29 septiembre 2006

Difícil tarea es mirar lo propio

MEMORIA DEL SAQUEO
Marcela Barbaro


Hay muchas palabras feas, como “saqueo”. Término que remite a la apropiación violenta o robo por parte de un grupo de gente de cuanto haya en un lugar. Es precisamente en lo explícito de su significado donde radica la fealdad, porque es algo que despreciamos, que tememos, que aborrecemos y que asusta.

También hay palabras necesarias y valientes, como por ejemplo “memoria”. Vocablo que nos permite recordar y almacenar datos, sucesos, personas, fechas, etcétera. Sin ella no se crece, no se evoluciona. Es de vital importancia para forjar nuestra identidad y construir una historia: la propia y la de un pueblo. Pero fundamentalmente debe ser valiente para poder sacar a la luz aquellas cosas que han sucedido y que, por tremendas que sean o por muy hermosas, no pueden pasar inadvertidas ni quedarse dormidas en el olvido.

Ambas palabras toman forma en el último documental del cineasta argentino Fernando “Pino” Solanas, Memoria del saqueo. Film documental que hace un recorrido histórico por la Argentina desde el golpe militar sufrido en 1976 hasta la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, que desató la gran crisis del 2001. Crudo testimonio del latrocinio cometido hacia esta República en sus tres niveles: social, político y económico, al que agregaría un cuarto nivel: el moral.

Desde su antecesora La hora de los hornos (1968), creada bajo la proclama del “cine de liberación” junto a Octavio Getino, la pantalla cinematográfica se convirtió, para estos autores, en un espacio de militancia política, en el marco de la efervescencia idealista e ideológica de los años sesenta. Solanas aún lucha por un cine de alta calidad artística, sin que por ello su discurso se aleje de la comprensión masiva. Cada una de sus imágenes encierra su lucha política. Las imágenes militan y hacen de las voces de los más sentenciados.

Memoria del saqueo tiene una estructura discursiva similar a La hora de los hornos, porque ambas parten de dos necesidades profundas: la denuncia y el hastío contra el sistema. Surgen como consecuencia de las grandes crisis sociales y de los inmensos silencios políticos. Estas instancias permitieron al cineasta hacer el papel de cronista histórico que se involucra en cada uno de los sucesos registrados. El documental se compone de separadores temáticos y cronológicos apoyados en el relato en off que va realizando el propio director a lo largo del film. Lo completan imágenes de archivo, una banda sonora que funciona como leiv motiv, varios reportajes y dos intenciones diferentes en cuanto al manejo de la cámara: por un lado aparece el registro de imágenes libradas a un tono poético y metafórico y, por otro lado, están las tomas subjetivas que participan de la acción que registra como testigo inmediato. Esta bifurcación apela a exaltar negativamente a los responsables del saqueo: políticos, funcionarios, empresarios y lobbistas, a favor del resto de los ciudadanos que padecen las consecuencias de la gran corrupción y de los grandes negociados llevados a cabo. Solanas tiene una mirada acusadora y condenatoria, su cámara funciona como un dedo índice estirado que señala con nombre y apellido los rostros de los responsables, como así también los lugares estratégicos donde se maneja verdaderamente al país.

El autor deja ver claramente que la posibilidad para lograr un cambio positivo está en manos del pueblo, en la unión que surja de los movimientos sociales, de los focos de resistencia que luchan por la restitución de los derechos perdidos. Aquellos capaces de decir ¡BASTA!.

Todo el film queda sujeto a una estética que respalda todo su discurso. Nada es arbitrario, porque estamos en manos de un verdadero esteta del cine que supo reunir distintos formatos de documental: investigación, reportero y catalizador o verité. Esta mezcla de estilos funciona para enfatizar el tono apelativo con el que se dirige al espectador.

Sin ser ajena al saqueo ni a la memoria como tantos otros latinoamericanos. Vivo aquí. Esa fue parte de la historia de mi país, razón para hacer temblar mi pulso a la hora de escribir objetivamente. Es más duro y doloroso tener que rever lo visto y volver a oír lo escuchado.

