22 junio 2007

Takeshi Kitano

José Luis Dana vive en Barcelona. Su amor por el cine y por la música viene de lejos, y lo ha expresado estudiando, escribiendo y, también, dirigiendo un cineclub. Actualmente está en la etapa de preproducción de su cortometraje. Yo lo conocí gracias a Aula Crítica y lo invité a compartir con nosotros un espacio en kinephilos. ¡Bienvenido, José Luis!

LS


KITANO Y YO
José Luis Dana (*)

Me dirigí al cine solo, aunque no era habitual que lo hiciera. De los estrenos de aquella semana había una película que me interesaba por encima de todas las demás: la última producción de un director japonés llamado Takeshi Kitano, del que solamente había visto Violent Cop (Sono Otoko, Kyoto ni Tsuki, 1990), filme que me había dejado buena impresión. La proyectaban en los cines Verdi de Barcelona. Eso conllevaba viajar en metro y caminar unas manzanas. Realizar ese ritual para llegar a la sala, me ofreció tiempo para pensar. Pensar qué me contaría el filme, si la historia estaría bien narrada o el porqué de mi elección. No tenía ni idea con qué película me iba a encontrar; iba dispuesto, como siempre, a disfrutar. Sólo eran eso: pensamientos…

Cuando se apagaron las luces y comenzó la proyección, todo ese pequeño mundo que había creado yo, desapareció. Esperaba ver una película buena y sorprendente. Hana-bi (1996) hizo que ocurriera lo que debía ocurrir: ya contaba con un autor relativamente nuevo, al que poder seguir de cerca en cada una de sus próximas películas. Desde entonces veo tanto cine como me es posible, de cualquier época y de todos los estilos y movimientos; he contemplado historias hermosas, duras, frías, cómicas, terroríficas, feas… pero ninguna me atrapó como las de Kitano.

En su cine hay varios factores que destacan. Uno de ellos es el montaje. Concretamente la elipsis es de los recursos más utilizados por el realizador nipón. Con escasos planos es capaz de mostrar y resolver una situación: la primera secuencia de Hana-bi con Beat Takeshi (el nombre utilizado por Kitano para su faceta de actor), dos personajes secundarios y un coche, todo ello localizado en un parking, es un buen ejemplo. Apenas con media docena de planos fijos presenta al protagonista, dejando clara su manera de actuar ante una situación inesperada: los dos chicos le ensucian con restos de comida su auto y, sin palabras ni gestos (sólo miradas), montado con plano-contraplano de los intérpretes, un plano general del cielo nublado que les observa, un detalle de la comida sobre el capó del automóvil, Kitano empuña un cuchillo en su bolsillo, mientras los jóvenes limpian la suciedad y uno de ellos es pateado por el actor principal, resuelve lo que podría haber sido eterno por parte de algún otro autor, y sienta así una las bases que utiliza a menudo en sus películas. Es por ello que, actualmente, Takeshi Kitano puede considerarse un maestro indiscutible de la elipsis cinematográfica.

Por otra parte, la confrontación entre bandas yakuza es un recurso muy utilizado por Takeshi Kitano. De los doce filmes que ha rodado hasta el momento, esta situación es vital para el desarrollo de lo narrado, al menos, en ocho de ellos: Violent Cop, Boiling Point (3-4 X Jugatsu, 1990), Sonatine (Sonachine, 1993), Kids Return (Kidzu Ritan, 1996), Hana-bi, El verano de Kikujiro (Kikujiro no Natsu, 1999), Brother (2000) y Dolls (2002). Bien como espina dorsal de lo contado, bien como apunte implícito y secundario, toda la parafernalia del mundo yakuza está reflejada en cada una de sus historias: tanto la violencia más “macarra” por parte de estos gángsters orientales con asesinatos a sangre fría, torturas o extorsiones, como el estricto código de honor y lealtad por ellos utilizado, que a veces implica amputaciones, harakiri o sumisión total al capo de la banda.


Las secuencias en tono de comedia abundan en su filmografía. No hay que olvidar que sus comienzos están marcados por el mundo de la televisión más “cacharrera”, al constituir el cincuenta por ciento del dúo cómico Two Beats, protagonistas del concurso “Humor Amarillo”, utilizado por diversas emisoras para rellenar la programación de diferentes épocas y en el que la descripción de situaciones totalmente absurdas es habitual. Los chistes y las escenas hilarantes (El verano de Kikujiro y especialmente Getting Any?, 1994, están repletas de todo ello) destacan en sus historias y ayudan a compensar el estado de ánimo de unos personajes, a menudo maltratados por situaciones no buscadas. En esto del humor (a veces sutil, a veces sobreactuado) también es un autor destacado, que se nutre de maestros como Charles Chaplin, utilizando el recurso del cine silente, o de Buster Keaton y su particular modo de presentar a personajes con elegante hieratismo, para introducir escenas cómicas que liberan al espectador de la carga excesiva de violencia y situaciones de dramatismo extremo que poseen sus películas.

¿Y qué sería de toda su filmografía sin el mar? Con su presencia demuestra que su cine es en gran parte autobiográfico. Vivir frente a él (y en Japón es francamente fácil hacerlo), contemplar el agua que rompe en la costa, pasear por la orilla de la playa u observar las olas desde el acantilado libera del estrés; ayuda a reflexionar. Y Takeshi lo pone de manifiesto con sus planos marítimos, donde los sujetos dejan el protagonismo al océano, esencial en multitud de situaciones que nos cuenta, para ayudar a resolverlas. El director utiliza todo ello como parte importante de su experiencia particular y lo muestra con el cariño que sólo un individuo que lo necesita para sobrevivir lo haría. Y para muestra, un botón: A Scene at the Sea (Ano Natsu, Ichiban Shizukana Umi, 1991), su tercera película, donde todo gira alrededor de una playa, narra la historia de Shigeru, un chico sordomudo que está fascinado por el mundo del surf. Quizá lo más destacado en esta ocasión no sea la historia (Kitano ha escrito mejores guiones), sino la sensación de que realmente uno se encuentra inmerso en ese lugar, acompañado de la brisa marina y el salitre, elementos tangibles que casi pueden llegar a disfrutarse viendo el filme.

