UNA CLASE DE CINE
Liliana Sáez
Lo hemos dicho varias veces en este blog. Víctor Erice es un maestro. Su escasa filmografía basta para instalarlo entre los mejores (si no el mejor) director de cine español. Hace muy poco tiempo fue invitado a participar en un film colectivo, donde él aportó Alumbramiento, un corto de casi diez minutos, con una secuencia de planos que habla del mismo universo al que pertenece una de sus películas (la más hermosa, a mi entender), El espíritu de la colmena.
En esos diez minutos están presentes tres de sus temas favoritos: el entorno realista, la fantasía infantil y la guerra. Estructurada a la manera clásica –introducción, conflicto, desenlace–, la habilidad de Erice radica en que casi sin diálogos (que aparecen casi al final del film) y con una serie de planos cortos, rodados en blanco y negro, y algunas disolvencias y sobreimpresiones, nos va narrando no sólo la acción, sino que también va instalando en el espectador la sensación del ritmo que se vive en una casa. Cada personaje es definido con un plano... no son los actores los que hablan, es la cámara la que nos relata.
Un niño recién nacido, una mujer que duerme un sueño intranquilo, una mancha de sangre que se va expandiendo por la ropa del bebé.
Un niño que dibuja un reloj en su muñeca y que lo acerca a su oreja para escuchar el tic-tac (¿dispara una especie de cronómetro fatal?). Un reloj verdadero que marca la hora de la siesta, y cuyo péndulo irá pautando cada uno de los segundos de la película.
Dos hombres en la sala, uno juega al solitario, el otro dormita en el sofá. Un suave tilt up nos muestra las fotografías de la pared sobre el respaldo del sillón.
El bebé, la madre, la mancha...
Una máquina de coser que borda un babero, una mujer que amasa en la cocina y que apoya la jarra sobre un diario que muestra la fotografía de tres soldados (los títulos narran la llegada de los alemanes a la frontera española).
El bebé, la madre, la mancha...
Dos hombres siegan el campo, una mujer tiende la ropa, un soldado trenza una cuerda. Un suave tilt down nos muestra que ha perdido una pierna... (¿en la guerra?)
Corte a dos pies balanceándose (ya nos genera cierta angustia, hemos visto al joven lisiado, ahora vemos dos pies colgando), pronto Erice nos muestra a una niña hamacándose.
Un perro duerme... un espantapájaros en el campo... disolvencia al bebé (por un momento vemos una cruz, la del espantapájaros, dibujada sobre el cuerpo del niño, nos genera inquietud). La mancha de sangre sigue expandiéndose.
Una gota cae en un lavamanos y su ruido marcará ahora los segundos. Sobreimpresión sobre una de las fotos de la pared. En una panorámica de la fotografía, que se detiene en el borde izquierdo vemos a un hombre joven: En un bar de La Habana, el hombre posa junto a su personal en un almacén. De allí, pasamos al habano que actualmente aprisionan los dedos del hombre que dormita en el sofá (con esos únicos dos planos, ya nos contaron su pasado), un auto con placa cubana está frente a la casa. Allí, un encuadre nos muestra a dos niños en la parte delantera del auto; otro, a dos niñas en la parte posterior; un nuevo encuadre integrador enfoca a los cuatro niños que juegan.
Dos mujeres lustran zapatos, un tilt down nos muestra una colección de los zapatos de la familia (y el trabajo realizado o por realizar de estas dos mujeres). Los hombres siegan el campo, un pájaro arroja un fruto al suelo, donde aparece una culebra (nuevamente sentimos cierta inquietud).
El perro dormido, el espantapájaros, el bebé, un gato que ingresa al cuarto, que se asoma a la cuna, el niño que llora, la mujer que cuelga la ropa atiende al grito que rompe el silencio de la tarde, los niños corren hacia la casa, el sofá queda vacío, la cocina ha sido abandonada... Tilt down y paneo sobre los rostros de los personajes asomados a una puerta: el viejo, la mujer que tendía la ropa, los niños; la cocinera, junto a las dos mujeres que lustraban zapatos tratan de calmar al bebé, la cocinera anuda el ombligo, el niño llora, la mujer en la cama es acompañada por el marido (el del habano), quien aprieta su mano tratando de calmar su angustia, la cocinera les alcanza el niño, los personajes de la puerta sonríen...
Un canción de campo rompe con la secuencia de imágenes que nos ha generado cierta angustia, mientras vemos la silueta de la mujer que tiende una sábana, en un plano hermosísimo, que nos instala de nuevo en una zona de tranquilidad.
En picado el lavamanos, donde alguien sumerge la ropa del bebé manchada de sangre para lavarla, la máquina de coser termina de bordar el nombre del niño en el babero, el niño borra el reloj imaginario de su brazo (¿será en otra oportunidad?), los segadores siguen con la tarea que no han interrumpido, la niña se hamaca, el perro duerme, el soldado sigue trenzando la cuerda, el niño del desván cierra la puerta, disolvencia al péndulo del reloj, disolvencia a la foto del diario que está sobre la mesa de la cocina. Una mancha (¿de agua? ¿de sangre?) avanza sobre la foto de los tres soldados, vemos la fecha del diario: 28 de junio de 1940 (dos días antes de que naciera Víctor Erice). Disuelve a negro.
Serie de planos conjugados con maestría, cuánta información obtenemos, cuánta angustia nos invade mientras vemos en un ritmo apacible la secuencia de imágenes premonitorias. Ver este corto es querer apresarlo en la memoria (creo que se nota, la descripción casi textual, las imágenes describiéndolo, el link al propio video). Sólo que desmenuzándolo se nota el artilugio con el que Erice logra embaucarnos y angustiarnos con una historia de final feliz. ¿Feliz? Los rastros de la guerra son los verdaderos elementos desequilibradores.
Queda pensar si estamos ante una historia autobiográfica, si es un discurso sobre la guerra como futuro del niño, como amputación de la vida, si es una historia breve con final feliz y algunas trampas para angustiarnos...
De lo que no me cabe duda es que estamos ante un verdadero maestro, un señor que sabe contar una historia, involucrar al espectador, armar personajes sin que digan una palabra, utilizar la imagen (¿qué otra cosa debe ser un director?) para narrarnos una historia y para dejarnos pensando en algo tan profundo como la vida y la muerte.







Dedicado a mi profesor, Alfredo Roffé.