La virtud que encierra el cine documental es la resignificación de la realidad en función de su propia historicidad, la cual no sólo es su columna vertebral sino que también será su verdugo si de ella no se aprende.

23 septiembre 2006

Un sueño hecho realidad


Cuando inicié este blog lo hice pensando en Andrés Caicedo. Desde hace muchos años, es un duende que me acompaña como un ejemplo a seguir, por lo que en su breve vida le brindó al cine. Una vez más, Andrés ha sido mi inspirador.

Ya he dicho que el cine recorre mi existencia cual columna vertebral, sobre la que se encarnan trozos de experiencia que le dan razón de ser.

Recuerdo en Caracas, allá por los ochenta, cuando buscando continuar mi carrera de Historia (UBA) –iniciada en la Argentina de Cámpora y abortada en la dictadura de Videla–, y acompañada por mi hermano Sergio, encontramos en la UCV la carrera de Artes. Fue Sergio quien me empujó a inscribirme allí. Artes, especialización en Cine... Si tanto me gustaba el cine, si tantas imágenes cinematográficas habían pasado por mis retinas desde aquella infancia en La Consulta, ¿por qué no darme ese gustazo?

Le entregué a esa carrera intensa, hermosa, inigualable, la mayor parte de las horas de cada uno de mis días. Cine y lecturas. La guía de ese profesor insustituible que es Alfredo Roffé y el entusiasmo, la energía y la creatividad de Iván Feo me empujaron a aferrarme a ese soplo de magia que fueron los años de estudio, donde también encontré gente invalorable, que hoy son verdaderos profesionales de la especialidad y que, felizmente, cuento entre mis más queridos amigos.

La carrera de Artes de la UCV te forma como crítico, como teórico. Con mi título recién estrenado me contrataron para crear el Club de Video del Ateneo de Caracas, que inició un espacio novedoso para los cinéfilos caraqueños. De allí pasé a la Cinemateca, donde programé cantidad de ciclos por años, y donde también conocí gente de todos los países y vi cine de todos los rincones del mundo. La sala maravillosa y el programa de mano: dos instrumentos para poder contagiar al Otro de lo que me tenía fascinada a mí.

Si hay algo que puede hacer un crítico –además de interpretar una película, de brindar su lectura entendida, de descubrir para el espectador matices sutiles que no se perciben a simple vista– es poder "sembrar" su inquietud cinéfila, como lo hacía Andrés Caicedo. Y para ello, hay dos maneras. Una, la programación de filmes novedosos, de películas archiconocidas por las generaciones anteriores, de ciclos que descubran un autor, una identidad cultural, un tema especial...

Otra, la que es motivo de toda esta introducción. Me refiero a la docencia. Con una experiencia enriquecedora en una escuela de cine y algunos años más de estudio, sobre todo en educación virtual, cargué la mochila con mis conocimientos para crear mi propia escuela.

AULA CRÍTICA es un lugar que no tiene fronteras, un sitio donde queremos que haya un excelente nivel académico, donde conseguir la titulación no sea lo primordial, sino que lo primero sea ver cine, saber de cine, entenderlo, aprender a amarlo... Para luego poder encontrar cómo difundir esa cinesífilis (como la denominaba Caicedo). Porque estoy convencida de que es posible trabajar en lo que te preparaste, y si es algo que te apasiona, ¿qué mejor? Se trata de eso. De formar gente que pueda seguir transmitiendo aquello que aprendió con la misma mística que respira esta escuela.

¿Por qué digo "queremos"? Porque en esta empresa (en su acepción de reto, de meta por lograr) no estoy sola. Una vez más me acompaña la invalorable complicidad de mi hermano, Sergio Sáez, quien ha diseñado no sólo la página, sino que también ha preparado para profesores y alumnos un campus virtual donde podremos encontrar gente de cualquier latitud que quiera aprender lo que estamos dispuestos a enseñar.