Estas constantes en su cine conforman su mundo imaginario. El humor es su vehículo de expresión más recurrido y también más acertado. Los yakuza a menudo son la excusa perfecta para hilvanar las historias. El mar es algo inherente a Kitano, no puede escapar de su influencia.

Hana-bi narra una historia que trata sobre diversas las etapas del ser humano. Lo hace de una manera poco convencional, sin llegar a explicar las características de cada una. Kitano liga la vida a la muerte con naturalidad; de manera explícita o con su recurrente iconografía (impresionante el plano en el que el protagonista se encuentra un triciclo, que podría ser de su hija fallecida, en el vestíbulo de su casa) según convenga; hay que recordar que la muerte en la cultura japonesa no está necesariamente vinculada, como en gran parte de Occidente, a la aflicción. Rodada justo después de un accidente de tráfico sufrido por el director, está impregnada de dolor y desgracia, aunque deja un pequeño espacio para el humor y la violencia.

Yoshitaka Nishi (Beat Takeshi) es un inspector de policía recién retirado, que ha perdido a su única hija, su mujer tiene leucemia en fase terminal y, por si no fuera suficiente, un compañero suyo está postrado en una silla de ruedas a raíz de un tiroteo. Semejante panorama, difícil de tratar sin caer en la sensiblería barata, crea una base de acción suficiente para que el talento de un artista destaque o se hunda irremisiblemente en el olvido. No es suerte lo que acompañó al realizador japonés en la exhibición de este filme (ganó el León de Oro en Venecia en 1997), sino trabajo e ideas claras, con todos los entresijos de la producción cinematográfica perfectamente dominados. Está montada de modo que la información se nos va ofreciendo en pequeñas pinceladas durante su primera parte, para poner todo en su lugar y cerrar cada una de las tramas en su última hora. La música de Joe Hisaishi (colaborador de Kitano en otros títulos) acentúa diversos momentos, para así convertirse en protagonista y no en mera acompañante. Los indicios de sus anteriores películas están presentes en Hana-bi, con un añadido importante: está mejor filmada que cualquiera de ellas.


Todo ello le sirvió para afrontar sus producciones posteriores con más solvencia y ser reconocido como merece: un director único que pretende (y consigue) plasmar en imágenes, con frecuencia de exquisita belleza, historias que, distantes en apariencia a nuestro entorno, podemos apreciar con la misma intensidad que las muestra. En este sentido su visión es un ejercicio imprescindible y muy recomendable para entender y disfrutar el universo de Takeshi Kitano.

La experiencia real que experimenté al ver Hana-bi se rubricó con una charla. Un buen amigo, cinéfilo, dudó de la calidad del trabajo del director japonés. Mi consejo de que hiciera lo posible por ver la película, sólo halló indiferencia; no le interesaba lo más mínimo. Al cabo de unos días nos volvimos a encontrar y se disculpó por no hacer caso a mis palabras: disfrutó mucho con su visión y la exhibió en un cine club que dirigía, además de considerar el filme uno de sus predilectos de todos los tiempos. Desde entonces me di cuenta que Takeshi Kitano es el director clave para toda una generación, de la que me considero miembro y partícipe. Otros tuvieron a Spielberg, a Coppola, a Eastwood, a Burton o a Scorsese, por citar a directores más o menos recientes que arrastran legiones de fans por todo el planeta, y a quienes considero importantes y decisivos para mi formación. Pero nadie como Takeshi Kitano. Fue mi punto de inflexión para interesarme de manera definitiva por el mundo del cine, para indagar en sus entresijos y decidir que no es sólo un entretenimiento, sino también una forma de vida.

(*) Nací en Barcelona en 1967. Después de diversos trabajos, decidí estudiar algunos cursos relacionados con el cine: realización de cortos, montaje, edición no lineal, operador de cámara… He escrito sobre cine y música en las publicaciones Free Rock, Bad Music y Diagon. Codirigí un cineclub llamado “1ª toma” en los años 90. Actualmente preparo el rodaje de un cortometraje, así como la edición de un libro sobre la evolución de la música metal en los últimos años.

El laberinto del fauno...

...O UN MUNDO CRUENTO NARRADO MARAVILLOSAMENTE
Marcela Barbaro


Dos realidades antagónicas, dos maneras de entender al mundo, dos concepciones del hombre. Por un lado, un régimen totalitario habitado por una opresión asfixiante, una censura capaz de coser las ideas sobre los labios y donde la intolerancia posa su mirada fulmínea hacia todo lo diferente, lo singular, lo auténtico. Un espacio de voraces abusos al espíritu, al pensamiento, al sentir. Por el otro, está la libertad que da tregua, el amor como condición indispensable de felicidad, la vigencia de la inocencia y de la infancia que no se cansa de jugar en los rincones de cada hombre, un lugar donde se cree en el poder mágico de la fantasía como del sueño, un espacio donde se puede planificar la probabilidad de un mundo mejor para vivir. En el primero, está el franquismo y en el segundo, una niña y tantos otros.

Bajo esos opuestos, El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro, es una alegoría que nos traslada hacia la caverna de las ideas platónicas, pero de manera invertida, como el libro “Patas arriba. La escuela del mundo al revés”, de Eduardo Galeano. Porque los valores universales, rectores de principios existenciales que rigen y se bifurcan sobre el mundo o sobre aquella caverna, en lugar de estar arriba, se han alterado; se han cortado de cuajo sus raíces, como si nunca se hubiesen reflejado. Todo se ha revertido y alterado. Lo malo en lugar de lo bueno, la ambición en lugar de la solidaridad, la resistencia en lugar del bienestar.

Sin embargo, y a pesar de esa alteración, aún existen esos valores inalterables, y eso es lo bueno, aunque estén escondidos bajo la humedad de la tierra y representados por un rey, una princesa y un fauno, y también por muchos hombres capaces de luchar contra la opacidad de una sombra que los circunda con nombre y apellido, una oscuridad que no merece nombrarse más, una pesadilla a olvidar y a la que han vencido por tenacidad y templanza.

