09 abril 2017

Ménilmontant, la mirada vanguardista de Dimitri Kirsanoff

Liliana Sáez

Una ventana, una cortina rasgada, primeros planos de un hombre, de una mujer y del asesino de ambos. Un hacha suspendida y gotas de sangre en la tierra. Todo esto en apenas segundos, narrado con un montaje dinámico, a la manera en que Serguei Eisenstein nos muestra los desmanes ocurridos en la escalinata de Odessa. Sin embargo, lo que se nos cuenta ocurre en una zona rural, en Francia. Mientras las escenas aterradoras suceden, dos hermanas juegan en la bucólica campiña, en una imagen pletórica de felicidad, propia del naturalismo poético que aún no había hecho eclosión en el país galo. El contraste entre ambas escenas colocan al espectador contra el respaldo de la butaca, dejándolo absorto, desarmado, para recibir el relato de la historia de las hermanas que, ante tal desgracia, deben mudarse a París para buscar un medio con el cual mantenerse.
Más allá de la historia dramática, prevalece un cuidadoso uso del lenguaje, a través de los, para la época, ingeniosos recursos narrativos que no sólo la fotografía aporta, sino también la música. La composición de las imágenes es acompañada por un tempo (en el término musical, aunque la película sea silente), logrado por la dinámica de la cámara y de las imágenes que suelen pasar prestamente ante nuestros ojos cuando se trata de representar la alegría, el paso del tiempo o, incluso, el cierre de una secuencia. En otros momentos, reina una calma angustiante, mientras nos muestra el río, el movimiento del agua, en planos que intentan seducir a la joven madre hacia el suicidio, con un ritmo adecuado a la introspección, al sentimiento de culpa, a la desesperación. Por momentos, la película rebosa de alegría; en otros, la miseria está presente en las migajas del pan, en el frío aliento de la joven madre; también hay instantes contemplativos, cuando los jóvenes enamorados se seducen; o de asombro, cuando la cámara toma al personaje en primer plano, luego lo acerca más, y más todavía…, ocupando su rostro y, sobre todo, su mirada, toda la pantalla. La película es silente, pero vemos la historia de estas hermanas a través de una sinfonía compuesta únicamente con imágenes.
El autor es el violonchelista ruso emigrado a Francia, Dimitri Kirsanoff, famoso por su sinfonía cinematográfica Brumes d’automne (1929). Aunque Kirsanoff era músico, el cine le atraía soberanamente. Compartía su vida y su pasión por el cinematógrafo con su musa, una francesa hija de padre ruso, Nadia Sibirskaïa, famosa por su rostro aniñado y su mirada expresiva. Ambos formaron parte de un grupo estudiante en L’Ecole du Cinéma, con quienes filmó sus primeras películas vanguardistas, en las que se destacaba el uso de cámara en mano y, como lo hemos dicho, un montaje rítmico que imprime una determinada cadencia a cada uno de los planos, según el relato y los sentimientos que se ponen en juego.

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08 abril 2017

Hintertreppe, cine de cámara alemán

Liliana Sáez

1920 es el año de estreno de El gabinete del Dr. Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, Robert Wiene), considerada punto de inicio del Expresionismo alemán. Una escuela con matices, nacida bajo las sombras de la primera posguerra mundial, cuando Alemania vivía el trauma de la derrota, al ser condenada a perder su relevancia económica y política tras la firma del Tratado de Versalles. La República de Weimar (1918-1933) es una etapa intermedia entre la monarquía derrotada, que sumió al país en la depresión, y un espíritu de revancha nacionalista que más tarde se conoció como nazismo.
En esa etapa intermedia, el cine alemán cumple un rol fundamental, desde el punto de vista formal e ideológico. Intenta, por un lado, rescatar su pasado histórico y nacionalista, y por el otro, representa el estado ambiguo de las cosas y de las personas, que tan bien se da en la película de Wiene. Es la época del Expresionismo en la pintura, en la música y en el cine. Hay que decirlo, también en el teatro. El Kammerspiel (Teatro de cámara) es una experiencia desarrollada por Max Reinhardt, y llevada al cine a través de los guiones de Carl Mayer.
Hintertreppe (1921) se inscribe en el Kammerspielfilm, o sea, “cine de cámara”, centrado en dramas domésticos, desarrollados en espacios modestos y reducidos. Con guion de Mayer, fue dirigida por  Leopold  Jessner y Paul Leni. Narra la historia de una mucama enamorada de un joven que acude a visitarla cada noche luego de sus quehaceres y el desencanto que sobreviene cuando ya no tiene noticias de él.
Seguimos a la mujer desde que despierta con el primer rayo de luz, realiza su tarea cotidiana, desplazándose por los pasillos de la casa, donde recoge los zapatos de sus patrones y la ropa sucia, recibe la correspondencia que le trae el cartero, prepara la comida y lava la vajilla con una alegría que justificaremos al finalizar la jornada, cuando arregla sus ropas, se peina y feliz va hacia el encuentro de su amor. Una noche, el enamorado no acude a la cita.


