En kinephilos surgió la inquietud de publicar miradas sobre los cines nacionales. Así, Marcela Barbaro publicó un artículo que habla de las directoras argentinas. Hoy, Pablo Abraham nos ofrece su acuciosa mirada sobre el cine venezolano.Con Pablo compartimos muchas cosas: estudiamos en la misma universidad, tenemos amigos comunes, trabajamos juntos, publicamos en la misma revista y gastamos butacas de cine en innumerables oportunidades. Es mi amigo querido desde hace muchos, muchos años.
Siempre he admirado la claridad con la que expone sus ideas sobre el cine y noto en sus escritos una calma que es necesaria para comprender la profundidad de lo que está expresando.
Tenía tiempo pidiéndole que escribiera para kinephilos, porque quería compartirlo con ustedes. Y aquí está. Bienvenido, Pablo.
LS
EL REFERENTE REAL EN EL GUIÓN DE CINE VENEZOLANOPablo Abraham (*)

Aunque nos parezca repetitivo, al hablar del cine venezolano se hace necesario hacer un repaso a lo que ha sido este medio como manifestación artística popular, en el sentido de éxito de público. El título de este limitado, ciertamente, acercamiento nos lleva a eso, puesto que buena parte del cine venezolano, argumentalmente hablando, ha tenido al referente real para la confección de los guiones. Tanto más cuando fue un arte muy popular en los 70 y 80 y que desde los años 90 ha padecido la indiferencia de su propio público, tanto, que hoy por hoy es uno de los máximos retos del nuevo cine venezolano por llegar: lograr de nuevo el entusiasmo del espectador venezolano.
Si partimos de la tesis de que el desarrollo, o mejor dicho, el origen de conformación de la cinematografía de un país determinado puede detectarse o valorarse en la medida de su capacidad para retratar su propia realidad, entiéndase desde diversos puntos de vista (social, económica, política, cultural…), sacamos en conclusión que el cine venezolano ha sido uno de los cines más destacados que ha habido desde finales del siglo XX, a pesar de que haya sido casi absolutamente desconocido fuera de sus fronteras. Que haya sabido hacerlo, que esas obras “realistas” sean obras maestras, es otro punto. Pero no podemos negar que desde los años 70 la producción de cine venezolano ha tenido en la realidad propia del país sus argumentos más recurrentes y al mismo tiempo los más exitosos a nivel de público.
De esta manera, en principio, el país fue visto a través de un prostíbulo (ese gran fresco del país que muchos han detectado en
El pez que fuma, 1977, de nuestro cineasta más internacional,
Román Chalbaud) o a través de las acciones de unos marginales que arremetían contra una sociedad que los excluía (el relato crudo de
Soy un delincuente, 1976, realizado por ese cronista social que fuera
Clemente de la Cerda) o a través de unos guerrilleros que desearon cambiar las cosas por un mundo mejor (el retorno a la vida social del protagonista de
Compañero Augusto, 1976, de
Enver Cordido; pero aquí también se incluiría
Crónica de un subversivo latinoamericano, 1975, de
Mauricio Walerstein) o también, a través de las andanzas de un motorizado (la jugada realizada a su jefe por el protagonista de
Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia, 1977, de uno de nuestros pocos cineastas que han cultivado el humor,
Alfredo Anzola). Ciertamente, esas no eran las únicas visiones, pero sí formaron un bloque con una indiscutible repercusión a nivel de público. Y esa conexión con la realidad se sigue dando en los 80 cuando la recreación de un hecho propio de la página roja, el asesinato de tres adolescentes por parte de un distinguido de la policía de Caracas, se convierte en el film más taquillero del cine nacional en toda su historia:
Macu, la mujer del policía (1987), de
Solveig Hoogesteijn, con más de un millón de espectadores, por demás, en una década en la que hacen irrupción un grupo interesante de mujeres cineastas, entre ellas
Marilda Vera, cuyo film
Por los caminos verdes (1984) era la crónica de la inmigración colombiana hacia Venezuela, y
Fina Torres, cuya
Oriana (1985) se alzó con el premio de la “Cámara de oro” en Cannes.