En ese segundo mundo, el de la niña y el de tantos otros, se desea fervientemente poder salir hacia la luz de un cielo que no los doblegue, que no les arrebate su identidad y su esencia, y que les permita seguir soñando con hadas maravillosas.

16 junio 2007

Shi mian mai fu

Liliana Sáez



Yo no sé si es excesivo, inverosímil o fantasioso... Puede serlo, pero en este caso no me importa. Zhang Yimou apareció en mi vida cuando vi Sorgo Rojo y me dejó absorta con sus imágenes y trastocada por la historia. El drama que me contaba me pegó contra la butaca y terminada la función no podía salir de la sala... necesitaba unos minutos para que todo lo que había visto y me había contado pudiera irse conmigo.

Luego vi la maravillosa y no menos dramática Linterna roja, que me conmovió porque hablaba de las mujeres en la China feudal... pero también de otras mujeres, en otros sitios del mundo. No podré olvidar los laberínticos pasajes entre las distintas habitaciones de la casa, ambientes cálidos y rojizos; ni el recorrido por los techos en una atmósfera fría y azul, antes de llegar al desenlace de la historia.

Qui Ju ya era otra cosa. Interpretada también por esa mujer hermosa y excelente actriz que es Gong Li, estaba ambientada en la actualidad, mientras las dos precedentes nos hablaban de una época remota, en que las cosas no eran muy justas. Tampoco aquí, donde una mujer debía salir en busca de una vida diferente ante la enfermedad de su esposo. Duro camino el que ha ido recorriendo la mujer, y tanto La linterna roja como Qui Ju lo registran.

Luego de mucho tiempo sin ver algo de este director, que junto a Chen Kaige (otro que merece un apartado en este blog) y otros realizadores prestigiosos integraba lo que se llamó la Quinta Generación de cineastas chinos –que comenzaron a filmar al finalizar la Revolución Cultural y se dieron a conocer en Occidente en los festivales, a pesar de los constantes problemas políticos que intentaban imperdirlo–, tenía pendiente una película que estrenaron hace algún tiempo, pero que no había podido ver.

Dos personajes rodeados por ejércitos (literalmente) de figurantes, dos historias con un tercero en cuestión. La belleza física vestida con ropajes hermosos y sofisticados; los ambientes, en su mayoría exteriores, clasificados por color; planos y movimientos de cámara audaces; la música, bellísima; una historia dramática y romántica...

El bosque de bambúes con su verde característico, sus troncos muy altos y el follaje casi inalcanzable. Paralelas verticales que rompen el horizonte, que se doblan pero no se quiebran, que permiten el vuelo (literal, nuevamente) de los personajes que luchan por su vida. El árbol que servirá de arma, de escondite, de salvación, de trampa.

La mentira, el amor, la pasión, los celos... El egoísmo, la traición, la culpa... El sacrificio... Casi nada. Todo eso, aunque haya momentos en que uno no se crea lo que sucede, es La casa de las dagas voladoras.

Nuevamente, Zhang Yimou deja imágenes impresas en mi retina. Nuevamente me toma de aliada con esa música envolvente o esos silencios interminables. Algunos dicen que este director se reblandeció. Casi estuve de acuerdo cuando vi Heroe, cuya propuesta estética es lo único que pude rescatar en aquel momento. Sin embargo, creo que sigue contándonos historias intensas con imágenes sorprendentes. Y cada vez lo hace de una manera diferente, renovándose, reinventándose como creador.

08 junio 2007

Y se vino el tercero

Elena Castiñeira de Dios



Shrek Tercero (Shrek, the Third), ha arrasado con las pantallas de todos los países en los que ya se ha estrenado. Éxito rotundo de taquilla en Rusia, Rumanía, Filipinas, Ucrania…y los estudios Dream Works de parabienes.

Esta vez , dirigida por Chris Miller y Raman Hui, el ogro verde trata de eludir el trono de Muy Muy Lejos que le ha dejado el rey Harold, su suegro, antes de morir. El mismo sapo le sugiere como posible candidato a Artie, el sobrino cabezahueca que está en un Internado. Demasiadas responsabilidades para el pobre Shrek al que no sólo le cae la corona sino también la paternidad anunciada por Fiona.

Esta vez, se ha perfeccionado aún más la animación llegando a una calidad visual mayor que en las dos anteriores; el movimiento del pelo del Príncipe Encantador, los trajes de las damas cuya textura se percibe como si se los estuviera acariciando, las luces reflejadas en el brillo de los cabellos mojados, las arruguitas en la nariz de Shrek cuando sufre, todo contribuye a la superación de las versiones anteriores en lo que hace al perfeccionamiento técnico.

El Príncipe Encantador recurre a los villanos con el Capitán Garfio a la cabeza y Lilian, la madre de Fiona, se rodea de todas las damitas de los cuentos;Cenicienta, Blanca Nieves, la Bella Durmiente y Rapunzel, acompañadas por los pequeños héroes que también se incorporan en esta nueva entrega que son Pinocho, Jenjibre y los Tres Chanchitos. También aparecen voces que se suman a las ya conocidas de Julie Andrews, Eddie Murphy, Cameron Díaz y Antonio Banderas como la de Justin Timberlake para Artie.

Todo es delicioso y amable, con algunas escenas desopilantes como la de la muerte del rey Harold o la imagen de las piernas enclenques del Mago Merlín, retirado de la enseñanza por problemas nerviosos.

Casi debería terminar la nota acá, agregando algo acerca del final esperado por todos pero, no puedo dejar de decirlo, hubo dos hechos en medio de tantas ternezas que no me acabaron de convencer: el primero, que Fiona haya tenido que proponer tener un hijo, insistir ante la mirada huidiza de Shrek y el segundo, la omnipotencia femenina.

