29 junio 2008

the happening. apuntes.

marc jardí


contie spoilers.

el miedo se propaga de manera rápida, directa y masiva. así, como cualquier cosa sin importancia. la tecnología, preciosa ella, no tiene la culpa de nuestra incompetencia.

miles de hipótesis, que sin previa reflexión son igual de ciertas o falsas, nos encierran y liberan continuamente dentro de un guión. si te animas es casi como un juego que te mantiene atento. como el marienbad o un rosebud. salvando las grandes diferencias.

la presión de la sociedad, que al no saber qué hacer, se refugia en personas que deben satisfacerles sus necesidades en cuestión de segundos. pero ese otro tampoco sabe qué hacer, la teoría de un biólogo es igual de válida que la de un carpintero o un fontanero. vivimos en un mundo donde nos utilizan como crash test dummies.

la violenta y cruenta puesta en escena de shymalan no lo es más que cualquier telediario, noticiero o video de Internet de hoy día. no sé porque sois tan hipócritas de hacer que os asombra.

un hombre mata con su escopeta a dos niños que golpean fuertemente la puerta del primero, y asusta el pensar que cualquiera, sea capaz de lo mismo en su situación, y si no lo fuera, a lo mejor lo haría, porque lo has visto en miles y miles de imágenes.

todo está en el aire, en las nubes. quién sabe, y qué más da.

19 junio 2008

El Favio de Aniceto

Mientras pongo en orden la cantidad de sensaciones que me dejó Aniceto, publico un extenso trabajo sobre mi cineasta argentino preferido. Alguien que nunca me defrauda, alguien que me ha sorprendido como nunca con su último trabajo. Me refiero a Leonardo Favio.
Este estudio fue realizado hace unos cuantos años (soy su fan número uno desde hace muchos, muchos años) y publicado en la revista Encuadre Nro.51-52 (Conac, Caracas, octubre-diciembre, 1994).
Entretanto, Favio realizó Perón, sinfonía de un sentimiento, obra extensa sobre quien le cambió la historia a la Argentina. Algún día haré mi reflexión sobre ella.
Aquí va el porqué de mi admiración.
LS





EL CINE DE LEONARDO FAVIOLiliana Sáez

Entre el cine comercial -que intentaba recuperar el mercado latinoamericano perdido- y el cine regional -encabezado por Fernando Birri y que formaba en la Escuela de Santa Fe a los mejores documentalistas del país-, destaca, en Argentina, a principios de los sesenta, el cine realizado por una clase media que gusta mirarse y mostrarse, apoyándose en argumentos de escritores contemporáneos de la talla de Beatriz Guido, David Viñas, Marco Denevi y Silvina Bullrich. Su mejor representación es la sólida obra de Leopoldo Torre Nilsson. El secuestrador (1958), La caída (1959), Fin de fiesta (1960), Un guapo del 900 (1960) y La mano en la trampa (1962) son la base de un discurso cinematográfico maduro que sustenta esta afirmación.

Será la influencia de Torre Nilsson la que incidirá en el debut de uno de sus actores favoritos, Leonardo Favio, en el terreno de la dirección cinematográfica. La trayectoria de Favio como actor se había desarrollado entre papeles secundarios, pero sus interpretaciones se destacaban por cierto encasillamiento en un personaje conflictuado y rebelde, con visos negativos, aunque rescatable por la humanidad que, en algún momento de la historia, afloraba para imprimirle verosimilitud. El conocido actor que compartía elencos con María Vaner, Elsa Daniel, Walter Vidarte, Graciela Borges y Lautaro Murúa, entre otros, sorprendió en 1964 con una obra personal, gracias a la cual lograría el reconocimiento internacional y un sitio en la historia del cine argentino.

Crónica de un niño solo fue filmada durante el tranquilo gobierno de Arturo Illia -el último que viviría el país hasta 1983. Sorprendió a la crítica que veía en Favio tan sólo a un actor prometedor. El guión, compartido con su hermano, Zuhair Jury, abandona los límites temáticos que deleitaban a aquella clase media narcisista. Quizás porque los orígenes de Favio así lo reclamaban, quizás porque sus vivencias tenían más solidez que el vacío aburrimiento de ese ghetto, lo cierto es que Favio prefirió apoyar su mirada en la infancia anónima de un reformatorio.

La vida de Polín transcurre entre las cuatro paredes del retén, donde la disciplina domina y los ratos de ocio son interminables horas de aburrimiento. Para remarcarlo, Favio juega con los encuadres y el espacio, de tal manera, que predomina, tras el lente, la simetría de unos espacios cerrados que no permiten vislumbrar una línea de fuga. El tiempo fílmico comparte su duración con el tiempo diegético en un prolongado silencio. A veces, se oye un silbato, ubicado en la banda sonora como para recordar que el sonido existe. Los escasos diálogos no ilustran mucho acerca de los personajes, sólo rivalidades entre los pupilos del lugar.

La cárcel, donde es encerrado Polín, por intentar huir del reformatorio, es un caserío abandonado no sólo de presencia humana, sino de calidez, de vida. Una celda miserable es testigo de la astucia del muchacho. El tiempo fílmico y el diegético coinciden hasta el extremo de convertir esta escena en una de las más exasperantes del film. Con la huida de Polín, Favio le permite al espectador buscar un horizonte en el encuadre.

En la villa miseria, la misteriosa muerte de un vecino es pretexto para dejar entrever la precaria seguridad con que cuenta el entorno familiar del niño. La paz y el silencio del paisaje abierto y plano del río -definitivamente opuestos a la paz y el silencio del reformatorio- son rotos por el llanto de un niño, víctima de una violación. La brutalidad de la acción es ahorrada por Favio a través del montaje de planos generales, en los que coloca a los adolescentes victimarios y a la presa, en contrapunto con planos de Polín en un proceso de profunda relajación, seguidos de primeros planos de los rostros de los niños, intercalados con la imagen de un sauce cuyas hojas se mecen tranquilamente en un silencio sepulcral, sugiriendo la violencia implícita del acto escamoteado. La violencia contenida y reprimida provoca un incómodo malestar en el espectador, que se debate -ante el acto de cobardía de Polín- entre la justificación y la condena.

El carro con el caballo blanco que posee Fabián es el único elemento que sugiere una esperanza para Polín. No en vano Favio ha escogido encuadres realmente poéticos para mostrarlo. En la calle empedrada y mojada por la lluvia reciente, bajo la luz de un farol, está la libertad. Un caballo blanco, un animal que puede llevar a Polín más allá de las fronteras conocidas, se constituye en su única posibilidad de futuro. Paradójicamente, será también su condena.

En Crónica... Favio mira con ternura, pero no por ello sin crudeza, las vicisitudes de una infancia predestinada al fracaso. Los límites cerrados en los que se mueve Polín y sus compañeros en el reformatorio -agudizados por la simetría de una arquitectura rígida, muchas veces subrayada por la iluminación- son tan condenatorios como el campo abierto a la orilla del río. La rigidez disciplinaria de los carceleros hace contrapunto con las horas de ocio de los muchachos aburridos. La disciplina y el silencio se convierten en personajes fundamentales de este film. En el campo abierto del río, la plenitud no logra ser tal. La crueldad de los adolescentes no mide autoestimas ni vulnerabilidades. Sin embargo, la mirada cálida con que Favio nos describe a Polín no oculta crudeza al narrar el episodio del río.