Tampoco faltan los profesores, profesionales y amigos, entre los que quiero destacar a Marcela Barbaro, a Mariela Salgado, a Isabel Ferrer y a Javier Rivas, quienes me acompañan en la cruzada, con todo su talento y conocimiento.

Ya estamos funcionando. Las clases comienzan y espero poder sumar a mis compañeros de ruta (Isabel, Pablo, Héctor, Richard...) para que en los próximos meses integren la planta académica de Aula Crítica y enriquezcan la propuesta con nuevos cursos.

Este es mi nuevo desafío. Uno de los pasos más arriesgados que he dado en el camino hasta aquí recorrido.

Liliana Sáez

17 septiembre 2006

El ojo de la vaca

Aún espero que Julio Medem estrene un film de la talla de Vacas, y aunque casi ha llegado a sorprenderme con sus películas posteriores, todavía ansío ver una obra suya que me maraville tanto como su primer largomentraje. Comparto con ustedes una nota que escribí hace mucho, cuando Vacas me subyugó.
LS




VACAS

La saga de los Mendiluze y de los Irigibel le permite a Julio Medem desarrollar un discurso en torno a la realidad vasca, a través de un lenguaje singular y emotivo, que se lleva a cabo mediante una historia desarrollada entre la segunda guerra carlista (1875) y la guerra civil (1936). La primera característica que vemos en Vacas es su nacionalidad, debido a la descripción de unos personajes y lugares que contienen la esencia de la mitología vasca. Con una estructura episódica, el largometraje es un muestrario de la psicología de unos seres soñadores que encuentran en su limitado espacio aire para vivir y soñar. Personajes creíbles por lo esencialmente humanos, por sus amores, sus miedos, sus celos, sus locuras, sus debilidades, sus enterezas, sus ganas de vivir, sus deseos de soñar, su necesidad de ser queridos.

La vida rural moldea caracteres ásperos y relaciones truncas, ya que la familia se convierte en una sociedad cerrada. Las rivalidades vecinas y/o familiares son situaciones catárticas frente a la rutinaria vida de los campesinos, cuyas horas transcurren entre hierbas y silenciosos animales, adquiriendo estos últimos el rol de testigos mudos de represiones, insatisfacciones y sueños frustrados. Esos seres hoscos no conocen la solidaridad. Desarrollan necesidades egoístas que tienen como principal característica un amor propio desmesurado y, a la vez, una férrea inflexibilidad en los afectos. Esa aridez de los caracteres, dada por el entorno físico y social en el que se mueven los personajes, adquiere su mayor expresión en el deporte que practican Ignacio y Manuel. El hacha, como instrumento, y la madera de los troncos, como objeto, dan el carácter brutal a la relación catártica de estos seres en un deporte que consiste en asestar el hacha en el tronco, tantas veces y con tanta fuerza como sea necesario para partirlo. El plano utilizado por Medem, en este caso, es un picado sobre los pies del aizkolari, entre los cuales el hacha cae con violencia, sugiriendo el peligro latente de un accidente.

El enfrentamiento entre Ignacio Irigibel y Juan Mendiluze no es únicamente deportivo. En la competencia se pone en juego algo más que la destreza con el hacha o la velocidad para partir los troncos. Se trata de saldar una vieja cuenta, la de la cobardía de Manuel, además de tratar de marcar/sortear una barrera impuesta frente a la pasión que alimentan Ignacio y Catalina Mendiluze. Medem utiliza la fantástica posibilidad de un acercamiento entre los amantes, al dispararse una astilla del tronco herido por Ignacio para rodar por el aire y encestarse en el bolsillo del delantal de Catalina. Declaración pública metafóricamente amorosa que inicia una guerra vecinal y un despecho en el hogar.

