05 mayo 2018

Song of Granite (Pat Collins, Irlanda / Canadá, 2017)

Liliana Sáez



La vida de Joe Heaney ha sido motivo inspirador para Pat Collins, que ha logrado una narración sensible, algo extraviada, para contarnos su trayectoria. Rodada en blanco y negro, la historia transcurre desde la infancia en la aldea natal, donde aprende de su padre a entonar Sean nós, canciones populares irlandesas, cantadas a capella y que narran historias del pueblo. Generalmente, son los hombres los que las entonan y la gracia consiste en narrar brevemente la historia que van a cantar, pero sin repetir las frases utilizadas en la canción.
Son canciones de trabajo y de reunión en comunidad. En la zona rocosa donde nació Heaney, el trabajo es duro durante la larga jornada, donde los hombres construyen muros de granito y pescan en el río para llevar alimento al hogar. El niño lleva una existencia solitaria, donde recorre los valles y las playas, buscando guijarros que la cámara se ocupa en destacar, en planos que sugieren texturas rústicas de la localidad. Las casas son de piedra, con puertas y ventanas abiertas a la inmensidad del paisaje. La etapa de la infancia es la más extensa de la película y nos sirve para comprender las costumbres que formaron parte de la educación del cantante. En las reuniones por las noches, junto al fogón, los hombres compiten cantando historias sencillas, pero a cuál más original.
El personaje de Heaney es interpretado, en la película de Collins, por tres actores diferentes. Tan diferentes que cuesta relacionarlos cuando aparecen en la pantalla. Imágenes del propio Heaney en Glasgow y Londres son intercaladas con imágenes de archivo donde vemos a mineros trabajando o a gente deambulando por la ciudad, mientras nos vamos enterando, sin relevancia, que el cantante ha abandonado a su esposa e hijos y que está triunfando en festivales musicales con su arte.
La narración, aparentemente irregular, da cuenta de la vida inestable del artista. Nos quedamos con un par de escenas que valen por sí solas, y que nos permiten olvidarnos de la obvia metáfora del hombre tocando una columna de mármol o de piedra, en más de una oportunidad, para demostrar que extraña a su tierra. La primera es de la niñez, donde en plano general vemos la casa natal. El muro se extiende a lo largo del plano, pero un par de puertas descubiertas permiten ven al fondo, en profundidad de campo, desde donde el niño se acerca, y se coloca junto a las mujeres, observando al padre, que entona una canción, mientras es grabado con un dispositivo primitivo. La segunda, en una escena dentro de un pub, donde se congregan los jóvenes, entre ellos Heaney, y una hermosa joven entona con gran emotividad “The Gallway Shawl”.
La última parte del filme transcurre en Estados Unidos, donde recuerda momentos no tan buenos y otros exitosos (debido a la amplitud de su repertorio, ya que recuerda unas 500 canciones de su tierra) y en la que devela algunos de sus muchos enigmas.
Formalmente, se trata de un texto con grandes fisuras de sintaxis, pero que funciona si uno conoce la trayectoria del cantante, porque es revelador y transmisor de la inestable existencia de Heaney. La fotografía en blanco y negro, sobre todo de las escenas de la infancia, son magníficas. Muestran un universo rural en su magnitud y la conexión del niño con la naturaleza, como su única y juguetona aliada. La música es capítulo aparte. Bellísimas canciones se despliegan a lo largo del metraje. Se disfrutan cuando conocemos las letras, porque no se trata de melodías, sino de canciones con una historia que las hace diferenciarse a unas de otras. Allí, en sus estrofas está la esencia de esa vida pétrea, rural y emotiva.

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