20 noviembre 2006

El cielito

Liliana Sáez



Marcela me dejó tarea cuando escribió en este espacio sobre el cine realizado por las directoras argentinas. Un comentario de Pablo, que vio El cielito en Caracas (¡en Caracas! y yo, aquí, en Buenos Aires, no la había visto) hizo el resto.

Lo principal de El cielito es la famosa dicotomía ciudad/campo de la que hablaba Marcela en su nota. Se tiene entendido que el ambiente rural, por ser abierto al cielo, por comprender grandes espacios y por estar poblado por animales, es, para el hombre, un sitio mucho más sano que la ciudad, donde reinan la contaminación, la delincuencia, las máquinas por sobre las personas y el asfalto como barrera imposible de trasponer para juntarse con lo telúrico de la tierra y su naturaleza. Otros le atribuyen otra lectura, la de concebir el mundo rural como el de la barbarie y el urbano como el de la civilización (¿habrá imaginado Sarmiento la profundidad de la herida que infligió con esa definición de Civilización y Barbarie, carta de justificación de tantos crímenes en nuestro país? Yo creo que sí).

Bien... eso, en teoría. Porque El cielito no plantea estas ideas acostumbradas. Sí, en cambio, retoma uno de mis temas favoritos. El de la incursión de alguien en un micromundo, con la consecuente trastocación de un orden establecido. Porque El cielito habla de eso, y de otras cosas también.

Félix, un joven desocupado, andariego, viaja sin norte y vive de lo que las circunstancias le deparan. ¿Un ser despreocupado, ocioso? Yo diría que más bien es un ser libre. Y es ahí, en su libertad, que radica su belleza. Libre, hasta que... Libre hasta que en una estación de tren conoce a alguien de un pueblo que le tiende una mano, pues le ofrece trabajo a cambio de casa y comida. Su incursión en el rancho perdido en el campo, casi surrealmente iluminado por las noches (recorte sepia sobre la negrura que lo rodea), pareciera el feliz ingreso a una familia que no le pertenece, pero que lo acoge en su seno.

La estancia de Félix entre esa familia develará varias cosas: que la aparente calma lleva en sí un mar de fondo que ha estado dormido hasta su llegada, que Félix no vive su vida tan despreocupadamente, que su libertad no es tal, sino más bien una búsqueda, que su solidario anfitrión tiene visos de brutalidad, que la mujer que habita la casa y trabaja como sólo se hace en el campo, tiene sueños que no se atreve a desvelar...

La cámara se detiene sin prisas en unos planos hermosísimamente compuestos: los del exterior del rancho, los del camino al río, los de la curiosidad de la mujer, los de los ratos cada vez más largos pasados con Chango, el hijo de la pareja. No hay apuro, una lentitud pasmosa, como la que se vive en el campo, nos instala en ese ámbito. Cómo esa dimensión rural va cobrando consistencia gracias al ritmo de la acción, gracias a la duración de los planos, gracias a los largos, casi eternos, silencios. Cómo se va palpando otra vida debajo de esa quietud, una vida más atormentada, más reprimida, más brutal, sin caer en lo que antes decíamos de la barbarie. Sino más brutal porque se parece a los ciclos de la naturaleza, calma y tormenta, más bien, amenaza de tormenta... una amenaza que está pendiendo sobre la aparente calma durante largos, larguísimos minutos, para darnos cuenta de que el idílico campo, la tranquila vida rural, la hermosura del paisaje, no son sino clichés de una realidad cruda que se oculta en el carácter tímido, no dócil, ni sumiso, del hombre y de la mujer de campo.

La relación del Félix con Chango es, en realidad, el corazón de esta historia. Es el develador de las falencias de Félix, de su infancia, de su felicidad allá lejos... Y el detonante de la elección: la ciudad. Vida urbana, ajena, extraña... Ritmo voraz, gente solidaria a su manera, carencias de otro tipo... Si en el campo la crisis, la amenaza, estaba latente, aquí palpita con fuerza, rompe barreras, se impone. Y sí, volvemos al cliché: la civilización. ¡Qué lejos queremos estar de ella!

Distintos temas se dejan traslucir a través de una historia aparentemente sencilla: la soledad, la rutina, la búsqueda, el viaje, la niñez, la mujer, el machismo, la violencia, la pobreza, la incomprensión, los anhelos, el valor de la vida, la muerte... Durante toda la película hay un atisbo de esperanza. Sin embargo, al dejar la sala te vas con el corazón aplastado, con la certeza de que no hay un lugar donde las cosas sean como se desea, que la niñez no te abandona así crezcas y que los sueños más simples no pueden cumplirse.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Me alegro que te haya inspirado aquella nota.
Con tu minuciosa y precisa descripción, me hiciste re vivir El cielito. Volví a sentir la belleza de sus encuadres, la placidez de sus silencios, la brutalidad miserable del asfalto y la dulzura propiamente entre Félix y Changuito.

¡Muy Buena!,Liliana.

Anónimo dijo...

Silencio.
Quietud.
Metáfora de que no pasa nada o de que pasa mucho.
El cielito habla de la tierra.
La soledad, de la gente.
El silencio, de conversaciones internas.
La calma, de la violencia.

Liliana dijo...

Gracias a ambas por sus comentarios.

Anónimo dijo...

Cuando termino "el cielito" en aquel ultimo suspiro de felix senti la tristeza de saber que esa historia es realidad,que no solo queda en el filme que es una basta realidad, tristeza por el futuro de tantos niños que encarnan a changuito, y tristeza por tantas personas que nunca pueden cumplir sus mas intimos deseos, y no por el hecho de encontrar la muerte, sino por el hecho de encontrar un mundo materializado y sin sentimientos, donde lo que prima es el dinero. han pasado varios dias desde que vi esta pelicula y aun siento el nudo en mi garganta, de pensar que todo lo que se plasma en ella es totalmente verdad.
gracias.
Andrea Cabeza colombia

Liliana dijo...

Pues sí, Andrea. Así es. A mí me sucedió lo mismo... quedé con la película en mi cabeza varios días, dándome vueltas y vueltas.
A pesar de que no se la reconoció como una buena película, yo la tengo entre una de mis preferidas.
Gracias por tu comentario.