03 agosto 2007

La insoportable levedad del ser

(Gracias, Maestro!)
Raúl Bellomusto



Hay una toma de El séptimo sello que resume toda la filmografía de Ingmar Bergman. En medio de uno de sus repetidos coloquios con el caballero Antonius Block, La Muerte lo mira de frente. Nada raro, salvo por la formalidad adoptada por el Maestro. Esa toma está hecha en cámara subjetiva. Subjetiva de La Muerte: la muerte somos nosotros, está en nosotros, pequeños espectadores, finitos jugadores de ajedrez. Somos el cruzado y la muerte misma, somos mortales de nacimiento. Es natural, hay que admitirla. Y en un diálogo, ¿por qué no? el cineasta la resuelve en el clásico recurso del plano y contraplano.

Esa toma reduce toda la obra de Bergman porque Bergman nos representó desde ese lugar, desde el más recóndito rincón de nuestras almas que pide a gritos explicaciones, pruebas, alivio para nuestras angustias existenciales: ¿qué es la muerte? ¿Adónde vamos después de morir? Al cabo, ¿Dios existe?

Esa toma me estremeció, la comenté con mis amigos, nos incomodó en demasía. Nos ponía cruda y directamente en una posición demasiado pesada como para ser digerida a las apuradas. Obligaba a la reflexión. Nos transportaba, quizás, a la obligación en la que se veían, a su vez, aquellos soñadores setentistas que debatían “Bergman” en la calle Corrientes, los sábados por la noche o los domingos por la tarde.

Porque Bergman también era eso: apasionados debates, fuertes porfías, la placentera sensación de estar puestos a pensar. No era difícil el cine de Bergman, la vida es complicada. Y el cine es reflejo de la vida, es la toma de posición que el creador hace frente a ella.

La Muerte juega con toda la eternidad a su favor. Por eso ese cuadro medieval que obsesionaba a Bergman: La Muerte serruchando, tranquilamente, pacientemente, la rama del árbol adonde el aterrado juglar trepó para escapársele. Tanto lo marcó esa pintura que la convirtió en otra de las escenas de El séptimo sello. Hoy el Maestro fue alcanzado. Hoy La Muerte le dio jaque mate. Pero ahí está su obra, la verdadera prueba de la, tal vez, única trascendencia a la que podamos aspirar. El ejercicio de un arte puede serlo, nuestros hijos pueden ser nuestra obra maestra. Por allí habremos, o no, de trascender. Esto lo sabía sobradamente el gran sueco: por ese lado, señora Muerte, permítame decirle, con el debido respeto… que Bergman llegó a la meta y coronó.

Julio de 2007

25 julio 2007

Pelo de rata, pizca de albahaca

Andrés David Aparicio Alonso


Hace unos días preparé fríjoles. Era la tercera vez que lo hacía y me dejé llevar un poco. Calentar, cortar, agregar, oler, agarrar una pizca de polvos mágicos, agregar, oler, revolver, revolver, revolver, oler, esperar, caminar, alejarse, oler, dar la vuelta, acercarse, oler, decidir, revolver y apagar. Cocinar puede hacerse en solitario pero nunca será una labor solitaria. No sólo me acompañan los ingredientes, sino los recuerdos de otros platos, otras cocinas, otros cocineros, recuerdos propios y ajenos.

Acompañados por arroz blanco (cuya preparación es otra pequeña historia). Así me gustan los fríjoles, así los comí. El primer bocado me hizo decir que le faltaba sal. Acompañado por ella. Así me gusta el almuerzo, así lo comí. Su comentario fue que no le faltaba que estaba perfecto. Asentí pero dudé. Con cada cucharada, trataba de encontrar un defecto y ella lo refutaba. Tenía la sal justa, el sabor del chorizo realzaba el gusto terroso de los fríjoles, la inesperada pizca de pimienta en el arroz aromatizaba todo y en la mitad del almuerzo tuve que reconocerlo: no sólo había quedado sabroso, sino que había quedado excelente. No soy el mejor cocinero del mundo (ese honor lo tiene una rata) pero a veces, cuando todo se conjuga como debe ser, resulta un plato del que se puede hablar.

No era una receta elaborada, innovadora o con intenciones de sorprender. Fríjoles con arroz, receta básica de muchas partes del mundo y en este caso con estilo colombiano, receta familiar que terminó llenando más que el estómago. No quería sorprender pero el plato lo hizo. A veces, cuando todo se conjuga como debe ser, lo común resulta extraordinario.

Salir del cine después de ver una película se parece a terminar de comer. En ocasiones, la película no satisface y es fácil encontrar defectos: que el guión está mal estructurado, que los personajes hablan como si fueran robots (y no lo son), que la música no cuadra con el contenido, que esto y que aquello. Otras veces la película satisface porque rompe con ciertas ideas: la música parece no cuadrar con el contenido, pero cada nota aportó un nivel adicional de interpretación para ese diálogo parsimonioso que nos entregaban los actores. En otras, la película no satisface porque es predecible y pudo haber sido más pero no fue. A veces, sin embargo, es predecible en justa medida.