Cuando Favio emprendió su segunda película, en 1966, la democracia ya era sólo un recuerdo. El general Juan Carlos Onganía había tomado el poder por la fuerza y durante su gobierno se gestaban los grupos guerrilleros que serían protagonistas en la historia argentina de los próximos años. Sin embargo, Favio prefería narrarnos el cuento de un amor provinciano, cuyo título, Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más... es una síntesis del guión. En un rincón de Mendoza, Aniceto conoce y se enamora de Francisca. Su relación cambia la geometría de su piecita -en la que hasta entonces pasaba largas horas mateando y compartiendo silencios con su gallo de riña, el Blanquito-. Francisca logra instalar cierto equilibrio y orden en el cuartucho, pero al interponerse Lucía, se irá para siempre con lágrimas en los ojos.

Los ambientes escogidos por Favio son tan provincianos como la historia propuesta: el barrio, el cuarto de Aniceto, el reñidero, el teatro, el club... La utilización del tiempo y del espacio que ya había hecho en Crónica de un niño solo es pulida hasta el extremo de convertir a su película en una pequeña obra de arte. Temas como el amor y los celos son centrales en Este es el romance..., sin embargo se sugieren otros siempre presentes en la filmografía de Favio: la miseria, el fracaso, el hambre, la indiferencia, la incomunicación...

La utilización de picados y de planos generales para mostrarnos la soledad del individuo; la única iluminación del encendido del cigarrillo en la calle desierta, durante la noche, mientras Aniceto camina en espera de Lucía, para transmitirnos su ansiedad; los planos de la riña de gallos, como metáfora directa de los sentimientos de las dos mujeres y el tilt up final, cuando vemos que ese pequeño universo mostrado es sólo un apéndice pegado a una gran ciudad, son algunos de los elementos con que Favio se expresa.

Al año siguiente, Favio rueda El dependiente, la historia de Fernández, un hombre que desde niño ha trabajado en ferretería de Don Vila y cree tener el derecho a heredarlo para poder cumplir con su sueño más caro: pertenecer al Rotary Club. La rutinaria vida de Fernández se ve entorpecida por la presencia de la señorita Plasini, una joven que vive con su madre y ambas cuidan las instalaciones de un templo evangelista. Ella ve en Fernández la única posibilidad de huir de su madre, una viuda sumamente posesiva, y del secreto que ambas guardan, un hermano oligofrénico. Los intereses de los novios son diferentes, pero la muerte de Don Vila puede permitir que se cumplan.

Nuevamente, Favio vuelve a jugar con la simetría que le imprimió al reformatorio donde Polín pasaba sus días. Las visitas de Fernández a la casa de las Plasini transcurren en la galería de la casa, sentados los novios frente a frente, separados por una mesa, una radio y una tercera silla, donde está ubicada la fotografía del padre muerto, quien posee un sorprendente parecido con Fernández. A la derecha, vemos una puerta desde donde se proyecta una luz, sutil indicación de la permanente presencia de la madre de la señorita Plasini. Vigilancia que se suspende todas las noches a las once, cuando la señora cruza el patio para dirigirse no sabemos adonde. Hasta que una noche, pasadas las once, aparece la causa de tanto misterio.

Los largos silencios que se instalan durante las comidas de Fernández con Don Vila, así como también en las visitas diarias que recibe la señorita Plasini; los diálogos bruscos y destemplados que intentan mantener madre e hija; la música de la radio interpuesta entre los novios; el aullido de un gato maltratado, son algunos de los elementos que utiliza Favio en la banda sonora para transmitirnos una serie de estados de ánimo, esperanzas y desolación. La cámara –que nos muestra el entusiasmo de Fernández ante el descubrimiento de la señorita Plasini en la puerta de la casa, a través de tres planos consecutivos, filmados desde un carro que pasa frente a ella; el regreso a su casa, cada noche, atravesando una calle solitaria, alumbrada por un único farol; la presencia de Fernández niño que le dice a Fernández adulto que está cansado- se convierte en cómplice de Fernández.

Con El dependiente, Favio cierra una trilogía que puede ser considerada una obra completa, coherente, significativa y madura, a pesar de la constante búsqueda que implica cada uno de estos trabajos. Se trata de un discurso medido, comprometido con una realidad social y, sobre todo, con una concepción pesimista de la vida. Los personajes que desarrolla en cada una de estas películas son seres alejados de la mano de algún dios, con más miserias que virtudes, pero con una humanidad tan tangible que adquieren una fuerte consistencia.

El uso de película en blanco y negro; la utilización de un espacio medido, simétrico y controlado; el transcurso de un tiempo cinematográfico no convencional; el desarrollo de la acción detenida, demorada, en función del desenlace predestinado hacia el fracaso; la sobriedad de los diálogos y de la actuación, además de la incorporación de un narrador en off que intenta poner una distancia entre el espectador y la historia, son algunas de las constantes de este primer grupo de películas que permiten ya sostener que estamos frente a un cineasta sensible, al que hay que respetar.

Es en 1967 cuando la vida personal de Leonardo Favio da un vuelco. Su separación de María Vaner y su incursión como cantante para responder a los reclamos que a través de la canción le hiciera su ex mujer, le permitieron encontrar una nueva profesión que le dio mucho más dinero que el cine. Además del aspecto económico, la música le permitió canalizar el fuerte romanticismo que destila toda su obra. El mundo de la canción le abrió las puertas a Favio a una vía que le permitía mayor libertad que la que le daba el cine. Además, a través de la música dejaba de ser el cineasta que sólo algunos iniciados reconocían en él, para convertirse en ídolo de multitudes y poder cantarle más libremente al amor, a la paz y a la vida, sus tres constantes como cantante.

Mientras en el país se iniciaba una guerra, luego del provocativo secuestro del ex presidente golpista Aramburu y de su ejecución por parte del grupo guerrillero Montoneros, Leopoldo Torre Nilsson probaba realizar un cine oficialista que evocaba las figuras ilustres de San Martín (El Santo de la Espada) o del héroe gauchesco Martín Fierro y Leonardo Favio se conformaba con actuar en películas que promovían sus canciones (Fuiste mía un verano, de Eduardo Calcagno).

Se sucedieron en el gobierno de facto los generales Juan Carlos Onganía y Roberto Levingston, mientras los grupos guerrilleros se consolidaban, tomando parte en lo que sería la más cruenta lucha armada contemporánea en la Argentina. El cine argentino entregaba una de las obras maestras latinoamericanas, La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Gettino, 1971).

En 1972 gobierna el general Lanusse. Es el año de Juan Moreira, la película que cambiará radicalmente la estética hasta entonces sostenida por Favio. El color se añadirá a sus películas. Hasta aquí, el director había preferido centrarse en el drama individual, en la soledad de los seres desposeídos, ya sea de recursos económicos como afectivos, y en la condena de esos miserables. Juan Moreira es un personaje recuperado de la leyenda popular. Un maldito que llena una página roja del gauchaje argentino. Del legajo criminal, Favio logra rescatar a este personaje para volverlo humano. Considerado por algunos un western gauchesco, Juan Moreira es algo más que eso. Se trata de volver a revisar la historia oficial.

