25 julio 2007

Pelo de rata, pizca de albahaca

Andrés David Aparicio Alonso


Hace unos días preparé fríjoles. Era la tercera vez que lo hacía y me dejé llevar un poco. Calentar, cortar, agregar, oler, agarrar una pizca de polvos mágicos, agregar, oler, revolver, revolver, revolver, oler, esperar, caminar, alejarse, oler, dar la vuelta, acercarse, oler, decidir, revolver y apagar. Cocinar puede hacerse en solitario pero nunca será una labor solitaria. No sólo me acompañan los ingredientes, sino los recuerdos de otros platos, otras cocinas, otros cocineros, recuerdos propios y ajenos.

Acompañados por arroz blanco (cuya preparación es otra pequeña historia). Así me gustan los fríjoles, así los comí. El primer bocado me hizo decir que le faltaba sal. Acompañado por ella. Así me gusta el almuerzo, así lo comí. Su comentario fue que no le faltaba que estaba perfecto. Asentí pero dudé. Con cada cucharada, trataba de encontrar un defecto y ella lo refutaba. Tenía la sal justa, el sabor del chorizo realzaba el gusto terroso de los fríjoles, la inesperada pizca de pimienta en el arroz aromatizaba todo y en la mitad del almuerzo tuve que reconocerlo: no sólo había quedado sabroso, sino que había quedado excelente. No soy el mejor cocinero del mundo (ese honor lo tiene una rata) pero a veces, cuando todo se conjuga como debe ser, resulta un plato del que se puede hablar.

No era una receta elaborada, innovadora o con intenciones de sorprender. Fríjoles con arroz, receta básica de muchas partes del mundo y en este caso con estilo colombiano, receta familiar que terminó llenando más que el estómago. No quería sorprender pero el plato lo hizo. A veces, cuando todo se conjuga como debe ser, lo común resulta extraordinario.

Salir del cine después de ver una película se parece a terminar de comer. En ocasiones, la película no satisface y es fácil encontrar defectos: que el guión está mal estructurado, que los personajes hablan como si fueran robots (y no lo son), que la música no cuadra con el contenido, que esto y que aquello. Otras veces la película satisface porque rompe con ciertas ideas: la música parece no cuadrar con el contenido, pero cada nota aportó un nivel adicional de interpretación para ese diálogo parsimonioso que nos entregaban los actores. En otras, la película no satisface porque es predecible y pudo haber sido más pero no fue. A veces, sin embargo, es predecible en justa medida.

Salir del cine después de ver Ratatouille fue como el primer bocado de esos fríjoles. Me gustó pero era una película predecible y quería encontrarle defectos. Empecé por la historia de amor, pensando que sin ella podríamos haber visto un poco más del mundo de las ratas, pero eso me llevo a pensar que lo mostrado es suficiente porque lo importante es la cocina. Lo que se muestra del mundo de las ratas es suficiente y necesario para lo que sigue. Con la historia de amor y el mundo de las ratas a salvo, intenté perjudicar a los personajes pero fue una batalla corta. Cada uno está bien definido, cada uno tiene una voz clara y hasta los diálogos son limpios.

Estuve un buen tiempo en esas, pasando por alto la animación porque de entrada no le pude encontrar problemas; recordando la suavidad con que fluye la película y en especial el momento cuando el crítico culinario, casi que antagonista por antonomasia, se enfrenta por fin al genio de la rata. La comparé con otras películas; descubrí que, en esa línea, desde Buscando a Nemo no había visto algo parecido; también me di cuenta que, desde El Rey León, Disney no había sido la misma; y que esta película se sentía como una de las antiguas historias que llegaban de ese lugar.

Varias cuadras después y varios grados menos, tuve que reconocerlo: no sólo es una película entretenida, sino que es excelente. No pretende romper esquemas, no intenta sorprender, no quiere que abramos la mente a otras realidades. Solamente nos cuenta una historia sencilla, humana y hermosa, usando las palabras y las imágenes justas, sin abusar, sin obligar. Como los fríjoles, viene de una receta familiar. Como ellos, logró que de lo común resultara algo extraordinario.

