25 octubre 2007

Transformers o el pochoclo fascista

Lior Zylberman


Me acerqué a la película Transformers buscando cierta reminiscencia de mi infancia. De chico solía ver la serie animada con mucho entusiasmo y felicidad. Poseedora de todas las características del cine de Michael Bay, este director bien podría ser colocado a la par de Frank Capra. Para mejorar la comparación, Michael Bay sería el Frank Capra de la era Bush. El cine de Michael Bay posee todos los ingredientes y características del llamado cine blockbuster, un cine de entretenimiento de grandes proporciones, grandes presupuestos, en fin… todo a lo grande. Muchas veces esta clase de cine queda marginado del análisis por catalogarlo como un mero espectáculo, un cine vacío, y meramente “pochoclero”: es decir, uno puede mirar la pantalla mientras degusta alguna golosina, pancho o algo similar. Eso, creo yo, es un gran error (no el comer sino el marginarlo del análisis). El análisis sugerido para dichos films no debería pasar, exclusivamente, por su guión o por su realización formal. Tampoco discutir si es un cine pasatista o “cine-arte”. Más bien se debería analizar su matriz ideológica, y es allí donde veremos lo que conlleva esta clase de cine. Es allí donde Transformers se transforma en un arma propagandística y panfletaria.

Volviendo a la comparación sugerida con antelación: si Capra pudo, a través de ciertos films como Mr. Smith Goes to Washington o It’s a wonderful life por citar algunos[1], resumir el pensar y el sentir estadounidense, captar la idiosincrasia y la fe en las instituciones y en ciertos valores basales para dicha sociedad, Bay hace lo mismo con títulos como Armageddon y Transformers.

Al caer el Muro de Berlín y luego la URSS, en Hollywood el enemigo comunista tuvo que ser metamorfoseado por nuevos personajes. Así como en 300 tuvimos que trasladarnos hacia la época griega y comprender a los persas como terribles enemigos, y asistimos a un rey que lidera un ejército capaz de dar su vida por la libertad, en Transformers presenciamos una lucha por una energía que es buscada por dos “razas” de robots, esa misma energía puede ser utilizada para el bien o para el mal. ¡Qué mejor simbolismo para el plan nuclear de la administración Bush! Por lo tanto, los decepticons (alias Irán) no pueden ni deben tener esa energía, los decepticons usarán esa energía para dominar el mundo; sólo los autobots (alias “el mundo libre”) puede hacer un uso correcto de ella.

Más allá de ciertos pasajes de heroísmo que se muestra por parte del joven personaje frente a la chica de turno, tanto él como el líder de los autobots repiten varias veces (y al hacer eso, Bay nos lleva a un primer plano: ¡espectadores, recuerden esto!) su predisposición a sacrificarse para que el cubo de energía no caiga en manos enemigas. Dar la vida por la libertad, dar la vida para que la humanidad no sea esclavizada por el poder oscuro. Tanto el joven como el líder de los robots buenos no lo dudan, actúan como acto reflejo. Si esto no es fascismo, ¿el fascismo dónde está?

Creo que es hora de volver los ojos al cine pochoclo, no para denigrarlo ni menospreciarlo, sino para realizar un serio análisis de estos procedimientos a fin de medir el pensamiento hegemónico. Porque no sólo a través de las armas una ideología puede hacer mella; a través de la cultura la puerta es más grande.



Nota:
[1] Y no debemos olvidar toda la serie Why we fight realizada para el gobierno estadounidense durante en el marco de la II Guerra Mundial.

22 octubre 2007

Cine boliviano (3)

DEL INDIGENISMO A LA GLOBALIZACIÓN
Tercera parte
(Leer la Primera parte; Segunda parte)

Verónica Córdova S.


A partir de los años noventa, movimientos contradictorios han afectado la narrativa y las prácticas cinematográficas en Bolivia. La promulgación de una Ley de Cine y la creación del Consejo Nacional de Cine y del Fondo de Fomento Cinematográfico han venido acompañadas de una seria crisis en el mercado cinematográfico interno. El descenso en la capacidad adquisitiva de la mayoría de la población, el acceso a la televisión, al vídeo y al cable, así como la enorme expansión de la piratería en el soporte de vídeo, han provocado un cierre masivo de las salas de cine y de las empresas distribuidoras independientes. En consecuencia, existen mejores condiciones para hacer cine, pero las posibilidades de recuperar en taquilla los costos de producción son cada vez más remotas.

Ante este problema, hay quienes plantean seguir reflejando la mirada local y nacional, con todos sus conflictos y sus rivalidades. Hay quienes vuelcan su mirada al pasado, hay quienes intentan vestir al cine de mujer o de indígena, hay quienes lo han dado por muerto y se han dedicado a actividades más lucrativas o, por lo menos, no tan riesgosas. Hay también quienes han optado por un cine comercial, con contenidos “universales” que permitan interesar a un coproductor o vender la película en el mercado extranjero.

El mercado internacional es un dios difícil de complacer, sin embargo. Pide como requisito elemental terminar la película en 35mm, con sonido dolby stereo y la participación de actores internacionales. Todo eso encarece los proyectos, desdibuja los contenidos, estandariza los guiones, limita la temeridad estilística, convierte el modesto cine de un país de pioneros en una imitación barata de Hollywood.

Y sin embargo, la identidad nacional boliviana sigue siendo un tema irresuelto. En los últimos años, la tecnología digital ha permitido que jóvenes directores (y otros no tan jóvenes, que han estado esperando su momento durante mucho tiempo) puedan realizar su primer largometraje. El resultado está a la vista: desde el año 2002 se han mostrado en salas de cine comercial diez largometrajes filmados en digital, de los cuales siete son óperas primas, algunas realizadas en regiones del país donde no se habían hecho largometrajes con anterioridad: Oruro, Tarija, Cochabamba y Sucre.

Cuando digo diez largometrajes incluyo entre ellos Alma y el viaje al mar (Diego Tórrez, 2002), Los hijos del último jardín (Jorge Sanjinés, 2004), Esito sería… la vida es un Carnaval (Julia Vargas Weisse, 2004), Margaritas negras (Claudio Araya, 2005), La ley de la noche (Diego Tórrez, 2005), Espíritus independientes (Gustavo Castellanos, 2005), Nostalgias del rock (Tonchy Antezana, 2005), Alas de papel (Fernando Suárez, 2005), El clan (Sergio Calero, 2006) y Psico urbano (Daniel Suárez, 2006). Una mención aparte deben tener los largometrajes filmados en digital pero estrenados en celuloide, entre los que se incluyen Dependencia sexual (Rodrigo Bellot, 2003), Sena quina (Paolo Agazzi, 2005), Lo más bonito y mis mejores años (Martin Bouloq, 2006) y Quién mató a la llamita blanca (Rodrigo Bellot, 2006).

Si a estos títulos añadimos aquellos filmados y estrenados en celuloide en este mismo periodo tenemos un asombroso número de diecinueve largometrajes en un lapso de cuatro años, por mucho convirtiendo a éste en el periodo más fructífero de la historia del cine boliviano.

Hay quien asevera, sin embargo, que lo grabado en digital sigue siendo vídeo, que no es cine ni lo será nunca. Esta aseveración se apoya en argumentos tecnológicos que hacen a la textura de la imagen y las posibilidades fotográficas del formato. También se apoya en el modo de producción, ya que la inmediatez y el relativo bajo costo del material virgen en digital generan una cierta tendencia a que la puesta en escena sea menos rigurosa, a que se filme mucho con la esperanza de obtener algo, con resultados generalmente mediocres.

Es sin embargo importante incluir en esta discusión un aspecto que es inherente al universo audiovisual boliviano: el hecho de que películas filmadas en formato digital se han exhibido y se exhiben en salas de cine comercial sin haber antes realizado la transferencia a 35mm, como es normal en otros países (1).

Desde el punto de vista teórico, el apparatus cinematográfico, como lo describe Jean-Louis Baudry, incluye la totalidad de las operaciones interdependientes que hacen a la experiencia de ver una película. Éstas incluyen la base técnica que filma, revela, edita y proyecta, la película misma como un texto narrativo y artístico, las condiciones de proyección y la “maquinaria mental” que genera en el espectador comprensión y placer (2).

Para el argumento que introduzco, las condiciones de proyección juegan el papel clave que diferencia la experiencia cinematográfica de aquella relacionada con la televisión, o incluso de cualquier forma doméstica de ver una película, como el DVD o el VHS.

Las condiciones ideales del apparatus cinematográfico incluyen una sala oscura, una pantalla gigante iluminada por delante y un rayo de luz que proyecta la imagen por detrás de un espectador virtualmente inmóvil. Estas condiciones de proyección generan en el espectador un estado similar al del sueño (espacio oscuro, movilidad reducida, percepción audiovisual enfatizada para compensar la falta de actividad física). De acuerdo a la teoría psicoanalítica del cine, este estado onírico generado por la sala de cine tradicional intensifica la impresión de realidad y el régimen de credulidad ligados a la experiencia cinematográfica. Como lo explica el teórico e historiador Robert Stam:

“El cine puede lograr su gran poder de fascinación sobre el espectador no solamente por su impresión de realidad, sino más precisamente por el hecho de que esta impresión de realidad se ve intensificada por la similitud con el sueño. Esto es lo que llamamos efecto de ficción” (3).

¿Puede el formato digital generar en el espectador el mismo efecto de ficción si es exhibido en las condiciones de proyección ideales atribuibles al apparatus cinematográfico?

