31 agosto 2007

El primer Wong Kar-Wai

Marcela Barbaro


En diciembre del año pasado, publiqué en Kinephilos una nota sobre el film 2046 del director hongkonés Won Kar-wai, su último film estrenado en Buenos Aires. En una suerte de encuentro fortuito, llegó a mis manos su primera obra, su ópera prima As Tears Go By (1988), su título original es Wong gok ka moon, y traducida al castellano se la conoce como Calles violentas. Por desgracia, no pasó por los cines porteños, sino que fue editada directamente a video y dvd.

Calles Violentas tiene una clara influencia de Calles peligrosas (Mean Streets, 1973), de Martin Scorsese, su película más autobiográfica y una de las más queridas, según declaraciones del director italoamericano.

Aquel protagonista rebelde de Calles Violentas llamado Johnny Boy, interpretado por un joven Robert De Niro, será trasladado hacia la piel de Wah (Andy Lau), un asesino a sueldo sagaz e inteligente que integra una de las pandillas callejeras mafiosas de Hong Kong, llamadas tríadas, a la que pertenece también su hermano menor Fly. Pero los constantes errores y torpezas de Fly por querer destacarse y ser “alguien poderoso”, harán que Wah deba protegerlo constantemente, arriesgando sus propias vidas. Entre él y sus hermanos menores hay un fuerte lazo afectivo de solidaridad, cuidado, respeto y honor, donde el mayor deberá siempre velar por los pequeños. Y por esa unión, se arriesgará todo.

Los enfrentamientos entre tríadas surgirán por deudas pendientes a saldar, impostergables ajustes de cuentas e intrincadas luchas de poder y pertenencia, que sólo se podrán mediar y resolver mediante la sangre y la violencia. No hay más códigos que los de la calle y el orgullo para hacerse valer. En ese marco visceral, aparecerá el amor, como la pausa armoniosa y necesaria ante tantos enfrentamientos. Wah conocerá a su prima Ngor (Maggie Cheung), quien debe alojarse en su casa unos días para hacerse un chequeo médico, la atracción que sentirán se transformará en un enamoramiento que lo llevará a Wah a plantearse, por primera vez, un cambio de vida, dejar todo su pasado atrás para comenzar de nuevo y formar una familia. Esa unión, no tardará en transformarse en algo trágico y pasional, como el film mismo, y en realidad como todo el cine de Kar-wai. El amor, como concepción, siempre está relacionado a un cambio de estado necesario y vital, así como de redención y creencia. A través, y gracias a él, se puede prolongar el tiempo como en 2046, tolerarlo de manera de diferente y percibirlo desde otro lugar menos terrible y dramático. El dilema surge en cómo se mantienen y perduran las relaciones afectivas entre los seres.

La cámara de Kar-wai se atreve a romper con el clasicismo, la fotografía comenzará a ser un sello visual como lo hizo en Chungking Express, el montaje toma vitalidad y una buena banda sonora acompañará a sus solitarios personajes en busca de un destino que intentarán extraer, desde el caos de una ciudad que los cría y los despoja.

En este debut, ya se pueden ver y percibir algunos de los puntos claves que formarán parte de un estilo narrativo propio y contundente, y donde comienzan a asomarse temas y estéticas visuales que formarán la punta de un iceberg que se irá descubriendo a lo largo de toda su filmografía más famosa como Chungking Express, Felices Juntos, Con ánimo de amar o 2046.
Sin duda, y por ser un comienzo, ha sido un buen hallazgo el de mis manos.

29 agosto 2007

De la vida misma

No tiene que ver con el cine, es de la vida misma.
Ojalá sirva de algo publicar esta carta en este espacio:
Que Clara Anahí Mariani pueda reencontrarse con su abuela.
Para ver la información, hacer clic sobre la imagen.

LS


27 agosto 2007

"Araya" en Miradas de Cine

Liliana Sáez




En Miradas de Cine lectores y críticos votaron sus quince películas preferidas de los años 50. A pesar de que se quedaban muchas, muchísimas fuera de la selección, yo voté. Y como Venezuela ha dejado una huella imborrable en mí, no pude dejar de incluir una película que, en cierto modo, es un homenaje a ese país tan particular, que me cobijó nada menos que durante veinte años.
Escribí sobre Araya, el único largometraje de Margot Benacerraf, la autora de ese corto genial que es Reverón.