El ojo de la vaca, testigo mudo de la cobardía de Manuel, es tan profundo como el ojo de la cámara que luego Peru –el hijo ilegítimo de Ignacio y Catalina– roba a los fotógrafos, y sirve, a la vez, para reinterpretar lo mirado, lo visto. Medem utiliza en dos o tres ocasiones una especie de leit motiv, por el cual la cámara se acerca al ojo (de la vaca, de la cámara) y se hunde en una oscuridad abismal para luego redescubrir un universo que, de otra manera, sería trivial. Este leit motiv es, a la vez, comentario cómico y crítico acerca de Manuel, de su comportamiento, de sus desvaríos y, sobre todo, de su largamente arrastrado cargo de conciencia.

La cobardía de Manuel encuentra en la locura la única salida posible. Sin embargo, la pintura le ayuda a expresarse, mostrando su universo, en el que solo hay cupo para sus nietos y las siempre presentes vacas. El crecimiento de los niños se lleva a cabo de la mano de este viejo que se halla lejos de las pasiones que se desencadenan entre su hijo, Catalina y Magdalena (la esposa de Ignacio) y Juan. El viejo y los nietos se aíslan en el bosque, y la locura de Manuel da lugar a la fantasía de los niños, quienes intentan crecer lejos del egoísmo y la represión casera. La presencia de las vacas en este universo no es gratuita. Se trata de una realidad propia del ruralismo vasco. Son una fuente de ingreso concreta. En el caso de Ignacio, un medio de superación económica y en el de Manuel son un ícono, mudo testigo de su debilidad.

El bosque que separa el caserío de los Mendiluze del de los Irigibel se convierte en un protagonista más. Es el sitio donde Manuel y sus nietos pasan largas horas, recogiendo setas, paseando las vacas, viendo los animalitos y las plantas que los pueblan. Testigo del crecimiento de los niños y de su despertar sexual, el bosque es refugio y hogar. Sin embargo, el componente fantástico también está presente. El “agujero”, espacio subterráneo, está rodeado de moscas e inspira miedo. Allí van a caer los restos de Pupille y es el sitio que aterroriza a Peru, cuando Juan se desquita con él su frustración por la huída de Catalina. El bosque también es el lugar de encuentro de los amantes ilegales, Ignacio y Catalina, y de muerte, cuando llega la guerra. Las diferentes características que rodean el lugar son efectivamente subrayadas por Medem, haciendo uso de la música, de la fotografía y de los elementos fantásticos con los que cuenta la película: el tono oscuro y el zumbido de los moscardones rodean el agujero; una brisa suave y un sol cálido acompañan al viejo y a los niños; un viento fuerte y la luz de la luna bañan a los amantes; el hacha vuela con violencia, como especie de boomerang que une a Ignacio y a Catalina, peligro y placer sugieren una relación intensa.

Medem utiliza todos estos elementos con gran maestría, brindando una obra cálida y auténtica, unos seres creíbles, totalmente humanos, miserables y queribles, que no están nada alejados de una realidad concreta. El desarrollo de los personajes es desigual, aunque la estructura de la película no se vea afectada por ello. La cámara de Medem es ágil y elocuente, permite comentarios acerca de sus personajes y situaciones. El humor no está ausente, aunque el sentido de lo trágico, por momentos, domine la trama. Los sonidos apoyan elocuentemente situaciones y sentimientos. Los personajes se desarrollan liberados de esquematismos pesados y fluyen casi espontáneamente. No hay situaciones forzadas, y si se acerca en algún momento a ello (el desmayo de Cristina, por ejemplo) logra resolverlo gracias a la estructura episódica, ya sea incluyendo un intertítulo y planteando una elipsis, o utilizando el carácter desequilibrado de sus personajes, en un sentido creíble. Medem desarrolla un discurso lúcido, regional, comprometido con una realidad y una mitología propias, planteándolas con un lenguaje coherente, ágil, novedoso y desprejuiciado.

Liliana Sáez

Publicado en Encuadre nro. 44-45, Consejo Nacional de la Cultura, Caracas, diciembre 1993, pp. 109-110.

06 septiembre 2006

Volver

Liliana Sáez


Hace un mes que fui a ver Volver... hace un mes que no puedo procesar otra película sin que sus imágenes se interpongan en mi pensamiento. Porque Volver apela a tus recuerdos, a tus experiencias, a tus fantasmas.