Cuando Jorge Sanjinés estrenó Los hijos del último jardín en la sala de cine 6 de Agosto de la ciudad de La Paz, en enero de 2004, muchos creímos que sí. Gracias a la gran potencia de un proyector especialmente adquirido en Japón, la película se vio en la sala, en condiciones muy similares a las de una película en celuloide. Muchos comentaban que el espectador común no podía saber cuál era el formato de rodaje o de proyección de la película, y que bastaba con contarle una historia que le genere el régimen de credulidad para lograr el efecto de ficción que le permite identificarse con los personajes, llorar sus penas y alegrarse con sus triunfos.

Hay, sin embargo, otro aspecto técnico en el vídeo que genera una casi subliminal separación entre el espectador y la experiencia cinematográfica, y que tiene que ver con uno de los aspectos fundamentales de la “maquinaria mental” que aporta el espectador al funcionamiento del apparatus cinematográfico. Se trata del fenómeno de movilidad aparente que se da porque la retina humana es incapaz de seguir las intensidades de luz que cambian muy rápidamente, lo que hace que el ojo vea como una sola imagen en movimiento una serie rápida de exposiciones fijas.

El apparatus cinematográfico ha “acostumbrado” al ojo y a la mente del espectador común a reconocer el efecto de ficción en la intermitencia de 24 cuadros por segundo característica del cine. El vídeo digital trabaja con 30 cuadros por segundo en sistema NTSC y 25 cuadros por segundo en sistema PAL, lo que ha hecho que los fabricantes de cámaras destinadas al cine en digital empiecen a lograr la manera, no sólo de superar la baja resolución atribuible al vídeo, sino también buscar la misma intermitencia del cine, con la esperanza de acercarse más al efecto de ficción que genera casi automáticamente el cine.

Casi todas las películas filmadas en digital en los últimos años en Bolivia carecían de la intermitencia del cine. A pesar de haber sido exhibidas en pantalla grande y en sala oscura, estas películas en general sufrieron de una proyección de mediana a mala debido a la poca luminosidad de los proyectores en vídeo que tuvieron que utilizar, ya que el proyector que usó Jorge Sanjinés se malogró a las pocas semanas de ser usado en las pésimas condiciones de estabilidad eléctrica de nuestras ciudades y provincias.

¿Podemos entonces atribuir, por lo menos parcialmente, la baja recaudación de taquilla de estos títulos a los efectos psicológicos en el espectador de las condiciones de exhibición de estas películas? ¿Al hecho de que el efecto de ficción necesario para la identificación del espectador con la historia se viera reducido por una intermitencia de vídeo, y unas condiciones de proyección no ideales? Evidentemente estos son aspectos difíciles de probar, y que palidecen ante las condiciones económicas y sociales que afectan a la asistencia del público a las salas.

Aún sin considerar el texto narrativo y artístico de estos filmes, las películas mismas –sus tramas, sus opciones estéticas, sus temáticas–, no creo mentir si digo que ninguna de las diecinueve películas estrenadas desde el año 2002 se acercaron siquiera al nivel de recaudación de taquilla de las películas hechas en periodos anteriores, menos prolíficos, del cine boliviano.

La época de las cooperativas cinematográficas, del trabajo por amor al arte y del equipo de técnicos que empeñaban sus viviendas y anillos de matrimonio para financiar el rodaje de una película están definitivamente en el territorio de la anécdota y la nostalgia. Hoy producir cine es un hecho empresarial, que requiere de grandes inversiones, y donde ya nadie trabaja gratis.

Si a eso le añadimos la debacle del mercado audiovisual boliviano, donde de 240 salas de cine que existían en el país en 1984 se bajó a 40 en el 2001, y a aproximadamente a 25 en el 2006; y donde el espectador promedio –urbano y de clase media– accede a títulos de estreno a 10 Bs en un DVD pirata, a comparación del promedio de 20 Bs. que le cuesta una entrada individual a una sala cinematográfica, tenemos como resultado que hoy hacer cine es un emprendimiento no sólo riesgoso, sino casi suicida. Prueba de ello es el estado actual del Fondo de Fomento Cinematográfico, que se encuentra en este momento sin liquidez suficiente para otorgar nuevos créditos, debido a la imposibilidad de las películas nacionales de recuperar su inversión y devolver los dineros recibidos en préstamo.

En este escenario es que surge la última diferencia que quiero resaltar entre el digital y el celuloide: la abismal diferencia en el riesgo económico que asumen quienes apuestan al cine y quienes hacen películas en vídeo.

Empecé este artículo hablando de la vena indigenista que resalta en la historia del cine boliviano y en su relación con la formación de la conciencia nacional, como la llama Zavaleta. Y aunque esta última parte se aparta un poco del análisis temático e histórico de las películas hechas en la etapa neoliberal o postmoderna del cine boliviano, me parece que justamente las características inherentes a este periodo económico ejercen tal influencia en las prácticas cinematográficas en Bolivia que han determinado no sólo su estética o su temática, sino su supervivencia misma.

Si el digital es la solución a la crisis del cine boliviano actual, no puedo decirlo. Sólo tengo claro que es justamente en este momento, en que el país se redefine como nación, cuando más necesidad tenemos de una imagen propia, de un espejo común en el que podamos ver nuestras glorias y nuestras miserias. Ese espejo es, en el siglo XXI, el cine. Y éste es el peor momento para que, como bolivianos, lo perdamos.

Notas:

(1) Prefiero utilizar el término ‘universo audiovisual’ para referirme a los diferentes sectores que hacen a la producción, distribución, intercambio y consumo de contenidos audiovisuales en Bolivia. Como concepto funcional, considero que ‘universo audiovisual’ supera a los términos ‘industria’ o ‘mercado’ en el contexto específico boliviano, en el que el modo de producción prevaleciente no puede ser llamado industria, pareciéndose más a un modo artesanal tanto en sus aspectos de producción como de distribución.

(2) Jean-Louis Baudry. "Ideological Effects of the Basic Cinematographic Apparatus". En: Leo Braudy y Marshall Cohen (editores) Film Theory and Criticism. Introductory Readings. Oxford University Press, Nueva York 1999.

(3) Robert Stam,, Sandy Flitterman-Lewis y Robert Burgoyne. New Vocabularies in Film Semiotics. Structuralism, Post-Structuralism and Beyond. Routledge, Londres 1992. pg. 144. La traducción es de la autora.

16 octubre 2007

Cine boliviano (2)

DEL INDIGENISMO A LA GLOBALIZACIÓN
Segunda parte
(Leer Primera parte)

Verónica Córdova S.*



En el anterior número comencé este artículo sobre la temática indígena característica del cine boliviano, argumentando que ésta se debe más a problemas de identidad irresueltos a lo largo de la conformación nacional que a una posición política o ideológica innata en los cineastas bolivianos. En esta segunda parte, sin embargo, analizaré el trabajo de un cineasta que ha hecho del indigenismo su fuente de inspiración creadora, aportando al cine nacional algunas de sus películas más representativas, reafirmando de paso la idea de que nuestro cine es esencialmente andino. Me referiré entonces a la etapa del cine boliviano revolucionario, conocida internacionalmente gracias a las películas de Jorge Sanjinés, principalmente. Esta etapa, que comienza una vez que el polvo levantado por la Revolución de 1952 se había asentado definitivamente, se aleja del indígena glorioso del pasado pre-hispánico para volcar su mirada a su descendiente contemporáneo, el indio, y a los problemas que enfrenta en la Bolivia post-revolucionaria.

La primera película de ficción de Jorge Sanjinés, Ukamau, fue filmada en 1966 bajo los auspicios del Instituto Cinematográfico Boliviano. La película, hecha y ambientada en la etapa posterior a la Reforma Agraria, muestra cómo la explotación del patrón se ha visto reemplazada en la zona rural por la explotación del intermediario mestizo, que compra los productos agrícolas de los campesinos a precios impuestos por su voluntad especuladora, para venderlos después en la ciudad multiplicando sus ganancias. Bajo este trasfondo general, Ukamau –que en español significa Así es– cuenta una anécdota con ribetes de tragedia griega: luego de violar y matar a una muchacha campesina, el mestizo es perseguido durante un año por el sonido de la quena fantasmal del marido de la muchacha, hasta que finalmente se cumple el ritual de venganza en la soledad de la pampa altiplánica.

Ukamau es, sin lugar a dudas, una de las películas más hermosas del cine boliviano. Su espectacular fotografía, su atrevido montaje y su impecable realización sostienen y proyectan a nuevos planos estéticos y temáticos la simpleza de la historia: convierten la anécdota en metáfora. Sin embargo, como el propio Sanjinés reconoce, la película se mantiene en los parámetros del indigenismo paternalista. La historia del sufrimiento y la explotación indígena sigue siendo contada desde el punto de vista y los códigos narrativos del blanco. La división maniquea entre la bondad humilde del indígena y la maldad venal y usurera del cholo; la lenta y torturante espera del castigo; la conciencia disfrazada de un lamento de quena; la fiera lucha a golpes de piedra en la inmensidad telúrica del altiplano… todo coincide para llevar a Ukamau a las cercanías del melodrama, con su ritual de confrontación, purgación y reconstitución de imperativos éticos. Desde ese punto de vista, Ukamau es un melodrama de la oposición nacional entre cholos e indios, tal como Wara Wara había sido el del estéril encuentro entre blancos e indígenas. Una experiencia fundamental durante la filmación de su siguiente película, Yawar Mallku, es la que genera el salto cualitativo de Jorge Sanjinés de un cine sobre temática indígena a un cine hecho desde el punto de vista y la estética indígenas.