Margot Benacerraf es la primera mujer que se dedicó al cine en Venezuela y a quien siguieron nombres como el de Solveig Hoogesteijn y Fina Torres, entre otras. Pero Margot, además, creó la Cinemateca Venezolana, un espacio que albergó el mejor cine que se ha proyectado en el país. En ese espacio, al que tuve el honor de pertenecer, conocí a Margot. Una mujer que es una institución, que si te pones a conversar con ella suele llevarte de la mano por sus recuerdos en una gratísima compañía.

No les cuento más sobre Araya, que ahí está la nota en Miradas de Cine. Esa huella imborrable que Venezuela ha dejado en mí, permanece viva y late con mayor fuerza cuando me provocan a escribir sobre el cine que me gusta, como en este caso.

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En la fotografía, Margot Benacerraf busca el mejor ángulo de una panorámica en la península de Araya.

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El texto tal como apareció publicado:

ARAYA (Margot Benacerraf, 1959)
Liliana Sáez
Ubicada al norte de América del Sur, gobernada actualmente por un presidente que se define como socialista y que se enfrenta en sus discursos al poderío de los Estados Unidos, aunque por debajo de ese discurso haya negocios de cifras millonarias gracias al mercado del petróleo, Venezuela vivió en los años 50 bajo el gobierno personalista y autoritario de Marcos Pérez Jiménez, quien le dio impulso al país, a través de admirables obras de infraestructura (autopistas, centros urbanos, urbanizaciones, monumentos, ciudad universitaria, etc.) que aún sobreviven como íconos de una época pujante. Esa obra monumental fue financiada por la explotación petrolera, llevada a cabo por empresas norteamericanas que se habían establecido en la zona más cálida de Venezuela, donde el petróleo parecía una bendición nacida en el centro de la tierra.

En 1958, la división de las fuerzas armadas alejó del poder a Marcos Pérez Jiménez y preparó al país para el establecimiento de una democracia que sobreviviría gracias al pacto firmado en Punto Fijo, donde los principales partidos políticos se comprometían a mantenerla, alternándose en el gobierno y dejando fuera de sus proyectos a la izquierda, que se mantuvo en la lucha, sin lograr acceder al poder, hasta el advenimiento de Chávez, aunque éste no represente a aquellos grupos que fueron marginados por la socialdemocracia (Acción Democrática) y la democracia cristiana (Copei).

Ese país pujante y en franco desarrollo, abierto a la inmigración y con un proyecto promisorio, con el histórico pasaje de la dictadura a la democracia, será en parte, la contracara de lo que nos ofrece Araya, pues nos muestra una región que no acusa ese vertiginoso auge e impulso creciente de un país que va transformándose para pasar de lo rural a lo urbano, con un cariz casi cosmopolita. Lo que sí existe detrás de Araya es la realidad de una clase intelectual, cuyos miembros se convertirán en protagonistas culturales que proyectan su obra más allá de las fronteras del país, que se nutren de conocimientos en París o que viven holgadamente en las zonas más caras de Caracas y envían a sus hijos a estudiar a Europa.

Araya parece ser un film maldito. Maldito, porque no encontró su lugar en la filmografía documental como género, ni en la producción de su directora, ni en la representación de su país. ¿Por qué digo esto? Es que Araya es un film que podría catalogarse de documental, porque muestra la labor que los pobladores de la península de Araya (en el noroeste del país) realizan de sol a sol en las salinas del lugar. Pero su autora niega que lo sea, pues insiste en que ella preparó un guión y ubicó a sus personajes de acuerdo a ese guión, en lugar de registrar “desde afuera” las acciones que los pobladores realizaban día a día. Y allí entraríamos en un terreno polémico en el que tendríamos que detenernos a definir los matices de la realidad, materia prima del cine, y su reproducción. No es de eso de lo que quiero hablar, porque el tema que nos reúne es la cinematografía de los 50 y no los límites entre la ficción y el documental. Quiero hablar de los injustos reveses que ha sufrido este film que es un hito en la historia del cine venezolano.

