Hace unos días preparé fríjoles. Era la tercera vez que lo hacía y me dejé llevar un poco. Calentar, cortar, agregar, oler, agarrar una pizca de polvos mágicos, agregar, oler, revolver, revolver, revolver, oler, esperar, caminar, alejarse, oler, dar la vuelta, acercarse, oler, decidir, revolver y apagar. Cocinar puede hacerse en solitario pero nunca será una labor solitaria. No sólo me acompañan los ingredientes, sino los recuerdos de otros platos, otras cocinas, otros cocineros, recuerdos propios y ajenos.
Acompañados por arroz blanco (cuya preparación es otra pequeña historia). Así me gustan los fríjoles, así los comí. El primer bocado me hizo decir que le faltaba sal. Acompañado por ella. Así me gusta el almuerzo, así lo comí. Su comentario fue que no le faltaba que estaba perfecto. Asentí pero dudé. Con cada cucharada, trataba de encontrar un defecto y ella lo refutaba. Tenía la sal justa, el sabor del chorizo realzaba el gusto terroso de los fríjoles, la inesperada pizca de pimienta en el arroz aromatizaba todo y en la mitad del almuerzo tuve que reconocerlo: no sólo había quedado sabroso, sino que había quedado excelente. No soy el mejor cocinero del mundo (ese honor lo tiene una rata) pero a veces, cuando todo se conjuga como debe ser, resulta un plato del que se puede hablar.
No era una receta elaborada, innovadora o con intenciones de sorprender. Fríjoles con arroz, receta básica de muchas partes del mundo y en este caso con estilo colombiano, receta familiar que terminó llenando más que el estómago. No quería sorprender pero el plato lo hizo. A veces, cuando todo se conjuga como debe ser, lo común resulta extraordinario.
Salir del cine después de ver una película se parece a terminar de comer. En ocasiones, la película no satisface y es fácil encontrar defectos: que el guión está mal estructurado, que los personajes hablan como si fueran robots (y no lo son), que la música no cuadra con el contenido, que esto y que aquello. Otras veces la película satisface porque rompe con ciertas ideas: la música parece no cuadrar con el contenido, pero cada nota aportó un nivel adicional de interpretación para ese diálogo parsimonioso que nos entregaban los actores. En otras, la película no satisface porque es predecible y pudo haber sido más pero no fue. A veces, sin embargo, es predecible en justa medida.
Salir del cine después de ver Ratatouille fue como el primer bocado de esos fríjoles. Me gustó pero era una película predecible y quería encontrarle defectos. Empecé por la historia de amor, pensando que sin ella podríamos haber visto un poco más del mundo de las ratas, pero eso me llevo a pensar que lo mostrado es suficiente porque lo importante es la cocina. Lo que se muestra del mundo de las ratas es suficiente y necesario para lo que sigue. Con la historia de amor y el mundo de las ratas a salvo, intenté perjudicar a los personajes pero fue una batalla corta. Cada uno está bien definido, cada uno tiene una voz clara y hasta los diálogos son limpios.
Estuve un buen tiempo en esas, pasando por alto la animación porque de entrada no le pude encontrar problemas; recordando la suavidad con que fluye la película y en especial el momento cuando el crítico culinario, casi que antagonista por antonomasia, se enfrenta por fin al genio de la rata. La comparé con otras películas; descubrí que, en esa línea, desde Buscando a Nemo no había visto algo parecido; también me di cuenta que, desde El Rey León, Disney no había sido la misma; y que esta película se sentía como una de las antiguas historias que llegaban de ese lugar.
Varias cuadras después y varios grados menos, tuve que reconocerlo: no sólo es una película entretenida, sino que es excelente. No pretende romper esquemas, no intenta sorprender, no quiere que abramos la mente a otras realidades. Solamente nos cuenta una historia sencilla, humana y hermosa, usando las palabras y las imágenes justas, sin abusar, sin obligar. Como los fríjoles, viene de una receta familiar. Como ellos, logró que de lo común resultara algo extraordinario.