15 mayo 2016

Oleg y las raras artes, de Andrés Duque

Liliana Sáez

Oleg y las raras artes

El Hermitage ha quedado plasmado para el cine en los inolvidables planos secuencias subjetivos de El arca rusa (Russkiy kovcheg), de Alesandr Sokurov. La referencia es obligada, aunque esta vez por oposición. Dos de sus pasillos y la sala donde se encuentra el piano dorado de Nicolás II están presentes en la cámara fija del director venezolano Andrés Duque, actualmente instalado en Barcelona, responsable de situar en un espacio cuasi natural a Oleg Karavaychuk, el único pianista que tiene permiso para ejecutar el famoso piano del museo.
Una imagen en plano general, totalmente simétrica, de un pasillo dedicado a la música, nos muestra al maestro ruso de 88 años como una delgada figura anacrónica, con su rubia melena beatle, sus amplios pantalones de botamanga ancha, un suéter larguísimo y una boina acomodada de lado. Su voz narra la incomprensión que le genera la ausencia del presidente Putin al aniversario del museo, para pasar a contar que fue artista predilecto de Stalin o narrar el horror que le causó ver que su música fuera utilizada en una película rusa que narraba el fin de la familia zarista. A lo largo del filme sus dichos oscilarán, contradictoriamente, entre la admiración por el histórico presidente ruso y la realeza.

Sus frases nos descolocan, como cuando dice que le gusta visitar el cementerio, porque se enamora de las imágenes de las jóvenes de la nobleza que han muerto prematuramente. Sin embargo, la película cobra vuelo, literalmente, cuando sus manos se posan en el teclado del antiguo y elegante piano decorado con frescos, cuyas patas doradas subrayan el barroquismo de su arte. Allí, Karavaychuk deja de ser ese personaje excéntrico que se nos ha mostrado para constituirse en dos manos avejentadas, toscas y sucias, que le arrancan sonidos al instrumento musical, como si fueran aves de rapiña, regalándonos una música brutal pero encantadora, que nos envuelve en la belleza de la violencia rítmica. En primer plano fijo, vemos las manos que suben y bajan para posarse sobre el teclado, por momentos con la fuerza de un puño, golpeando el teclado, o con la punta de los dedos toca las teclas que le obedecen al artista, regalándonos una armonía extraña, sobrenatural, mágica, que como él dice, conjuga consonancia con disonancia, hasta llevarnos al ritmo jazzístico que desprecia. Asistimos, embobados, a una especie de revelación sonora. Y Oleg lo sabe, porque dice que nunca antes hubo una música como la suya. Y nunca antes, ese piano brindó los acordes que terminamos de escuchar.

La última Navidad de Julius

Liliana Sáez

La última Navidad de Julius

Julio Barriga es poeta en Tarija, un pueblo de calles de tierra, en Bolivia. Recibe a su interlocutor en una casa derruida, con baño compartido y una pileta en el patio para asearse. Su hogar se limita a una habitación con las paredes cubiertas de estantes, donde reposa la excesivamente ordenada biblioteca del escritor. La cama deshecha, además de lugar de descanso, es el espacio de trabajo del poeta, donde semidesnudo lee sus anotaciones.
Quizá con menos metraje, este documental hubiera crecido en énfasis y profundidad. Pero se queda en la repetitiva ceremonia de lectura, un soliloquio casi interminable, poblado de frases ocurrentes, como podrían ocurrírsele a un poeta bohemio en cualquier parte de la tierra.
Si ese documental hubiera sido el corto que creemos sumaría a la obra que obtuvo una Mención Especial en Bafici 2016, lo único de lo que no podría prescindir es de un sensible homenaje, una poesía entre sarcástica y humorística, pero cargada de honda admiración hacia Amy Winehouse, a quien ha descubierto con la noticia de su fallecimiento: “Ya cerca de la muerte he visto la luz… y es Amy”. La describe como una mujer de “patética belleza y siniestra ternura”. De ella dice: “Hay momentos en que pasa a ser la luz de mi oscuridad”. Una oscuridad que tiene que ver más con la muerte: “nos redime sacrificándose a sí misma”. Y concluye: “Si la vida es insoportable, el suicidio es un deber”. A modo de travesura, por haber encontrado ese juego de palabras que no es políticamente correcto, define a Amy con una generalidad: “Las únicas chicas buenas son las malas”.

Leer más...


Todo comenzó por el fin, de Luis Ospina

Liliana Sáez




Programada en la Sección Cinefilias, Todo comenzó por el fin, del director colombiano Luis Ospina, no dejó indiferente a nadie. En ella, Ospina logra el más personal de sus documentales. Si bien la primera intención era la de contar la historia del Grupo de Cali, apoyándose en sus dos compañeros que tentaron fatalmente a la muerte: Andrés Caicedo (de quien hemos escrito en reiteradas oportunidades) y Andrés Mayolo (director de cine y televisión, además de docente), todo se replantea cuando a Ospina se le detecta un cáncer durante el rodaje. Este hecho cambia el eje del filme y, ahora sí, es un sobreviviente literal en la historia del Grupo de Cali. 