Salir del cine después de ver Ratatouille fue como el primer bocado de esos fríjoles. Me gustó pero era una película predecible y quería encontrarle defectos. Empecé por la historia de amor, pensando que sin ella podríamos haber visto un poco más del mundo de las ratas, pero eso me llevo a pensar que lo mostrado es suficiente porque lo importante es la cocina. Lo que se muestra del mundo de las ratas es suficiente y necesario para lo que sigue. Con la historia de amor y el mundo de las ratas a salvo, intenté perjudicar a los personajes pero fue una batalla corta. Cada uno está bien definido, cada uno tiene una voz clara y hasta los diálogos son limpios.

Estuve un buen tiempo en esas, pasando por alto la animación porque de entrada no le pude encontrar problemas; recordando la suavidad con que fluye la película y en especial el momento cuando el crítico culinario, casi que antagonista por antonomasia, se enfrenta por fin al genio de la rata. La comparé con otras películas; descubrí que, en esa línea, desde Buscando a Nemo no había visto algo parecido; también me di cuenta que, desde El Rey León, Disney no había sido la misma; y que esta película se sentía como una de las antiguas historias que llegaban de ese lugar.

Varias cuadras después y varios grados menos, tuve que reconocerlo: no sólo es una película entretenida, sino que es excelente. No pretende romper esquemas, no intenta sorprender, no quiere que abramos la mente a otras realidades. Solamente nos cuenta una historia sencilla, humana y hermosa, usando las palabras y las imágenes justas, sin abusar, sin obligar. Como los fríjoles, viene de una receta familiar. Como ellos, logró que de lo común resultara algo extraordinario.

20 julio 2007

La vie en rose

Como peregrina de la Blogósfera, llegué un día a Cacho de pan, el blog de Dante Bertini, donde encontré posts que me eran familiares, por el tono, por la anécdota, por sus gustos... Dante escribe, dibuja, ilustra... Es un artista que se define en cada texto que escribe. Y qué bien lo hace. Leí esta crítica y se la pedí, para compartirla con ustedes. Quise invitarlo a visitarnos, justamente hoy, Día del Amigo, como homenaje a los amigos que he sumado este año gracias a kinephilos. A los amigos de siempre, mi abrazo de cada día.
Bienvenido, Dante.
LS


ANOTHER SONG
Dante Bertini


Dos noche seguidas, viernes y sábado, fui al mismo cine de mi barrio barcelonés –el Alexandra, único con coronita incorporada– a ver películas sobre cantantes famosos. Aunque pertenecientes a épocas y sociedades muy distintas, los dos tuvieron un más que notable éxito popular. También en ambos las drogas duras funcionaron como detonante de explosivas cargas interiores, ocasionando desvastadores destrozos en sus propias vidas y más de un efecto colateral en las de aquellos que los rodeaban.

Antes que nada, y casi como una disculpa, debo decir que me habían gustado especialmente todas las historias anteriores de Gus Van Sant, así que parecía interesante ver que había hecho el re-creador de Psicosis con los últimos días (Lasts days) en la vida de Kurt Cobain, el líder de Nirvana y marido de la, más que avasallante, atropelladora Courtney Love.

Me aburrí hasta la inquietud, la desesperación, el hartazgo y el sueño más profundo, todo ello por ese orden y en sólo una hora y media de espectación. Digo bien, "expectación", porque durante los noventa minutos de película –para ser justos habría que descontarle unos diez de cabezadas– me mantuve expectante, ansioso por ver en qué momento aparecía el genio de Van Sant dándome una buena excusa para tragarme el pesadísimo, indigerible resto. ¿Es válido retratar el vacío mostrando durante hora y media un agujero sin fondo? Supongo que sí, pero también es válido que los espectadores se duerman o se llenen hasta los mismísimos celuloides de mal humor y decidan que nunca más, y al cielo pongo por testigo, gastarán un montoncito de euros en este Dis-Gust Van Sant. Que un kilo de cerezas de primera calidad cuesta casi lo mismo y suele producir un inmenso caudal de endorfinas.