11 marzo 2017

Lion, de Garth Davies

Liliana Sáez

Un camino a casa (Lion) es una historia de vida, basada en un hecho real, lo cual posee una carga dramática indudable. El reto, entonces, es mantener el vértigo de una vida inquietante, donde el azar, ayudado por las acciones humanas, va diseñando el destino del protagonista. De pronto, la cartelera solo ofrece historias de seres marginados, parece haber encontrado en este tema una cantera inagotable que, en todo caso, se hace redundante para los ojos del espectador. Si no, qué otra cosa son Moonlight (Barry Jenkins), Un gato callejero llamado Bob (A Street Cat Named BobRoger Spottiswoode) o, incluso, la última película de Martin Scorsese, Silence… La pobreza, la sexualidad, la drogadicción y la religión, si bien son detonantes de diferente gama, confluyen en un mismo y reiterativo tema, el excluido de la sociedad, el paria, el perseguido, el otro en el que no queremos reconocernos.
Lion está inspirada en la autobiografía de Saroo Brierley, un joven indio que estuvo perdido durante veinticinco años. A los cinco años, Saroo suele ir con su hermano Guddu a buscar monedas en los vagones del ferrocarril. Cierta noche se queda dormido en el vagón de un tren de carga que viaja durante catorce horas, alejándolo del hogar. Una Calcuta oscura, mugrienta y superpoblada lo recibe en un laberinto de miserias y peligros, hasta que finalmente es adoptado por una pareja australiana, donde crece, estudia y se prepara para el futuro, un futuro que no logra soslayar hasta que no encuentre su origen.
Así dispuesta, la historia puede estructurarse en tres partes. La primera, narrada en dos largas secuencias, donde se nos cuenta, por un lado, la composición familiar: su admiración hacia su hermano mayor  y la necesidad de ayudar con su esfuerzo a una madre que realiza un duro trabajo para mantener a su precaria familia; y por el otro, la vida en Calcuta, donde debe comunicarse sin comprender el idioma, sobrevivir entre pederastas, ladrones y abusadores de  autoridad. La segunda parte, muy escindida de la primera, transcurre en Tasmania, donde vive junto a los padres adoptivos y crece como un joven de clase media, pero torturado por no encontrar su pueblo de origen. Finalmente, en la tercera se narra el desenlace, que no develaremos.

07 enero 2017

Kinephilos cumple once años

Liliana Sáez


Once años cumple mi primer blog. Once años en que se refugian mis filias y fobias cinematográficas. Aquello que veo, aquello que me gusta... también, lo que me disgusta (en los últimos años, de la mano de El Espectador Imaginario, la revista de Aula Crítica, la escuela de crítica cinematográfica).

Este año no hay amigos a quienes despedir... Es un buen año.


31 diciembre 2016

¡¡¡Feliz 2017!!!


Para mis amigos repartidos por el planeta y los que comparten este territorio en el fin del mundo, vaya esta brújula de Vegvisir. Los celtas la utilizaban para guiarse en jornadas de mal tiempo y poca visibilidad... como los tiempos que corren.