Les cuento que si bien, en un momento Shrek explica cuánto ha sufrido durante su infancia por las burlas de los demás (por ser un ogro), también aparece soñando una terrible pesadilla, invadido por decenas de ogritos y desesperado porque comen, ensucian, gritan, desordenan y no porque alguien se mofa por su identidad de ogro. Como si eso fuera poco, en una charla, sentados en un tronco frente al fuego, Artie y Shrek cuentan acerca de sus padres: el de Artie, lo había abandonado en un colegio sin volver jamás y el de Shrek, le había puesto una manzana en la boca y lo había rociado con salsa para comérselo. Padres terribles, miedo a la paternidad, hijos abandonados con infancias de padecimiento…

Fiona no se queda atrás. Es cierto que si no fuera por ella, los hermosos hijitos del final jamás habrían nacido pero, las heroínas que la acompañan, todas ellas ideales de belleza y de bondad, la hacen caer en la dura realidad de que la llegada de los hijos significa el fin del matrimonio, bebés sucios y molestos, que lloran y piden cosas sin parar y que no dejan dormir. Además, cuando las papas queman y el pobre Shrek es encadenado, todas las mujeres salen al rescate, rompiendo paredes de piedra, engañando incautos y golpeando guardias.

¿Será que los guionistas toman estos temas de la realidad? ¿Será cierto que si no fuera por algunas mujeres, ya los hombres no querrían tener hijos? ¿Será cierto que los padres abandonan pero los hijos pueden superarlo? ¿Será cierto que las mujeres rescatan a sus hombres de un mundo de dudas e inseguridades, a ellos que son tan débiles?

¿Es bueno que los chicos que ven películas animadas hechas para ellos reciban subliminalmente estas ideas?

Al final, Shrek, convencido y rescatado por Fiona, puede disfrutar de la gran felicidad de criar a sus tres horrorosos ogritos que dejan a los padres de cama. Final feliz.

Personalmente, esto sólo es una opinión personal, creo que los palacios no son lo mejor.

¡Shrek! ¡Volvé al pantano!

29 mayo 2007

El triunfo del kinetoscopio

Liliana Sáez


El 11 de mayo apareció el primer número de Cahiers du Cinéma España. En sus primeras páginas, Ángel Quintana sienta las bases de lo que será la crítica de cine para esa revista, y lo hace desde una mirada conciliadora con los profundos cambios que está sufriendo el cine, no tanto en su manera de hacerse, sino en su manera de consumirse.

Es cierto que los modos de ver una película han cambiado, y aunque también Quintana se refiere a que el cine mismo ha cambiado: la incursión del video, la revalorización de las imágenes defectuosas como factor estético o el manejo del tiempo no convencional..., yo creo que no es aquí donde radica la novedad. En cambio, sí existe en los aparatos técnicos utilizados por el cineasta, que obviamente inciden en el resultado de una película (la falta de grano en la fotografía, la movilidad de la cámara de video que es mucho más ligera que la cinematográfica, etc.), pero en esencia, creo que el cine sigue siendo cine.

Lo que sí comparto es que el cine, más que nunca, se está convirtiendo en una mercancía, en un objeto coleccionable, como dice Quintana en algún sitio, sin la intención de objetivarlo como cosa, aunque lo hace, yo creo que inconscientemente. Y también me parece que la cinefilia no echa de menos a Boggie, sino que aplaude y recibe con más que agrado esas obras que vienen de países remotos, desconocidos, y que plantean ritmos, historias y tiempos diferentes a los que estamos acostumbrados.

Acompaño a Quintana en la creencia de que la crítica debe seguir al cine, rescatando aquellas películas olvidadas, perdidas en la cantidad de cine chatarra que invade las multisalas o los hogares, para seguir haciendo lo que viene haciendo desde siempre: descubriendo obras, resistiendo (sí) y planteando discursos sobre el cine que permitan resguardar aquellos filmes que merecen perdurar.

Hay mucho para debatir, mucho para disentir y mucho para compartir... No puedo dejar de sentir nostalgia por el cinematógrafo, aquella experiencia de ver el cine en soledad, acompañada de otras soledades en la oscuridad de la sala, y cierta reticencia a adaptarme a visionar egoístamente, individualmente, a la manera del kinetoscopio, una obra en una pantalla que no ocupe toda mi atención.

A continuación, el texto, tal como apareció en Cahiers...



No sólo el cine cambia, la crítica también
Ángel Quintana

Los tiempos están cambiando. Constatarlo no implica nada nuevo, pero para cierta cinefilia dicha afirmación resulta terrorífica. Los cambios implican el fin de una cierta Arcadia a la que es imposible volver; y esta Arcadia ha sido el sustrato sentimental de toda una generación. Para algunos, la solución pasó por el laconismo, y entonces institucionalizaron los discursos sobre la muerte del cine. Llegaron a decidir incluso que en 1995, coincidiendo con su centenaria, debía celebrarse entierro. Sin embargo, el cadáver no apareció. En lugar de morir, el cine cambió de aspecto.

Desde entonces, la carrera ha sido acelerada. Las salas se han convertido en anexos de los supermercados. Las palomitas han pasado a ser más rentables que las entradas vendidas en taquilla. Los DVD han hecho de la película un objeto. La obsesión por verlo todo ha sido sustituida por la de tenerlo todo. El ámbito doméstico es un espacio de exhibición de alta fidelidad. Los ordenadores son la puerta de acceso a la nueva filmoteca ideal. Y el viejo kinetoscopio de Thomas A. Edison, que perdió la batalla frente al cinematógrafo de los Lumiѐre, ha acabado ganando la partida. Todos estamos más conectados a los kinetoscopios domésticos –ordenadores portátiles o home movies– que a los cinematógrafos, los cuales son incapaces de singularizarse entre las múltiples ofertas de los supermercados.