Al día siguiente, como nadie tuvo a bien invitarme a alguna popular "Revetlla de Sant Joan", esas donde los mozos del pueblo intercambian alegremente, entre estruendo de petardos y descorches de cava barato, pan, mujeres y gabanes –¡con el calor que solemos padecer aquí por estos días!–, repetí cine mayestático o de coronita, peli de cantante y compañía de amigos. Del grunge punk saltamos a la chanson francesa, de Kurt Cobain a Edith Piaf, del reviente tonto, aburrido, sin motivo aparente, a una historia tan melodramática que ningún autor en su sano juicio se atrevería a inventarla. La vie en rose (La Môme) es una película sentimental entretenidísima, de esas que ya no se hacen. ¿De culto? Debería serlo, aunque más no fuera por la actuación de Marion Cotillard, magnífica, reencarnada Piaf, y por la banda sonora con la voz y las canciones del auténtico "gorrión de París". Durante las dos horas y media de esta película hay de todo, mezclado y al por mayor, como en la vidriera de los cambalaches (tal vez, tratándose de un film tan parisino, debería haber puesto "de algún Marché aux Puces"). Glamour y prostitución, éxito e intoxicaciones, pasiones desenfrenadas y asesinatos misteriosos, se pasean por el film junto a los fantasmas de Marcel Cerdan, Jean Cocteau, Marlene Dietrich, Louis Leplèe, Ives Montand, Theo Sarapo o Eddie Costantine, sólo algunos de los muchos que se implicaron afectiva o amorosamente en la vida de esta mujer tan talentosa como difícil. A producciones de este tipo se las suele llamar con cierto desprecio "biopics". Como no sé qué crítica le habrán sacado el El País o Cahiers du Cinema, tal vez al elogiarla estoy tirando a la basura el poco prestigio que me queda(ba). Pero entiéndanme: la última noche de San Juan no se me ocurrió quemar de una vez y para siempre esta maldita manía de decir lo que pienso.

09 julio 2007

¡Que viva la música! (2)

La publicación de un párrafo de ¡Que viva la música! (QVLM) para atender la solicitud de una tocaya de apellido, recibió el siguiente comentario por mail. Enriquecedor comentario, para aquellos que amamos la escritura de Caicedo. No pude guardármelo para mí. Aquí lo publico para quienes comparten conmigo esa pasión.
También utilizo la fotografía que tan gentilmente nos cede Andrés Meza, donde se puede ver cómo está hoy la Remington que utilizaba Andrés Caicedo. Toda una pieza de museo.
Gracias a ambos por su aporte.
LS



María Eugenia Sáez, a quien también pueden leer en Letralia, dice:

Cada caicerista tiene su trozo preferido; el mío es el del concierto de Fania al final con el toquecito del gateo o, alternativamente, el de los hongos alucinógenos y la canción del Niche.

El que mandaste es muy representativo de la parte "musical" de QVLM pero no de su inseparable correlativo: la droga. Y claro que es doloroso unir ambas partes. Pero hay que hacerlo y, en honor a Caicedo, presentar a QVLM en sus dos inseparables mitades. Por supuesto que Cali no es sólo salsa y droga. Pero sí son estos dos componentes lo principal de QVLM. Tampoco París es sólo cafés y snobs existencialistas, pero sí en la obra de un par de parisinos famosos. Ni es París pura grisura y tristeza, pero sí en la Guía Triste de París del peruano Bryce. Bueno, es una opinión, la mía, y no está labrada en piedra como las tablas mosaicas.

El trozo que me mandaste está bien para mis alumnos y te lo agradezco. Es un trozo interesante y sin duda distintivamente caiceriano, marca de fábrica, digamos; pero lo encuentro algo artificioso en el sentido de topos literario: la musica enloquece, los cuerpos trepidan, una frasecita cantada por aquí y otra por allá mi negra y Ay A-lalalá lalalá... El vocabulario se vuelve algo cliché; por ejemplo:

embutir a los bailadores en una tercera realidad, en donde cantantes machos han cambiado de sexo o son entes neutros, y bailar la irrealidad, azotar los caballos enloquecidos, llenar de fiebre las trompetas mareadoras

O en esta otra frase donde Caicedo iba bien (si es que la idea era crear una especie de oración mística en reverso, tipo mallarmiano misanegriano) y hubiera llegado a genial conclusión, si Caicedo hubiera mantenido el tono hasta el final; pero le mete una frase clasemediera como "confunde mis valores" y "abandonándome a la criminalidad"; a ver qué piensas; a lo mejor estoy leyéndole demasiado criticamente:

[Música] me tiro sobre ti, a ti sola me dedico, acaba con mis fuerzas, si sos capaz, confunde mis valores, húndeme de frente, abandonándome en la criminalidad...
o esta en la que la protagonista y el narrador se vuelven un ente racional, :

de nada puedo estar segura, ya no distingo un instrumento sino una eflusión de pesares y requiebros y llantos al grito herido, transformación de la materia en notas remolonas, cansancio mío, amanecer tardío, noche que cae para alborotar los juicios desvariados, petición de perdón y pugna de sosiego.
algo sí que distingo si digo "de nada puedo estar segura, ya no distingo un instrumento sino una eflusión de pesares"; es un intento de Caicedo de apagar el motorcito de la racionalización y no le salió bien. La protagonista, la supuesta rubia tonta y vana, se autoanaliza como si fuera un profesor de lógica puesto a escribir un libro sobre la cultura dionisíaca.