Margot Benacerraf nació en la Caracas de 1926, que en ese entonces vivía los últimos años del gobierno dictatorial de Juan Vicente Gómez, un gobierno tan gris que dejó al país con treinta años (los que duró su dictadura) de atraso con respecto al resto de los países de América latina. Benacerraf pertenece a una de las familias más acomodadas de Venezuela. Estudió cine en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC) de París y volvió a su tierra a filmar, primero, un cortometraje sobre el pintor venezolano Armando Reverón, “el pintor de la luz”, que recogió valiosos comentarios de la crítica cinematográfica, incluso de aquella que se leía en Cahiers du Cinéma. Con ese estímulo encaró la filmación de Araya, film que le permitiría un mayor reconocimiento internacional.

Conviviendo largas temporadas con los sujetos de su obra, plantándose horas y horas frente a los posibles escenarios que le ofrecían las salinas, Benacerraf se pasaba los días buscando los elementos que le darían cuerpo a su historia. Con una mirada casi antropológica, la autora nos muestra, con encuadres cuidados, la fotografía en blanco y negro, y una composición verdaderamente poética, las condiciones primitivas en que se desarrolla la vida de esos seres que viven de la pesca y de la producción de la sal en un rincón olvidado del país, que más allá de ese entorno se mostraba con un impulso vital desmesurado.

Araya compitió en el Festival de Cannes, donde no sólo fue admirada y despertó cantidad de comentarios auspiciosos, sino que además recibió el Premio Internacional de la Crítica, junto a Hiroshima mon amour (Alain Resnais), en su edición de 1959. Sin embargo, su autora no había quedado conforme con el montaje de su film. Habiéndole hecho caso a los distribuidores, la duración original de tres horas (que tanto Renoir como Langlois le habían recomendado no cortar) pasó a ser una versión de ochenta minutos que nunca conformó a Benacerraf, a tal punto, que esta mujer que sobresalía en el panorama cinematográfico no sólo venezolano, sino latinoamericano e internacional, no volvería a rodar nunca más.

En Venezuela, la película tardó dieciocho años en estrenarse, debido a varios contratiempos, que incluían desde la pérdida de la copia hasta la enfermedad de la directora, pasando por ese montaje que no terminaba de complacer a su autora. El país natal de Margot Benacerraf vivía al ritmo de los cambios sociales y políticos del resto del continente. Los años 70 irrumpieron con su carga ideológica y el Festival de Cine de Mérida ofrecía a los ojos ávidos de propuestas fundamentales, las imágenes revolucionarias del cine de Glauber Rocha, de Jorge Sanjinés, de Octavio Getino y Fernando Solanas, de Fernando Birri, de Gutiérrez Alea… Un cine comprometido con la realidad social y política de la región, un cine que buscaba concientizar al espectador para que no fuera un ente pasivo frente al film, sino que por el contrario tomara en sus manos la solución de una realidad hecha sobre la base de la colonización y la explotación. En ese marco, Araya apareció como anacrónica, como una hermosa película que mostraba algo que había sucedido mucho tiempo atrás.

Sin embargo, Araya contiene todos los elementos que permiten ubicarla entre las mejores películas de los 50. Su cuidado estilo, su mirada contemplativa, el lirismo de sus luces y sombras, los hermosos y desolados paisajes que ofrece la salina, la orquestación de esos cuerpos que son parte de un gran mecanismo que realiza un trabajo agotador… forman un conjunto de imágenes con gran fuerza narrativa y poderosa carga estética, que permite ubicar a Margot Benacerraf como un referente del cine poético venezolano.

Ya no importa si estamos ante una ficción o un documental, es una pena que no haya habido más películas de su autora; hoy vemos este film no sólo como un regalo para nuestros ojos, lo vemos en su contexto, con todo lo que le jugó a favor y en contra. Y en el balance, la rescato como una película que debería ser accesible para todos, como un film para recuperar, como una obra de arte que no debe quedar en el olvido.

