10 septiembre 2016

Florence Foster Jenkins, de Stephen Frears

Liliana Sáez

A finales de los 80, el nombre de Stephen Frears estaba entre los de mis directores predilectos. No había una de sus películas que me perdiera y le seguía los pasos con gran avidez. Había visto The Hit (La venganza, 1984) en un videoclub de vanguardia. Esa historia gangsteril, con John Hurt, Terence Stamp y Tim Roth en un paisaje desértico, me abrió las puertas para disfrutar uno de sus puntos altos, como fue My Beautiful Laundrette (Mi hermosa lavandería, 1985), con Daniel Day-Lewis en el papel de un hooligan que ve trastocados sus valores cuando se reencuentra con un compañero paquistaní. Luego seguí sus historias de personajes marginados, por su pobreza o por su sexualidad, como los de Sammy y Rosie, en Sammy and Rosie Get Laid (Sammy y Rosie se la montan/Sammy y Rosie van a la cama, 1987), o los de Kenneth Hallywell y el dramaturgo Joe Orton, en Prick Up your Ears (Ábrete de orejas, 1987). Dangerous Liaisons (Amistades peligrosas, 1988), una adaptación de la obra de Chordelos de Laclos, con sus amoríos perversos y sus conductas cínicas, fue otro éxito internacional, y ya parecía que nada lo detendría. Pero no fue así, luego Frears se encontró en un espacio cómodo, realizando obras menores que no estaban a la altura del director de oficio que es, y se fue perdiendo en los pasillos de la brillantez autoral.
Como volviendo a un antiguo amor, asistí a ver Florence. Encontré una obra correcta, con una historia amable sobre un personaje muy particular y con una técnica cuidada que, en al  menos dos momentos, ofrece el brillo que esperaba.
El teatro es una constante en la obra de Stephen Frears, y aquí no es una excepción. El guion de Nicholas Martin permite destacar la capacidad actoral de tres intérpretes principales: Meryl Streep personifica a Florence Foster Jenkins, una mujer que ha crecido en una familia adinerada y ha enviudado de un sifilítico que, además del mal, le ha dejado una herencia que le permite darse sus gustos musicales; St Clair Bayfield (Hugh Grant), el joven esposo, actor de teatro mediocre, la acompaña para celebrar su sueño dorado; y Cosme McMoon (Simon Helberg), un talentoso pianista que, ante la envergadura del contrato, deja de lado sus ambiciones artísticas para convertirse en un nuevo cómplice que celebre las notas destempladas de la diva. Acompaña un reparto que avala la patética cruzada del trío, pero es en éste donde descansa la solidez del guion. De esa corte de personajes comprados para fungir de público ávido del talento de Florence, vuelve a surgir el nombre de Stephen Frears. Si bien no es el tema central de la cinta, las distorsiones de un relato apacible no solo las da la desafinada protagonista, sino también aquellos personajes más primitivos y, por ello, más humanizados y solidarios ante la derrota, la vergüenza o el dolor de un semejante.