En una extensísima película que no decae ni por un momento, utiliza material de sus otras obras y recoge las opiniones del resto del equipo que trabajó junto a ellos en los rodajes. Se trata de una generación que no ha buscado la descendencia, eternos adolescentes que disfrutan de estar juntos y hacer travesuras. Pero esas travesuras tienen un trasfondo culturalmente sólido, que ofrece una obra contundente. Cómo se conocieron, quiénes eran Andrés Caicedo y Carlos Mayolo, cómo era esa comunidad que habitaba Ciudad Solar, qué significó el suicidio de Andrés, cómo repercutió en ellos la muerte de Mayolo, en qué lugar de la historia se ubicaron en el pasado y en cuál se encuentran hoy… 

Ospina ha madurado y su película es sobrecogedora. Habla, desde el  corazón, de su vida, en la que sus amigos y colegas son entrañables hermanos que aún lo acompañan y mantienen vivo ese espíritu que los sobrevolaba en aquellos años 70 y 80. Si tuviéramos que quedarnos con una escena, creemos que elegiríamos la de Mayolo dirigiendo la orquesta. Es sensible, divertida y puede resumir el espíritu de unos seres elegidos y de la época que les tocó vivir.



Extracto de la crónica de Bafici 2016.

14 mayo 2016

La larga noche de Francisco Sanctis, de de Andrea Testa y Francisco Márquez

Liliana Sáez

La larga noche de Francisco Sanctis, de Andrea Testa y Francisco Márquez, obtuvo premios a la Mejor Película en la Competencia Oficial Internacional y a Mejor Actor (Diego Velázquez), así como el reconocimiento de los Premios Signis y Feisal en Bafici 2016.
Buenos Aires en los setenta, años de la feroz dictadura militar, es el escenario donde Francisco Sanctis es enfrentado a un verdadero dilema que lo pone en la situación de poder salvar dos vidas arriesgando la suya o, por el contrario, resguardarse en su núcleo hogareño y permitir que una pareja desconocida sea secuestrada, torturada y desaparecida por su ideología política.
La atmósfera de los interiores, donde Francisco vive junto a su esposa e hijos es oscura y opresiva. Una pálida luz ilumina los espacios donde late la vida de la familia: la cocina y el cuarto de los niños. Pero los exteriores son más intimidantes. Las calles solitarias, los encuentros fortuitos, los diálogos casuales que cobran nueva dimensión luego de que Francisco haya recibido la misión indeseada, forman un artilugio en el que el espectador ve cómo el protagonista se mueve, como si estuviera en una jaula de observación, donde se midieran los niveles de adrenalina, a la manera de un cobayo revisado por un entomólogo. En pocas escenas se van cerrando las posibilidades de que el personaje encuentre la salida más fácil.

08 mayo 2016

Bafici 2016

Por Marcela Barbaro y Liliana Sáez

Bafici cumplió 18 ediciones. Ha recorrido una larga trayectoria en un país que en las últimas décadas ha vivido en democracia, lo cual permite la libertad en la selección de las películas y la ausencia de censura cinematográfica. Ambos “detalles” deberían contribuir a la calidad de la muestra, que en este 2016 cambió de director, aunque sospechamos que mucho de la programación se le debe al anterior. Sin dudas, este año ha continuado con una selección anodina de películas, cuya mejor muestra se constata en la premiación, donde las argentinas obtuvieron quizá demasiados premios.
De todos modos, siempre aplaudimos la posibilidad que nos abre este festival para acercarnos a producciones de otras latitudes, así como poder acceder a encuentros cercanos con genios de la talla de Peter Bogdanovich (que ofreció una conferencia, donde dejó ver su simpatía y la admiración por los efectos que aún produce su cine en los espectadores) y Michel Legrand (que brindó un concierto en el exclusivo Teatro Colón). Obviamente, esperamos que la llegada a la dirección de Porta Fuz vuelva a levantar la vara para el año que viene, y ofrecernos un festival con obras de alta talla, aunque (preferiblemente) no sean las cuatrocientas a las que nos tienen acostumbrados. Otro punto alto fue la visita de Merlin Crossingham, director creativo de Wallace y Gromit, que mantuvo una conferencia y una masterclass para estudiantes, donde conversó sobre su experiencia en la animación y contextualizó los filmes de la famosa compañía inglesa Aardman, que fueron ofrecidos en una retrospectiva.
A las competencias habituales, se sumaron la Latinoamericana y la de Derechos Humanos nublando así la posibilidad del próximo festival dedicado a este tema que suele llevarse a cabo durante los próximos meses y que tiene una historia paralela con el Bafici. Quizá no sea una verdadera novedad, ya que tanto las películas argentinas como del resto de Latinoamérica suelen participar de todas las secciones. Diversificar es aumentar la angustia por tratar de cubrir un relato que tiene que ver con cada una de las competencias. Lo que sí es novedoso fue abrir el festival a varias salas fuera del circuito acostumbrado, llevando el cine a espacios antes marginados del gran hecho cultural que esperamos cada año.