10 diciembre 2016

Mar del Plata 2016

Liliana Sáez


Mar del Plata vive la pretemporada de verano en noviembre, cuando la ciudad recibe a cineastas, público nacional e internacional, películas y eventos que forman parte, cada año, del único festival categoría A de América Latina. Por diez días, del 18 al 27 de noviembre, las pantallas de siete complejos formados por salas de cine, centros culturales ¡y la playa!, ofrecieron más de cuatrocientas películas y cerca de noventa actividades relacionadas con el cine en el 31º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
El Festival fue creado durante el gobierno del presidente Juan Domingo Perón en 1954. Desde entonces, ha sufrido todo tipo de embates, sobre todo, durante las épocas de la dictadura,  en que directamente su actividad fue nula. Por eso celebramos cada edición, que desde el advenimiento de la democracia, ha permitido mantener un perfil en franco crecimiento y calidad, un ámbito de encuentro entre profesionales del mundo audiovisual, la circulación tanto de obras históricas como de estrenos y la creación de nuevos públicos.
La apertura del Festival ofreció la proyección de Neruda, el retrato del poeta chileno durante una etapa de su vida, cuando proscrito el comunismo, es destituido como senador. Al esconderse para salvar la vida, debe enfrentarse a las vicisitudes de su militancia política y la práctica de la escritura (es entonces cuando crea Canto General), confluyendo la acción en un policial, donde el protagonista es perseguido por el oficial Peluchonneau.
La Competencia Oficial (Internacional, Latinoamericana, Argentina y Work in Progress) ofreció un total de 36 largometrajes, 20 cortos y 17 obras en proyecto. Panorama es la sección que ofrece lo mejor que se ha visto internacionalmente durante el último año, donde encontramos películas de directores consagrados, así como nuevos talentos.
La Competencia Internacional tuvo como jurados a la realizadora Lorena Muñoz (Gilda: no me arrepiento de este amor) y los críticos Sylvie Pierre (fue parte de Cahiers du Cinéma y engranaje fundamental de la revista Trafic, creada por Serge Daney), Jean-Pierre Rehm (docente y crítico en Cahiers du Cinéma y en Trafic) y Jonathan Rosenbaum (por años crítico de cine en Chicago Reader y autor de varios libros, entre ellos, el paradigmático Movie Mutations, coescrito con Adrian Martin).

12 noviembre 2016

Zaneta (Cesta ven), de Petr Václav

Liliana Sáez

Zaneta

Praga es como un guante de gamuza, me dijo un amigo, luego de visitar la ciudad que ostenta aún el brillo que le dio el Imperio Austrohúngaro. Los palacios y los puentes sobre el río Moldava siguen maravillando a los turistas, que no se cansan de plasmar con sus cámaras el paisaje arquitectónico e histórico que la ciudad ofrece. Esta es la imagen que prevalece al mencionar la capital de la República Checa. Sin embargo, hay otra realidad más allá de los esplendores que aún brillan para el visitante. Incluso, hay una realidad más allá de los barrios habitados por la mayoría de la población checa, que trabaja día a día para sustentar su modo de vida. En los suburbios, donde alguna vez la industria fue el motor del país, las fábricas de paredes descascaradas, salones abandonados y puertas rotas, sobrevive el 0,3 % de la población romaní, gitanos que por su nomadismo y cultura suelen ser perseguidos y discriminados.
Es parte de la historia, también, la persecución de los gitanos durante la Segunda Guerra Mundial, donde eran recluidos en campos de concentración y exterminados masivamente. Bajo el comunismo, intentaron integrarlos a la sociedad, ofreciéndoles trabajo y educación, pero desconociendo su cultura de trabajo más artesanal y de tribu nómade, por lo que de alguna manera, también sufrieron una discriminación por sometimiento a reglas que para ellos no eran justas.
Con el neoliberalismo, las fábricas donde trabajaban dejaron de funcionar y pasaron a integrar el paisaje marginal de la ciudad. Entre barriales, aguas servidas, construcciones decadentes, esta etnia malvive tratando de integrarse a una sociedad que la rechaza sistemáticamente.
Zaneta trata ese tema, a través de la historia de una pareja, padres de una niña y tutores de una adolescente, que no sólo luchan para mantenerse unidos, sino también para sobrevivir en un ambiente hostil que les reclama periódicamente asistir a las oficinas sociales, donde deben dar cuenta de su actividad, del origen de sus escasas pertenencias, de su estado de salud, con normas rígidas, que en su condición cultural les cuesta seguir. Como son discriminados de todos los sitios (de las fábricas por no tener una formación educativa, de los ambientes festivos por no ser blancos, de las viviendas por no poder pagar…), de alguna manera son empujados a buscar medios alternativos y no muy legales para sobrevivir.