20 julio 2007

La vie en rose

Como peregrina de la Blogósfera, llegué un día a Cacho de pan, el blog de Dante Bertini, donde encontré posts que me eran familiares, por el tono, por la anécdota, por sus gustos... Dante escribe, dibuja, ilustra... Es un artista que se define en cada texto que escribe. Y qué bien lo hace. Leí esta crítica y se la pedí, para compartirla con ustedes. Quise invitarlo a visitarnos, justamente hoy, Día del Amigo, como homenaje a los amigos que he sumado este año gracias a kinephilos. A los amigos de siempre, mi abrazo de cada día.
Bienvenido, Dante.
LS


ANOTHER SONG
Dante Bertini


Dos noche seguidas, viernes y sábado, fui al mismo cine de mi barrio barcelonés –el Alexandra, único con coronita incorporada– a ver películas sobre cantantes famosos. Aunque pertenecientes a épocas y sociedades muy distintas, los dos tuvieron un más que notable éxito popular. También en ambos las drogas duras funcionaron como detonante de explosivas cargas interiores, ocasionando desvastadores destrozos en sus propias vidas y más de un efecto colateral en las de aquellos que los rodeaban.

Antes que nada, y casi como una disculpa, debo decir que me habían gustado especialmente todas las historias anteriores de Gus Van Sant, así que parecía interesante ver que había hecho el re-creador de Psicosis con los últimos días (Lasts days) en la vida de Kurt Cobain, el líder de Nirvana y marido de la, más que avasallante, atropelladora Courtney Love.

Me aburrí hasta la inquietud, la desesperación, el hartazgo y el sueño más profundo, todo ello por ese orden y en sólo una hora y media de espectación. Digo bien, "expectación", porque durante los noventa minutos de película –para ser justos habría que descontarle unos diez de cabezadas– me mantuve expectante, ansioso por ver en qué momento aparecía el genio de Van Sant dándome una buena excusa para tragarme el pesadísimo, indigerible resto. ¿Es válido retratar el vacío mostrando durante hora y media un agujero sin fondo? Supongo que sí, pero también es válido que los espectadores se duerman o se llenen hasta los mismísimos celuloides de mal humor y decidan que nunca más, y al cielo pongo por testigo, gastarán un montoncito de euros en este Dis-Gust Van Sant. Que un kilo de cerezas de primera calidad cuesta casi lo mismo y suele producir un inmenso caudal de endorfinas.

Al día siguiente, como nadie tuvo a bien invitarme a alguna popular "Revetlla de Sant Joan", esas donde los mozos del pueblo intercambian alegremente, entre estruendo de petardos y descorches de cava barato, pan, mujeres y gabanes –¡con el calor que solemos padecer aquí por estos días!–, repetí cine mayestático o de coronita, peli de cantante y compañía de amigos. Del grunge punk saltamos a la chanson francesa, de Kurt Cobain a Edith Piaf, del reviente tonto, aburrido, sin motivo aparente, a una historia tan melodramática que ningún autor en su sano juicio se atrevería a inventarla. La vie en rose (La Môme) es una película sentimental entretenidísima, de esas que ya no se hacen. ¿De culto? Debería serlo, aunque más no fuera por la actuación de Marion Cotillard, magnífica, reencarnada Piaf, y por la banda sonora con la voz y las canciones del auténtico "gorrión de París". Durante las dos horas y media de esta película hay de todo, mezclado y al por mayor, como en la vidriera de los cambalaches (tal vez, tratándose de un film tan parisino, debería haber puesto "de algún Marché aux Puces"). Glamour y prostitución, éxito e intoxicaciones, pasiones desenfrenadas y asesinatos misteriosos, se pasean por el film junto a los fantasmas de Marcel Cerdan, Jean Cocteau, Marlene Dietrich, Louis Leplèe, Ives Montand, Theo Sarapo o Eddie Costantine, sólo algunos de los muchos que se implicaron afectiva o amorosamente en la vida de esta mujer tan talentosa como difícil. A producciones de este tipo se las suele llamar con cierto desprecio "biopics". Como no sé qué crítica le habrán sacado el El País o Cahiers du Cinema, tal vez al elogiarla estoy tirando a la basura el poco prestigio que me queda(ba). Pero entiéndanme: la última noche de San Juan no se me ocurrió quemar de una vez y para siempre esta maldita manía de decir lo que pienso.

