07 noviembre 2015

Finales de (vida) película

Liliana Sáez
Para cada espectador, una película es como un sueño o como una pequeña vida vivida en paralelo, tiene comienzo, desarrollo y final. Y se vive como si fuera real. Por eso, al finalizar un filme, es como despertar de ese sueño de apenas noventa minutos. Visto así, los finales de películas pueden considerarse finales de una vida. Y si las vidas retratadas en esos finales también terminan su existencia justo antes de los créditos, estamos ante un doble final.
De esos finales dobles y de esos finales de vidas breves, he elegido cuatro que acuden a mi memoria por haberme conmovido en su oportunidad, quizá porque poseen en su desenlace trágico toda la esencia de su discurso.
Reservoir DogsEl primer final de vida que acude a mi mente es esa maravillosa coreografía que diseñó Quentin Tarantino para clausurar su Reservoir Dogs (1992).
Sus personajes, unos ladrones cuyos sobrenombres responden a colores, visten formalmente de oscuro y usan gafas de sol, se enfrentan en un duelo final, en un ambiente amplio y cerrado. La locación es gris, con rampas de cemento, iluminada por una fuente débil. En realidad, es el galpón de una empresa funeraria, con algunos ataúdes envueltos en nylon que han sido apoyados en las paredes. Nada más adecuado para finalizar con las vidas de estos señores tan coloridos, en un triángulo de disparos que bien puede sugerir un tendido de hilos de una telaraña, sin saber de dónde sale el disparo que mata a quién.
Un grupo de hombres, entre los que hay un policía infiltrado, prepara el robo a un banco. Para ocultar sus identidades, deciden denominarse con colores, frente a la rebelde negación de a quien le ha tocado por nombre Mr Pink/Rosa (Steve Buscemi). Durante el golpe, que nos es escamoteado, algo sale mal y el destino de cada uno está señalado. La maravillosa puesta en escena final termina por poner las cosas en su lugar, a través de un enfrentamiento armado (un verdadero duelo) en el galpón que les sirve de aguantadero.
La triangulación del duelo se da entre Joe (Lawrence Tierney), el mafioso que ha contratado a la banda, que discute con Mr White (Harvey Keitel), porque defiende a quien él cree es el delator, Mr Orange, y el tercero en cuestión es el hijo de Joe, Eddie (Chris Penn). Así, Joe apunta a Mr Orange, Mr White tiene como blanco a Joe y Eddie, a Mr White. Los tres disparan a la vez  y caen al suelo. Padre e hijo han muerto. En un santiamén todos quedan tendidos en el suelo. Mr Pink, que había permanecido escondido tras una escalera al iniciarse la discusión (quizá su sobrenombre denote su cobardía… o su instinto de supervivencia) se apodera del botín y sale por la pesada puerta del galpón. A duras penas Mr White se acerca a Mr Orange, quien entre borbotones de sangre le confiesa ser policía. Quien lo había defendido, le apunta y en un primer plano dramático del matador que llora por la revelación y el costo que ésta ha supuesto, se oye el disparo que mata a Mr Orange. Sobre los créditos se oye en off que Mr Pink es interceptado por la policía.
La camaradería del comienzo se quiebra ante el  develamiento que apura el final. La situación supera a los pocos sobrevivientes, a quienes el destino, finalmente, les dará su merecido.
Reservoir Dogs es una película de bajo presupuesto que ha pasado a ser un clásico, ya que veintitrés años después todavía genera adeptos. Y eso sin mencionar que abrió la puerta a títulos como Pulp Fiction o Kill Bill. Quizá su ultraviolencia, con la respectiva exageración en derroche de sangre, la falta de protagonismo estelar de alguno de sus personajes o la música de los 70 en una película de los 90, sean factores que influyeron para establecer una nueva propuesta en el género policial y darle identidad a un autor que es sinónimo del cine de la década. Lo cierto es que en el espectador se da un fenómeno inusual, porque aunque acompaña expectante el relato dramático, festeja con una sonrisa cada uno de sus excesos.