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08 octubre 2016

El ciudadano ilustre, de Mariano Cohn y Gastón Duprat

Liliana Sáez

El ciudadano ilustre

Antes de finalizar el milenio, Mariano Cohn y Gastón Duprat se asociaron para crear Televisión Abierta, “el primer reality de la tevé, antes de que exista Big Brother o YouTube. Un delivery de cámaras a domicilio para hacer o decir lo que uno quiera, gratis y con total libertad”, según lo definen en su sitio web. El formato fue replicado en España, Estados Unidos, Italia y Japón. Se trataba de un programa de 30 minutos que ponía la cámara a disposición de la gente para que se expresara con libertad y era emitido por un canal de aire (América) a la medianoche.
Luego incursionaron en el cable, específicamente en MuchMusic, con Cupido, un programa diario y en vivo, donde dos participantes que buscaban pareja conversaban durante media hora sin verse, para luego, si había afinidad, encontrarse frente a frente. Cupido rozaba lo bizarro, sin dejar de ser provocativo y divertido.
Un lustro después de que los argentinos, cansados de ver pasar por el sillón presidencial a cinco presidentes en una semana, reclamaran “¡Que se vayan todos (los políticos)!”, este dúo realizó Yo Presidente. Un documental basado en entrevistas a siete mandatarios en su ámbito cotidiano. Los realizadores no dudaron en dejar la cámara encendida más allá de lo pactado y en la edición desecharon lo políticamente correcto para mostrar, a modo de comentario, donde una imagen lo dice todo, la clase política que los argentinos supieron conseguir.
En 2009, realizaron El artista, una ficción irreverente sobre el arte y su mercado. Un enfermero de un geriátrico muestra como suyas las obras de uno de los pacientes. El talento del anciano le atrae fama y mercaderes (curadores, artistas, críticos y demás intelectuales) que, en sus líneas de diálogo develarán la vacuidad de sus discursos.
El ADN televisivo de la la sociedad creativa que formaron les permite realizar un cine que atrapa grandes audiencias sin ser “comerciales”. Porque la irreverencia y la crítica directa a la sociedad argentina están presentes en todo su cine. Gran salto significó El hombre de al lado, la historia de un intelectual que vive en la burbuja que supone una obra de arte como es la Casa Curutchet en La Plata y un vecino que decide abrir una ventana para obtener un poco más de luz, sin tener en cuenta que está afectando una destacada obra arquitectónica. Las diferencias sociales, las distintas necesidades de uno y del otro, la convivencia vecinal, el discurso intelectual y el vouyerismo, entre otros temas, van condimentando una historia que va volviéndose oscura.
El ciudadano ilustre, el último largometraje de Cohn-Duprat, bebe de todas estas fuentes. Un escritor autoexiliado (Oscar Martínez), premiado con un Nobel de Literatura, aburrido de la fama desecha todo tipo de invitaciones para aceptar solo una, la de su pueblo natal, en la Argentina profunda. Salas, un pueblo del interior, que nada tiene que envidiarle al Pueblo Blanco al que le canta Joan Manuel Serrat, lo recibe para declararlo ciudadano ilustre. Después de vivir en una sociedad altamente desarrollada, llega a un pequeño aeropuerto y se desplaza en un taxi que no llega a destino. Las carencias no son solo materiales. Sin embargo, todo el pueblo se reúne para recibir al conciudadano famoso. Trasladado en el camión de los bomberos y mostrado como trofeo junto a la Reina de Belleza local, el escritor se ve sumido en un mundo que primero le provoca una falsa timidez para luego condescender hacia la mirada piadosa de unas gentes que va descubriendo limitadas.