A fines de 1968 los nueve integrantes del equipo de filmación de Yawar Mallku llegaron a la comunidad quechua de Kaata para iniciar el rodaje de la película. Sanjinés había acordado con Marcelino Yanahuaya, el líder de la comunidad, la colaboración de los campesinos e incluso su participación en el papel principal de la película. Sin embargo los cineastas encontraron a su llegada hostilidad y desconfianza. “¿Quién era esa gente tan rara, esos extranjeros de aspecto estrafalario, con esas máquinas tan extrañas? ¿Quienes eran esos blancos que se decían bolivianos pero que ni siquiera sabían hablar quechua?”. El error de haber juzgado a la comunidad indígena con parámetros occidentales, creyendo que movilizando a un hombre influyente y poderoso se podría mover a la comunidad entera, estaba a punto de costar al grupo la realización de la película. Se decidió someter el proyecto a la sabiduría del yatiri o sacerdote andino, quien debía leer en hojas de coca las verdaderas intenciones del equipo de cineastas. De acuerdo al propio Sanjinés: “Se había llegado a la conclusión de que era indispensable dar una muestra de humildad proporcional a la prepotencia, al desparpajo, al paternalismo con el que el grupo había actuado hasta el momento en un medio en el que el respeto por personas y tradiciones era fundamental. Por lo tanto, se había aceptado de esta manera la idea de perder, puesto que no se tenían otras posibilidades de ganar que no fueran las de aceptar las reglas de un juego extraño, pero profundamente inherente al mundo que se trataba de contactar”.

Luego de una ceremonia de seis horas bajo los ojos vigilantes de los trescientos habitantes de la comunidad, el yatiri dictaminó que la presencia del grupo estaba inspirada por el bien y no por el mal. A partir de ese momento, el equipo de cineastas fue acogido con cordialidad, se rompieron barreras de comunicación y se hizo posible la filmación de una película que trata sobre la esterilización a mujeres campesinas llevada a cabo en secreto por los norteamericanos del Cuerpo de Paz. Cuando la comunidad se da cuenta de lo que está sucediendo, castra a los norteamericanos y los expulsa de su territorio. El hecho deriva en una violenta represión del ejército, en la que Marcelino Yanahuaya, el líder de la comunidad, es herido y trasladado a la ciudad, donde muere luego de los infructuosos esfuerzos de su hermano por conseguir el dinero suficiente para salvarle la vida. En la escena final de la película, el hermano de Marcelino, un obrero que vive en la ciudad negando su origen indígena, regresa a su comunidad a continuar la lucha de su hermano y de su pueblo.

A partir de esta película y de esta experiencia, el cine de Jorge Sanjinés y del grupo Ukamau cambia la dirección del indigenismo en el cine boliviano: de hacer películas sobre indígenas para un público mayoritariamente mestizo o blanco, Sanjinés pasó a plantearse hacer un cine sobre indígenas, para indígenas. Dos problemas debían ser resueltos antes de alcanzar este objetivo: primero, el de la distribución y la exhibición cinematográfica que se encontraba, y se encuentra todavía, limitada al ámbito urbano. El Grupo Ukamau optó por crear circuitos alternativos de distribución en sindicatos, escuelas, juntas vecinales y centros mineros, y por organizar exhibiciones ambulantes de sus películas para comunidades campesinas. Durante este proceso de difusión el grupo llegó a identificar el segundo problema: el del lenguaje cinematográfico. Los códigos narrativos cinematográficos tal como los conocemos y entendemos hoy se basan en un modelo canónico de historia, que el receptor occidental contemporáneo percibe como un esquema cultural matriz. David Bordwell define este esquema (que él llama schemata) como “una abstracción de estructura narrativa constituida por expectativas típicas, formas de clasificar eventos y formas de relacionar las partes al todo”. La repetida exposición a este modelo canónico occidental va moldeando el gusto y la comprensión tanto de las audiencias occidentales como de las no-occidentales. Los indígenas bolivianos a los que Sanjinés quería llegar, por otro lado, no habían tenido prácticamente ninguna exposición a estos códigos, y por tanto su comprensión y disfrute de películas contadas en términos occidentales clásicos se dificultaba.

En vez de optar por un cine didáctico, una especie de cartilla de alfabetización cinematográfica que preparara a los indígenas para la comprensión de los códigos cinematográficos dominantes, Sanjinés propone dar un salto histórico: en lugar de enseñar al indígena a ver y entender el lenguaje cinematográfico dominante, dice él, es necesario aprender a ver la realidad boliviana desde los ojos y los tiempos indígenas, para luego plasmarla en el cine. Luego de un largo proceso de ensayo y error dificultado por continuos exilios e inestabilidad política, en 1989 Sanjinés filma La nación clandestina, una película que intenta realizar el ideal de ser estética, narrativa y temáticamente un cine desde, sobre y para indígenas.

En el plano estético, Sanjinés pone a prueba con gran maestría su teoría del plano secuencia integral como una gramática cinematográfica adecuada a la estructura mental, los ritmos internos y la cosmovisión de los pueblos andinos. En el plano narrativo, La nación clandestina deja atrás al personaje colectivo que Sanjinés había utilizado en sus anteriores películas para retomar un personaje individual. Esta opción narrativa no se contrapone a la necesidad de contar la historia desde la colectividad de las comunidades indígenas, para quienes el yo colectivo se antepone siempre al yo individual. Por el contrario, la película parte de la premisa con la que Mariátegui describió las relaciones sociales en el mundo indígena andino: el indio nunca es menos libre que cuando está solo.

En la película el personaje central, Sebastián Mamani, es expulsado de su comunidad por haber traicionado a su pueblo al asumir actitudes y decisiones personalistas durante su función como líder. Sin poder regresar nunca junto a los suyos, bajo pena de muerte, Sebastián emigra a la ciudad donde cambia su apellido de Mamani a Maisman y se enrola en el Ejército, primero, y luego en la policía secreta de la dictadura. Pero la nostalgia, el desarraigo y la violencia con las que se enfrenta a diario lo convencen de que sólo regresando a sus orígenes puede volver a ser –o empezar a ser– él mismo nuevamente. Sebastián no es, a todas luces, un héroe que genere la identificación emotiva de la audiencia. Es más bien un antihéroe con quien los bolivianos nos identificamos a regañadientes, puesto que es imposible dejar de ver que él encarna nuestros prejuicios, nuestras mezquindades, nuestros conflictos, y también la posibilidad de superarlos a través de un encuentro con la nación clandestina que bulle detrás, abajo y adentro de la oficialmente llamada Bolivia. No es casual, por eso mismo, que Sebastián sea un hombre doblemente marginado: marginado por su comunidad de origen, y marginado por la cultura occidental de la ciudad, para la que nunca deja de ser el indio, de ser el “otro”. Sólo en el regreso al origen, en el ofrecerse a sí mismo como sacrificio a los antepasados convertidos en dioses, Sebastián transforma el desarraigo de vivir a galope entre dos mundos, de querer ser boliviano sin dejar de ser indio, en un atisbo de respuesta a nuestra persistente pregunta: “¿Cuántos somos? ¿Qué somos? ¿Una nación, acaso?”.

Así como Sebastián, que debe vivir la ciudad, pasar por las instituciones del Estado, estar expuesto al espejismo de la modernidad de segunda mano para poder encontrarse a sí mismo, el cine boliviano emprendió a partir de los años ochenta un lento retorno de las comunidades campesinas, a los pueblos rurales, los barrios y las ciudades. El cine que buscaba la identidad nacional en el pasado glorioso o en el presente revolucionario de las comunidades indígenas dio lugar a una búsqueda alrededor y dentro de la ciudad mestiza, de sus conflictos consigo misma y con aquel "otro" inevitable que es el indígena.

El proceso comenzó en 1977 con la película Chuquiago, de Antonio Eguino. Utilizando como metáfora visual y narrativa la particular topografía de la ciudad de La Paz, Chuquiago explora la identidad boliviana serpenteando en bajada las callejuelas que van del indígena migrante al funcionario público, y de allí al cholo con ambiciones de subir en la escala social –que en La Paz, extrañamente, implica bajar del literal El Alto de la ciudad al centro de la fosa común donde viven y mueren cada día un millón de bolivianos entremezclados culturalmente, pero sin mezclarse física o socialmente–. Paralelo a este retorno cinematográfico a la ciudad y la gama de sus componentes, el mundo indígena ha atravesado también amplias transformaciones. Tanto en el altiplano como en los valles y en los llanos orientales, la organización indígena se ha fortalecido y ha dado un importante salto político. Más allá de las demandas puntuales de tierra, educación o servicios de salud, el movimiento indígena está planteando hoy una propuesta indígena de Estado. ¿Cómo se refleja este gran salto cualitativo en el cine boliviano? Éste es un tema al que me referiré en la próxima y última entrega de este artículo.


*Cineasta boliviana, Ph.D. en Teoría del Cine, y M.Phil. en Guionización para Ficción y Documental.

13 octubre 2007

Cine boliviano (1)

El siguiente es el primero de tres artículos dedicados a la historia del cine boliviano, que fueron publicados en la revista Fotogenia de La Paz, Bolivia, entre septiembre de 2006 y septiembre de 2007. Las tres notas vienen firmadas por Verónica Córdoba, cineasta, Ph.D. en Teoría del Cine, y M.Phil. en Guionización para Ficción y Documental.
Agradecemos a Verónica y a la revista Fotogenia la oportunidad de reproducir en kinephilos un material tan especial.
LS

CINE BOLIVIANO: DEL INDIGENISMO A LA GLOBALIZACIÓN
Primera Parte


Verónica Córdova S.