Más allá del tratamiento cuidadoso o no de esta obra, que guarda fuertes diferencias formales con la trilogía anterior, Juan Moreira se constituye en el compromiso político de una época en la que el terror sutilmente horadaba a toda una sociedad. Frente a la complaciente El Santo de la Espada de Nilsson, quien para muchos ya había entrado en una etapa de senilidad, Juan Moreira se convertía en un fuerte alegato contra la autoridad y contra el oficialismo. La invitación a una revisión histórica planteada de manera tan sutil era provocadoramente atrayente para una capa social que estaba sumamente politizada y que ya había comenzado su proceso de adoctrinamiento. Favio se constituía así en un peronista que podía sugerir, a través de su obra, otra lectura.

Centrada a finales del siglo pasado, Juan Moreira permite una evocación de la historia escrita por mitristas y alsinistas, acercándose a la realidad del peón de campo y a la del indio en estado de profunda miseria. Lejos de la inofensiva figura de otro héroe de la literatura gauchesca, Martín Fierro, Moreira es el centro de un melodrama que cuenta una historia de traiciones con contenido político de gran peso. El color, el maquillaje tosco, la presencia de una muerte que intenta parodiar a la de El séptimo sello, de Bergman, y algunos momentos de excesivo melodramatismo, son algunos de los puntos flojos del film. Sin embargo, la contundencia del discurso ideológico deja pasar por alto algunos de esos sinsabores para centrarse en la médula de lo que Favio nos quiere transmitir.

1973 fue el año del regreso de Perón. Para millones de argentinos, el momento más esperado de sus vidas. Volvía el caudillo, volvía el que para muchos era el verdadero padre de la patria. Los peronistas verían cumplirse el sueño alimentado por una montaña de mensajes que había enviado "el Viejo" en lo que dio por llamarse la Resistencia Peronista. Cantidad de cassettes con discursos, órdenes y planteamientos verdaderamente revolucionarios habían alimentado a una generación que no había conocido sus gobiernos, pero que estaba sedienta de justicia. Cámpora, presidente por poco tiempo, llevó un gobierno de apertura ideológica, permitiendo la liberación de los presos políticos y abriendo las posibilidades que tanta gente había esperado para poder expresarse y mencionar el nombre de Perón en voz alta. Las universidades abrieron sus cátedras para la revisión histórica y muchas verdades salieron a la luz. Los mejores hombres y mujeres del Justicialismo se ubicaron en las casas de estudio y por una vez en muchísimo tiempo había tanto entusiasmo y tanta avidez por estudiar. Es el año en que Perón regresará para tomar el gobierno que con tanto celo le ha guardado Cámpora.

Ezeiza. La más amplia gama de sentimientos e ideologías comparte la autopista que lleva hacia el aeropuerto. En uno de los puentes que se elevan sobre ella está instalado el palco que recibirá a tan ilustre y querida personalidad. Hay gente de todas las corrientes que agrupa el peronismo. Paradójicamente se encuentran los muchachos de la Juventud Peronista (rama izquierdista del movimiento) como los del Comando de Organización (rama derechista). En la autopista hay ánimo de fiesta. Se oye por los parlantes la voz de Leonardo Favio que participa con igual entusiasmo. Un provocativo cartel de Montoneros y el brillo que asoma de los trajes de la derecha ortodoxa será la chispa que convertirá ese día en uno de los más tristes y lamentables de la historia argentina. Los disparos y el terror provocaron huidas desesperadas. Sólo una voz, temblando, trataba de devolver la calma a quienes intervenían en esta pesadilla.

Para quienes estuvimos presentes, el recuerdo de esa voz -la de Favio- permite alejar cuantas versiones intentaron desprestigiarlo, tratando de incorporarlo al bando más fascista del encuentro. Esta anécdota no es gratuita. Permite devolver justicia a quien ha logrado, con el paso de los años, ser nada más que un sobreviviente en una sociedad que se ha hecho tanto daño. Y la coherencia de su obra sirve de respaldo a esta afirmación. Porque Favio puede llegar a ser, por momentos, un cineasta ingenuo. Para algunos, hay un retroceso desde su trilogía inicial hasta Gatica. Lo cierto es que, a pesar de guardar su primera obra una diferencia casi extrema con la última, hay algo que Favio no se ha permitido olvidar. Se trata del compromiso social. Su cine guarda un profundo respeto por el ser humano, por el humilde, por el desposeído, por el que se siente solo, por el desgraciado, por el infeliz, por quien quiere llegar alto y no tiene con qué.

La llegada al gobierno de Juan Domingo Perón le abrió al cine argentino una posibilidad que había perdido, la de poder expresarse libremente. Es la época en que Vallejo filma El camino hacia la muerte del viejo Reales; Wulicher, Quebracho; Renán, La tregua; Olivera, La Patagonia rebelde y Torre Nilsson se recupera con Boquitas pintadas.

1974 es el año de Nazareno Cruz y el lobo. Plena época de amor, paz y muchas flores. Favio deja aflorar en esta hermosa leyenda todos los sentimientos positivos de su personalidad. El famoso mito que afirma que el séptimo hijo varón se convierte en lobizón, durante las noches de luna llena, se convierte en una bella parábola del triunfo del bien sobre el mal. El color, los picados y contrapicados, la soltura de una cámara que gira al son de la música, así como los primerísimos planos de dos bocas que se besan, son parte de la estética que utiliza Favio para narramos una leyenda en la que toma partido por el saber popular y por la simplicidad de los sentimientos. Esta es la primera película de Favio que guarda un parentesco sumamente estrecho con la letra y la intención de sus canciones. Será en Nazareno... y en Soñar soñar, donde no se reconozcan casi las fronteras entre su cine y su música.

En 1976, cuando cae el gobierno de María Estela de Perón -quien había reemplazado a su esposo luego de su muerte en 1974, y a quien le faltaban escasos meses para llamar a elecciones-, se instala en el poder el general José Rafael Videla, dictador responsable del proceso más vergonzoso y lamentable que haya vivido la Argentina. Ese mismo año, Favio estrena Soñar soñar. El sueño de un joven provinciano que quiere triunfar en la capital es el tema central del film, donde no dejan de estar presentes tópicos como la amistad defraudada, la confianza, la autoestima, el sueño...

El camino del exilio tienta a Favio ante la persecución política. Varios intentos de regreso y nuevos exilios lo arrojan nuevamente en la Argentina, en 1989, donde comenzará a realizar su propio sueño, llevar a la pantalla la vida del boxeador Lucho Gatica.

Gatica, el mono es la historia del joven que, llegado del interior a Buenos Aires, conquista una situación social acomodada por medio del pugilismo sangriento. Su récord de batallas victoriosas es sorprendente, lo que le permite haberse elevado a la categoría de leyenda popular, uno de los mitos que la Argentina peronista veía surgir de los suburbios arrabaleros para alcanzar la gloria.