No sólo han cambiado los sistemas y las formas de ver cine, también lo han hecho ciertas formas de hacer cine, cuestionando algunas profecías anunciadas. El cine digital no ha servido únicamente para crear los mundos en los que Lara Croft acabará ganando el Oscar a la mejor actriz, sino también para aumentar el deseo de filmar las ruinas de nuestra civilización. La captura de las ruinas ha servido para constatar que el fin de la historia está lejano. El autor cinematográfico ya no es sólo el autor-simulacro que cotiza en el mercado de valores de la posmodernidad, gracias a su capacidad para crear brillantes envoltorios. Ahora se ha convertido en un artista multimediático, para quien hacer imágenes no sólo significa pensar en las salas, sino también en los espacios propios del arte como las galerías o los centros culturales. Por otra parte, la disolución de las fronteras entre los géneros ha acabado revalorizando la cuestión de la frontera que separa la ficción del documental y de la vanguardia. En el cine espectáculo, la narración clásica ha sido bombardeada por el retorno al cine de atracciones y, en el cine de autor, por la aparición de fórmulas conceptuales heredadas de la literatura y del teatro. El concepto de drama, perfectamente engarzado en las tradiciones procedentes del Actor’s Studio, ha empezado a ser socavado por unos personajes sin psicología que se han convertido en cuerpos que circulan o, simplemente, en rostros atónitos ante la caótica complejidad del presente.

Los cambios que atraviesa el cine son más que evidentes, pero todavía importantes sectores de la crítica parecen minimizarlos. Cada año, cuando los críticos de muchos grandes periódicos de todos los países se desplazan a los festivales, aspiran a encontrar esa película clásica inexistente y maldicen lo que ellos entienden como la lentitud o la extrañeza de muchas películas contemporáneas. ¿Por qué la crítica no quiere ser consciente de la mutación del cine? Sencillamente, porque prefiere soñar que cualquier tiempo pasado fue mejor, sin darse cuenta de que esa actitud les lleva a convertirse en especialistas en la pintura del renacimiento desterrados en una feria de arte contemporáneo. Del mismo modo que el crítico de arte no puede aplicar los criterios de centralidad y de orden en las obras actuales, el crítico de cine no puede buscar el relato cerrado, ni el drama tenso, en un cine que ha abierto el relato hacia la estética de la digresión y ha minimizado la dramaturgia.

En la mayoría de los debates sobre la función de la crítica llega un momento en el que, inevitablemente surge la cuestión del gusto. El crítico obligado a ver películas tailandesas e iraníes e las secciones oficiales de los festivales proclama su derecho a poder reivindicar su apego al humo de los cigarrillos de Humphrey Bogart. Cuando el gusto se convierte en el único criterio crítico, se debe tener en cuenta que el gusto también se educa.

Oscar Wilde escribió en un maravilloso texto titulado El crítico como artista que la función de la crítica consiste en actuar como conciencia del arte, porque sin crítica no habría arte. Siguiendo las líneas de su pensamiento, resulta evidente que al preguntarnos qué significa hoy hacer crítica de cine debemos ir más allá de una cierta idea de la crítica que ha quedado obsoleta. Si el cine cambia, sería absurdo pensar que la crítica no debe cambiar. Los instrumentos utilizados por cierta crítica han empezado a resultar inoperantes. Para comprender las transformaciones estéticas de algunas películas debemos ir más allá del propio territorio clásico de la cinefilia para dialogar con el mundo del arte, de la filosofía, de la literatura o del teatro contemporáneo. Lo que para la crítica de los años sesenta era una buena película quizás ya no lo es para la crítica actual, porque las condiciones de recepción se han transformado. Para llegar a ser la conciencia del cine de su presente, la crítica debe poner el cine de hoy en perspectiva con la estética de su presente.

¿Con qué instrumentos podemos valorar la importancia de una película como Inland Empire, de David Lynch? Si nos ponemos a pensarla a partir de los parámetros clásicos de que una buena película es una obra bien realizada, bien interpretada y bien narrada, haremos el ridículo. Inland Empire requiere ser pensada en función del arte contemporáneo, de las derivas de la imagen digital o de las nuevas formas de percepción del tiempo. Si no pensamos la película desde la radicalidad corremos el riesgo de rechazarla o de conformarnos, simplemente, en indicar que es fascinante y extraña, sin ir más allá de los objetivos más tópicos. Frente a un objeto como Inland Empire es preciso establecer un discurso, proponer un análisis y buscar una interpretación estética. Si no somos capaces de hacerlo, habremos fracasado.

Para las personas que nos hemos lanzado a la empresa de dar forma a la edición española de Cahiers du cinéma, la idea de que la crítica debe establecer una estrecha relación con los cambios del cine es fundamental. Queremos mirar el cine como un espacio de creación abierto a múltiples tendencias y a múltiples formas de circulación. No nos hallamos ante el final de una época, sino al inicio de un período extraordinario en el que escribir sobre cine es un modo de levantar acta de una de las más profundas y fascinantes mutaciones de la cultura contemporánea.

Escribir sobre cine implica partir de una consideración esencial: el cine ya no ocupa la centralidad del audiovisual contemporáneo. El desplazamiento que ha sufrido respecto a Internet o a la televisión le ha conferido una extraña posición de resistencia y experimentación. Este hecho le otorga más libertad para reformularse a sí mismo y para provocar un pensamiento fuerte sobre el mundo. El cine puede ser un instrumento de resistencia contra la globalización de las imágenes, contra su mercantilización y contra lo políticamente correcto. Para afianzarse como alteridad a los discursos oficiales, necesita el apoyo de una crítica radical, que esté dispuesta, si es necesario, a navegar contracorriente.

La tarea crítica no debe convertirnos ni en publicistas de los estrenos de la cartelera, ni en apóstoles de lo exótico. Muchas de las mejores películas no circulan por las salas, algunas se estrenan directamente en DVD y otras pasan por las galerías o centros culturales. La curiosidad nos debe llevar a buscar más allá de los circuitos establecidos. Pero no debemos actuar como simples buscadores de figuras extremas, prisioneros del afán de novedad. El cine no se reinventa a sí mismo desde la nada, sino que se transforma desde la seguridad que le infunden ciento doce años de historia. Walter Benjamin describió de forma alegórica su idea de historia tomando como pretexto el Angelus Novus, de Paul Klee. Cuando el ángel mira al pasado sólo ve ruinas de la barbarie, pero una fuerza lo impulsa hacia el futuro. Como el Angelus Novus, el crítico de cine debe saber observar los restos de su pasado mientras es lanzado al futuro por un fuerte viento huracanado llamado presente.