Esta es una serie de artículos que intentan analizar al cine boliviano históricamente, desde los elementos que hacen de él un cine nacional: es decir desde su participación simbólica en la conformación de una identidad, un proyecto y una visión de lo que significa “ser boliviano”. En Bolivia el cine es un arte esencialmente urbano: el mayor porcentaje de público lo constituye la clase media y no existen salas de cine en el área rural. Sin embargo, desde sus inicios el cine boliviano ha estado caracterizado por su temática indígena. El historiador Carlos D. Mesa lo atribuye a un interés casi obsesivo de los cineastas por recuperar los problemas de la realidad social boliviana y de sus complejas culturas. El crítico Alfonso Gumucio-Dagrón asegura que “desde su etapa más temprana hasta el día de hoy el cine boliviano ha sido, a pesar de su crónica falta de recursos, un cine combativo e independiente, comprometido con los problemas sociales del país”[1].

A lo largo de este artículo intentaré demostrar que, más que a una clara posición indigenista de parte de los cineastas, la temática indígena característica del cine boliviano se debe a problemas de identidad irresueltos a lo largo de la conformación nacional y que han encontrado un reflejo en las representaciones culturales de la pantalla cinematográfica. Como el espacio no es el apropiado para realizar una cronología exhaustiva del cine boliviano, me limitaré a analizar una pequeña selección de películas de ficción que considero representativas de diferentes etapas del cine boliviano, y de los conflictos de identidad de las que estas etapas son reflejo.

El indigenismo paternalista de la etapa silente

Las dos primeras películas bolivianas de ficción de las que se tiene conocimiento son La profecía del lago dirigida por José María Velasco Maidana y Corazón aymara, de Pedro Sambarino. Ambas fueron estrenadas en 1925, ambas giran en torno a amores contrariados por las diferencias étnicas y culturales de los amantes, y ambas han desaparecido.

La única película de ficción silente que ha sobrevivido es Wara Wara, dirigida por José María Velasco Maidana en 1929. La película, que había estado perdida durante más de 50 años, fue encontrada azarosamente en 1989 por Mario Fonseca Velasco –nieto de Velasco Maidana– y donada a la Cinemateca Boliviana.

Junto a las decenas de pequeños rollos de película negativa y positiva que conformaba la donación se encontraron recortes de prensa de la época y panfletos publicitarios que permitieron reconstruir de manera general la trama del film. La reconstrucción física, sin embargo, no era tan sencilla. La película se encontraba incompleta, faltaban escenas, planos e íntertítulos y, más grave aún, estaba hecha en nitrato de celulosa, un soporte fílmico extremadamente inflamable. Se requería con urgencia transferir el material encontrado a película de acetato antes de proceder a una reconstrucción narrativa que permitiera ponerla nuevamente a consideración del público boliviano.

Ningún laboratorio consultado tenía la capacidad técnica o el tiempo para realizar un moroso trabajo de restauración. Recién en 1996, ocho años después del hallazgo, se logró conseguir suficientes fondos y el compromiso de un laboratorio en Alemania para realizar el trabajo. La restauración tomó dos años, puesto que los aproximadamente 50 minutos de Wara Wara debían ser restaurados y transferidos cuadro a cuadro. En 1998 la Cinemateca Boliviana recibió una copia positiva del material, que fue reconstruida narrativamente y editada por el cineasta Fernando Vargas. La película aún espera financiamiento adicional para ser concluida.

La importancia de Wara Wara para el cine boliviano radica no sólo en la extraordinaria historia de su recuperación, sino también en el inusitado éxito de taquilla y crítica que tuvo durante su estreno en 1929.

La película narra en estilo melodramático el romance entre una princesa incaica y un capitán español, cuyo amor está condenado por la guerra de conquista. Según el panfleto publicitario repartido durante el estreno de la película en 1929, el desdichado amor entre Wara Wara y Tristán “es tiernamente mecido por el legendario Lago Titikaka. Pero la realidad los despierta crudamente: ¿Logrará Wara Wara ahogar su infeliz pasión y odiar como debe a los que han hecho la desgracia y la ruina de su Imperio? Y Tristán ¿podrá matar su amor, para abroquelarse fríamente dentro de su coraza de fiero conquistador?”[2]

Similares historias de amor entre las diferentes razas y culturas que conforman la geografía humana en Latinoamérica son comunes en la literatura, el teatro y el cine de la época. Para Doris Sommer, esta tendencia refleja la intención de:
"construir la reconciliación y la homogenización de los componentes nacionales a través de los amantes destinados a desearse uno al otro. Ya sea que el conflicto se resuelva felizmente o no, los romances giran invariablemente alrededor del deseo de un héroe joven y casto por una heroína igualmente joven y virtuosa. Estos romances reflejan en realidad las esperanzas de la nación en la unión productiva entre sus razas y culturas".[3]
Historias de amor inter-raciales o inter-culturales son también características del género melodramático, en el que la mayor riqueza no se encuentra en la posesión de dinero, sino en la posesión de virtud. Por eso, el héroe o heroína del melodrama puede fácilmente subir en la escala social como premio a su virtud, o dejar atrás la riqueza con tal de ganar virtud a través del amor. De acuerdo a Cecilia Absatz, el secreto detrás del gran éxito del melodrama entre audiencias populares está precisamente en esta capacidad de crear la ilusión de que el amor y la virtud pueden ser más poderosos que el dinero y las diferencias sociales o raciales.[4]

En Bolivia, sin embargo, las relaciones interculturales o interraciales en la literatura y el cine de la primera mitad del siglo XX están consistentemente condenadas al fracaso.

La razón para esta tendencia podría radicar en que, tanto en los años 30 como ahora, la mayoría de la población boliviana es de origen indígena. Por tanto, una política que tendiera al mestizaje daría como resultado la progresiva “indigenización” de la sangre boliviana en lugar de su “blanqueamiento”. Por el contrario, en países como Argentina, Brasil o México, donde la población indígena es relativamente minoritaria, los paradigmas de “progreso” dominantes en la primera mitad del sigo XX requerían que la sangre nacional, “contaminada” con genes negros e indígenas, fuera progresivamente “blanqueada” por el mestizaje con inmigrantes europeos o sus descendientes.

Este discurso general puede ser leído entre líneas en la siguiente crítica a la película Wara Wara, publicada en el periódico El Diario de la ciudad de La Paz el 7 de octubre de 1929:
“Por fin en Bolivia podemos decir que contamos con la base de una cinematografía que lleve al exterior toda la grandeza de nuestra cultura pre-histórica, y más que todo haga la propaganda de las incalculables riquezas de nuestro suelo, que es suficiente para contener las más grandes colonias de inmigración. (…)
Wara Wara constituye un monumento a la heroica tradición de los Quechuas, esa baza de sufridos que con la colonización servil de los conquistadores de la península llegaron a degenerarse en parias, que hoy no pueden todavía reivindicarse para conseguir su incorporación a la civilización”.
El paternalismo del crítico que escribe la nota hace evidente la doble moral de la sociedad boliviana frente al indígena, que por un lado era considerado el origen de la “raza” boliviana y la prueba viviente de la grandeza de “nuestras culturas prehistóricas”, mientras por otro lado era acusado de constituir “el mayor obstáculo al progreso de la nación”.[5]

Esta actitud contradictoria se ve también reflejada en la llamada literatura indigenista, iniciada en Perú en 1889 con la novela Aves sin nido de Clorinda Matto de Turner, y que es retomada en Bolivia con Raza de bronce de Alcides Arguedas, publicada por primera vez en 1919. Aunque caracterizada por su denuncia de los abusos y la explotación sufridas por las comunidades indígenas, la única solución que esta corriente literaria y artística plantea es la de redimir al indígena a través de una educación que pueda incorporarlo a la sociedad occidental. Es decir, que la única forma de que el indígena deje de ser explotado, es que deje de ser indígena.

Por otro lado, la existencia de multitudes explotadas constituía un peligro potencial de eclosión social y de violencia que debía ser contrarrestado de alguna forma. La corriente indigenista boliviana, de la que Wara Wara es un representante cinematográfico, eligió normalizar este peligro a través de una integración retórica, acompañada de una exclusión práctica:
"El indio era concebido principalmente en términos negativos respecto de la cultura criolla. Lo indio, según innumerables ensayos, novelas, películas y discursos sobre el carácter nacional, era simplemente todo aquello exterior a la civilización: lo primitivo, pasivo, fatalista, enigmático y atemporal. Al mismo tiempo, lo indio podría también ser establecido en la especificidad histórica, exhibido con grandeza precolombina y reflejado en un pasado edénico. De esta manera, los discursos hegemónicos podían incorporar a los pueblos indígenas en el mito de la creación nacional sin preocuparse por la concesión de sus derechos políticos en la marcha de la vida nacional”[6].
Benedict Anderson llama “ventrilocuismo al revés” a este proceso –común a muchas formaciones nacionales– en el que la incorporación de ancestros indígenas a la mitología nacional reemplaza la incorporación de sus descendientes directos, los indios, “con quienes es imposible o indeseable establecer una comunicación real”[7]. Al elegir y representar temas y personajes ligados con “la grandeza de nuestras culturas pre-históricas” pero sin relacionarlos ni remotamente con los herederos contemporáneos de esas grandezas; al combinar la admiración por civilizaciones pasadas con la vergüenza por los indios contemporáneos de carne y hueso, el cine y la literatura indigenista bolivianas contribuyeron a perpetuar la exclusión del indígena del proyecto de nación boliviana.