El hilo narrativo está sustentado en la amistad de Gatica y el Ruso. Personajes que permanecen inalterables (con sus miserias y sus afectos) a lo largo del film. Viejas y constantes rencillas, reclamos, cariño... permiten mantenerlos conectados, relacionados y aunados. La gloria no llega gracias al entrenamiento riguroso y metódico, sino -pareciera- gracias a la fuerza bruta ejercida por unos puños férreos. Su decadencia, su miserable vida íntima y la imposibilidad de encontrar un equilibrio en una vida estable y familiar lo llevan al derrumbe.

Construida sobre la base de una iconografía peronista -donde Evita es aureolada como una santa en su lecho de muerte, donde se confunden los pendones peronistas de una manifestación política con las banderas que aúpan al boxeador, además de las imágenes de archivo que muestran la apoteósica manifestación del 17 de octubre de 1945, en favor del entonces coronel Perón- Gatica parece ser la película más sincera de Favio, quien se nos vuelve a presentar como un sobreviviente. Sobreviviente de una generación que alguna vez creyó en algo. Sobreviviente de un cine que coqueteó con cuanto gobierno se instalara. Sobreviviente de cuantas pesadillas se atravesaron. Sobreviviente en su lucha. Sobreviviente en su sueño y en su ingenuo modo de pensar.

29 mayo 2008

Ploy

Liliana Sáez



Una pareja en la cabina de un avión. Ella dormita, él se abandona a sus pensamientos con la mirada perdida.

La misma pareja en el ascensor de un hotel internacional. Él dormita apoyado sobre ella.

Una habitación de hotel en penumbras. El baño. Colores neutros. Asepsia.

La historia podría suceder en cualquier ciudad. Pero unas líneas del diálogo nos dicen que esta pareja viajó desde los Estados Unidos hasta Bangkok para asistir a un funeral.

El bar del hotel. El hombre bebe. El barman conversa con él. Una joven mochilera oye (y nos hace oír) música. Delgada, desgarbada, con una apariencia descuidada, se acerca al hombre. Nos enteramos que se llama Ploy y que espera a su madre, que debe llegar de Estocolmo.

Ploy es también el nombre del film del tailandés Pen-ek Ratanang. Una de esas películas que te quedan resonando después de haberlas visto. Su puesta en escena es tan cuidada, que da gusto ingresar en los mundos asépticos en los que transcurre la acción.

Tres mujeres, tres historias enlazadas en una sola. La esposa que, a lo largo de los años de casada, sufre celos, desconfía de su esposo y se siente insegura de su amor. La joven que desprejuiciadamente ingresa en la vida de la pareja para mover sensaciones adormiladas. La mucama que mantiene con el barman un romance clandestino.

Los límites entre la realidad y el sueño, entre lo que sucede y lo que se piensa, entre lo onírico y lo vívido, entre lo que se siente y lo que se sincera, no están definidos.

Los ambientes despersonalizados (aeropuertos, cuartos de hotel, ascensores, bares, aviones…) son el marco preferido de este director para mostrar cierta quietud (aparente), cierto orden espacial, donde se desarrollan historias contenidas, donde las situaciones son llevadas al límite sin que nos demos cuenta.

Por eso Ploy atrapa. Formalmente es impecable. La atmósfera, la fotografía, la luz es cuidada al extremo. No hay colores chocantes, no hay elementos de utilería que estén fuera de lugar. Incluso en la única secuencia que transcurre en un depósito de cosas inútiles, muy desordenado, sucio, sin luz, el caos enmarca perfectamente la acción de violencia que allí se desarrolla.

Las escenas están encadenadas por largos negros, mientras que un ruido sordo sirve de fondo a los momentos de mayor tensión donde no se habla, por lo que la atmósfera se torna pesada.

Los encuadres seleccionan parcialmente un rostro, un cuerpo, un detalle del espacio, informándonos mucho más de lo que hay fuera de cuadro. Algunas escenas nos remiten al inicio de Frantic (Roman Polanski) o a los momentos compartidos en la habitación del hotel en Lost in traslation (Sofía Coppola), aunque en Ploy, los personajes están de regreso en su país, pero sufren, como en los casos de los dos films citados, la soledad de un lugar no-suyo: la mujer que se esconde detrás de unas gafas oscuras; el hombre que en posición fetal llora en la bañera; la joven que se asoma detrás del diario que escribe.

Lo que queda después de ver el film es un dejo de tristeza, porque a pesar de resolver la historia hacia un final más que forzado para dejar las cosas en buen estado, lo vivido, y sobre todo las escasas líneas del diálogo (por ejemplo, la afirmación: “Discutimos porque no tenemos más qué hacer”; o, ante la pregunta: “¿El amor tiene vencimiento?”, la temible respuesta: “Sí”), nos hunden en la misma pesadumbre en que están sumergidos los personajes.

Ese final es lo único que saca del estado de embobamiento en que el espectador permanece durante toda la película. Lamentablemente, Ploy se extiende cinco minutos de más, cuando el autor podría haber dejado un final abierto más convincente que la clausura que le da. El plano de la mucama acostada boca arriba sobre la cama, entonando una canción con su voz clarísima, hubiera sido un buen cierre.


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(*) Ploy fue exhibida en el marco del Bafici 2008.

18 mayo 2008

Premio para Mario Handler

Liliana Sáez




Caracas, finales de los 90. Un hombre alto, muy delgado, canoso y con gafas de marco oscuro hizo su entrada en la oficina de programación de la Cinemateca, donde junto a mi equipo revisábamos con entusiasmo la edición recién salida de imprenta de la revista que habíamos estado preparando durante el último mes.

El hombre se presentó. Y allí comenzó una amistad, de esas que te marcan de por vida. Porque ese hombre alto y delgado era Mario Handler. Lo conocía porque era un cineasta militante... un militante que hace cine (no sé cuál de las dos definiciones le viene mejor). Mario Handler… Carlos, Me gustan los estudiantes, Líber Arce, liberarse… Su filmografía es extensa, pero eran esos los títulos que resonaban en mi mente y yo me encontraba allí, hablando con el dueño de esas imágenes, con una institución del cine uruguayo.

Con los años, me brindó su amistad y compartió conocimientos. Nos acompañábamos en nuestras charlas con la nostalgia que sentíamos por el Sur, pero también destacábamos el calor humano que encontramos en el trópico.

Mario volvió a Montevideo el mismo año en que yo volví a Buenos Aires. Al poco tiempo pude ir al estreno de Aparte, documental que significó su reinserción en el país. Aparte ha dado muchas líneas a la prensa, pero yo sé que él ha dejado en ese film salud y dinero.

Hoy me entero que Decile a Mario que no vuelva ha recibido el Premio del Público en Documenta-Madrid 2008 y próximamente será exhibida en Buenos Aires (del 26 al 30 de mayo en el Centro Cultural Recoleta, formando parte de lo mejor de la Mostra de Lleida 2008).

Dos años estuvo filmando Handler este documental, una evocación de la última dictadura para intentar una reconciliación que, a pesar del paso de los años, se ha vuelto difícil de lograr.

Estoy feliz por Mario, porque sé que se merece el premio, que seguro no será el único, pero más que nada me alegro porque entiendo que ese film es un paso más en esa intensa búsqueda de nuestro lugar en el mundo que tenemos quienes nos hemos visto obligados, por una u otra razón, a dejar el país: ese deambular… y ese regresar a un sitio que hemos idealizado y que aunque conocido se nos presenta como extraño… ese encuentro con los lugares y las personas que nos constatan que hay un hueco de cinco, diez, quince, veinte años de ausencia...