Algo le faltó a Caicedo para llenar los vacíos entre la rubia tonta a la que el narrador mira, en la primera escena, entre divertido y compasivo, y esta fenomenóloga de la escena de arriba. El que está analizándolo todo es el narrador quien, ante los ojos del lector, se funde en María del Carmen sin más ni más, se vuelve un andrógino, un andrógino drogado y melómano, demasiado al tanto de que está abocado a la autodestrucción.

El narrador mirón y sabelotodo, típico narrador masculino de novela latinoamericana de los 70, es mucho mejor en la primera escena, en la que mira embelesado el pelo recién shampuado de su diosa rubia, de ella que es símbolo del sueño particular de él de llegar a ser parte de la clase media-alta, en Estados Unidos de ser posible. Ese narrador absorto, autocomplaciente y burlón, de repente se sorprende a sí mismo en el acto de observar, porque del pelo rubio y límpido de María del Carmen, pasa a verse sus propios bracitos, su falta de fuerza, su falta de masculinidad.

Creo que Caicedo tenía prisa por terminar esta novela. Creo también que es una novela genial. Y sigo creyendo que es de las 10 mejores cosas que he leído de literatura del XX. Soy caicerista hasta la médula.

María Eugenia Sáez

07 julio 2007

Que viva la música

Para María Eugenia, que pide un fragmento de Que viva la música, la novela de Andrés Caicedo, para compartirlo con sus alumnos. Aquí va ese trocito pedido, un solo párrafo, pero significativo.
LS


(...)
Cuando Rubén se quería tirar al tres yo lo acompañaba. Aprendí mucho con su miseria. Me enseñó el brillante misterio de las 45 revolucones por minuto para un disco grabado en 33, invento caleño que define el ansia anormal de velocidad en sus bailadores. ¿Cómo, quién fue el que probó a ver cómo sonaba Qué bella es la Navidad en 45, o Micaela se botó? Se debe haber creído un genio ante el resultado, compositor Welter Carlos. El 33 vuelto 45 es como si lo flagelaran a uno mientras baila, con esa necesidad de decirlo todo, para que haya tiempo de decirlo 16 veces más, y a ver quién nos aguanta, quién nos baila. Es destapar el espíritu, no la voz, sino eso turbio que se agita más adentro, las causas primordiales para levantarse y buscar la claridad, el canto. Es volver necesaria y dolorosa cualquier banalidad, porque hay Salsa, mamá. Es apretujar esquelas de música, enrevesar pianos que habían arrancado en líneas directas, embutir a los bailadores en una tercera realidad, en donde cantantes machos han cambiado de sexo o son entes neutros, y bailar la irrealidad, azotar los caballos enloquecidos, llenar de fiebre las trompetas mareadoras, deshilachar como carne trozos de música salada y caliente, hacer acopio de fuerzas, Tulia Fonseca, Tulia Fonseca, que el bailador piense: "Está durísimo y sólo llevo dos minutos. ¿Cómo quedaré después de media hora de canciones?" Música que se alimenta de la carne viva, música que no dejas sino llagas, música recién estrenada, me tiro sobre ti, a ti sola me dedico, acaba con mis fuerzas, si sos capaz, confunde mis valores, húndeme de frente, abandonándome en la criminalidad, porque yo no sé nada y de nada puedo estar segura, ya no distingo un instrumento sino una eflusión de pesares y requiebros y llantos al grito herido, transformación de la materia en notas remolonas, cansancio mío, amanecer tardío, noche que cae para alborotar los juicios desvariados, petición de perdón y pugna de sosiego. Sosegón, magnífica confusiña de ánimos vencidos por tres minutos de canción: así es el 45. Y que lo bailen todos, los quiero ver zapatiar sin esperanzans: que el ideal de la vida se reduzca a dar un taquito elegante para cerrar pieza, y esperar que coloquen responsable melodía. La rumba está que no puede más.
(...)


Andrés Caicedo: Que viva la música, Plaza & Janés, Bogotá, 1985, pp.140-141.

22 junio 2007

Takeshi Kitano

José Luis Dana vive en Barcelona. Su amor por el cine y por la música viene de lejos, y lo ha expresado estudiando, escribiendo y, también, dirigiendo un cineclub. Actualmente está en la etapa de preproducción de su cortometraje. Yo lo conocí gracias a Aula Crítica y lo invité a compartir con nosotros un espacio en kinephilos. ¡Bienvenido, José Luis!