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Notas:

[1] Gumucio-Dagrón, Alfonso. En: Barnard, Timothy and Rist, Peter (eds.). South American Cinema. A Critical Filmography 1915-1994. University of Texas Press, Austin 1996. p. 85.
[2] Antonio Díaz Villamil. Argumento de Wara Wara, citado por Susz, Pedro. La Campaña del Chaco. El ocaso del cine silente boliviano. Universidad Mayor de San Andrés / Ildis. La Paz, 1990. p. 128.
[3] Sommer, Doris. Love and Nation. Latin American National Romances. En: Ringrose, Majorie and Lerner, Adam J. (eds.) Reimagining the Nation. Open Univeristy Press, Buckingham-Philadelphia, 1993. p. 30.
[4] Absatz, Cecilia. Mujeres peligrosas. La pasión según el teleteatro. Editorial Planeta, Buenos Aires 1995. p. 53.
[5] El Presidente boliviano Bautista Saavedra (1921-1925), por ejemplo, declaró: “Vamos a eliminar a los Aymaras y Quechuas, puesto que constituyen un obstáculo para nuestro progreso”. Citado en Gumucio-Dagrón (1996). op. cit. p. 84.
[6] Denver, Susan. Las de abajo: La revolución mexicana de Matilde Landeta. En: Archivos de la Filmoteca. Revista de Estudios Históricos de la Imagen de la Filmoteca de la Generalitat Valencia. No. 16 (Febrero 1994) p. 47.
[7] Anderson, Benedict. Imagined Communities. Verso, Londres 1983. p. 198.

06 octubre 2007

El valor del reencuentro

Liliana Sáez


El cine ocupa en este post muy personal sólo el lugar de telón de fondo, porque fue él el que permitió que lo que voy a narrar haya sucedido. Fue el cine el que estaba allí, cuando conocí a dos seres tan especiales como lo son mis amigos Isabel y Pablo. Y fue el cine el que cimentó nuestra amistad.

Hoy, han pasado diez años desde que dejé algo más que una ciudad, algo más que veinte años de mi vida, algo más que un grupo de gente conocida, algo más que un lugar que se fue convirtiendo en mi geografía...

Ya he dicho en varias oportunidades lo que me ha costado reinsertarme en una ciudad como Buenos Aires, con unos pobladores encerrados en sí mismos, con el frenesí de la gran metrópoli que todo lo engulle, con sus amplias aceras que permiten recorrerla, apresuradamente a veces, amorosamente, otras... Buenos Aires es incalificable, un poco más ordenada que Caracas, un poco más fría que aquella caótica, efervescente, cálida, colorida y bulliciosa ciudad caribeña.

Buenos Aires te invita a cambiar de ánimo en cada estación: a ponerte melancólico en el otoño y a recluirte en el invierno, a sonreir en la primavera y a brindarte en el verano. Esa ciudad inmensa que hoy me contiene fue mi ángel guardián mientras recibí a mis dos amigos queridísimos, especie de hermanos en la formación profesional y en el crecimiento personal. Ellos han sido mi familia en el exilio, y hoy hemos comprobado, gracias al reencuentro, después de esa década en que el desánimo me invadió mil veces y pensé que no los vería más, que ese reencuentro fue más que físico. Fue recuperarlos con un plus, fue encontrarme con amigos que había dejado allá a la distancia y reconocerlos en el afecto que alguna vez nos tuvimos y pensamos -acertadamente- que seguíamos teniéndonos.

Hoy que he despedido a mis amigos, a esos hermanos del afecto, a esos seres que cuidaron como yo el amor que nos teníamos, siento que he recuperado mi lugar en el mundo, en esta ciudad inmensa y hermosa, porque tengo la certeza de que no es la distancia la que nos aleja, sino el amor el que nos acerca... sin importar dónde estemos.

Gracias, Isabel; gracias, Pablo, por traerme tanta felicidad y por romper esa barrera ilusoria que me tenía atrapada en este fin del mundo.

28 septiembre 2007

The winner is…

LA HISTORIA OFICIAL (1985)
Marcela Barbaro



Rever una película estrenada en la década del 80 y ganadora del Oscar a la mejor película extrajera como La historia oficial, fue el leiv motiv para repensar su éxito tras aquel auge que la invadió desde su aparición. El valor que se le otorga a una obra cinematográfica depende de muchos factores: la marca autoral, el tema que aborda, la estética audiovisual que utiliza, el guión, el contexto histórico en que fue recibida, etc. Y su posterior éxito o fracaso también dependerá de esas premisas. Tras haber pasado más de veinte años, toda revisión queda descontextualizada, y eso también influye, aunque no del todo en su apreciación. Vale decir, que si verdaderamente es una obra artística, los años la añejarán brindándole ese sabor agregado que la hace más rica y hasta más importante y, sino lo fuera, pasaría lo contrario.

¿Por qué fue premiada con el máximo galardón con que se premia al cine? Independientemente que descrea sobre los premios como sinónimo de calidad artística, hubo sobradas muestras del subjetivismo, poco ecuánime e injusto, a la hora de repartir premios. Además, que Hollywood, sinónimo del monopolio visual y político ejercido por Estados Unidos sobre el resto del mundo, destaque un film sudamericano que hablaba en contra de la dictadura, no fue muy usual que digamos...

El film se sitúa en marzo de 1983, aún el gobierno democrático presidido por el Dr. Raúl Alfonsín no había asumido la presidencia; recién lo haría en el mes de diciembre. A esa elección, la antecede un período histórico de dictadura que comenzó en 1976. En ese marco histórico, Roberto (Héctor Alterio) es médico y Alicia (Norma Aleandro) es profesora de historia. Al no poder tener hijos, adoptaron a Gaby. La ansiedad de la maternidad cegó a Alicia contra todos los pesares que estaban sucediendo a su alrededor, sobre aquello que le sucedía a la gente de su país. Ella vivió esos años como un pasaje anacrónico sin preguntarse nada, porque el dolor a saber sería una pesadilla. Hasta que una serie de sucesos la fueron despertando: el regreso de Ana (Chunchuna Villafañe) su mejor amiga, tras un exilio obligado luego de haber sido liberada de un campo clandestino de detención, del que relata las vejaciones que allí se cometían con mujeres que estaban dando a luz a sus hijos y que luego les eran expropiados; el leer los titulares de los diarios locales denunciando la desaparición de bebes; como así también tener que presenciar las constantes manifestaciones en reclamo de familiares que tampoco aparecían. Todo se transformó en un cataclismo de incertidumbres internas que llevaron a Alicia, por vez primera, a preguntarse sobre la procedencia de su hija. A partir de allí, comenzará una búsqueda desesperada y angustiante por construir la real identidad de su pequeña Gaby, sabiendo que sus verdaderos lazos sanguíneos también estaban buscándola y que, con derecho legítimo, la amaban y deseaban tanto como ella.

A partir del advenimiento de la democracia, el cine pudo hablar sin tiras negras en la boca. La historia oficial fue una de las tantas películas que abordaron un tema tan oscuro y nefasto, en un momento aún tibio en las conciencias y en el sentimiento colectivo de lo que fue aquel período. Eran tiempos donde se le daba paso a la denuncia de manera abierta y explícita. Entonces, ¿Cómo no iba a tener buena recepción dentro de un público harto sensible y otrora oprimido? Descartando a la crítica especializada, ¿qué importancia se le iba a dar a su buen o mal manejo narrativo, cuando el peso de la historia, en ese momento, sobrepasaba lo estético y el buen uso del lenguaje audiovisual? Con buenas interpretaciones más el otorgamiento de la máxima distinción que se le pueda dar a una película, nada podía opacar tamaño éxito, que sin duda aumentaba el ego y el sentimiento nacional. La historia oficial fue como un antes y después en nuestra cinematografía, como en las carreras de Alterio y Aleandro. Y aquí es donde haría un paréntesis con el tema de la película, el cual rescato y respeto, para verla un poco más por dentro.

Bajo la dirección de Luis Puenzo y con el guión co-escrito con la talentosa Aída Bortnik, la película no se logra apartar de algunos vicios narrativos de un viejo y mediocre cine nacional. Reaparece el “debate” estudiantil llenándose la boca con las ideas progresistas de Alberti o Moreno, que no sólo suenan utópicas sino que intentan contagiar un idealismo descreído; también se recae en escenas que pecan de costumbristas como en casa del padre de Alterio, casualmente un anarquista, desilusionado en tener un hijo que se codeaba con la derecha. Toda la película se tiñe de conceptos ideológicos maniqueos que recaen no sólo en el discurso del anarquista sino en la figura de su otro hijo (Hugo Arana), un típico exponente de una clase media venida a menos, opuesto a su hermano mayor, y también sobre el profesor de literatura (Patricio Contreras) en oposición a la conservadora profesora de historia que aprendió a mirar a su alrededor gracias a las abuelas de Plaza de mayo. Con un final metafórico y nostálgico, el film llega más por el “qué” se cuenta que por el “cómo” se lo muestra.

Ante ciertas circunstancias históricas el cine puede ser un medio de comunicación más que adecuado para sacar a la luz temas insondables con una buena intencionalidad, pero por otro lado, hubo quienes lo utilizaron con fines más oportunistas aprovechando el uso de golpes bajos para cautivar a las plateas sensibles. Sin duda, la utilidad y los fines que se le den al cine, será cuestión de la ética del autor, que tarde o temprano podrá ser más o menos comprobable.

Estimo que esta nota, que se asomó al pasado, no sacará a la luz la verdad sobre aquel éxito ni responderá a muchas inquietudes que aún me subyugan. Lo que sí es certero, es cómo las circunstancias adyacentes ayudaron a sostener la permanencia de La historia oficial en nuestra memoria y en los anaqueles de la cinemateca argentina.

20 septiembre 2007

Gratias agere

Kinephilos ha recibido dos premios:

El "Thinking Blogger Award", de manos de Jorge López, quien edita Silencio, por favor



y el "Premio Blog Solidario", otorgado por Canichu, quien edita Noticias de un espía del bar
A ambos les agradecemos tal distinción.