LA DÉCADA DIFÍCILComprobada, no obstante, la “fórmula”, luego, el referente real, ése que permitió que los espectadores llenaran las salas, parece haber desaparecido del cine venezolano durante la siguiente década, algo que trajo como consecuencia el alejamiento del público. Al menos esto es lo que se sospecha.
En una aproximación al cine venezolano, especie de radiografía de los años 90 realizada en la revista
Encuadre por quien esto escribe, se ponía a la luz varias cosas: una de ellas era que de los cuarenta y tantos títulos estrenados en esa década –en comparación con los más de 100 estrenados durante los 80-, el segundo y el cuarto con más espectadores eran
Sicario (1995) y
Huelepega, la ley de la calle (1998), respectivamente, ambos de la dupla
Novoa-
Schneider, y ambos también herederos de esa vena realista-de página roja por la que se ha caracterizado —y anatematizado— al cine venezolano. Y he aquí que la novedad de la última década del siglo XX, estaba en que el primer y el tercer lugar lo ocuparon dos películas de corte juvenil-musical, pues ambos tenían como objetivo casi principal, el gancho de figuras musicales tan de moda en ese momento entre los adolescentes:
Salserín, la primera vez (
Luis Alberto Lamata, 1997), sobre las andanzas de una adolescente fanática del grupo juvenil del momento, “Salserín”, y
Muchacho solitario (
César Bolívar, 1998), donde unos jóvenes, interpretados por cantantes surgidos precisamente de “Salserín”, triunfaban y salían de la pobreza.
UN NUEVO CICLOEl nuevo siglo parecía anunciar nuevos resplandores para el cine nacional, pues ya no era la crónica social la que provocaba una respuesta del público sino un relato histórico, más concretamente el biopic de
Manuela Sáenz, la libertadora del Libertador (2000), dirigido por
Diego Rísquez, el otrora casi único representante del cine experimental en el país, quien ponía en imágenes la vida de una de las figuras más emblemáticas en la vida de Simón Bolívar. Aupada desde las altas esferas del gobierno del presidente Hugo Chávez, la película alcanza una popularidad sorprendente. Aún así, los más de 300 mil espectadores seguían siendo ínfimos ante los de
Macu… ya señalados.
Sin embargo estos inicios, se quedaron allí, pues la producción de cine en lo que va de la década de este siglo, ha sido irregular (1), como irregular ha sido la respuesta del público. No obstante en 2005, dos películas rivalizan las preferencias de los venezolanos, ambas basadas en elementos reales como argumentos de sus guiones:
Secuestro Express y
El caracazo. Y ambos son resultado de diferentes métodos de producción: cine independiente, el primero; cine oficial, el otro; uno con escaso presupuesto, el otro con suficientes recursos; el primero, la ópera prima de un director joven; el otro es la más reciente producción del cineasta de mayor renombre del cine nacional.
Y aunque
Secuestro Express parece que le ganó la partida a su rival en cuanto a popularidad -eso dicen las estadísticas oficiales: unos aproximadamente 800 mil espectadores, en contra de los 150 mil de
El caracazo- pues lo que queda claro es que ambos apelan a la recreación de la realidad venezolana, o parte de ella: por un lado los acontecimientos acaecidos en el país en febrero de 1989, con sus consecuencias trágicas de muerte y destrucción, que es el tema de
El caracazo; por el otro, las acciones delictivas de un grupo de individuos, de corroborada existencia real, en una sociedad afectada por la impunidad y la ausencia de respeto hacia el prójimo.