25 agosto 2007

Barthes dixit



"Humboldt llama a la libertad del signo locuacidad. Soy (interiormente) locuaz, porque no puedo anclar mi discurso: los signos giran 'en piñón libre'. Si pudiera forzar el signo, someterlo a una sanción, podría finalmente encontrar descanso. Pero no puedo impedirme pensar, hablar; ningún director de escena está ahí para interrumpir el cine interior que me paso a mí mismo y decirme: ¡Corte! La locuacidad sería una especie de desdicha propiamente humana: estoy loco de lenguaje: nadie me escucha, nadie me mira, pero continuo hablando, girando mi manivela".
Roland Barthes, en "Fragmentos de un discurso amoroso", publicado por Enfocarte. Fotografía: teconleche

13 agosto 2007

Mi encuentro con el cine

Marcela Barbaro

Mi encuentro con el cine fue de la mano de mi padre alrededor de los seis años. Los juegos tramposos de la memoria hicieron que no recuerde a qué cine fuimos. Lo que sí persiste, con la misma nitidez de entonces, es mi mano agarrada de la suya hasta llegar a un teatro de Buenos Aires plagado de butacas coloradas y suntuoso telón donde proyectaban una película, también veo aquel largo piloto de color claro que siempre usaba, y el sabor en mi boca de la menta bañada en chocolate, que aún se vende, y que siempre me compraba. Gracias al amor que él sentía por el arte, su valioso legado vive en mí como puede.

Mi homenaje a ese primer encuentro, a esa primera experiencia, lo dejo en esta poesía, que trata de acercarse a lo que fue aquel día.


A partir de los Lumière

El cine rasgó la membrana de mis párpados
y nunca más volvieron a cerrarse,
atrás quedaron la sombra y la oscuridad
que me separaban del sortilegio cautivo de sus imágenes.

Mis ojos se enamoraron de él inmediatamente,
quedaron sujetos a la poesía oculta de su flujo
al juego variable
entre tiempos y espacios
quietud y movimiento
abundancia y despojo.

¿De cuántos sueños se formó su misticismo?

Como correlato del tiempo:
su mudez,
decidió un día romper su mutismo
el blanco y negro,
una noche melancólica se emborrachó con colores
las cámaras hartas de su inmovilidad,
salieron rebeldes a estirar sus piernas.

Lo único que no cambió es la fidelidad de mi mirada,
aún me encuentro con El Globo Rojo atado a mi butaca.

06 agosto 2007

apuntes. la cámara en tu apartamento

marc jardí


uno. nana cruza el umbral que le separa de la luz de la calle con la oscuridad de su vecindario. ve algo que le asusta, se esconde. dos. la portera sale de su cueva para llegar al patio de luz. ve a nana y da marcha atrás.

tres. un duelo al sol. una carrera donde el trofeo es una llave. la cámara se sitúa en el balcón de un apartamento, perfecto para que podamos seguir la acción.

en el balcón de un apartamento. un francés que observa la situación de una francesa, que quiere entrar en su apartamento, pero que se lo impide otro francés. como voyeurs, intervenimos en el acto aportando otro punto de vista: el de las personas que no actúan, que se esconden tras la cortina.

Forjando sueños

Ignacio llega desde Aula Crítica. Aquí, nos brinda un pequeño texto de gran calidez y sentimiento, que es de donde se escribe sobre lo que amamos. Siempre he creído que la pasión por el cine tiene un germen en nuestra infancia, seguramente se sentirán identificados en algún punto. Disfrútenlo.
Bienvenido, Ignacio.

LS

ISMAEL Y LA FILMOTECA PACENSE
Ignacio Ayuso Barreto


Siempre asocié el cine a noches de invierno en las que uno, cuando era chiquito, simulaba llevarse un cigarro a los labios y luego expulsaba el vaho, puro humo hecho de aliento. Al fin y al cabo, nuestra ilusión de fumadores adultos era, en esencia, la materia que conforma el cine, aquella con la que se forjan los sueños.