13 septiembre 2007

Relámpago en el agua

Ignacio Ayuso



En 1999 Chris Marker realiza para la serie Cinema de notre temps un documental-estudio acerca del cineasta ruso Andrei Tarkovsky, al cual se le diagnosticó un cáncer poco después de finalizar el rodaje de la que sería su última película, Sacrificio (1986). Durante aquel tiempo un Tarkovsky ya postrado en cama recibirá la muy ansiada visita de su hijo al que no veía hacía más de 5 años retenido por las autoridades rusas (1). Marker y su cámara estaban allí para testimoniar el postergado encuentro; años después utilizará esas imágenes en su obra Un día en la vida de Andrei Arsenevich (2).

Como es habitual en Marker, la imagen y la palabra se relacionan para constituir un significado nuevo, profundo, que va más allá del logos o la reproducción figurativa de una cierta realidad. En un texto aparecido en France-Observateur en octubre de 1958, André Bazin reflexionaba acerca del estreno de Lettre de Sibérie y definía el montaje markeriano como horizontal, donde “la imagen no remite a lo que precede o sigue, sino lateralmente en cierto sentido a lo que se dice”. Esta obra de carácter epistolar se erige en una gran dacha donde el espectador es invitado a deambular, reflexionar e interrogarse acerca del trabajo de uno de los mayores artistas del último siglo. Pues al igual que la obra tarkovskiana, Marker no proporciona certezas sino que plantea interrogantes abiertos al espectador. Conmovedoras son las imágenes de un Andrei besando y abrazando al hijo largamente esperado, tumbado en la cama, desvalido. Rápidamente le pide que se despoje del abrigo, pues éste es símbolo de premura y urgencia; pareciera que sin la pelliza el recién llegado nos garantizara su permanencia, su intención de quedarse y no partir. Y de partidas del hogar y nostalgia por aquello que se ha perdido está constituida la obra del cineasta ruso: Kelvin ha de abandonar el hogar paterno para viajar hacia los confines de la galaxia en Solaris; el Stalker abandonará a su mujer e hijas para internarse en La Zona en Stalker; en Nostalgia un escritor ruso viaja por Italia, añorando la patria y siguiendo el rastro de un músico soviético del siglo XVI exilado y, finalmente, en Sacrificio, el protagonista pegará fuego a la dacha, la gran mansión, para evitar la destrucción del mundo. La imposibilidad de retornar al hogar como reflejo del tiempo pasado que ya no se ha de vivir, re-vivir.

Que la cinta comience con un plano de El Espejo, aquél en que una mujer permanece sentada sobre una cerca de madera mientras la cámara pasea por detrás de la figura, centrándose en su pelo recogido en un moño, símbolo ruso de la espera, no es casual. A continuación Marker insertará las imágenes de Larissa, esposa de Tarkovsky, esperando frente a la ventana del hospital. Esta imagen de espera de una madre por el hijo tiene su correspondencia en el imaginario del espectador con otra de gran pregnancia para el cineasta francés: aquel plano hitchcockiano que muestra el moño en espiral de Madeleine mientras observa el cuadro de Carlota Valdés en Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958). Dicha espiral de imágenes serán de acuerdo con Losilla imágenes infinitas de nuestra vida que no dejan nada al azar (3). Así Marker establece lazos entre el creador y su obra, entre imágenes del pasado que reverberan en el presente.

Unas imágenes del corto The Killers rodado por Tarkovsky durante sus años de formación en el VGIK, la legendaria escuela de cine rusa fundada en 1919, llenan la pantalla; en él vemos al propio director interpretando un pequeño papel silbando una tonada, la voz narradora femenina nos señala que se trata de "Lullaby Of Birdland", Marker no dice nada más, aunque resalta la importancia de la melodía como premonitoria, pero no explica el por qué. Ha de ser el espectador quien infiera que el tema está dedicado a Charlie Parker (4), quizá el más grande saxofonista de la historia del jazz, quien debido a sus problemas con la droga vio cómo su licencia para tocar en los locales de jazz de New York le era retirada y se exilió una temporada a París. La historia de Parker nos retrotrae a las figuras de otros grandes jazzmen como Bud Powell o Lester Young que encontraron en la capital francesa la comprensión y el aprecio hacia el arte que producían que les era negado en los Estados Unidos. ¿Es una casualidad que un jovencísimo Tarkovsky, futuro exilado de la Unión Soviética, silbara una melodía dedicada a un artista que encontró más respeto y veneración hacia sus creaciones en Europa que en su propia patria? Marker va tejiendo una madeja que entrelaza la biografía y la obra del artista, sus temas y motivos recurrentes: la fe; el sacrificio a través de gestos absurdos o carentes de significados para el resto de personajes excepto para aquel que los realiza; el amor por la tierra, sus aguas, vientos, árboles y praderas; la lluvia, omnipresente en su filmografía, que lo emparentaría con Kurosawa: “el más japonés de los directores occidentales”, dirá Marker al señalar la importancia de la Naturaleza en el corpus fílmico de Andrei. Curiosamente, el día de la llegada de su hijo, la lluvia hará acto de presencia y será la propia Larissa con regocijo, quien recordando varias escenas de los films del director –que Marker va intercalando a medida que la mujer los nombra, planos donde el aguacero es protagonista– salga de la casa y mire al cielo mientras las gotas se precipitan sobre ella.

Para Tarkovsky el cine era un acto de fe, “el travelling ya no es una cuestión moral sino metafísica” se nos dice en el film y Marker yuxtapone dos secuencias a lo largo de esta breve obra de apenas una hora: la filmación del último y muy complejo plano rodado por Tarkovsky para su film Sacrificio y la escena de la construcción de la campana en Andrei Rublev. Al igual que el joven Boriska que sólo con un acto de fe pudo construir la campana pues su difunto padre no le había pasado el secreto de su creación, Tarkovsky parece construir la última escena del film de la misma manera: a base de tenacidad, fe en la búsqueda de la belleza y altas dosis de perfeccionismo y creatividad. Marker señala: “Antes de que las cámaras comenzaran a rodar, Andrei debía sentir tanto miedo como Boriska a la hora de forjar la campana”.

El gran acierto de Marker es realizar un film tarkovskiano en su contenido pero markeriano en las formas. La coherencia estilística y temática del director ruso permite a Marker establecer complicadas asociaciones entre los distintos elementos usados por el cineasta a lo largo de su corpus fílmico: planos de caballos en La Infancia de Iván encontrarán su correspondencia en los de Andrei Rublev o los sucesivos espejos y cuadros que son observados por el espectador y los protagonistas en films como Solaris, El Espejo, Sacrificio o Nostalgia y que establecen relaciones complejas entre el observador y el objeto observado: el espejo pasa a ser marco y nuestro reflejo otra representación de la realidad en la que nos reconocemos como símbolos.

Film nostálgico y evocador, Un día en la vida de Andrei Arsenevich permanece como una de las más profundas reflexiones acerca del cine del director soviético, un cineasta que creía que partiendo de lo finito y material se podía alcanzar la trascendencia.

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Notas:

1) Tarkovsky, que sufrió a lo largo de su carrera la persecución y la censura del Goskino, el organismo cinematográfico estatal soviético, pide exilio político en Italia, donde se encontraba rodando su film Nostalgia. Las autoridades rusas, fiel a su política, impidieron que su hijo saliera del país. Sólo cuando las autoridades francesas informaron del precario estado de salud del artista el permiso fue concedido.


2) Marker se inspira en el libro de otro importante exilado soviético “Un día en la vida de Ivan Denisovich” de Alexander Soljenitzin.


3) “Mystére Marker: Pasajes en la obra de Marker”. Edición de María Luisa Ortega y Antonio Weinrichter. Carlos Losilla “La espiral es un rostro de mujer”. Pag.148. Publicado por T&B Editores. 2006.


4) La canción “Lullaby of Birdland” fue compuesta en 1952 por George Shearing (melodía) y B.Y. Forster (letra) y hace referencia a Charlie Parker y el Birdland Jazz Club inaugurado en New York en 1949.

07 septiembre 2007

Trono de sangre

Raúl Bellomusto


De las diferentes transposiciones al cine que se han realizado de la tragedia shakesperiana "Macbeth", hablaremos de la efectuada por Akira Kurosawa en 1957 para su film Trono de Sangre (Kumonosu Jô), protagonizado por su actor fetiche, Toshiro Mifune.
Macbeth cuenta la historia del personaje homónimo, un general del ejército escocés, quien atraviesa el proceso involutivo de un hombre esencialmente bueno que, influido por su esposa – y debido tal vez a un defecto en su propia naturaleza – sucumbe a la ambición, llegando al asesinato. En pos de obtener y luego de retener la corona de Escocia, Macbeth va perdiendo su humanidad y comete todo tipo de actos abominables. La obra, escrita por William Shakespeare hacia 1606, sintetiza lo que la avaricia y la ambición de poder pueden hacer en los seres humanos.

La acción, siempre hablando de la tragedia shakesperiana, transcurre en Escocia e Inglaterra entre el 1040 y el 1057, año en que Macbeth es muerto a manos de Macduff, líder del ejército inglés, para que Malcolm –hijo del rey Duncan, asesinado por el propio Macbeth a instancias de su esposa, Lady Macbeth– acceda finalmente al trono de Escocia. La obra posee, a su vez, toques de orden fantástico, como la intervención de brujas proféticas y otro tipo de apariciones, de orden fantasmagórico; cuestión corriente en las tragedias clásicas.

El pasaje al cine por parte de Kurosawa involucra, en principio, al menos [1] una doble transposición (tomada en un sentido amplio): no sólo se trata de adaptar la historia literaria a imágenes cinematográficas sino que, además, la decisión del director nipón fue la de ambientarla en el Japón feudal, convirtiéndola en una historia de samuráis, lo que implica una intertextualidad entre géneros y, por qué no –teniendo como base este doble pasaje–, un síntoma de posmodernidad en el arte cinematográfico.