LS


KITANO Y YO
José Luis Dana (*)

Me dirigí al cine solo, aunque no era habitual que lo hiciera. De los estrenos de aquella semana había una película que me interesaba por encima de todas las demás: la última producción de un director japonés llamado Takeshi Kitano, del que solamente había visto Violent Cop (Sono Otoko, Kyoto ni Tsuki, 1990), filme que me había dejado buena impresión. La proyectaban en los cines Verdi de Barcelona. Eso conllevaba viajar en metro y caminar unas manzanas. Realizar ese ritual para llegar a la sala, me ofreció tiempo para pensar. Pensar qué me contaría el filme, si la historia estaría bien narrada o el porqué de mi elección. No tenía ni idea con qué película me iba a encontrar; iba dispuesto, como siempre, a disfrutar. Sólo eran eso: pensamientos…

Cuando se apagaron las luces y comenzó la proyección, todo ese pequeño mundo que había creado yo, desapareció. Esperaba ver una película buena y sorprendente. Hana-bi (1996) hizo que ocurriera lo que debía ocurrir: ya contaba con un autor relativamente nuevo, al que poder seguir de cerca en cada una de sus próximas películas. Desde entonces veo tanto cine como me es posible, de cualquier época y de todos los estilos y movimientos; he contemplado historias hermosas, duras, frías, cómicas, terroríficas, feas… pero ninguna me atrapó como las de Kitano.

En su cine hay varios factores que destacan. Uno de ellos es el montaje. Concretamente la elipsis es de los recursos más utilizados por el realizador nipón. Con escasos planos es capaz de mostrar y resolver una situación: la primera secuencia de Hana-bi con Beat Takeshi (el nombre utilizado por Kitano para su faceta de actor), dos personajes secundarios y un coche, todo ello localizado en un parking, es un buen ejemplo. Apenas con media docena de planos fijos presenta al protagonista, dejando clara su manera de actuar ante una situación inesperada: los dos chicos le ensucian con restos de comida su auto y, sin palabras ni gestos (sólo miradas), montado con plano-contraplano de los intérpretes, un plano general del cielo nublado que les observa, un detalle de la comida sobre el capó del automóvil, Kitano empuña un cuchillo en su bolsillo, mientras los jóvenes limpian la suciedad y uno de ellos es pateado por el actor principal, resuelve lo que podría haber sido eterno por parte de algún otro autor, y sienta así una las bases que utiliza a menudo en sus películas. Es por ello que, actualmente, Takeshi Kitano puede considerarse un maestro indiscutible de la elipsis cinematográfica.

Por otra parte, la confrontación entre bandas yakuza es un recurso muy utilizado por Takeshi Kitano. De los doce filmes que ha rodado hasta el momento, esta situación es vital para el desarrollo de lo narrado, al menos, en ocho de ellos: Violent Cop, Boiling Point (3-4 X Jugatsu, 1990), Sonatine (Sonachine, 1993), Kids Return (Kidzu Ritan, 1996), Hana-bi, El verano de Kikujiro (Kikujiro no Natsu, 1999), Brother (2000) y Dolls (2002). Bien como espina dorsal de lo contado, bien como apunte implícito y secundario, toda la parafernalia del mundo yakuza está reflejada en cada una de sus historias: tanto la violencia más “macarra” por parte de estos gángsters orientales con asesinatos a sangre fría, torturas o extorsiones, como el estricto código de honor y lealtad por ellos utilizado, que a veces implica amputaciones, harakiri o sumisión total al capo de la banda.


Las secuencias en tono de comedia abundan en su filmografía. No hay que olvidar que sus comienzos están marcados por el mundo de la televisión más “cacharrera”, al constituir el cincuenta por ciento del dúo cómico Two Beats, protagonistas del concurso “Humor Amarillo”, utilizado por diversas emisoras para rellenar la programación de diferentes épocas y en el que la descripción de situaciones totalmente absurdas es habitual. Los chistes y las escenas hilarantes (El verano de Kikujiro y especialmente Getting Any?, 1994, están repletas de todo ello) destacan en sus historias y ayudan a compensar el estado de ánimo de unos personajes, a menudo maltratados por situaciones no buscadas. En esto del humor (a veces sutil, a veces sobreactuado) también es un autor destacado, que se nutre de maestros como Charles Chaplin, utilizando el recurso del cine silente, o de Buster Keaton y su particular modo de presentar a personajes con elegante hieratismo, para introducir escenas cómicas que liberan al espectador de la carga excesiva de violencia y situaciones de dramatismo extremo que poseen sus películas.