Historia de mujeres, donde los hombres que aparecen son sólo pretextos, desencadenantes del drama, seres al margen, sin profundidad, sin complejidad, sólo esbozos, simples referencias para la revisión, ¿para el perdón?, de los afectos y de los traumas de esas mujeres que se reúnen para exorcizar sus fantasmas. Y con los de ellas, también los del espectador, porque a través del humor y del sentimentalismo, Volver es una película catártica.

Volver revisa las relaciones entre mujeres, donde los roles se superponen: la madre, la hermana, la hija, la amiga…; y sus características se intercambian: la protección, el compañerismo, la fragilidad, la ternura, los celos, el reclamo, la animosidad... En esencia, Almodóvar nos brinda una historia donde brilla el humor, que es el espíritu con el que nos vamos de la sala. Volver toca fibras sensibles, pero a la vez, te deja con una sonrisa. Ya no es el exasperante humor misógino de ¿Qué he hecho para merecer esto? o Mujeres al borde de un ataque de nervios, pues hay mucho amor en el armado de estos personajes.

Raimunda, la mujer que lleva adelante la casa donde viven su marido desocupado y su hija adolescente, es interpretada por una Penélope Cruz que recuerda a algunos personajes encarnados por Sofía Loren en las películas italianas de los 60. Cruz compone una mujer plena en su madurez, cuya fuerza le agrega condimento a su belleza. Su hermana, Sole (Lola Dueñas), una peluquera soltera que intuye la presencia de la madre muerta, un fantasma real que revuelve recuerdos, miedos, rabias y frustraciones. Y el secreto familiar que devela la vecina, Agustina (Blanca Portillo), permite la revisión de los sentimientos alimentados durante toda una vida.

Debo reconocer que nunca me creí los personajes interpretados por Penélope Cruz en sus otras películas, pero en ésta brilla gracias a la dirección de Almodóvar. Carmen Maura, en su rol de fantasma (o no), ofrece un personaje de la talla que se espera de ella. Sin embargo, la que captó mi atención fue Agustina, quizá porque el autor la atosiga de pesar, una mujer que se va agotando en un pueblo que pareciera no ofrecer más futuro que los quehaceres domésticos y la visita dominical al cementerio. Sola, bondadosa, vive esperando la develación de una historia familiar que hasta ahora ha permanecido, literalmente, en un silencio sepulcral.

Raimunda y Agustina son contemporáneas, han compartido una niñez en el mismo barrio y en el momento en que las encontramos vemos en paralelo dos ¿vidas? muy distintas. Mientras Raimunda, su hermana y su hija viven en Madrid, Agustina se ha quedado en ese rincón de la Mancha. Su aspecto casi ascético contrasta con la voluptuosidad de Raimunda.

Claramente, Volver es una película almodovariana, por sus colores, por su música, por los personajes, por los temas y por la esencia de los sentimientos que convoca. Es que Volver es un retorno a la infancia, a la familia, al barrio, al dolor, al amor. También lo es por el desborde, principal característica del director manchego. No le alcanza contar una situación extrema… ¡necesita dos!, no le basta con endilgarle el traje pesado de la soledad a uno de sus personajes, ¡le pone encima el innecesario de una enfermedad terminal!

La vida y la muerte son temas recurrentes en Volver. La vida en la figura de Raimunda, en los colores de sus ambientes, en la profundidad de su mirada, en la decisión de sus actos... La muerte en la figura del fantasma, en el cuerpo enfermo de una mujer, en el pueblo que se detuvo en el tiempo... A alguien le escuché decir que la vida no se escribe en borrador, pero Volver propone una nueva oportunidad para corregir, para decir, para plantarse ante la muerte y desafiarla, para que no sea la muerte la que nos calle. Es que mientras estamos vivos podemos expresarle al otro los sentimientos que nos inspira. Volver no es sólo regresar al sitio que nos vio nacer, sino que es el retorno a la inocencia para, desde allí, recomponer los borrones que dejamos en lo que llevamos de vida.