09 julio 2007

¡Que viva la música! (2)

La publicación de un párrafo de ¡Que viva la música! (QVLM) para atender la solicitud de una tocaya de apellido, recibió el siguiente comentario por mail. Enriquecedor comentario, para aquellos que amamos la escritura de Caicedo. No pude guardármelo para mí. Aquí lo publico para quienes comparten conmigo esa pasión.
También utilizo la fotografía que tan gentilmente nos cede Andrés Meza, donde se puede ver cómo está hoy la Remington que utilizaba Andrés Caicedo. Toda una pieza de museo.
Gracias a ambos por su aporte.
LS



María Eugenia Sáez, a quien también pueden leer en Letralia, dice:

Cada caicerista tiene su trozo preferido; el mío es el del concierto de Fania al final con el toquecito del gateo o, alternativamente, el de los hongos alucinógenos y la canción del Niche.

El que mandaste es muy representativo de la parte "musical" de QVLM pero no de su inseparable correlativo: la droga. Y claro que es doloroso unir ambas partes. Pero hay que hacerlo y, en honor a Caicedo, presentar a QVLM en sus dos inseparables mitades. Por supuesto que Cali no es sólo salsa y droga. Pero sí son estos dos componentes lo principal de QVLM. Tampoco París es sólo cafés y snobs existencialistas, pero sí en la obra de un par de parisinos famosos. Ni es París pura grisura y tristeza, pero sí en la Guía Triste de París del peruano Bryce. Bueno, es una opinión, la mía, y no está labrada en piedra como las tablas mosaicas.

El trozo que me mandaste está bien para mis alumnos y te lo agradezco. Es un trozo interesante y sin duda distintivamente caiceriano, marca de fábrica, digamos; pero lo encuentro algo artificioso en el sentido de topos literario: la musica enloquece, los cuerpos trepidan, una frasecita cantada por aquí y otra por allá mi negra y Ay A-lalalá lalalá... El vocabulario se vuelve algo cliché; por ejemplo:

embutir a los bailadores en una tercera realidad, en donde cantantes machos han cambiado de sexo o son entes neutros, y bailar la irrealidad, azotar los caballos enloquecidos, llenar de fiebre las trompetas mareadoras

O en esta otra frase donde Caicedo iba bien (si es que la idea era crear una especie de oración mística en reverso, tipo mallarmiano misanegriano) y hubiera llegado a genial conclusión, si Caicedo hubiera mantenido el tono hasta el final; pero le mete una frase clasemediera como "confunde mis valores" y "abandonándome a la criminalidad"; a ver qué piensas; a lo mejor estoy leyéndole demasiado criticamente:

[Música] me tiro sobre ti, a ti sola me dedico, acaba con mis fuerzas, si sos capaz, confunde mis valores, húndeme de frente, abandonándome en la criminalidad...
o esta en la que la protagonista y el narrador se vuelven un ente racional, :

de nada puedo estar segura, ya no distingo un instrumento sino una eflusión de pesares y requiebros y llantos al grito herido, transformación de la materia en notas remolonas, cansancio mío, amanecer tardío, noche que cae para alborotar los juicios desvariados, petición de perdón y pugna de sosiego.
algo sí que distingo si digo "de nada puedo estar segura, ya no distingo un instrumento sino una eflusión de pesares"; es un intento de Caicedo de apagar el motorcito de la racionalización y no le salió bien. La protagonista, la supuesta rubia tonta y vana, se autoanaliza como si fuera un profesor de lógica puesto a escribir un libro sobre la cultura dionisíaca.