¿Y qué sería de toda su filmografía sin el mar? Con su presencia demuestra que su cine es en gran parte autobiográfico. Vivir frente a él (y en Japón es francamente fácil hacerlo), contemplar el agua que rompe en la costa, pasear por la orilla de la playa u observar las olas desde el acantilado libera del estrés; ayuda a reflexionar. Y Takeshi lo pone de manifiesto con sus planos marítimos, donde los sujetos dejan el protagonismo al océano, esencial en multitud de situaciones que nos cuenta, para ayudar a resolverlas. El director utiliza todo ello como parte importante de su experiencia particular y lo muestra con el cariño que sólo un individuo que lo necesita para sobrevivir lo haría. Y para muestra, un botón: A Scene at the Sea (Ano Natsu, Ichiban Shizukana Umi, 1991), su tercera película, donde todo gira alrededor de una playa, narra la historia de Shigeru, un chico sordomudo que está fascinado por el mundo del surf. Quizá lo más destacado en esta ocasión no sea la historia (Kitano ha escrito mejores guiones), sino la sensación de que realmente uno se encuentra inmerso en ese lugar, acompañado de la brisa marina y el salitre, elementos tangibles que casi pueden llegar a disfrutarse viendo el filme.

Estas constantes en su cine conforman su mundo imaginario. El humor es su vehículo de expresión más recurrido y también más acertado. Los yakuza a menudo son la excusa perfecta para hilvanar las historias. El mar es algo inherente a Kitano, no puede escapar de su influencia.

Hana-bi narra una historia que trata sobre diversas las etapas del ser humano. Lo hace de una manera poco convencional, sin llegar a explicar las características de cada una. Kitano liga la vida a la muerte con naturalidad; de manera explícita o con su recurrente iconografía (impresionante el plano en el que el protagonista se encuentra un triciclo, que podría ser de su hija fallecida, en el vestíbulo de su casa) según convenga; hay que recordar que la muerte en la cultura japonesa no está necesariamente vinculada, como en gran parte de Occidente, a la aflicción. Rodada justo después de un accidente de tráfico sufrido por el director, está impregnada de dolor y desgracia, aunque deja un pequeño espacio para el humor y la violencia.

Yoshitaka Nishi (Beat Takeshi) es un inspector de policía recién retirado, que ha perdido a su única hija, su mujer tiene leucemia en fase terminal y, por si no fuera suficiente, un compañero suyo está postrado en una silla de ruedas a raíz de un tiroteo. Semejante panorama, difícil de tratar sin caer en la sensiblería barata, crea una base de acción suficiente para que el talento de un artista destaque o se hunda irremisiblemente en el olvido. No es suerte lo que acompañó al realizador japonés en la exhibición de este filme (ganó el León de Oro en Venecia en 1997), sino trabajo e ideas claras, con todos los entresijos de la producción cinematográfica perfectamente dominados. Está montada de modo que la información se nos va ofreciendo en pequeñas pinceladas durante su primera parte, para poner todo en su lugar y cerrar cada una de las tramas en su última hora. La música de Joe Hisaishi (colaborador de Kitano en otros títulos) acentúa diversos momentos, para así convertirse en protagonista y no en mera acompañante. Los indicios de sus anteriores películas están presentes en Hana-bi, con un añadido importante: está mejor filmada que cualquiera de ellas.


Todo ello le sirvió para afrontar sus producciones posteriores con más solvencia y ser reconocido como merece: un director único que pretende (y consigue) plasmar en imágenes, con frecuencia de exquisita belleza, historias que, distantes en apariencia a nuestro entorno, podemos apreciar con la misma intensidad que las muestra. En este sentido su visión es un ejercicio imprescindible y muy recomendable para entender y disfrutar el universo de Takeshi Kitano.

La experiencia real que experimenté al ver Hana-bi se rubricó con una charla. Un buen amigo, cinéfilo, dudó de la calidad del trabajo del director japonés. Mi consejo de que hiciera lo posible por ver la película, sólo halló indiferencia; no le interesaba lo más mínimo. Al cabo de unos días nos volvimos a encontrar y se disculpó por no hacer caso a mis palabras: disfrutó mucho con su visión y la exhibió en un cine club que dirigía, además de considerar el filme uno de sus predilectos de todos los tiempos. Desde entonces me di cuenta que Takeshi Kitano es el director clave para toda una generación, de la que me considero miembro y partícipe. Otros tuvieron a Spielberg, a Coppola, a Eastwood, a Burton o a Scorsese, por citar a directores más o menos recientes que arrastran legiones de fans por todo el planeta, y a quienes considero importantes y decisivos para mi formación. Pero nadie como Takeshi Kitano. Fue mi punto de inflexión para interesarme de manera definitiva por el mundo del cine, para indagar en sus entresijos y decidir que no es sólo un entretenimiento, sino también una forma de vida.

(*) Nací en Barcelona en 1967. Después de diversos trabajos, decidí estudiar algunos cursos relacionados con el cine: realización de cortos, montaje, edición no lineal, operador de cámara… He escrito sobre cine y música en las publicaciones Free Rock, Bad Music y Diagon. Codirigí un cineclub llamado “1ª toma” en los años 90. Actualmente preparo el rodaje de un cortometraje, así como la edición de un libro sobre la evolución de la música metal en los últimos años.

El laberinto del fauno...

