Caminar Barcelona implica revisitar muchos de los rincones que los catalanes dejan para los turistas, como La Pedrera, ese edificio magistralmente diseñado por el genio y padre de la ciudad, el famoso Gaudí.
Siempre que voy recorro la exposición que ofrecen en el primer piso. Es un pretexto para meterme en las fauces de esa roca adornada con hierro, que en su interior ofrece un patio con paredes pintadas y puertas de madera tallada, con detalles de diseño avanzado.
Recorrí los pasillos para ver la obra de Fortuny, el mago de Venecia, tal como han denominado la exposición. Una serie de cuadros, de trajes, de fotos, algunas lámparas y, al final del recorrido, la invitación a ver el audiovisual.
Allí comprobé una vez más que el cine puede resumir en 20 minutos una vida rica y creativa como la de Mariano Fortuny Madrazo. Tanto, que luego de enterarme lo que significaba cada pieza que había visto sin mayor atención, volví a recorrer la exposición, esta vez extasiada por lo que descubría de este granadino establecido en Venecia.
Quizá peque de ignorante, pero sólo recordaba de ese autor un par de cuadros: La batalla de Tetuán (que en realidad es de su padre, el pintor catalán Mariano Fortuny Marsal), que mi madre una vez me llevó a ver, luego de atravesar Barcelona, a la Estación de Francia. Magnífica obra pictórica. Y La odalisca (ésta sí, de Mariano Fortuny hijo), menor, pero hermosa también.
Lo que no sabía es que este señor era un curioso inquieto y experimentador. Que al enviudar su madre, la familia se trasladó a París, donde el chico se inició en la pintura; más tarde se trasladó donde la familia tenía los talleres textiles que la mantenía, Venecia. Y allí se estableció en la parte alta del palacio Pessaro degli Orfei, que luego fue ocupando totalmente y hoy se ha convertido en un museo en su honor.
Este hombre había adquirido una cámara fotográfica que capturaba imágenes panorámicas, así que las primeras fotos de ese estilo, fueron las suyas. Retrató Venecia en todo su esplendor, Egipto y ciudades cada vez más exóticas, que solía visitar para internarse en sus callejuelas en busca de los maestros tintoreros. La finalidad era obtener los secretos de sus tintes y tejidos.
Con la mirada llena de imágenes, se puso a diseñar estampados que combinaban dibujos árabes, griegos, egipcios o indoamericanos. Él mismo diseñaba las planchas y el sistema de estampado, así como la textura de sus telas. Y por supuesto, los tintes que utilizaría.
No sólo se le daba por la fotografía, los viajes y la artesanía textil...
Como buen hombre mundano, no dejaba de asistir a los estrenos operísticos y cuando descubrió a Wagner, entendió que no podían representarse sus obras con las limitaciones de los teatros de ese entonces. Así que crea el Sistema Fortuny, que consistía en una cúpula para el escenario y un sistema de iluminación que luego se instaló en los principales teatros de Alemania e Italia.
Diseñaba también las maquinarias del estampado, los telares con los que obtendría tejidos exquisitos, lámparas para teatro y para interiores. Patenta todo lo que inventa y, finalmente, acude a la industria para fabricar telas para la decoración de interiores. Abre sucursales de su firma en Londres, París y Nueva York.
Como todo creador tiene su musa, la de Fortuny fue Henriette Nigrin, con quien emprendió el diseño textil, inspirándose en tejidos y diseños de distintas regiones lejanas, que combina con buen gusto. Su incursión en el mundo de la moda ha quedado en la historia gracias a uno de sus modelos: el Delfos, que revolucionó la moda, pues hasta entonces, el miriñaque era obligatorio en la vestimenta de las mujeres. Con el Delfos, el cuerpo de la mujer se libera de cordones, alambres y cantidades de tela que impedían el movimiento y camuflaban la figura. Se trataba de una túnica de seda plisada que se adaptaba al cuerpo y con la particularidad de que no había dos del mismo color. Fortuny creaba combinaciones de hasta quince colores para obtener una pieza única en cada uno de ellos. También era novedoso (y tan secreto que aún no se conoce mucho más de su técnica) el sistema de plisado permanente. Él controlaba todo, al punto de que cualquier reclamo por algún defecto de la prenda, debían acudir a él para solucionarlo.
Cuentan que a su muerte, Henriette tomó todos los tintes y los arrojó a los canales de Venecia, para que nadie conociera el secreto de su hermosura.
¿Qué fue lo que me maravilló? El modelo de artista integral. El hombre ansioso por conocer, insaciable en su afán de probar y avanzar un paso más allá. Esas personas que tienen un abanico de propuestas, que en su búsqueda no sólo encuentran, sino que brindan...
Agradezco ese documental, que me permitió vislumbrar el alma creativa y pertinaz de Fortuny. Sin él, me hubiera perdido la esencia de su creación.
La primera foto es mía. Las otras dos han sido obtenidas de la página del Museo Fortuny.
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