La cámara sobre el asfalto, una mujer atraviesa la ruta y se detiene a la vera del camino. Dice estar vestida con la blusa de su madre, el cinturón de su padre y los zapatos que le ha regalado su tío. La falda negra flota al viento mostrando unas piernas bien plantadas, mientras en off escuchamos decir que cuando se entiende que las cosas no son como parecen (la cámara panea a unas, más adelante, significativas flores blancas con pintitas rojas) se es libre, y que cuando se es libre, se ha crecido.
La misma escena cerrará el film y al hacerlo, cobrará un nuevo sentido. Así que Stoker se desarrolla a través de un largo flashback que comienza cuando India cumple dieciocho años. Ese mismo día su padre muere en un accidente y conoce a su tío Charlie, quien vendrá a mover aún más las estructuras de una familia inestable. Park Chan-wook resuelve la narración limpiamente, con suma belleza y elegancia. Una torta de cumpleaños con sus velas encendidas es ahogada por una campana de vidrio, mientras en la banda sonora se oye repicar el teléfono. Acto seguido: el funeral y la presencia del extraño de sonrisa enigmática.
Es cierto que en el filme hay trazos del cine de Alfred Hitchcock, también que existe la obsesiva idea de la venganza típica de Park Chan-wook. Stoker nos regala un poco más de una hora y media en que la atención no se distrae, no sólo siguiendo los pormenores de la trama, que son finamente escamoteados apelando a la participación activa del espectador, sino por la belleza de su composición y por la permanencia de un estilo que camina al borde de una oscuridad atemorizante.
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