Kurosawa no se manifestaba devoto de la adaptación realizada nueve años antes por Orson Welles, a la cual acusaba de pretenciosa en cuanto a lo estético (llegando a calificarla como “pura bisutería”) y pergeñó su propia transposición. Vio en la obra de Shakespeare un espíritu que sobrepasaba el mero hecho de estar ambientada en una Escocia monárquica y la llevó a su conocido terreno del mundo samurái. Así pues, las pesadas espadas de los cuentos clásicos británicos se convirtieron en catanas, los envenenamientos en asesinatos a sangre fría, los reyes en Señores y el bosque y el Castillo de las Telarañas en infernales y alegóricos laberintos. En línea con el tema final de Shakespeare, Kurosawa señala, a través de este paralelo, cómo la historia de la humanidad se repite una y otra vez, casi nunca para bien.

Una cuestión adicional a remarcar en cuanto a los géneros es la clave en la que el film está narrado. A pesar de mantener el espíritu del relato original en cuanto a las curvas encontradas en las personalidades de Macbeth y su esposa, al ya apuntado mensaje final y a otras características relativas a detalles de la obra, el tono épico –común en gran parte de la filmografía de Kurosawa, afecto asimismo a remarcar las contraposiciones entre Oriente y Occidente– se hace presente sustituyendo a la tragedia clásica [2]. Se mantiene igualmente, tanto al comienzo como al final del film, la presencia de un coro que da marco al relato. El coro final de Trono de Sangre sintetiza en gran parte el sentido de la historia: “La trayectoria del demonio es el camino del destino y nunca cambiará su curso”. Lo dicho: el carácter cíclico en tanto a las tragedias humanas habrá de ser la clave de un proceso sin solución de continuidad. Acaso ésta y otras significancias se puedan aplicar a la rueca que la “bruja” (el “espíritu maligno” según el protagonista del film, el capitán Taketori Washizu) está haciendo girar en su primera aparición, cuando predice los cambios en el orden establecido en tanto al poder sobre el Castillo y los fuertes circundantes.

Presentadas así las cosas, retrocedamos un poco. Es sabido que Shakespeare es el autor que más veces ha sido adaptado a la pantalla. Desde “Hamlet” hasta “Titus”, pasando por la obra que nos ocupa, el estilo literario del británico traspasa las barreras de lo atemporal para dibujar, como pocas otras figuras de la literatura, la complejidad del ser humano. Cada obra de Shakespeare posee una estructura que bien puede ser cinematográfica, quizás económica en cuanto a descripciones escénicas y al movimiento físico de los personajes, pero claramente intensa en relación con la carga dramática de los diálogos. En pocas palabras, raramente nos encontremos en la historia de la literatura con un material tan rico en función de la descripción del hombre como ser ambiguo, sometido tanto a los avatares del destino como a su propio conflicto interno. Esto provoca que las adaptaciones posean soluciones de tipo formal que difícilmente se desliguen totalmente de la intencionalidad del escritor.

Para Kurosawa, el significado de estas constantes literarias de Shakespeare atienden a dos circunstancias que responden a sendas naturalezas humanas que, al cabo, paradójicamente son la misma cosa: la concepción del ser humano como elemento manipulable, ya sea por elementos internos (su propia ambición) o externos (los otros, la sociedad) y el extremo condicionamiento de discurrir su vida en torno a un destino implacable que transforma sus deseos o aumenta su codicia. Esto puede verse claramente tanto en Trono de Sangre como en Ran (1985), adaptación de Kurosawa de “El Rey Lear”.

En tanto al carácter rebelde de las acciones de Macbeth, la obra de Kurosawa se revela como iconoclasta y contundente. La puesta en escena describe un ambiente lúgubre, fantasmagórico (la presencia del viento y la niebla es permanente) y potencia desde la condición ambiental el signo trágico de la historia. Las constantes de Shakespeare, descriptas más arriba, son desestructuralizadas por A.K. al utilizar una puesta vanguardista, en la que se dan cita elementos propios del género (contextualización de “lo samurái”) con un trasfondo que se sale de los convencionalismos fílmicos. Por otra parte, Trono de Sangre escapa de las rutinas de las otras adaptaciones de Shakespeare para adentrarse en un terreno donde realizar una renovación literaria. Al mismo tiempo, la reconversión de ciertos elementos dramáticos como la muerte del protagonista, que en Shakespeare poseía tintes fatalistas (a Macbeth sólo puede matarlo alguien “no nacido de mujer”) y que Kurosawa transforma en una catarsis colectiva en contra del poder (mal) establecido, hacen de la película una de las más inteligentes adaptaciones del teatro del literato inglés.

En función de lo expuesto, podemos decir que el dramatismo explícito de la obra de Shakespeare queda reducido en cierto nivel en la obra de Kurosawa: el texto de "Macbeth" desaparece en Trono de Sangre, el aspecto verbal que es casi abrumador en el literato se reemplaza en el film por una quietud casi hipnótica (la banda sonora sin dudas ayuda a este efecto) y la historia, igualmente, se sume en la tragedia. Existe entonces, en el campo de lo formal, un marcado predominio de los planos generales; la cámara casi no entra en planos cortos que tal vez sí hubieran acentuado el dramatismo de una manera que pareció no interesar a Kurosawa. Sólo en momentos de alto valor emotivo tenemos primeros planos, como en el caso en el que la Lady Macbeth de esta historia, Lady Asaji Washizu, convence al personaje de Mifune a cometer el regicidio: un plano del rostro del samurái nos dejará leer en él su duda, movida por la lealtad que el Señor todavía le merece.

En tanto a los núcleos narrativos, digamos que Kurosawa se vio obligado a realizar ciertos cambios que resultan significativos respecto del original de Shakespeare. El más visible de ellos ya fue comentado: el traslado de la Escocia medieval al Japón feudal del siglo XVI. De cualquier manera, el paralelo queda establecido si se tiene en cuenta que a las luchas intestinas escocesas descriptas en el universo shakesperiano le corresponden las guerras civiles japonesas del siglo mencionado. Otros cambios a los que se puede hacer referencia son la presencia de una única bruja en lugar de las Hermanas Fatídicas, la predicción final acerca de la debacle y derrota de Macbeth (en Trono de Sangre se predice que su derrota será inminente cuando “el bosque se mueva”) y el agregado del embarazo de Asaji. Cabe acotar que la curva hacia el arrepentimiento y la posible locura de Lady Macbeth aquí también se convierte en clímax ante la imagen de una mujer arrepentida que cree ver permanentemente a sus manos manchadas de sangre (“me las lavo y me las lavo, pero la sangre siempre está ahí”), pero se omite colocar en el relato directo el episodio del suicidio. Además, acotemos que el homicidio del Señor (equivalente al del rey Duncan) no se produce por envenenamiento, sino que Washizu lo mata con su lanza mientras el soberano duerme. Esta escena es fundamental y es llamativa la forma elegida por Kurosawa para contarla: el regicidio no se ve, la cámara se queda con Asaji mientras Washizu consuma su obra. En ese punto del relato, el director prefirió dejar fuera de campo la consumación de la idea que sí tuvo el personaje que continúa en el encuadre. Al regreso de su acción asesina, Washizu hace entrar a la historia un elemento fundamental, la sangre derramada, la cual impregna su lanza y luego pasa a las manos de los consortes. La presencia de la sangre, la misma que metafóricamente mancha el trono al que se accede por la vía del delito, se hará permanente en el resto del relato.

Quizás la “presencia” apuntada en el párrafo anterior traduzca esa otra presencia, constante en las obras de Shakespeare: la del mal. Lo maligno aparece de distintas formas a lo largo de la obra del inglés, pero en “Macbeth” esto se hace explícito y palpable: no hay un resquicio como para realizar otra lectura que no sea el reflejo de la eterna ansia de poder y sus efectos perversos. “Macbeth” (y Trono de Sangre) es el relato de la caída, de la progresiva degeneración y la ruina del criminal que ha osado violar las leyes establecidas.

Si tenemos en cuenta lo expresado en tanto a la fidelidad de Kurosawa al armazón dramático del texto, podemos arriesgar que el cineasta no sólo logró conservar el espíritu original aún en las condiciones de esta transposición, sino que, además, fue un paso más allá. En esta película rompe con las estructuras y con los modelos de historias de samuráis comprometidos con la lealtad, el honor y la heroicidad. Se trata el tema de la traición al margen de cualquier código honorífico, lo cual habla de la ambición particular del individuo. Esto da un giro a los films sobre samuráis y años después no resultará casual, por ejemplo, ver a un Sanjuro –como se llama el personaje protagónico de Yojimbo (1961)– vendiéndose al mejor postor.

Otros aspectos destacables de la puesta en escena son la fotografía y el rubro actoral. El blanco y negro elegido dota a la película de cierto expresionismo que acentúa la atmósfera interna de la historia. Por su parte, en relación a las actuaciones, Mifune –vaya novedad– cumple acabadamente con las facetas requeridas para su personaje. Pero el hallazgo fundamental en este film es la presencia de Isuzu Yamada como Asaji, la Lady Macbeth de esta ocasión: realiza una actuación contenida que subraya el aspecto perverso de la esencia de un personaje fundamental, dado que es quien mueve a toda la obra al llevar a actuar a Washizu.

Hay escenas de la película absolutamente destacadas como aquella en que Washizu y Miki vuelven de una de sus batallas y se pierden en la niebla; la irrupción de los cuervos adelantando el trágico final (escena digna del mejor Hitchcock) y, por supuesto, el tremendo final de Washizu bajo una infernal lluvia de flechas disparada por su propia gente (otro giro de Kurosawa respecto del original).

