Elena Castiñeira de Dios
Daniel, Andrés David, Txolo, Marcela, Tatiana, Raquel y, por supuesto, Liliana, me animaron. Ahora corran con las consecuencias. ¡A sufrir se ha dicho!
Me pongo a contarles de
Nadie sabe. De entrada uno se pregunta qué es lo que nadie sabe. Parece que nadie sabe que hay chicos que perdieron los derechos más elementales y están ahí, como en
Gente detrás de las paredes, escondidos en algún lado, viviendo como en la guerra, sin hacer ruido, sin reclamar nada.
Los chicos molestan, pienso, sobre todo, que el mayor defecto que tienen es que no producen. Interesan como objetivo de venta, para convencerlos de que compren cosas pero, al no producir, si encima son pobres y no pueden comprar, son descartables y nuestras sociedades los ignoran, ni los miran, hacen como si no supieran que existen.
Me acuerdo de las primeras veces en que vi chicos revolviendo la basura en la puerta de mi casa. Estaba sobrecogida, no podía dormirme a la noche recordando ese gesto de un nene bien roñoso comiendo un pedazo de pizza, posiblemente el que yo había tirado la noche anterior y había pasado todo el día en una bolsa de plástico, esperando que se hiciera la hora de poner la basura en la vereda. El espanto no me dejaba dormir y una y otra vez se me aparecía esa imagen. Pasaron cinco años y ahora los veo, igual que antes, pero duermo. La realidad devastadora se impuso con su rutina de hambre y ya no me produce el mismo efecto. No quise acostumbrarme pero me acostumbré.
Nadie sabe comienza con un nene sucio, con la remera rota, las manos ennegrecidas y acariciando una valija. Es el mismo que come basura en mi vereda pero de otro país. Quizás por eso la película sea tan dolorosa.
Como
Hirokazu Koreeda es un artista, ha sido muy cuidadoso y esa miseria que viven los chicos de la película no les ha hecho perder su dignidad. Es que son tantas cosas de las que habla esta película…una de ellas es esa: la dignidad.

Lo más horroroso es que toma el tema de un caso real. Es la historia de una mujer con cuatro hijos (todos de diferente padre), que se acaba de instalar en un departamento nuevo. Como los chicos “molestan”, nadie les alquila si ve que son tantos, por lo que sólo presenta al mayor, al de doce años, y esconde a los otros tres. Los chiquitos llegan a su nueva vivienda en las valijas. Ella es una madre encantadora que sale a trabajar todos los días hasta que empieza a desaparecer por períodos largos hasta que lo hace definitivamente. Los chicos quedan bajo la protección del mayor, que por su corta edad no puede trabajar, que recorre lugares pidiendo ayuda a los padres que dan algo, que es mejor que nada, pero que se desentienden de toda responsabilidad.
A medida que lo voy contando, me parece truculento pero no lo es. Tiene algo de natural, no hay un juicio de valor sobre la madre, más bien parece infantil, despreocupada, y los padres son bastante simpáticos, se lavan las manos pero en ningún momento aparecen presentados como personas malignas o crueles.
Así van pasando las estaciones, de a poco, y el otoño se presenta prometedor. La vida en el departamento es armoniosa, han construido una pequeña felicidad, si bien no pueden salir, no pueden gritar, no corren, mantienen el balcón cerrado para no ser vistos, transitan una cotidianeidad apacible, se llevan bien, una de las chicas sueña con tocar el piano y espera pacientemente, el mayor querría volver al colegio, los chiquitos juegan. Están aislados pero en su bunker propio, tienen sus reglas que son cumplidas por todos y el amor entre ellos les alcanza.
El invierno trae el primer abandono. Quedan solos pero mantienen sus rutinas, cocinan, comparten la mesa, siempre con esa vida “de adentro”, aislados pero juntos, esperando la llegada de la madre que finalmente aparece cargada de regalos. La alegría es efímera porque vuelve a partir dejándolos mucho más preocupados que la vez anterior.
El mayor, que también es un niño, decide la salida y, ante la falta de todo, el mundo exterior, la calle, el aire, el sol de la primavera, dan rienda suelta a todo lo contenido. Recogen semillas de la calle y preparan sus plantas amorosamente. Ya tienen poco que comer pero protegen la vida de esas hojitas tiernas que, con sus cuidados, comienzan a crecer. Las puertas del balcón permanecen abiertas. Ya no hay reglas.
El verano los encuentra en la miseria total, ya no hay luz ni agua, van a lavarse a la plaza. El derrumbe se hace inevitable y la devastación es aterradora.
Este horror que acabo de contarles no hace daño mientras transcurre la película. Tiene la claridad de un documental, el respeto entre los hermanos que se mantiene hasta el final, hay un lazo tan fuerte entre ellos, un amor tan grande sin demasiadas demostraciones pero real, casi tangible.

No sé cómo hizo el director para contar una historia tan desgarradora sin golpes bajos, sin gritos, sin lágrimas y al mismo tiempo, sin distancia. Estamos todos participando respetuosamente de esas pequeñas vidas en destrucción, sin caminos, sin salida. Es como el dolor de verdad: se vive, se asume como un momento trágico, se padece en silencio, se está participando de algo abismal, sin remedio.
Lo sentí con la rigurosidad del documental pero sin hacer planos sobre las heridas abiertas, cuidadosamente.
Está bien que el director nos haya cuidado porque, si no se hubiera esmerado tanto, moríamos en la Sala y se quedaba sin público.
Les digo que no dejen de verla porque es maravillosa pero, háganlo un día lindo, preferentemente soleado, bien acompañados y en el que les haya ido bien en el trabajo porque es de esas películas que se asientan mal, que dejan marca. El alma queda un poco acongojada, quizás, porque esos chicos de los que nadie sabe en esa Tokio tan lejana, sean hermanos de los de nuestras veredas.