Algo le faltó a Caicedo para llenar los vacíos entre la rubia tonta a la que el narrador mira, en la primera escena, entre divertido y compasivo, y esta fenomenóloga de la escena de arriba. El que está analizándolo todo es el narrador quien, ante los ojos del lector, se funde en María del Carmen sin más ni más, se vuelve un andrógino, un andrógino drogado y melómano, demasiado al tanto de que está abocado a la autodestrucción.

El narrador mirón y sabelotodo, típico narrador masculino de novela latinoamericana de los 70, es mucho mejor en la primera escena, en la que mira embelesado el pelo recién shampuado de su diosa rubia, de ella que es símbolo del sueño particular de él de llegar a ser parte de la clase media-alta, en Estados Unidos de ser posible. Ese narrador absorto, autocomplaciente y burlón, de repente se sorprende a sí mismo en el acto de observar, porque del pelo rubio y límpido de María del Carmen, pasa a verse sus propios bracitos, su falta de fuerza, su falta de masculinidad.

Creo que Caicedo tenía prisa por terminar esta novela. Creo también que es una novela genial. Y sigo creyendo que es de las 10 mejores cosas que he leído de literatura del XX. Soy caicerista hasta la médula.

María Eugenia Sáez

07 julio 2007

Que viva la música

Para María Eugenia, que pide un fragmento de Que viva la música, la novela de Andrés Caicedo, para compartirlo con sus alumnos. Aquí va ese trocito pedido, un solo párrafo, pero significativo.
LS


(...)
Cuando Rubén se quería tirar al tres yo lo acompañaba. Aprendí mucho con su miseria. Me enseñó el brillante misterio de las 45 revolucones por minuto para un disco grabado en 33, invento caleño que define el ansia anormal de velocidad en sus bailadores. ¿Cómo, quién fue el que probó a ver cómo sonaba Qué bella es la Navidad en 45, o Micaela se botó? Se debe haber creído un genio ante el resultado, compositor Welter Carlos. El 33 vuelto 45 es como si lo flagelaran a uno mientras baila, con esa necesidad de decirlo todo, para que haya tiempo de decirlo 16 veces más, y a ver quién nos aguanta, quién nos baila. Es destapar el espíritu, no la voz, sino eso turbio que se agita más adentro, las causas primordiales para levantarse y buscar la claridad, el canto. Es volver necesaria y dolorosa cualquier banalidad, porque hay Salsa, mamá. Es apretujar esquelas de música, enrevesar pianos que habían arrancado en líneas directas, embutir a los bailadores en una tercera realidad, en donde cantantes machos han cambiado de sexo o son entes neutros, y bailar la irrealidad, azotar los caballos enloquecidos, llenar de fiebre las trompetas mareadoras, deshilachar como carne trozos de música salada y caliente, hacer acopio de fuerzas, Tulia Fonseca, Tulia Fonseca, que el bailador piense: "Está durísimo y sólo llevo dos minutos. ¿Cómo quedaré después de media hora de canciones?" Música que se alimenta de la carne viva, música que no dejas sino llagas, música recién estrenada, me tiro sobre ti, a ti sola me dedico, acaba con mis fuerzas, si sos capaz, confunde mis valores, húndeme de frente, abandonándome en la criminalidad, porque yo no sé nada y de nada puedo estar segura, ya no distingo un instrumento sino una eflusión de pesares y requiebros y llantos al grito herido, transformación de la materia en notas remolonas, cansancio mío, amanecer tardío, noche que cae para alborotar los juicios desvariados, petición de perdón y pugna de sosiego. Sosegón, magnífica confusiña de ánimos vencidos por tres minutos de canción: así es el 45. Y que lo bailen todos, los quiero ver zapatiar sin esperanzans: que el ideal de la vida se reduzca a dar un taquito elegante para cerrar pieza, y esperar que coloquen responsable melodía. La rumba está que no puede más.
(...)


Andrés Caicedo: Que viva la música, Plaza & Janés, Bogotá, 1985, pp.140-141.