Cahiers du Cinéma España, número 1, mayo 2007, pp. 6-7.

21 mayo 2007

La vida de los otros (2)

Elena Castiñeira de Dios



La lectura de los comentarios sobre La vida de los otros me dejó un poco sorprendida. No eran los comentarios habituales de “Me gustó muchísimo” o “No me gustó”. ¿Por qué tanto desprecio por una película que arranca el aplauso espontáneo en los cines?

He oído las más diversas opiniones sobre la película, algunas muy ideologizadas, otras con una carga afectiva demasiado grande y otras centradas en el arte, en el efecto de catarsis del arte, en este caso, de la música como motor del cambio, algo así como que las manifestaciones del arte te hacen bueno, cosa absurda si las hay. La gran admiración que tenía Hitler por Wagner y por las obras maestras de la pintura son el ejemplo más grotesco de que la emoción estética que produce el arte no tiene nada que ver con la bondad. Tiene que ver con la felicidad que produce la belleza con mayúscula, no con la bondad, ni siquiera en minúscula.

A mí no me pareció que el aspecto ideológico fuera el más interesante, la ambientación en una dictadura en decadencia, como tantas en todas partes del mundo, del mismo signo o de signo contrario. Sí me atrajo ese hombre seco, estéril afectivamente, aislado, de pronto alterando su rutina profesional en la que no pone nada personal ni íntimo sino solamente una eficiencia en su tarea técnica. Me gusta pensar (y no soy nada ingenua), que tuvo una pequeña fuga, un breve momento en el que, por una fisura en sus controles, dejó escapar algo humano, producido por la vida de esa actriz que lo conmueve a tal punto, que comete la gaffe tremenda de acercarse a ella, de mostrar su cara. Él es su público y la admira; ella, cuando actúa, lo conmueve apenas, algo, poco, pero para él que está seco, es como un huracán incontenible.

Él no cambia, no “se vuelve bueno”. No. Sencillamente, hace un gesto diferente solamente en un momento. Después, sigue igual, impasible, inconmovible, llevando adelante otro trabajo con la misma eficiencia que el anterior. No elige dejar su tarea de espionaje, lo echan. En él nada se altera. Todo sigue igual.

Creo que lo que mueve a tantos comentarios apasionados es que horroriza poder aunque sólo sea, considerar, que un hombre con esas características, pueda sentir algo parecido a lo que sentiríamos nosotros. Nos calma, como plantea Foucault en “Vigilar y Castigar”, el poder colocar, encasillar, tanto a los malos como a los locos, en algún lugar cerrado; nos tranquiliza encerrarlos en un espacio alejado de nuestros espacios y así dejar en claro que somos diferentes. Hay lugares para los malos: las cárceles, por ende, si nosotros no estamos en las cárceles, somos los buenos. Nuestro Superyo, feliz y satisfecho. La culpa está en otros que no se nos parecen y, de paso, nosotros no tenemos ningún rasgo parecido a esos monstruos de la humanidad, pero ninguno ¿eh? Que quede claro.

Los mecanismos de identificación que se juegan en el cine, a veces, atentan contra nuestro equilibrio (¿precario?) mental. Cuando una película angustia mucho, cuando salimos del cine con un desasosiego inexplicable, en general, es porque no encontramos ningún punto de identificación en ninguno de los personajes con los que nos acabamos de topar y quedamos como suspendidos en una alteridad desesperante. Me acuerdo de Paris Trout que casi me liquida. Me dejó abismada por tres días y no encontraba el porqué. La historia no tenía nada que ver con mis fantasmas ni con mis dolores, con mi pasado ni con mi presente, con nada. Eso era: con nada. Ese espanto que produce lo inhumano, creo que es lo que tanto moviliza en esta película.

Lo que me pareció muy verídico es que la formación intelectual de los que se dedican a esa tarea insalubre para cualquier ser sensible, hace que graben horas y horas de estupideces. Cometo la infidencia de contar que una vez, un querido amigo, después de años de dictadura en nuestro país, me hizo llegar un informe sobre mí que había llegado a sus manos, que era delicioso: señalaban con fecha, día y hora, que se había visto mi automóvil (un Fiat 600 rotoso), estacionado a dos cuadras de la embajada rusa el día del aniversario de la revolución. Lo encantador es que allí, justo en esa puerta, vivía una de mis primas pero, en su bestialidad, el informe daba a entender otra cosa.

Ya les decía que nos calma mucho ser de los “vigilados” y no de los “vigiladores”, tener la confirmación de ser las víctimas y no los victimarios. Así somos los buenos y dormimos tranquilos.

17 mayo 2007

La vida de los otros

Los comentarios suscitados por Bucarest 12:08 le sugirieron a Marcela Barbaro compartir la nota escrita por ella en Subjetiva. Le agradecemos, tanto a Marcela como a la revista digital, el permiso para publicarla. Ahora sí está abierta la discusión, la polémica, la confrontación, de donde surgirán coincidencias o no... Bienvenidos.
LS

SONATA PARA UN HOMBRE BUENO
Das Leben Der Anderen- Alemania-2006.

Marcela Barbaro


La ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera llega a la pantalla grande y lo hace muy bien.

En 1984 Alemania estaba divida por un Muro que escindía las ideas y la libertad. En la República Democrática Alemana (lado oriental) gobernaba el Partido Socialista Único que apoyaba una concepción del mundo basado en las ideas del marxismo-leninismo; pensamiento esperanzador para un pueblo que deseaba un cambio. Pero eso fue sólo al principio, la deformación ideológica del partido y del poder derivaron en una forma de gobierno represivo e instigador, que desarrolló estrategias de espionaje para controlar a todos los ciudadanos. Quien se encargaba de erradicar toda individualidad era el Ministerio de Seguridad del Estado o STASI, lugar de detención e interrogatorios a muchos intelectuales o a quienes osaban asomar su nariz hacia el lado occidental.

