MI RELACIÓN CON EL CINERaúl Bellomusto
Amigos:
Les voy a resumir (muy resumida) la historia de mi relación con el cine. Arranqué bárbaro. Una inevitable cuestión de índole generacional me hizo debutar con un tal Lamorisse, por ejemplo, y corrí detrás de aquel globo rojo montado en un caballo de crin blanca. En las tardes lluviosas, saltando los charcos (también me crucé con Karen Kachina, aunque nunca comprendí checo) nos acercábamos hasta “El Vesubio”, en Corrientes, y allí me fagocitaba un suculento chocolate con churros. Siempre en familia, con mi hermano y mis primos como socios infantiles. Siempre con mis viejos y mis tíos, en eterna patota. Mi tío, el hermano de mi vieja, mi Bazin particular, siempre ahí, como hoy. Eran otros tiempos, es verdad, para mí, para los chicos y para el cine.
Les hago una elipsis para agilizar el relato. Ya adolescente, mi cinefilia estaba definida, establecida, muy cómoda conmigo. Algunos creen que ser cinéfilo es simplemente gustar del cine y ver muchas pelis. No sé, yo puedo ver a mi suegra todos los días y a lo mejor no me gusta, ¿no? (por suerte es solo una bromita a guisa de ejemplo). De la cinefilia, como amor por este arte, deben surgir, irremediablemente, tanto el cariño como el respeto. Así fue hasta hoy mi relación con el cine (nuevo corte, nueva elipsis): una ligazón amorosa que disfruto de poseer.
Salto tarantinesco (un poco, no abusemos) hacia atrás. En 1994, me decidí a formalizar. Y, ya Ingeniero por otra parte, me anoté en el curso de Introducción al Cine que por ese entonces se dictaba en la actual ENERC. Me fue bárbaro, sobre todo por el disfrute. Terminado ese año, me dije “es hora de hacer algo concreto con este amorío” y me quise inscribir para comenzar la carrera en la especialidad de montaje. Allí recibí un artero golpe de parte de un chico malo en este culebrón: un tal Maharbiz, por entonces a cargo del INCAA, me indicó, reglamentación mediante, que no podría ingresar al establecimiento debido a mi “avanzada edad” (tenía entonces 35 añitos, ¿a ustedes les parece?). Por aquellos tiempos, el gran Akira Kurosawa había pergeñado la que se configuraría como su obra póstuma: “Madadayo”. Contaba con 84 abriles. Qué tremenda contradicción: yo no podía consumar mi sueño con menos de la mitad de la edad de un maestro que me seguía diciendo cómo había que soñar. Indignado, a modo catártico, le escribí una carta al infame funcionario que terminaba más o menos así: “Sr. Maharbiz, si he de verme obligado a comprender el por qué de la negativa del Instituto para que comience a estudiar cine a mi edad, le pido tenga a bien convencerme fehacientemente: tómese un avión, vuele hasta el Japón y mate a Kurosawa”. Obvio, jamás tuve respuesta.
El salto en el tiempo ahora es mayor. Viajamos al 2003. Allí me decidí, nuevamente, a estudiar cine. A estas alturas ya habían corrido por los pasillos de mi alma los fantasmas contenidos en kilómetros de celuloide, abrevados por infinitos ríos de tinta que entraron por mis voraces ojos (siempre, ellos, de niño de “El Vesubio”). Ví, veo y veré todo tipo de cine. Leí, leo y leeré todo tipo de críticas. Me ofusco, me deleito, me emociono; bah, reacciono como cualquier mortal normal debería reaccionar frente a las películas. Finalmente hice la carrera de Crítica Cinematográfica y aquí estoy, contando esta historia (en la que, claro, Liliana tiene mucho que ver). Me sé dueño de un espíritu crítico forjado de antemano al rigor académico, siendo que reconozco que el último me ha completado en tanto a la teoría y la historia de este arte. Me declaro defensor acérrimo de la subjetividad del crítico, siendo que siempre defendí la del espectador. Soy devoto creyente de las películas, sé que me hablan, que me interpelan, que se quieren completar en mí. Quiero ayudar a tender puentes entre el cine y la gente, a lograr, aunque más no sea (y como si fuera poco) un cinéfilo más sobre la faz de la Tierra. Como lo logró –y de eso puede estar orgulloso– mi tío baziniano, remedo entrañable del entrañable Monsieur Hulot.
Es así que el cuento va llegando a su conclusión. Sólo una última apreciación de “orden técnico”: comprenderán por lo que cuento que el cine, sin dudas, forma parte del universo diegético de mi vida; es una música que suena desde adentro de mi historia, jamás la acompaña, sino que más bien la va forjando. Por fin, ¿a qué viene esta historia, no? Es que de ella, en mi afán de aferrarme a mi nueva-muy esperada-felizmente recibida profesión, surge la necesidad de presentarme como redactor de Kinephilos, cosa que, por el momento, no había hecho. Ojalá entonces que se produzcan futuras mil y una charlas alrededor de un clásico, o de un estreno, o, ¿por qué no? de qué pensamos del cine en general. Como forma de arte que nos apasiona y nos aglutina en este blog. ¡Qué viva el cine, pues!
Buenas noches… y buena suerte.