Existe además, en el final de la obra, un aspecto a subrayar en tanto la utilización de lo verosímil. Ya habíamos dicho que la predicción acerca del final de Washizu variaba respecto de la de Macbeth: mientras que Macbeth iba a ser muerto por alguien “no nacido de mujer”, Washizu encontraría su final “cuando el bosque camine”. Cuando el protagonista cae muerto, Kurosawa agrega un par de planos donde explicita que el bosque que se acerca hacia el Castillo de las Telarañas no es otra cosa que el ejército comandado por el hijo de Miki, Yoshiaki, que avanza camuflado con ramas y hojas. El resto de los elementos “sobrenaturales” que aparecen en el film no son aterrizados de esta manera y respetan el espíritu original de la obra de Shakespeare; la bruja es una aparición y el fantasma que atormenta la conciencia de Washizu también lo es.

Por último, resaltemos un par de recursos cinematográficos utilizados de manera genial por el maestro japonés. Ya hablamos acerca de la desaparición del texto original pero no de su espíritu: en ese orden es digna de resaltar la línea de texto con que Asaji arenga a Washizu: “sin ambición, el hombre no es hombre”. Otro momento meramente cinematográfico en que se hace alusión al mal se da cuando Asaji ofrece vino a los guardias para distraerlos del asesinato que está a punto de cometerse: para buscar la vasija con la bebida, se sumerge y luego emerge de las penumbras.

A modo de resumen, concluyamos diciendo que sin lugar a dudas, Trono de Sangre representa un importante ejercicio de transposición de la literatura al cine, llevada a cabo libremente, pero con el justo equilibrio de retener el tema original de la obra para luego explotarlo hacia un lugar más arriesgado y ambicioso: la lectura que Akira Kurosawa hace de la historia de la Humanidad.

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Notas:

[1] Decimos “al menos” puesto que en la construcción de la película podemos encontrar nuevos síntomas de intertextualidad. Aún tratándose de un film del género samurái (el equivalente oriental al western ameri­cano) existen marcadas tendencias estéticas y actorales orientadas al teatro Kabuki y al Nô, sobre todo en las escenas rodadas en interiores. Los exteriores se reservan para la demarcación de lo mágico y de lo épico.
[2] Dijo Kurosawa: “El gran problema era adaptar 'Macbeth' al gusto japonés. Los sortilegios son diferentes en Occidente y en Japón. Para ello adopté la forma del Nô. Esta forma se muestra sin ninguna complejidad. La construcción global, los comportamientos de los personajes, y su colocación, en fin, todo, está realizado con ese propósito. En esta forma de teatro, los actores se desplazan lo menos posible, contienen sus energías; de esta manera, el menor gesto suscita una emoción de gran intensidad. En la película, las expresiones de los actores se corresponden a las de las estilizadas máscaras del Nô”.

04 septiembre 2007

Duel: El primer largometraje de Spielberg

Jorge López Fernández viene a publicar en kinephilos a través de Aula Crítica. Este joven cinéfilo ha creado Silencio, por favor, un blog donde reúne sus críticas cinematográficas y comentarios sobre temas que hacen al universo audiovisual.
Es un placer contarte entre nosotros, Jorge. Bienvenido.
LS



UN DEPREDADOR DEL ASFALTO
Jorge López Fernández





Tras rodar varios cortos y capítulos de series de televisión, Spielberg hizo un excelente debut en el largometraje, en este caso en formato de telefilm, con esta película en la que ya anunciaría cuáles serían sus constantes como director, principalmente su excelente dosificación del ritmo, con un cuidado montaje, y un excelente uso de la cámara.

Basada en una historia de Richard Matheson, nos presenta el duelo vivido en el asfalto entre un hombre de negocios, David Mann, y un camionero, cada uno con su correspondiente vehículo: un sencillo utilitario de color rojo y un enorme tráiler respectivamente. Tras un sencillo adelantamiento, el camionero comenzará a acosar a nuestro protagonista de muy diversos modos, poniendo su vida en peligro numerosas veces durante una larga persecución.

La pregunta más inquietante que le queda al espectador en la cabeza tras acabar de ver el film es “¿por qué?”. ¿Por qué el camionero ataca a David de ese modo, con esa obsesión por él? Es posible que sea la primera vez que haga algo así, pero de todos modos, ¿por qué a David? La respuesta se halla en la escena final, que viene a confirmar lo que uno sospecha a lo largo de toda la película gracias a ese ruido (parece de un dinosaurio) que escuchamos: el peligro no es el camionero, es el propio camión, un animal salvaje que ve en el David conductor una presa fácil. Otros detalles que nos ayudan a confirmarlo son la inexistencia de un rostro para el camionero, que sólo ataque a David cuando está fuera del coche en momentos indispensables (la llamada a la policía que podría suponer el final de la caza) o que su tubo de escape enorme desprenda grandes cantidades de humo justo antes de atacar (como un animal preparándose para embestir). En resumen, los vehículos son los verdaderos enemigos, y no tanto sus conductores.

Un ritmo que apenas da pausa al espectador y la permanente sensación de estar en peligro son las principales características imprimidas al film por parte de Spielberg, un director que destaca por relatar historias de un modo muy ameno y con gran perfección técnica. También su gran dominio de la cámara y excelente planificación son evidentes en esta película. Nos encontramos con una inmensa variedad en el uso del objetivo, siempre con gran eficacia: los planos subjetivos son usados para inducir tensión (como la vista en el retrovisor), los planos largos para situar la acción entre ambos vehículos, la inestable cámara en mano para mostrar la confusión de David, etc. Un montaje increíblemente complejo sirve para no dar tregua al espectador, además de demostrar que se necesitó una gran capacidad de planificación para esta película, ya que al transcurrir a lo largo de una carretera hay que lograr que los paisajes vislumbrados sean consecuentes entre sí. La banda sonora compuesta por Billy Goldenberg es muy eficaz, aunque poco original, recordando en ocasiones a trabajos de otros compositores, por ejemplo, Bernard Herrmann.

Dennis Weaver es el único intérprete con cierta importancia en la película, ya que, como he comentado, la trama se sustenta en una lucha entre los dos vehículos, y el actor saca adelante su personaje con gran soltura. Nos muestra muy convincentemente a un hombre de negocios apocado que parece enfrascado en la rutina, un modelo muy corriente.

Ahora realizaré un análisis de una de las escenas más cruciales y simbólicas de la película, el tramo final (desde el minuto 1:15:35) : a lo largo de toda esta escena cumbre de la persecución se nos confirman o refuerzan una serie de conceptos respecto a los protagonistas. El coche se nos muestra como una presa fácil para el camión, la cual está al borde de sus posibilidades. Sufre una serie de accidentes, uno lateral bastante grave, su motor se recalienta, lo que le hace perder velocidad (un síntoma de su extremo cansancio), se tambalea de un lado a otro de la calzada, etc. El tráiler, por otra parte, es confirmado como una bestia salvaje. Sigue emitiendo sus continuos rugidos (el claxon), los cuales son incluso respondidos por otra bestia, el tren, aunque éste no es tan peligroso al estar encauzado y no ser libre. En una ocasión al coche se le desprende un tapacubos, siendo éste arrollado por el camión en una muestra de su poderío y de su afán por destrozar a su presa. Además se nos mostrará un contraste entre ambos, haciendo un símil con un detalle habitual en la naturaleza: la presa es ágil, pero no resiste mucho en su huida (el recalentamiento ocurrido en una pendiente), mientras que el depredador es muy resistente, aunque no sea tan rápido. Spielberg empleará la cámara de un modo intachable para mostrarnos todos estos matices: los planos largos sitúan correctamente la acción en la carretera, mostrando la distancia existente entre ambos, y la consiguiente existencia o no de peligro, mientras que los planos cortos son usados en su mayoría para mostrar los matices de cada vehículo (la debilidad y el agotamiento del coche y David, y la fiereza del camión). Cuando David llega al final de la carretera, da la vuelta en su coche, y los planos directos a su desafiante mirada nos indican que se va a enfrentar de algún modo a su enemigo. Coloca su maletín encima del acelerador, se tira fuera del vehículo y se produce el combate definitivo: ambas bestias se embisten brutalmente, y el tráiler sale vencedor, pero su gran furia es su perdición, ya que no logra frenar a tiempo y cae cañón abajo, emitiendo su último rugido, en este caso uno de verdad. Tras su completa destrucción, no se nos muestran imágenes para confirmar la muerte del conductor, sino la inoperancia del vehículo, el verdadero enemigo. Pasado un rato de euforia, David se sienta al borde de la colina y comienza a tirar algunas piedras según se pone el Sol, en un ambiente de gran tranquilidad tras toda la barbarie que ha vivido. Se diría que ha vuelto a la monotonía tras una intensa experiencia al borde de la muerte.

Spielberg siguió la línea de esta película en su primer taquillazo, Jaws, ya que su último tramo es muy similar. Simplemente hay que sustituir a Dennis Weaver por Richard Dreyfuss, Robert Shaw y Roy Scheider, al coche por un barco, al tráiler por un tiburón y la calzada por el mar; el esquema es el mismo. Y el tiburón emite el mismo sonido que el tráiler cuando muere, aparte de que el barco también es destruido, como el coche. Muchas referencias a esta obra, un excelente comienzo para Spielberg en un largometraje en el que ya demostraba su indudable talento narrativo y visual. Lástima que después adoptara defectos de tendencia conservadora en el tratamiento de la temática de sus películas, pero lo que nadie puede negarle es su maestría técnica del medio. Además, esta película nos transmite un importante mensaje con la destrucción de ambos vehículos: las barbaridades en la calzada se pagan, y de un modo importante.