La vida de los otros se desarrolla desde 1984 hasta la caída del muro de Berlín. Tras una larga investigación con material de archivo y la ayuda de las locaciones originales y de entrevistas con el capitán BERD Wiesler, miembro de la Stasi, se logró un guión que funciona como alegato de ese período.

La obra de teatro del famoso dramaturgo Georg Dreyman (Sebastián Koch) está en cartel. La actriz principal es Christa-María Sieland (Martina Gedeck), su amante. Dreyman está en la mira del gobierno y comienzan a investigarlo. La operación está bajo el mando del coronel Antón Grubitz (Ulrich Tukur), ansioso por pertenecer a los círculos más altos del Partido. El trabajo minucioso de escucha transcripto a reportes diarios queda en manos del capitán Gerd Wiesler (Ulrich Müne), un hombre solitario, sin otra vida más que estar al servicio del partido. Dicha misión, lo lleva a descubrir la vida del dramaturgo, su pensamiento, sus pasiones, sus amistades, su música. Un mundo que comenzó a seducirlo y a sensibilizarlo y que, desde cualquier lugar, sería opuesto al suyo. El debate entre el deber ser y el ser lo que se desea comenzará a invadir el interior de Wiesler.

¿Qué sucede cuando la flexibilidad y la tolerancia aparecen dentro de un sistema que dejó de contemplarlas? ¿Cuál es el precio de sostener un compromiso ideológico cuando la libertad individual depende de la libertad de otros? Preguntas que surgen de una historia que se abre, dialoga y se expone. Cuestiones, que llevarán a plantear la autenticidad del arte cuando, ésta, se acuesta con el sistema.

Con La vida de los otros, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera, el alemán Florian Henckel Von Donnersmarck hace su debut en el largometraje y lo hace muy bien. Su solvencia como director y guionista la despliega en un relato fluido e intenso que, a pesar de una extensión de más de dos horas y de algunas instancias predecibles, no decae ni se empaña. Una obra sólida, con la cual quisiera seguir dialogando.

13 mayo 2007

A pesar de todo, la vida

Omar Ayyashi es un español, nacido en Valladolid, que vive desde siempre en Bilbao, aunque ha pasado largas temporadas en Madrid y en Barcelona para estudiar lo que más le gusta: la fotografía.

Después de haber trabajado entre modelos y diseñadores, encontró una veta creativa en la injusticia social que se vive en algunos rincones del mundo. Su obra gráfica es impresionante, por lo que retrata, pero también por lo que propone.

En esta pequeña galería vemos distintas imágenes que han sido tomadas muy cerca de la enfermedad y de la muerte, en África (fotos 1 y 2) y en América (fotos 3 y 4). Sin embargo, el valor más alto de Ayyashi es que, también a través de la fotografía, se atreve a plantear una esperanza (fotos 5 y 6).

LS


1- El parto (La vida)
Gelcia vive con VIH. El bebé que acaba de nacer, también. Ahora no tiene fuerzas para volver a casa. Sólo puede esperar a recuperarlas. Maternidad. Hospital de Maganza. Maganja Da Costa. © Omar Ayyashi


2- El camino (La escuela)
Muchos niños dejan de ir a la escuela para cuidar de sus padres con sida, o porque ellos mismos padecen la enfermedad. Muchos de los profesores dejan sus trabajos por la misma razón y no hay recursos que hagan posible su sustitución. Quelimane. Capital de la Región de Zambézia. Mozambique. © Omar Ayyashi



3- La vergüenza
Las mujeres son doblemente vulnerables al VIH/SIDA. Tanto biológica como socialmente. Por la estructura de las sociedades no tienen la misma habilidad o capacidad para tomar decisiones o negociar las relaciones sexuales. Su propia comunidad las estigmatiza. Comunidades Garífunas. San Juan. La Paz. Honduras. © Omar Ayyashi


4- Los Garífunas
Comunidades negras estigmatizadas por su piel y que ahora cargan con otro estigma, el SIDA. Descendientes de esclavos africanos que los norteamericanos transportaron. Huyeron y terminaron refugiándose en estas tierras. Desplazarse por medicamentos significa dos días de carretera compartiendo camión con otros muchos que también intentan acortar distancias. Y quizá el Centro de Salud más cercano no tenga el material ni la capacidad para seguir el tratamiento. Ayuda en Acción desarrolla un trabajo de prevención con programas de salud sexual reproductiva, derechos sexuales reproductivos y derechos humanos, con énfasis en la prevención de las enfermedades de transmisión sexual y el VIH/SIDA. Comunidades de población Garífuna. Trujillo y Tela. Honduras. © Omar Ayyashi


5- El milagro (La oportunidad)
Porque siempre hay un instante en el que la vida de otros está en tus manos. Poblado de Muhaniwa. Camino de Namarroi a Pebane. Región de Zambézia. Mozambique. © Omar Ayyashi


6- La enseñanza (La clave)
Formarse es conquistar la libertad que la miseria se lleva por delante. La oportunidad de retomar tu vida. La única vía. Silvestre. 8 años. Nhongonhane. Distrito de Marracuene. Mozambique. © Omar Ayyashi

07 mayo 2007

Bucarest 12:08

Elena Castiñeira de Dios


El 22 de diciembre de 1989, el presidente Ceaucescu y su esposa se asomaron al balcón de la sede del Comité Central, dispuestos, como siempre, a recibir el aplauso del pueblo reunido en la plaza. Con asombro, el presidente comenzó a escuchar los abucheos, los gritos, los reclamos. Entró rápidamente y, seguramente por no haber creído lo que estaba pasando, pensando que era una pesadilla, volvió a asomarse. La gritería no cesaba. A los pocos minutos, las personas que inundaban la plaza vieron partir el helicóptero que llevaba al mandatario y perderse en el cielo. Allí comenzó la revolución.

Aparentemente, no fue lo que se dice una revolución del pueblo sino más bien una destitución de la dictadura por el hartazgo del Ejército y de algún grupo interno del PCR que había decidido que Ceacescu había llegado a su fin.