Los antiguos Multicines Avenida, donde mi padre solía llevarnos a mis hermanos y a mí, es hoy sede de La Filmoteca de Extremadura. Este edificio antiguo, tosco, robusto, destaca por su blancura del resto de los edificios grisáceos del entorno; una construcción con predominio de las líneas verticales provoca que el observador atento constate con asombro que la intención del coloso marmóreo es elevarse hacia los cielos, cual ballena blanca que emerge del mar.

Como el animal surgido de la imaginación de Melville, su vida ha sido azarosa y ha sufrido numerosas heridas: reformas, restauraciones y reparaciones varias. En la década de los 80, el capitán Ahab, disfrazado de capitalismo, le proporcionó el arponazo final, fatal: fue reconvertido en un casino donde señoras y señores endomingados se gastaban alegremente los cuartos. Ya lo dijo Khalil Gibrán: “El hombre no puede descender más bajo cuando cambia sus sueños por oro y plata”.

Pero al igual que en la novela, la ballena blanca finalmente se rebela, destruyendo al capitán –que casi rima con capital– y a su ávida tripulación. Con el rimbombante nombre de Centro de Ocio Contemporáneo acoge en su seno conciertos, monólogos de comedia, teatro y, por supuesto, alberga a la Filmoteca de Badajoz, para la que se ha reservado la sala con mayor aforo –133personas– a un euro la entrada.

Con tan módico precio uno no encuentra excusa para no correr a refugiarse en su cálido interior, en esas noches de invierno y, contemplando su fachada, susurrar: "Llamadme Ismael…”, justo antes de ir a la ventanilla y comprar un pasaje para otra aventura.

03 agosto 2007

La insoportable levedad del ser

(Gracias, Maestro!)
Raúl Bellomusto



Hay una toma de El séptimo sello que resume toda la filmografía de Ingmar Bergman. En medio de uno de sus repetidos coloquios con el caballero Antonius Block, La Muerte lo mira de frente. Nada raro, salvo por la formalidad adoptada por el Maestro. Esa toma está hecha en cámara subjetiva. Subjetiva de La Muerte: la muerte somos nosotros, está en nosotros, pequeños espectadores, finitos jugadores de ajedrez. Somos el cruzado y la muerte misma, somos mortales de nacimiento. Es natural, hay que admitirla. Y en un diálogo, ¿por qué no? el cineasta la resuelve en el clásico recurso del plano y contraplano.

Esa toma reduce toda la obra de Bergman porque Bergman nos representó desde ese lugar, desde el más recóndito rincón de nuestras almas que pide a gritos explicaciones, pruebas, alivio para nuestras angustias existenciales: ¿qué es la muerte? ¿Adónde vamos después de morir? Al cabo, ¿Dios existe?

Esa toma me estremeció, la comenté con mis amigos, nos incomodó en demasía. Nos ponía cruda y directamente en una posición demasiado pesada como para ser digerida a las apuradas. Obligaba a la reflexión. Nos transportaba, quizás, a la obligación en la que se veían, a su vez, aquellos soñadores setentistas que debatían “Bergman” en la calle Corrientes, los sábados por la noche o los domingos por la tarde.

Porque Bergman también era eso: apasionados debates, fuertes porfías, la placentera sensación de estar puestos a pensar. No era difícil el cine de Bergman, la vida es complicada. Y el cine es reflejo de la vida, es la toma de posición que el creador hace frente a ella.

La Muerte juega con toda la eternidad a su favor. Por eso ese cuadro medieval que obsesionaba a Bergman: La Muerte serruchando, tranquilamente, pacientemente, la rama del árbol adonde el aterrado juglar trepó para escapársele. Tanto lo marcó esa pintura que la convirtió en otra de las escenas de El séptimo sello. Hoy el Maestro fue alcanzado. Hoy La Muerte le dio jaque mate. Pero ahí está su obra, la verdadera prueba de la, tal vez, única trascendencia a la que podamos aspirar. El ejercicio de un arte puede serlo, nuestros hijos pueden ser nuestra obra maestra. Por allí habremos, o no, de trascender. Esto lo sabía sobradamente el gran sueco: por ese lado, señora Muerte, permítame decirle, con el debido respeto… que Bergman llegó a la meta y coronó.

Julio de 2007