Habrá que esperar el estreno para hablar de la película. Mientras tanto, vaya un abrazo y un agradecimiento porque Mario Handler es un ejemplo a seguir.

11 mayo 2008

Vallejo en la mirada de Ospina


Dice Fernando Vallejo en El desbarrancadero:
¡Qué va, Colombia no se acaba! Hoy la vemos roída por la roña del leguleyismo, carcomida por el cáncer del clientelismo, consumida por la hambruna del conservatismo, del liberalismo, del catolicismo, moribunda, postrada, y mañana se levanta de su lecho de agonía, se zampa un aguardiente y como si tal, dele otra vez, ¡al desenfreno, al matadero, al aquelarre! Colombia, Colombina, Colombita, palomita: ¿no es verdad que cuando yo me muera no me vas a olvidar?
Y es ese el espíritu de La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo, el documental de Luis Ospina, dedicado a ese escritor que ha plasmado su biografía en El río del tiempo.
Como ya dijimos en este blog, Ospina presentó tres de sus películas en el Bafici (Buenos Aires, abril 2008). Respondiendo al reto de Pala, los invito a leer lo que escribí sobre ellas en Miradas de cine y si tienen oportunidad de ver alguna, no la pierdan: no se van arrepentir.

Liliana Sáez


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El texto completo:

LUIS OSPINA EN EL BAFICI
Liliana Sáez

Desde que los hermanos Lumière comenzaron a registrar con su cámara tomavistas las escenas cotidianas y que a Georges Méliès se le atascó la cámara, produciéndose el primer truco cinematográfico, ha pasado bastante tiempo. Sin embargo, la insistencia en delimitar los espacios que ocupan el documental y la ficción en el cine siguen siendo motivo de debates interminables. Mientras tanto, hay un realizador que, frente a esa dicotomía, viene dándose el gusto de expresarse en uno y otro género. Desde 1964 se suma al debate de los teóricos, proponiendo obras contestatarias, cargadas de un humor políticamente incorrecto.

Con un espíritu eternamente adolescente, su extensa obra guarda una fuerte coherencia. En el BAFICI 2008 mostró apenas una parte de su cine, pero justamente esas tres películas que exhibió nos permitirán hablar de ese singular autor colombiano que es Luis Ospina.

Su voyeurismo y la timidez, que esconde detrás de una cámara, lo llevaron a dedicarse con mayor predilección al documental, según cuenta en su libro Palabras al viento. Mis sobras completas. Formado en la UCLA, al volver a su Cali natal, Ospina realizó sus primeros documentales junto a su gran amigo Carlos Mayolo, con quien formaría parte de la generación Caliwood, a la que también pertenecía el entrañable y mítico Andrés Caicedo. De esa sociedad surgió Oiga vea, una mirada al lado más descuidado de los Juegos Panamericanos de 1971. Esa será, a partir de entonces, la actitud: verle el otro lado a las cosas.

Su próximo proyecto, también en co-autoría con Mayolo, será Agarrando pueblo (1977), el antecedente más directo de lo que luego sería Un tigre de papel. Fue una respuesta a lo que ellos llamaron el “cine de la pornomiseria”, refiriéndose a aquellas películas documentales que retrataban los aspectos más oscuros y miserables de Latinoamérica y que se cansaban de ganar premios en festivales internacionales, especialmente, europeos. Con el estilo del “cine en el cine”, un director (Carlos Mayolo) y su camarógrafo (Eduardo Carvajal, destacado fotógrafo del Grupo de Cali) salen a retratar la miseria de la ciudad, contando entre sus haberes “un gamín, una loca, un pordiosero…”, o cambiando en el guión la palabra “alcoholismo” por “analfabetismo”, o “carpintero” por “zapatero”, total, da igual…, ingredientes suficientes para armar una historia aparentemente documental, a través de la puesta en escena de una situación interpretada por una familia especialmente escogida en un casting, debidamente vestida por la producción y con unos diálogos que el director repetirá de memoria.

La apariencia detrás de la realidad, la cara oculta, otra vez, del cine que se hacía y que estos jóvenes repudiaban: “fue como un escupitajo en la sopa del cine miserabilista, y por ello fuimos criticados y marginados de los festivales europeos y latinoamericanos, acostumbrados a consumir la miseria en lata” (dice Luis Ospina). Rodada cámara en mano, Agarrando pueblo pone en evidencia, al final del relato, el discurso real que buscan los autores. Deja a la vista las costuras del documental ficcionado, transformando la ficción en documento, gracias al diálogo del hombre que habita las ruinas de la casa que serviría de locación. Un personaje que, no por casualidad, se parece a Corisco de Dios y el Diablo en la Tierra del Sol (Glauber Rocha, 1964) El hombre no acepta ningún tipo de negociación y luego de utilizar los billetes como si fuera papel higiénico, deshace el carrete de película, echando a perder lo filmado. Paso seguido, Carlos Mayolo y Luis Ospina entrevistan a este actor anónimo, que se ha prestado a participar en el film porque le interesa el documento (el documental, aquí sí) y no el dinero.

El efecto en el espectador linda entre el asombro y la sonrisa, entre el desgarramiento de vestiduras y la carcajada. Ese doble sentimiento que despierta el cine de Ospina es su característica más aguda. Característica que vuelve a repetirse de manera lúdica en su último film, Un tigre de papel (2007), al que volveremos en instantes.

El segundo film presentado en la muestra del BAFICI, festival en el cual Ospina fue jurado, fue La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo (2003). Grabado en vídeo por el autor, que ya había realizado el making of de La virgen de los sicarios (Barbet Schroeder, 1999), este documental muestra la cautivación ejercida por el escritor en el cineasta. Con una cámara digital, Ospina se instaló en el hogar de Vallejo y pudo grabarlo en su intimidad. Al desaparecer elementos como la luz artificial, la cámara, con su operador y el foquista, el sonidista y demás personal de rodaje, el director, según afirma en su libro, sintió “que por fin se cumplía el sueño de la caméra stylo propuesto por Alexandre Astruc en 1948. La cámara como estilógrafo, el autor total, sin ningún intermediario durante el rodaje”.

Estructurada en capítulos, con el título de los libros que integran su autobiografía El río del tiempo, Ospina compone un fresco que permite recorrer distintos recuerdos en la vida del escritor, alternados con actividades cotidianas que muestran con espontaneidad el desenfado rayano con la furia, con el que Vallejo responde a un acartonado periodista que le reclama respeto hacia la figura del presidente, o los momentos que comparte con su mascota. Pero las imágenes y las palabras más contestatarias y vigentes de todo el film se encuentran al comienzo y al final, cuando Vallejo pronuncia su discurso al recibir el Premio Rómulo Gallegos, y acusa al gobierno de fomentar la violencia (refiriéndose particularmente al encuentro entre el presidente Pastrana y el guerrillero Tirofijo), ocasión que Ospina aprovecha para intercalar imágenes desgarradoras, resultado de la violencia que vive su país.