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10 septiembre 2016

Florence Foster Jenkins, de Stephen Frears

Liliana Sáez

A finales de los 80, el nombre de Stephen Frears estaba entre los de mis directores predilectos. No había una de sus películas que me perdiera y le seguía los pasos con gran avidez. Había visto The Hit (La venganza, 1984) en un videoclub de vanguardia. Esa historia gangsteril, con John Hurt, Terence Stamp y Tim Roth en un paisaje desértico, me abrió las puertas para disfrutar uno de sus puntos altos, como fue My Beautiful Laundrette (Mi hermosa lavandería, 1985), con Daniel Day-Lewis en el papel de un hooligan que ve trastocados sus valores cuando se reencuentra con un compañero paquistaní. Luego seguí sus historias de personajes marginados, por su pobreza o por su sexualidad, como los de Sammy y Rosie, en Sammy and Rosie Get Laid (Sammy y Rosie se la montan/Sammy y Rosie van a la cama, 1987), o los de Kenneth Hallywell y el dramaturgo Joe Orton, en Prick Up your Ears (Ábrete de orejas, 1987). Dangerous Liaisons (Amistades peligrosas, 1988), una adaptación de la obra de Chordelos de Laclos, con sus amoríos perversos y sus conductas cínicas, fue otro éxito internacional, y ya parecía que nada lo detendría. Pero no fue así, luego Frears se encontró en un espacio cómodo, realizando obras menores que no estaban a la altura del director de oficio que es, y se fue perdiendo en los pasillos de la brillantez autoral.
Como volviendo a un antiguo amor, asistí a ver Florence. Encontré una obra correcta, con una historia amable sobre un personaje muy particular y con una técnica cuidada que, en al  menos dos momentos, ofrece el brillo que esperaba.
El teatro es una constante en la obra de Stephen Frears, y aquí no es una excepción. El guion de Nicholas Martin permite destacar la capacidad actoral de tres intérpretes principales: Meryl Streep personifica a Florence Foster Jenkins, una mujer que ha crecido en una familia adinerada y ha enviudado de un sifilítico que, además del mal, le ha dejado una herencia que le permite darse sus gustos musicales; St Clair Bayfield (Hugh Grant), el joven esposo, actor de teatro mediocre, la acompaña para celebrar su sueño dorado; y Cosme McMoon (Simon Helberg), un talentoso pianista que, ante la envergadura del contrato, deja de lado sus ambiciones artísticas para convertirse en un nuevo cómplice que celebre las notas destempladas de la diva. Acompaña un reparto que avala la patética cruzada del trío, pero es en éste donde descansa la solidez del guion. De esa corte de personajes comprados para fungir de público ávido del talento de Florence, vuelve a surgir el nombre de Stephen Frears. Si bien no es el tema central de la cinta, las distorsiones de un relato apacible no solo las da la desafinada protagonista, sino también aquellos personajes más primitivos y, por ello, más humanizados y solidarios ante la derrota, la vergüenza o el dolor de un semejante.

09 julio 2016

Morirse de la risa. Los inicios del cine cómico

Liliana Sáez

Hacia finales del siglo diecinueve, en Francia, los hermanos Lumière no confiaban en la popularidad de su invento, el cinematógrafo. Lo consideraban una curiosidad científica y como tal la explotaron. Pronto fue inevitable la búsqueda de novedades al registro repetitivo de escenas cotidianas. Sin quererlo, con sus pequeños cortos iban inaugurando algunos esbozos de lo que sería el lenguaje cinematográfico. La llegada del tren a la estación de la Ciotat (1895) presenta la profundidad de campo (el objeto de la mirada –el tren- se muestra primero en plano general y luego en primer plano) y el plano secuencia (la composición del cuadro se ve alterado por el movimiento del tren y de los pasajeros en el andén, a pesar de ser una cámara fija la que los registra). O el primer travelling conocido, realizado por uno de los operadores de los Lumière, Eugène Promio, al filmar Venecia desde una góndola (1896). Pero con El regador regado (1895), el primer gag (efecto cómico) del cine, los hermanos franceses no tenían idea de que habían inventado el cine de ficción y que le estaban dando cauce a un género, el cómico. Aquella primera broma filmada arrancó risas entre los espectadores y fue tan exitosa que abrió una vertiente narrativa y económica que no sospechaban.
En esos primeros años, los cortos de uno o dos minutos de duración predominaban en los programas que se le ofrecían al espectador, frecuente visitante de ferias y circos. Eran historias inspiradas en la imaginería popular, en los ambientes circenses, en los espectáculos de vodevil o en postales graciosas. Se limitaban a un par de gags visuales, muy parecidos a los de las tiras cómicas que se publicaban en la prensa. La diversión que provocaban en los espectadores surgía de una relación inesperada entre los personajes y los incidentes que vivían. Los actores provenían del music hall y solían reproducir, frente a la cámara, las situaciones que representaban en el teatro.
Es el inicio del burlesco, caracterizado por el absurdo, las situaciones violentas, donde lo físico tiene más importancia que lo moral o lo psicológico. Género basado en el gag, breve improvisación cómica que sorprende al espectador, porque rompe con la linealidad de la trama, sorprendiéndolo por lo inesperado. En la estructura de las series cinematográficas de los primeros años, el esquema dramático es un simple pretexto, lo fundamental es la serie de gags que no obedecen a la coherencia del relato literario, sino que funcionan como versos de un poema.