08 septiembre 2015

El clan, de Pablo Trapero

Liliana Sáez



Las huellas que dejó una dictadura de siete años, como se dice al comienzo del filme de Pablo Trapero, es el punto de arranque de El Clan. Narra una historia que conmocionó a la opinión pública argentina, que ya no creía tener margen para el asombro, después de haberse develado el terrorismo de Estado que azotó al país con crímenes que aún siguen conmoviendo a los argentinos, porque todavía nos espantamos ante el descubrimiento de tumbas clandestinas o nos alegramos, no sin un dejo de tristeza, frente la aparición con vida de niños (hoy adultos) sustraídos de su identidad.
En los años ochenta, en ese límite difuso entre el fin de la dictadura y los comienzos de una frágil democracia, el Clan Puccio (integrado por toda una familia y algunos adeptos) llevó a cabo crímenes que se realizaban con la misma metodología que utilizaban los grupos de tareas que habían segado toda una generación de argentinos. Arquímedes Puccio había sido un agente del servicio de inteligencia durante la dictadura militar que, una vez llegada la democracia, como “mano de obra desocupada” continuó con sus malas mañas para enriquecer sus arcas. Sus víctimas eran elegidas entre sus conocidos, siempre que provinieran de familias ricas.
Pablo Trapero se dio a conocer con Mundo Grúa, una obra pequeña pero fundamental, donde la fotografía en blanco y negro enmarcaba a un hombre de barrio que lucha por no hundirse en una Argentina que salía de la bonanza económica para abismarse ante la brutal crisis del 2001. Luego, eligió historias más inmersas en los aspectos enfermizos de una sociedad que tiende a sostener sus flagelos, como en El bonaerenseLeoneraCarancho o Elefante Blanco, en las que sus protagonistas luchan desesperadamente contra un entorno que no hace más que enterrarlos aún más en el fango.
Si bien El clan puede enmarcarse en la transición política de un momento histórico y no deja de remitir a una sociedad que mira hacia otro lado, tiene otro registro. Es unthriller en el que el espectador se convierte en detective de una causa que todavía tiene sus puntos oscuros y, aun así, sigue sorprendiendo por la brutalidad de su accionar y por la habilidad de soslayar tras una apariencia normal, una vida criminal. El espectador irá descubriendo la trama que teje una familia de clase media alta con una doble vida, sin que sus vecinos y conocidos se hayan dado cuenta. Para ello establece un duelo actoral entre Guillermo Francella, un actor que se ha dado a conocer como cómico pero que aquí se revela como un intérprete dramático acabado en el papel del patriarca de la familia, Arquímedes Puccio, y el  actor juvenil Peter Lanzani, que borda con su sonrisa angelical la caracterización de Alex, el hijo mayor, un rugbier destacado de la selección nacional Los Pumas, que cuenta con gran popularidad entre sus compañeros y amigos.
El duelo actoral es parejo. La trayectoria y la experiencia de Francella le permiten caracterizar a Arquímedes como un padre rígido, que comanda una familia integrada por una esposa docente, tres hijos varones dedicados al rugby y dos chicas que aún están estudiando la escuela secundaria, frente a Lanzani, que no se queda atrás, porque lo que no tiene de experiencia lo cubre magníficamente con su aspecto de ángel caído. Si bien lo que trata El clan es la historia de toda una familia, la tensión narrativa se centra en la relación padre-hijo, definida desde el comienzo del filme por un Arquímedes que aún se rodea de poderosos agentes que le aseguran un marco de acción con gran impunidad y un Alex que es popular entre sus compañeros y con un porvenir junto a su novia y el pequeño negocio que ha instalado junto a su casa.
Trapero instala su cámara en la mesa de los Puccio para hacer una radiografía de la familia, un micromundo de tensas relaciones, que funciona como espejo de lo que fue la sociedad argentina durante los años duros de gobierno militar. Allí están representados el patriarca, como jefe inescrupuloso, verdadero cerebro de las operaciones criminales; la mujer que sostiene la situación bajo la apariencia de no saber qué sucede en el sótano de su propia casa, como hacía gran parte de la sociedad, que miraba hacia otro lado (o festejaba un Mundial de Fútbol), mientras sus compatriotas eran secuestrados, torturados y desaparecidos en los centros de detención adecuados para tal fin; el entregador que responde a la consigna de “obediencia debida” en la figura del hijo que facilita el secuestro de sus amigos ricos; o el que se espanta de la situación y solo atina a refugiarse en el exilio para escapar del horror.