La riqueza que guardan las entrelíneas de esta película íntima nos ofrece el perfil del escritor que no claudica, que no teme decir lo que piensa, develando los distintos matices del personaje: el del biólogo, en su defensa de los animales; el cineasta, en su juventud; el músico, en su niñez; el escritor, siempre… Reconocemos en sus palabras, en su historia, a aquel intelectual de La virgen de los sicarios que regresa a un país que desconoce y que, sin embargo, le duele.

Instalado cómodamente en el vídeo, desde la realización del film que mitifica al personaje que lo inspira, Andrés Caicedo: Unos pocos buenos amigos (1986), Ospina ha realizado una veintena de documentales en ese formato. Muchos de ellos dedicados a su ciudad natal, y otra gran parte dedicada a personajes que parecen salidos de un cuento, como son los casos ya citados del escritor y cinéfilo sin redención Andrés Caicedo y del escritor autoexiliado Fernando Vallejo, así como también el del pintor moribundo Lorenzo Jaramillo, o el del protagonista de Un tigre de papel, Pedro Manrique Figueroa, considerado en el film como el artista precursor del collage en Colombia.

A través de una serie de testimonios y con el muestrario de sus producciones artísticas, se nos va descubriendo un personaje que tiene el don de la ubicuidad, pues ha sido testigo, y en muchos casos partícipe, de momentos trascendentales del siglo pasado. La elección de Manrique Figueroa es sólo un pretexto para realizar el recorrido por la historia de una generación, cuyo idealismo la llevó a jugarse por cambiar esquemas rígidos y anquilosados de una sociedad que cada día se presentaba como más y más hipócrita. Así que Un tigre de papel narra la historia del artista plástico desde el Bogotazo, inaugurado con el asesinato de Gaitán (gran metáfora del inicio de una espiral de caos y violencia en la que se sumiría Colombia y que no ha cesado hasta el día de hoy) hasta la desaparición del artista, hace apenas unos años.

Amparándose en una investigación, que deja pistas del humor que acompaña solapadamente a la película, Ospina logra hablar de la tragicomedia de una época que le ha tocado vivir. A través de la vida de Manrique Figueroa, el espectador recorre los distintos hitos que transformaron la historia del planeta. Así que, haciendo uso de la ficción, elabora un documental que retrata a esa generación, a la cual Ospina homenajea, definiéndola como “una generación que esperaba cambiar el mundo, cuando ahora sólo se piensa en salvar el planeta”.

Por ahora, y hasta que este film se convierta en un clásico (tiene todas las condiciones para serlo) habrá que limitarse a incitar al espectador a verlo, pero algún día, se podrán escribir páginas y páginas de las anécdotas que revisten los entretelones de su realización, que aunque aparentemente externas, forman parte de su discurso y de la genialidad de su propuesta.

Estas tres obras nos hablan de tres temas diferentes, pero, a la vez, nos demuestran la coherencia de un autor que se decanta en la cinefilia que lo acompaña desde muy joven, cuando en Cali, junto a sus compañeros de ruta, creó la revista Ojo al cine, donde compartía con sus amigos los roles en la producción de un film o cuando debatía con ellos sobre autores en el Cineclub de Cali. Ospina completa su obra fílmica y videográfica con la escritura de su libro, que ya hemos mencionado, pero también con la edición póstuma de gran parte de la obra de Andrés Caicedo y, más recientemente, con la publicación de Cartas de un cinéfilo, editados por la Cinemateca Distrital.

Luis Ospina viene ganando premios internacionales por su obra, que no por ello deja de ser independiente. Algunas de sus imágenes pueden verse en el canal que con su nombre ha abierto en YouTube (http://www.youtube.com/luisospinacine).

07 mayo 2008

Resonancias:

Divagaciones en torno a los diálogos entre cine, pintura y fotografía, con motivo de la visita al Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB).

por Yorgos


Cámara subjetiva. El pintor mira hacia el fondo del cuadro donde posa su joven criada acicalada para la ocasión, mostrando una túnica de color azul cielo bajo la que se esconde su misteriosa cabellera dorada, luciendo en los lóbulos de las orejas unas perlas de tal belleza que jamás podría haber imaginado. Con un travelling, la cámara se acerca hacia su figura lentamente, ralentizando la acción. Entonces el espectador es engañado, deja de ser el pintor quien mira a la muchacha, ahora es cada uno desde su butaca, esa cámara subjetiva. Se es partícipe de ese acercamiento en el que parece detenerse el tiempo. Termina el travelling y el cuadro se perfila delimitándose tal y como Vermeer lo había creado. El espectador abandona la imagen fílmica y se tele-transporta de forma intuitiva hacia la imagen pictórica, fusionando finalmente para sí, ambas imágenes en una.

La joven de la perla (2005), de Peter Weber representa una amplia recreación de la atmósfera pictórica del pintor holandés Johannes Vermeer. Es sin duda un caso, en que la reminiscencia de la pintura en el cine es más que recurrente. La mejor forma de recrear un momento histórico que únicamente conocemos mediante el imaginario de la pintura, puesto que ello dota al film de verismo, siguiendo la máxima Baziniana de que el espectador ha de creerse lo que ve. O, del mismo modo, uno puede remitirse a una misma imagen cuando piensa en un concepto determinado, en una idea. Así Ray Loriga pensó en reproducir literalmente con su puesta en escena fílmica el Cristo yacente de Andrea Mantegna (1490), para su escena de Cristo tumbado en Santa Teresa, el cuerpo de Cristo (2006). De la misma forma que lo tomó Zvyagintsev para colocar dormido al referente de los niños protagonistas de El regreso (2003), el padre desaparecido, al que observan como si estuvieran ante la resurrección de un ser sagrado.

De la misma forma, podríamos encontrar innumerables ejemplos en películas de todo tipo, aunque principalmente de carácter histórico, no sólo con recreación de atmósferas pictóricas, sino de cuadros concretos, representados en el celuloide a modo de “tableaux vivants”, desde Rohmer a Passolini o a Díaz-Yanes entre muchos otros*.

Otros y más numerosos son los casos en que estas conexiones se establecen de una forma más abstracta, tomando el cine la luz, los contrastes, la composición o las disposiciones cromáticas de la pintura y no una imagen al pie de la letra. De esta forma, resulta innegable la relación entre pintura y cine expresionista o, por citar un ejemplo más cercano, la influencia de pintores como Rembrandt, Velázquez, Vermeer o Goya en el cine de Víctor Erice. ¿Y es que qué sería del cine de Hitchkock, Lynch, Leone o Wenders sin la influencia de Hopper? Las escenas nocturnas y solitarias, de cafés, de atmósferas de alta tensión psicológica creadas por este pintor norteamericano, influenciaron claramente algunas de las películas de estos cineastas. Sin ir más lejos, Sergio Leone reconoció en todo momento que durante el rodaje de Érase una vez en América (1983) los cuadros de Hopper se reproducían en su mente. “Hay sitios de Estados Unidos donde pones la cámara y te sale un cuadro de Hopper”, diría Wim Wenders. Y es que la cámara de uno buscaba una vez tras otra la reminiscencia del pincel del otro, conscientemente.