Y de nuevo traemos a colación el tema del referente real y la habilidad del realizador venezolano al utilizarlo en su discurso y lograr una total identificación con el público. Los resultados, sin embargo, no son los mismos de un título a otro y lo podemos apreciar en las dos obras señaladas. No se trata de juzgar un sistema de producción por encima de otro, al contrario, en una cinematografía que se precie debe existir todo tipo de producción, y ni siquiera de si el director es joven o veterano, otro contraste que pudiera llevar a descalificar o ensalzar.

Despojado de ese matiz político que impregna el quehacer del venezolano desde hace ya más de un lustro, creemos que el film de
Jakubowicz gana en eso de “captar la realidad” por muchas razones: las actuaciones naturalistas de los personajes que hacen de victimarios, los escenarios naturales que sitúan constantemente al espectador en la ciudad por todos conocida, la estética algo descuidada y oscura de la imagen, la atmósfera opresiva que exhibe el film de principio a fin y la sensación de peligro auténticamente recreado, reconocible por un espectador que quizás lo ha vivido o que ha escuchado de él. No en balde el guión de la película proviene de una experiencia sufrida por el propio cineasta, pero esta experiencia lejos de convertirse en soporte autobiográfico se transforma en la pantalla en una pesadilla colectiva que amenaza con sucederle a cualquiera. El autor falla, sin embargo, en el planteamiento social del film, pues no va más allá del diálogo que sostienen uno de los victimarios y su víctima en donde el primero le reprocha su exhibicionismo intolerable para los más desposeídos. Soy de los partidarios de que el film adolece de cierta visión madura que pudo haberle otorgado, quizás, un cineasta con más experiencia y no conformarse con la crónica realista, ciertamente, de un hecho dramático que se repite con suma regularidad, cada vez más, en cualquier ciudad latinoamericana.

No sucede lo mismo con
El caracazo de
Román Chalbaud. Aunque se trate de un hecho que ya es histórico, este acontecimiento forma parte de una cicatriz aún presente en la sociedad venezolana. Sin embargo, Chalbaud pretende dar a través de la estructura del cine “coral” una visión amplia de un hecho difícil de abarcar y de explicar en 90 minutos. Falla donde precisamente otros grandes autores han triunfado. Una serie de historias cuyo significado se pierde ante tanto discurso recitado por parte de los actores, el guión va sin ton ni son de una a otra, obviando cualquier interés de darle corporeidad a personajes, falseando hechos y figuras (como la del militar consciente que toma un posición a favor de la expresión popular que se muestra) para beneficios de propaganda de tipo panfletario, que es en el fondo el interés último del film. Cuesta creer que el autor que sin duda mostraba una parte no muy “bonita” del país en los prósperos años 70, una época de bonanza petrolera sin precedentes en la historia del país, haya hecho lo que a todas luces es un film de encargo, aunque esto tampoco sea una justificación, pues hay films de encargo algo más decentes.
Si aquellos referentes reales que exhibía el cine venezolano de las décadas 70 y 80, sirven hoy por hoy como referencia de un país que ya forma parte de un pasado cada vez más cuestionado por el oficialismo, todo indica que –y esto es meramente especulativo- cuando tengamos que ver la Venezuela de principios de este siglo, lo tengamos que hacer, en principio, a través de
Secuestro Express, al menos, por su acercamiento, limitado, es cierto, a una realidad social bastante perturbadora para el ciudadano común.
NOTAS(1) He aquí las películas venezolanas estrenadas en lo que va de la primera década del siglo XXI:
2000: 6
2001: 3
2002: 3
2003: 1
2004: 4
2005: 4
Total: 21
NOTA: Algunas cifras de espectadores provienen de la División de Estadísticas del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC).
(*) Pablo Abraham es Licenciado en Artes, egresado de la Universidad Central de Venezuela. Crítico de cine. Colaborador de las revistas Encuadre y ExtraCámara. Ha sido investigador, Director de Programación y Director General de la Fundación Cinemateca Nacional de Venezuela. Fue coordinador de la página web http://www.grancine.net/