de Favio que guarda un parentesco sumamente estrecho con la letra y la intención de sus canciones. Será en Nazareno... y en Soñar soñar, donde no se reconozcan casi las fronteras entre su cine y su música.

En 1976, cuando cae el gobierno de María Estela de Perón -quien había reemplazado a su esposo luego de su muerte en 1974, y a quien le faltaban escasos meses para llamar a elecciones-, se instala en el poder el general José Rafael Videla, dictador responsable del proceso más vergonzoso y lamentable que haya vivido la Argentina. Ese mismo año, Favio estrena Soñar soñar. El sueño de un joven provinciano que quiere triunfar en la capital es el tema central del film, donde no dejan de estar presentes tópicos como la amistad defraudada, la confianza, la autoestima, el sueño...

El camino del exilio tienta a Favio ante la persecución política. Varios intentos de regreso y nuevos exilios lo arrojan nuevamente en la Argentina, en 1989, donde comenzará a realizar su propio sueño, llevar a la pantalla la vida del boxeador Lucho Gatica.

Gatica, el mono es la historia del joven que, llegado del interior a Buenos Aires, conquista una situación social acomodada por medio del pugilismo sangriento. Su récord de batallas victoriosas es sorprendente, lo que le permite haberse elevado a la categoría de leyenda popular, uno de los mitos que la Argentina peronista veía surgir de los suburbios arrabaleros para alcanzar la gloria.

El hilo narrativo está sustentado en la amistad de Gatica y el Ruso. Personajes que permanecen inalterables (con sus miserias y sus afectos) a lo largo del film. Viejas y constantes rencillas, reclamos, cariño... permiten mantenerlos conectados, relacionados y aunados. La gloria no llega gracias al entrenamiento riguroso y metódico, sino -pareciera- gracias a la fuerza bruta ejercida por unos puños férreos. Su decadencia, su miserable vida íntima y la imposibilidad de encontrar un equilibrio en una vida estable y familiar lo llevan al derrumbe.

Construida sobre la base de una iconografía peronista -donde Evita es aureolada como una santa en su lecho de muerte, donde se confunden los pendones peronistas de una manifestación política con las banderas que aúpan al boxeador, además de las imágenes de archivo que muestran la apoteósica manifestación del 17 de octubre de 1945, en favor del entonces coronel Perón- Gatica parece ser la película más sincera de Favio, quien se nos vuelve a presentar como un sobreviviente. Sobreviviente de una generación que alguna vez creyó en algo. Sobreviviente de un cine que coqueteó con cuanto gobierno se instalara. Sobreviviente de cuantas pesadillas se atravesaron. Sobreviviente en su lucha. Sobreviviente en su sueño y en su ingenuo modo de pensar.