...O UN MUNDO CRUENTO NARRADO MARAVILLOSAMENTE
Marcela Barbaro


Dos realidades antagónicas, dos maneras de entender al mundo, dos concepciones del hombre. Por un lado, un régimen totalitario habitado por una opresión asfixiante, una censura capaz de coser las ideas sobre los labios y donde la intolerancia posa su mirada fulmínea hacia todo lo diferente, lo singular, lo auténtico. Un espacio de voraces abusos al espíritu, al pensamiento, al sentir. Por el otro, está la libertad que da tregua, el amor como condición indispensable de felicidad, la vigencia de la inocencia y de la infancia que no se cansa de jugar en los rincones de cada hombre, un lugar donde se cree en el poder mágico de la fantasía como del sueño, un espacio donde se puede planificar la probabilidad de un mundo mejor para vivir. En el primero, está el franquismo y en el segundo, una niña y tantos otros.

Bajo esos opuestos, El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro, es una alegoría que nos traslada hacia la caverna de las ideas platónicas, pero de manera invertida, como el libro “Patas arriba. La escuela del mundo al revés”, de Eduardo Galeano. Porque los valores universales, rectores de principios existenciales que rigen y se bifurcan sobre el mundo o sobre aquella caverna, en lugar de estar arriba, se han alterado; se han cortado de cuajo sus raíces, como si nunca se hubiesen reflejado. Todo se ha revertido y alterado. Lo malo en lugar de lo bueno, la ambición en lugar de la solidaridad, la resistencia en lugar del bienestar.

Sin embargo, y a pesar de esa alteración, aún existen esos valores inalterables, y eso es lo bueno, aunque estén escondidos bajo la humedad de la tierra y representados por un rey, una princesa y un fauno, y también por muchos hombres capaces de luchar contra la opacidad de una sombra que los circunda con nombre y apellido, una oscuridad que no merece nombrarse más, una pesadilla a olvidar y a la que han vencido por tenacidad y templanza.

En ese segundo mundo, el de la niña y el de tantos otros, se desea fervientemente poder salir hacia la luz de un cielo que no los doblegue, que no les arrebate su identidad y su esencia, y que les permita seguir soñando con hadas maravillosas.

16 junio 2007

Shi mian mai fu

Liliana Sáez



Yo no sé si es excesivo, inverosímil o fantasioso... Puede serlo, pero en este caso no me importa. Zhang Yimou apareció en mi vida cuando vi Sorgo Rojo y me dejó absorta con sus imágenes y trastocada por la historia. El drama que me contaba me pegó contra la butaca y terminada la función no podía salir de la sala... necesitaba unos minutos para que todo lo que había visto y me había contado pudiera irse conmigo.

Luego vi la maravillosa y no menos dramática Linterna roja, que me conmovió porque hablaba de las mujeres en la China feudal... pero también de otras mujeres, en otros sitios del mundo. No podré olvidar los laberínticos pasajes entre las distintas habitaciones de la casa, ambientes cálidos y rojizos; ni el recorrido por los techos en una atmósfera fría y azul, antes de llegar al desenlace de la historia.

Qui Ju ya era otra cosa. Interpretada también por esa mujer hermosa y excelente actriz que es Gong Li, estaba ambientada en la actualidad, mientras las dos precedentes nos hablaban de una época remota, en que las cosas no eran muy justas. Tampoco aquí, donde una mujer debía salir en busca de una vida diferente ante la enfermedad de su esposo. Duro camino el que ha ido recorriendo la mujer, y tanto La linterna roja como Qui Ju lo registran.

Luego de mucho tiempo sin ver algo de este director, que junto a Chen Kaige (otro que merece un apartado en este blog) y otros realizadores prestigiosos integraba lo que se llamó la Quinta Generación de cineastas chinos –que comenzaron a filmar al finalizar la Revolución Cultural y se dieron a conocer en Occidente en los festivales, a pesar de los constantes problemas políticos que intentaban imperdirlo–, tenía pendiente una película que estrenaron hace algún tiempo, pero que no había podido ver.

Dos personajes rodeados por ejércitos (literalmente) de figurantes, dos historias con un tercero en cuestión. La belleza física vestida con ropajes hermosos y sofisticados; los ambientes, en su mayoría exteriores, clasificados por color; planos y movimientos de cámara audaces; la música, bellísima; una historia dramática y romántica...

El bosque de bambúes con su verde característico, sus troncos muy altos y el follaje casi inalcanzable. Paralelas verticales que rompen el horizonte, que se doblan pero no se quiebran, que permiten el vuelo (literal, nuevamente) de los personajes que luchan por su vida. El árbol que servirá de arma, de escondite, de salvación, de trampa.

La mentira, el amor, la pasión, los celos... El egoísmo, la traición, la culpa... El sacrificio... Casi nada. Todo eso, aunque haya momentos en que uno no se crea lo que sucede, es La casa de las dagas voladoras.