¿Pero, se ha producido una influencia recíproca del cine en la pintura? En menos medida, el cine también ha influenciado en diversas ocasiones a la pintura del s.XX. El ejemplo más claro probablemente sea el de Warhol, a nivel de iconos cinematográficos y por lo tanto populares. De ahí sus reproducciones seriales de Marilyn Monroe. Del mismo modo, se estudiaron en pintura la secuencialidad de las imágenes, el plano-contraplano o la disposición de nuevos encuadres. Véase Bacon.

Con todo, podríamos decir, tras una revisión tan general y escueta como esta -así pretende ser-, que la pintura ha tenido y tiene una influencia y repercusión de peso en cuanto a lo la representación visual se refiere, en el imaginario del cine. Un imaginario que durante siglos fue gobernado por la misma pintura y en el que también tuvo gran protagonismo la novela y la fotografía durante el s.XIX, hasta que nació el cine. Iniciándose así una hegemonía del séptimo arte que se vería mermada a partir de la creación de la televisión y más aún con los nuevos avances tecnológicos. Hablamos más que de imágenes, de iconografía, de la creación de tópicos, de las reminiscencias que aportan unas imágenes a otras, de las significaciones que esconde la imagen en sí misma.

La entrada del cine en el museo

El cine, respondiendo a su merecida denominación de séptimo arte, ha entrado en los últimos años en los museos, creando gran expectación entre sus visitantes. El espectador puede asistir al fenómeno cinematográfico ya no desde la butaca, sino de pie ante él, como si mirara una escultura o un cuadro. En España, el Centro de Cultura Contemporánea (CCCB) -del que como saben ya se ha hablado en este blog-, ha tenido gran importancia en este aspecto. Desde la impresionante exposición en 2001 en la que se analizaba el modo de entender el espacio según la mirada de los grandes cineastas contemporáneos (Lynch, Angelopoulos, Cronenberg, Wong Kar Wai, Kiarostami y un largo etc.) denominada La ciudad de los cineastas, han pasado las Correspondencias entre Erice y Kiarostami, la comparativa entre cine y pintura de Hammershöi y Dreyer o Las mujeres que no conocemos, de En la ciudad de Sylvia (Jose Luis Guerín, 2007). En esta ocasión, se realiza una reflexión de la influencia del cine sobre la fotografía con Magnum, 10 secuencias: el cine en el imaginario de la fotografía, una exposición procedente de la Cinemateca francesa.

La influencia del cine en la fotografía

El mérito de la exposición Magnum, 10 secuencias, es hacer converger dos tendencias artísticas como son el cine y la fotografía y conseguir que dialoguen. Un diálogo realizado a través de las comparativas entre: Abbas y Rossellini; Harry Gruyaert y Antonioni; Mark Power y Kieslowsky; Patrick Zachmann y el cine de Shangai de los años treinta; Gueorgui Pinkhassov y Tarkovski; Antoine d’Agata y su propio film Aka Ana; Pilles Peress y Alain Resnais; Alec Soth y Wim Wenders; Bruce Tilden y el cine negro americano; Donovan Wyle y Alan Clarke.

La agencia Magnum Photos fue creada en 1947 por reporteros de guerra de la talla de Robert Capa, David Seymur o Henri Cartier-Bresson, configurándose como un referente del fotoperiodismo hasta nuestros años. Tal vez por esto, resulta paradójica a simple vista esa herencia cinematográfica que caracteriza la obra fotográfica exhibida en el CCCB. Si el fotógrafo cede ante la esencia de la puesta en escena y la formación del cuadro del cine, destruye los pilares básicos de este tipo de fotografía que podríamos denominar documental, puesto que anula su instantaneidad, objetividad y unicidad. Los fotógrafos participantes de la exposición se someten al reconocimiento e incluso al hallazgo de imágenes que les pertenecen y que crearon bajo influencia de unas referencias cinematográficas asimiladas unas veces de forma consciente y otras no tanto. En unas ocasiones se les reconoce esa instantaneidad, esa forma de manejar el objetivo de forma casi innata. Pero todo no es tan simple, a veces, subconscientemente, en esa toma de la imagen que responde a las leyes de la fotografía o a una rigurosa determinación personal, resurge la influencia de unas imágenes primigenias que un día se observaron y causaron gran impacto, permaneciendo ocultas en el interior de cada uno.

Patrick Zachmann observó que su trabajo de veinte años en China estaba influenciado inconscientemente por el cine de Shangai de los años 30, que contribuyó a crear su propio imaginario visual. Gueorgui Pinkhassov encontró en Andrei Tarkovski una figura fundamental. Lo acompañó durante los rodajes de El espejo (1975) y Stalker (1979) y tomó instantáneas de todo, también del padre de Andrei, Arseni. Bruce Tilden muestra la influencia del cine negro americano en algunos de sus retratos urbanos basados en la tradición de la street photography, sin reparar en artificios.

Y así, hasta completar las 10 miradas distintas que forman una exposición estructurada minuciosamente y de la forma más dinámica posible. Cada bloque es, como cada mirada, algo distinto, una novedad para los sentidos. El visitante dispone -como debe ser- de la información estrictamente necesaria, sin excesos que lo saturen, con la información visual y escrita necesaria para vivir una experiencia enriquecedora.


*En La Marquesa de O (Eric Rohmer, 1976) hay una clara recreación de La pesadilla (Fussli, ca. 1782); en La Ricotta (1963) y El Decamerón (1971) de Passolini, del Descendimiento (Rosso Fiorentino, 1521) y El juicio Universal (Giotto, 1304-1306) respectivamente; en Alatriste (Agustín Díaz-Yanes, 2006), de La rendición de Breda (Diego Velázquez 1635).

01 mayo 2008

De la vida en un festival de cine

A PROPÓSITO DEL 10º BAFICI - Buenos Aires, Argentina
Raúl Bellomusto


No es lo mismo “ir al cine” que asistir a un Festival. Definitivamente. Quiero decir, no es lo mismo elegir una película del circuito comercial e ir a verla, discutirla en el café con amigos, pareja o entenados que asistir durante una semana o dos a varias salas, bajo otras circunstancias, en condiciones de movimiento permanente contra el tiempo, visionando hasta cinco obras por día y otros etcéteras. Asistir a un Festival de Cine tiene, como todo, sus pros y sus contras. Pero es de minimizar a las segundas a sabiendas de que las cosas a favor son más y más placenteras.

Un Festival de Cine es el gozo cinéfilo en una expresión maximizada (sino “en su máxima”, al menos “en su maximizada expresión”). Es un modelo a pequeña escala de toda una vida de cinefilia: amor por las pelis, incertidumbre ante un corpus desconocido, tiempo limitado para elegir y para ver (la peor de las restricciones) entre cientos de películas con la posibilidad de espectar apenas dos a tres decenas. Una hermosa locura después de todo.

Y la vida real pasa a convertirse en algo maravilloso, donde todo está bien aún cuando nos toque ver pelis malas. Levantarse temprano y al rato estar sentado en una sala de cine es un placer indescriptible. Arrancar el día y terminarlo entre películas es deseable para cualquier mortal y mucho más para un cinéfilo. Irse a dormir, agotado por el ardor de la jornada y levantarse temprano y al rato estar en una sala de cine es un placer indescriptible. Como irse a dormir, agotado por el ardor de la jornada y levantarse temprano y al rato estar en una sala de cine.

