Raúl Bellomusto
Ahí va Vera Drake. Recorriendo los suburbios londinenses, transitando sus estrechas callejuelas, poseyendo las llaves que abren muchas puertas verdes. Detrás de esas puertas están sus afectos, su familia y todas aquellas otras familias para las que Vera trabaja o a las que, simplemente, ayuda desinteresadamente. Todo lo hace con una sempiterna sonrisa y tarareando váyase a saber qué canción. Y ese gesto, tan profundamente humano, tan propio de una humanidad casi perdida en este mundo, contrasta con todo lo que se ve en pantalla en las primeras secuencias: casas proletarias, miserias humanas, oscuridad y estrechez. La estrechez está en las calles, en los ambientes cerrados, en las historias. Y la sonrisa de Vera, sin embargo, es ancha y generosa.
Efectivamente,
El secreto de Vera Drake (
Vera Drake, 2004,
Mike Leigh) es una película hecha de contrastes. Desde su forma hasta sus contenidos más íntimos, desde los desiguales niveles de luz hasta los distintos personajes que atraviesan los diversos escenarios. Todo parece amalgamado por la figura de Vera, que suelda las diferencias, homogeniza las sensaciones del espectador. Y entonces vemos que hay otras casas, más amplias, más luminosas. Las de aquellos acomodados que contratan por horas el servicio doméstico de Vera. Sin embargo, nada cambia la actitud de la mujer. Y los contrastes se agigantan, se apilan, se imbrican. Vale la misma sonrisa para ese vecino sin familia que no obstante parece un buen partido para una hija queda, como para la señora que apenas le habla mientras la protagonista, en cuclillas, lustra una lujosa chimenea.
Así discurren los días de Vera. Agradeciendo por las noches, junto a su esposo, la vida que les ha tocado en suerte. Celebrando la constitución de una familia que puede dar el salto a través de los hijos, como siempre sucede (o debiera suceder). Ethel tiene ahora, con Reg, la posibilidad de formar su propia familia y Sid posee el empuje de un joven preparado, curtido por los avatares de las guerras y que puede, por iniciativa propia, aspirar a un futuro mejor. ¿Qué más pueden pedir los padres? Con todo, el universo de Vera no se agota allí. Los viernes, a las cinco de la tarde, practica abortos para “niñas con problemas”, según sus propias palabras. Y lo hace sin que ningún interés económico la mueva: hace veinte años que “ayuda” a esas jóvenes sin cobrar ni un penique (cosa que sí hace quien le deriva los trabajos). Encara esta tarea como todo en la vida: sonriendo y tarareando. Al fin se trata de celebrar.
Pero el mayor de los contrastes asalta la historia: lo que Vera hace, los viernes, es ilegal en la Inglaterra de 1950. Y la Ley se lo hace saber, justo el día, vaya paradoja, en que su hija está celebrando su compromiso y su cuñada anuncia su embarazo.
Leigh se detiene en un primerísmo primer plano del rostro de Vera al momento en que su esposo le anuncia que la policía la busca. Y ese plano, que se sepa, tiene destino de clásico. Sin decir palabra, una brutal metamorfosis ataca ese rostro afable.
Imelda Staunton, a cargo del personaje central, ofrece uno de los momentos más conmovedores de los que puede brindar el cine actual y, tal vez, el de toda la historia. Dejos de la
Juana de Arco” de
Carl Theodor Dreyer pueden entreverse en ese plano crucial que parte la película en dos. (No existe justicia en los Premios Oscars –vaya novedad– si Imelda no tuvo uno en sus manos sólo por haber actuado esta toma).
Y la Sra. Drake va a parar a la cárcel. Una de sus niñas casi muere y Vera tiene que pagar. Una nueva puerta verde, más ancha, más contundente, se cierra tras la mujer como un nuevo y aplastante contrapunto y ni ella ni los espectadores tenemos las llaves. El seco portazo nos despierta de un sueño en el que todo estaba en su tierno orden. Vera Drake ha abortado la sonrisa.
Lo que sigue es el proceso al que se somete a la protagonista, quien ha delinquido para el imperio de la Ley, siendo destinataria de una culpabilidad que ella asume sumisamente, consciente de que su ley moral no es la misma que la del fundamento social que la persigue. Toda la película es una toma de posición al respecto, pero aún así el mayor mérito de Leigh es que no teoriza, no pregona su postura con fuerza panfletaria. El director se limita a contar una historia: eso es cine.
A través de este proceso que lleva a Vera a la prisión, se pueden vislumbrar las lealtades o traiciones –nuevas asimetrías– que le esperan. En este punto, es el personaje de
Daniel Mays, su hijo Sid, quien hace las veces de puente, quien encarna las ambigüedades que un tema como el aborto puede provocar.
La última frase que escucha Vera en la película: “Vera, fíjate por donde caminas”, proferida por una guarda cárcel, es la frase que los eternos partidarios de la falsa moralina pueden empuñar para condenar, a su vez, el tema que Vera Drake nos trae. Y no habría que detenerse en esa oración sino en las que emiten sus compañeras del penal, que sí asumen su dolo conscientemente.
Sin embargo, es tristemente cierto, Vera, que en este mundo no hay lugar para mujeres de tu talla.