Raúl Bellomusto

Hay una toma de El séptimo sello que resume toda la filmografía de Ingmar Bergman. En medio de uno de sus repetidos coloquios con el caballero Antonius Block, La Muerte lo mira de frente. Nada raro, salvo por la formalidad adoptada por el Maestro. Esa toma está hecha en cámara subjetiva. Subjetiva de La Muerte: la muerte somos nosotros, está en nosotros, pequeños espectadores, finitos jugadores de ajedrez. Somos el cruzado y la muerte misma, somos mortales de nacimiento. Es natural, hay que admitirla. Y en un diálogo, ¿por qué no? el cineasta la resuelve en el clásico recurso del plano y contraplano.
Esa toma reduce toda la obra de Bergman porque Bergman nos representó desde ese lugar, desde el más recóndito rincón de nuestras almas que pide a gritos explicaciones, pruebas, alivio para nuestras angustias existenciales: ¿qué es la muerte? ¿Adónde vamos después de morir? Al cabo, ¿Dios existe?
Esa toma me estremeció, la comenté con mis amigos, nos incomodó en demasía. Nos ponía cruda y directamente en una posición demasiado pesada como para ser digerida a las apuradas. Obligaba a la reflexión. Nos transportaba, quizás, a la obligación en la que se veían, a su vez, aquellos soñadores setentistas que debatían “Bergman” en la calle Corrientes, los sábados por la noche o los domingos por la tarde.
Porque Bergman también era eso: apasionados debates, fuertes porfías, la placentera sensación de estar puestos a pensar. No era difícil el cine de Bergman, la vida es complicada. Y el cine es reflejo de la vida, es la toma de posición que el creador hace frente a ella.
La Muerte juega con toda la eternidad a su favor. Por eso ese cuadro medieval que obsesionaba a Bergman: La Muerte serruchando, tranquilamente, pacientemente, la rama del árbol adonde el aterrado juglar trepó para escapársele. Tanto lo marcó esa pintura que la convirtió en otra de las escenas de El séptimo sello. Hoy el Maestro fue alcanzado. Hoy La Muerte le dio jaque mate. Pero ahí está su obra, la verdadera prueba de la, tal vez, única trascendencia a la que podamos aspirar. El ejercicio de un arte puede serlo, nuestros hijos pueden ser nuestra obra maestra. Por allí habremos, o no, de trascender. Esto lo sabía sobradamente el gran sueco: por ese lado, señora Muerte, permítame decirle, con el debido respeto… que Bergman llegó a la meta y coronó.
Julio de 2007