Nuevamente, Zhang Yimou deja imágenes impresas en mi retina. Nuevamente me toma de aliada con esa música envolvente o esos silencios interminables. Algunos dicen que este director se reblandeció. Casi estuve de acuerdo cuando vi Heroe, cuya propuesta estética es lo único que pude rescatar en aquel momento. Sin embargo, creo que sigue contándonos historias intensas con imágenes sorprendentes. Y cada vez lo hace de una manera diferente, renovándose, reinventándose como creador.

08 junio 2007

Y se vino el tercero

Elena Castiñeira de Dios



Shrek Tercero (Shrek, the Third), ha arrasado con las pantallas de todos los países en los que ya se ha estrenado. Éxito rotundo de taquilla en Rusia, Rumanía, Filipinas, Ucrania…y los estudios Dream Works de parabienes.

Esta vez , dirigida por Chris Miller y Raman Hui, el ogro verde trata de eludir el trono de Muy Muy Lejos que le ha dejado el rey Harold, su suegro, antes de morir. El mismo sapo le sugiere como posible candidato a Artie, el sobrino cabezahueca que está en un Internado. Demasiadas responsabilidades para el pobre Shrek al que no sólo le cae la corona sino también la paternidad anunciada por Fiona.

Esta vez, se ha perfeccionado aún más la animación llegando a una calidad visual mayor que en las dos anteriores; el movimiento del pelo del Príncipe Encantador, los trajes de las damas cuya textura se percibe como si se los estuviera acariciando, las luces reflejadas en el brillo de los cabellos mojados, las arruguitas en la nariz de Shrek cuando sufre, todo contribuye a la superación de las versiones anteriores en lo que hace al perfeccionamiento técnico.

El Príncipe Encantador recurre a los villanos con el Capitán Garfio a la cabeza y Lilian, la madre de Fiona, se rodea de todas las damitas de los cuentos;Cenicienta, Blanca Nieves, la Bella Durmiente y Rapunzel, acompañadas por los pequeños héroes que también se incorporan en esta nueva entrega que son Pinocho, Jenjibre y los Tres Chanchitos. También aparecen voces que se suman a las ya conocidas de Julie Andrews, Eddie Murphy, Cameron Díaz y Antonio Banderas como la de Justin Timberlake para Artie.

Todo es delicioso y amable, con algunas escenas desopilantes como la de la muerte del rey Harold o la imagen de las piernas enclenques del Mago Merlín, retirado de la enseñanza por problemas nerviosos.

Casi debería terminar la nota acá, agregando algo acerca del final esperado por todos pero, no puedo dejar de decirlo, hubo dos hechos en medio de tantas ternezas que no me acabaron de convencer: el primero, que Fiona haya tenido que proponer tener un hijo, insistir ante la mirada huidiza de Shrek y el segundo, la omnipotencia femenina.

Les cuento que si bien, en un momento Shrek explica cuánto ha sufrido durante su infancia por las burlas de los demás (por ser un ogro), también aparece soñando una terrible pesadilla, invadido por decenas de ogritos y desesperado porque comen, ensucian, gritan, desordenan y no porque alguien se mofa por su identidad de ogro. Como si eso fuera poco, en una charla, sentados en un tronco frente al fuego, Artie y Shrek cuentan acerca de sus padres: el de Artie, lo había abandonado en un colegio sin volver jamás y el de Shrek, le había puesto una manzana en la boca y lo había rociado con salsa para comérselo. Padres terribles, miedo a la paternidad, hijos abandonados con infancias de padecimiento…

Fiona no se queda atrás. Es cierto que si no fuera por ella, los hermosos hijitos del final jamás habrían nacido pero, las heroínas que la acompañan, todas ellas ideales de belleza y de bondad, la hacen caer en la dura realidad de que la llegada de los hijos significa el fin del matrimonio, bebés sucios y molestos, que lloran y piden cosas sin parar y que no dejan dormir. Además, cuando las papas queman y el pobre Shrek es encadenado, todas las mujeres salen al rescate, rompiendo paredes de piedra, engañando incautos y golpeando guardias.

¿Será que los guionistas toman estos temas de la realidad? ¿Será cierto que si no fuera por algunas mujeres, ya los hombres no querrían tener hijos? ¿Será cierto que los padres abandonan pero los hijos pueden superarlo? ¿Será cierto que las mujeres rescatan a sus hombres de un mundo de dudas e inseguridades, a ellos que son tan débiles?

¿Es bueno que los chicos que ven películas animadas hechas para ellos reciban subliminalmente estas ideas?

Al final, Shrek, convencido y rescatado por Fiona, puede disfrutar de la gran felicidad de criar a sus tres horrorosos ogritos que dejan a los padres de cama. Final feliz.

Personalmente, esto sólo es una opinión personal, creo que los palacios no son lo mejor.

¡Shrek! ¡Volvé al pantano!