Y hacemos colas sin protestar. Y las volvemos a hacer. Inventamos las leyes y las trampas. Nos ajustamos a las mismas o las violamos, pero siempre, siempre, al servicio de las películas. Vaya un ejemplo a modo de muestra: se me dieron varias ocasiones en las que una película terminaba y allí nomás, con cinco minutos de diferencia, comenzaba otra de mi elección. Las proyecciones se efectuaban en el segundo nivel de la cadena de cines de un centro comercial. La organización del Festival pretendía lo siguiente: vea usted su primera película, pongamos por caso, en la Sala 12. Luego, salga del área de cines y descienda a la planta baja del mall. Suba de nuevo, hagan que corten su ticket en el primer nivel, llegue al segundo y por fin ingrese a ver la segunda película en la Sala 11 (sí, justo al lado de la anterior). Por esta operación se le demandarán unos quince minutos, no más. Eso sí: perderá diez de la segunda obra. O no, ni se preocupe, porque no se permite el ingreso a las salas con la función comenzada… Pero, ¿acaso esta gente no piensa en que existimos los enajenados que somos capaces de ver dos películas sin solución de continuidad? En fin. Recurso cinéfilo al respecto (esta nota también es un servicio, no vayan a creer): salir de la Sala 12, ir a los sanitarios ubicados en la misma planta y dentro del área de salas, cortar uno mismo el ticket, volver por el pasillo a la Sala 11, medio pase en la mano, y al grito de “¡¡estaba en el baño, estaba en el baño!!”, entrar, sentarse y disfrutar. Sin culpa alguna, claro está.

Los Festivales también nos acercan la posibilidad de charlar con los realizadores, asistir a mesas redondas, leer nuevas publicaciones auspiciadas desde el propio evento, asistir a algunas funciones con amigos (aunque, no sé bien por qué, se imponen casi como un rito individual), etc. Eso sí, son tantas las películas y es el tiempo un bien tan escaso – al menos esa es la percepción – que difícilmente haya varias “programaciones personales” siquiera similares. Esto opera como en esos sitios de Internet donde se pueden personalizar ciertos seteos para obtener así, por ejemplo, el link “My Festival”. Cada uno anda por el BAFICI con su “my festival” a cuestas y todos creemos estar en el mismo lugar. Es tener cientos, miles de festivales dentro de un solo Festival.

En definitiva, los festivales son oasis cinéfilos imposibles de resistir. Claro que también están los problemas de organización, los malos públicos y las malas películas. Pero ya dijimos que de eso, al menos en esta nota, no se iba a hablar.

Abril 2008

24 abril 2008

Juan Gelman, premio Cervantes


FUGAS
Juan Gelman

La velocidad de la palabra no es
la velocidad de la sangre y no sé
quién traiciona a quién. ¿Cómo
se encima el horizonte
a la palabra cuándo, a su
cortejo de esperas que todo cambiarán?
La noche cae y se consuela,
pero caer no es un consuelo para mí.
Estoy parado en el espanto
mientras cantan los rostros del día y
no sé quién miente, ellos o yo. Al fondo pasa
el animal que huye
a gran velocidad.



Nota:
La foto de los campos quemados en la provincia de Buenos Aires está tomada de Página 12.

05 abril 2008

Ospina y su Tigre de papel

Liliana Sáez



Desde kinephilos queremos felicitar a Luis Ospina, por el Premio Especial del Jurado que se le ha otorgado a su film Un tigre de papel en el 20º Rencontres Cinemas d'Amerique Latine, llevado a cabo en Toulouse (Francia).

El texto firmado por Ousmane Ilbo (periodista, productor, director, autor, distribuidor – Niamey, Nigeria); Nathalie Roncier (Festival de Amiens - France) y Magile van Reeth(Periodista – Lyon, France) dice lo siguiente:

“Dentro de la excelente selección documental de esta 20ª edición, son numerosas las que fusionan la realidad y la ficción, como para ilustrar el desorden aportado por la omnipresencia de los medios audiovisuales, en los cuales todas las informaciones son puestas sobre el mismo plano. ¿A quién creer? ¿A la realidad íntima de aquel que ha vivido los hechos? ¿O al trabajo austero de las historias?

SIGNIS, la Asociación Católica Mundial para la Comunicación, debe subrayar la importancia ética de los medios. Sobre todo aquellos en los cuales la fuerza de la imagen arriesga nublar nuestra percepción de la realidad. Es por eso que hemos decidido otorgar un Premio Especial del Jurado al filme de Luis Ospina, Un tigre de papel.

Bajo una forma original y rica, el trabajo del documental da cuenta, con humor y malicia, de la muerte de las utopías del siglo XX, y denuncia la manipulación actual de las imágenes por profesionales de los medios poco escrupulosos del respeto y de la ética”.

Dice Ospina en su libro "Palabras al viento. Mis sobras completas", sobre la idea original de Un tigre de papel (Bogotá, Aguilar, 2007):

"En 1996 los artistas Lucas Ospina, Francois Bucher y Bernardo Ortiz descubrieron un artista: Pedro Manrique Figueroa, precursor del collage en Colombia. De ese entonces se han hecho varias exposiciones de su obra en Colombia y en el exterior. Al tener conocimiento de este artista apócrifo, pensé que sería un buen pretexto para hacer un falso documental sobre los años sesenta y setenta con el fin de indagar sobre las relaciones que existen entre el arte y la política, entre la realidad y la mentira, entre el documental y la ficción".

Este film, así como otros trabajos de Luis Ospina, podrán verse en la 10ª edición del BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente), que comienza el próximo martes 8 de abril. Este cineasta, además, estará en Buenos Aires como jurado de la Selección Oficial Internacional.

Nuevamente, Luis Ospina, nuestras felicitaciones.

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Quien quiera acercarse a la obra de este autor, lo invitamos a visitar el Canal de Luis Ospina en YouTube, donde ha subido fragmentos de sus films.


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PELÍCULAS DE LUIS OSPINA EN EL BAFICI:


Miércoles Abril 9
18:00 - UN TIGRE DE PAPEL (114 min)
Abasto Shopping (Sala 11)
Av. Corrientes 3247

Jueves Abril 13
19:15 - LA DESAZÓN SUPREMA: RETRATO INCESANTE DE FERNANDO VALLEJO (90 min)
Abasto Shopping (Sala 7)
Av. Corrientes 3247

Sábado Abril 12
13:00 - LA DESAZÓN SUPREMA: RETRATO INCESANTE DE FERNANDO VALLEJO (90 min)
Abasto Shopping (Sala 7)
Av. Corrientes 3247

Domingo Abril 13
16:30 – AGARRANDO PUEBLO (28 min.) codirigida por Carlos Mayolo
MALBA

Miércoles Abril 16
17:00 – LA DESAZÓN SUPREMA: RETRATO INCESANTE DE FERNANDO VALLEJO (90 min)
Centro Cultural Rojas
Av. Corrientes 2038

Sábado Abril 19
13:30 - UN TIGRE DE PAPEL (114 min)
Alianza Francesa
Av. Córdoba 946