El joven director Corneliu Porumboiu recreó el aniversario de la caída de Ceaucescu y su dictadura stalinista, por definirla de alguna manera, con su film Bucarest 12:08, recientemente exhibido en el marco del Bafici y premiado con la Cámara de Oro que se le otorga al mejor director debutante en el Festival de Cannes.

La película comienza con la presentación de cada personaje, todos ellos en sus departamentos de monoblocks, grises, miserables, estrechos hasta la asfixia, en el marco de una ciudad semiderruida, sucia, vacía de personas en las calles heladas embarradas por la nieve derretida, con el paisaje de los Dacia abandonados. Un programa de televisión pretende rememorar ese heroico día, hace 16 años, contando con la presencia de dos testigos y del conductor, dueño él del canal de televisión. El lei motiv de la transmisión es ¿Hubo o no hubo una revolución el 22 de diciembre de 1989?, pregunta que deben contestar los panelistas y los televidentes que al mejor estilo de nuestros canales, llaman por teléfono para expresar sus opiniones.

Todo esto trascurre en un pueblito cercano a Bucarest en donde todos se conocen.

Los invitados son Piscocil, un hombre ya mayor, jubilado, que solía trabajar de Papá Noel para las Navidades y Mamescu, un profesor de Historia, borracho consuetudinario, cargado de deudas que contrae en sus incursiones a un bar en la esquina de la plaza central del lugar. El conductor, hace citas culturales para darle nivel a su programa.

La cámara fija en todos los planos y casi siempre con el encuadre defectuoso, los llamados telefónicos desmintiendo al panelista que se atribuye parte de la acción revolucionaria, la desesperación del conductor por confirmar algo glorioso para rememorar, el ex Papá Noel, un actor de raza, que dice que la revolución es como la electricidad que va prendiendo las luces primero en el centro de la ciudad y después recién, se propaga a las afueras, hacen de este film una tragicomedia fresca, por momentos hilarante, con cierto humor absurdo y con una dosis importante de fatalismo.

Los recuerdos de todos están deformados por el tiempo, no se ven los héroes que se buscaban, la mayoría había salido a la plaza después de asegurarse del triunfo de la revolución y los opresores del gobierno de Ceaucescu, son ahora los dueños de las fábricas del nuevo sistema capitalista, marco de la miseria que rodea a los protagonistas.

La mirada profundamente humana del director sobre los acontecimientos hace que Bucarest 12:08 sea un soplo agridulce en nuestros corazones.

Hace algunos años, creo que en el 2003, pudimos ver en Buenos Aires Videograma de una revolución del director alemán Faroki. Era un film armado con videos caseros y emisiones de la T.V. de los días de la caída de Ceaucescu. El embajador rumano en la Argentina, en declaraciones posteriores a la proyección, dijo que sólo en Bucarest la gente había salido a la calle para repudiar al dictador. En el resto del país, todos se habían quedado en sus casas.

03 mayo 2007

Citizen Kane 2007

Raúl Bellomusto


¿Qué se podría agregar a todo aquello que ya fuera dicho acerca de Citizen Kane? Se sabe perfectamente que se ha escrito una incalculable cantidad de textos acerca de la obra de Welles en general y de esta película en particular. El pobre Charles Foster Kane ha sido sometido a infinitos análisis críticos, definiciones axiológicas, paralelos filosóficos y demás yerbas del pensamiento. ¿Qué podría, ciertamente, sumarse, sin caer en repeticiones o formalismos? Nada prácticamente. Pues… ¿habría de sorprender a alguien, todavía, esta astilla de oro enclavada en la historia del cine?

Debo confesar que he malgastado mucho tiempo en los cabildeos del primer párrafo, teniendo ante mis narices la llave de todas las respuestas: ¿qué le pasaría hoy, en el año 2007, a alguien que no ha visto la película si lo sometemos a la experiencia de espectarla? ¿Qué sentiría un público actual con lo que Welles pergeñó en 1941?

Otrosí digo, debo confesar que planteado todo como fuera dicho suena más a experimento científico que a ejercitación para el alma (¿qué otra cosa es, al fin y al cabo, ver películas?). Por eso opté por tratar de resolver mi dilema desde un costado más sencillo y ver entonces la película con amigos que aún no la hubiesen visto. Cortito y al pie, como decimos los futboleros.

A la infinidad de obviedades que pueden surgir del planteo teórico de una situación semejante (“es una gran película”, “está en todas las listas de las mejores de todos los tiempos”, “pensemos que fue el debut de Welles con 25 años de edad”, etc., etc., etc.), agregué, no por redundante menos obvia, la siguiente frase: “¡No podés no haber visto El Ciudadano con lo que a vos te gusta el cine!”

El caso es que la experiencia finalmente se realizó, un par de semanas atrás, en casa. No está de más aclarar que mi propia mujer no había visto la peli a pesar de reposar (la peli, no mi esposa) en una excelente edición en DVD en las estanterías cinéfilas de nuestro living. Digo… estaba experimentando hasta con mi esposa, por eso creo que no sobra el comentario. Tantas veces le había hablado de esta obra y recién ahora, experiencia colectiva mediante, Silvia la iba a ver. Para mí no era un tema menor, disculpe el Lector poco afecto a la vida privada de los escribas.

Finalmente, en tren de exponer todas las confesiones que me sean posibles, confieso –como agregado confeso a las confesiones que ya hice hasta acá- que no sé si realmente esperaba mucho, siendo que no sé si esperaba algo de toda esta práctica.

Pero sucedió un pequeño milagro, una cuestión irrepetible, una tremenda afirmación. Acto seguido al profundo silencio que acompañó a toda la “proyección”, cuando finalmente supimos (yo, una bendita vez más) qué cosa era “Rosebud”, se produjo un espontáneo, cerrado, entusiasta y colectivo aplauso. Tómese debida nota: en la modesta intimidad de un departamento del barrio de Congreso, en la sureña Buenos Aires, un anónimo grupito de amigos aplaudía, desde el alma, a El Ciudadano.

¿Qué se puede agregar a todo aquello que ya fuera dicho acerca de Citizen Kane? Quizás esta pequeña anécdota. Quizás un nunca de más: “¡Gracias, Orson!”.