09 mayo 2015

Bafici 2015: La competencia internacional

Liliana Sáez

Este año, Bafici cumplió 17 ediciones, con cerca de cuatrocientas películas en sus salas, que fueron ampliándose a otros espacios más allá del distinguido barrio de Recoleta: el Planetario y el Hipódromo de Palermo y el Teatro Colón. El Anfiteatro del Parque Centenario ofreció como inauguración del festival El cuento de la princesa Kaguya, una hermosa historia de dibujos animados tradicionales, con la magia que suele ofrecernos el famoso Estudio Ghibli. Fue una función popular, abierta para todos y al aire libre. Pero para la Apertura oficial, con una lista de invitados más reducida, se proyectó El cielo del Centauro, una mirada entre extraña y propia de la Buenos Aires que todo porteño quiere guardar para sí. Hugo Santiago recorre los íconos de la ciudad rioplatense con un estilo muy cercano al de Tetro, de Francis Ford Coppola, pero más auténtico, sobre todo por los personajes que pone a andar en una historia policial que se empequeñece ante la belleza de los espacios hermosamente fotografiados.
Los tres cortos institucionales, La imagen fantasma I, II y III estuvieron a cargo de Sergio Wolf, ex director del Bafici, que se centró en los juguetes ópticos creados por Federico Ransenberg, y que estuvieron expuestos en una de las Salas del Centro Cultural Recoleta. Cada corto dura un minuto y muestra una imagen estática que alguien pone en movimiento, liberando la magia que permite la persistencia retiniana. Esa imagen luego se desenfoca y muestra en un segundo plano el rostro del inventor. Un juego de imagen y sonido, foco y desenfoco, luces y sombras, con un final fundido a negro, mientras se reproduce un pequeño y oportuno fragmento del libro de David Oubiña, Una juguetería filosófica.
Cuatrocientas películas, eventos musicales, conferencias y mesas redondas… mucho para escasos diez días.  Por eso en este número de EL ESPECTADOR IMAGINARIO nos detendremos en la Competencia Argentina (en un artículo aparte, a cargo de Marcela Barbaro) y la Competencia Internacional, con la finalidad de acercar a nuestros lectores un pequeño recorte de lo que fue el Festival.

08 abril 2015

Paisajes protagónicos: Gerry, la conquista de Tebas

Liliana Sáez


Durante los primeros cinco minutos de Gerry (Gus Van Sant, 2002), vemos un automóvil trasladándose sobre la ruta que atraviesa un paisaje árido, seco y polvoriento. Seguimos al vehículo a través de las curvas por donde se desplaza a una velocidad constante. Casi al final de esta escena, la cámara enfoca el parabrisas del automóvil, donde se encuentran ubicados, de manera totalmente simétrica, dos jóvenes. No conversan… se oye música extradiegética. Volvemos a ver el camino, pero esta vez desde una subjetiva de los muchachos, que al llegar a un punto, detienen el auto y se bajan… Por unos segundos, el parabrisas del auto vacío queda en primer plano. Atardece.
A lo largo de cien minutos, acompañaremos a los jóvenes en una larga caminata, donde prevalecen los planos generales y las voces se oyen en primer plano. Caminarán entre los arbustos por una planicie extensa, deberán sortear una montaña, donde uno de ellos ha llegado no se sabe cómo, y atravesarán una salina cuando ya, extenuados, apenas arrastran los pies en una marcha cansina.
Gerry recuerda a Esperando a Godot, la obra teatral de Samuel Beckett, donde dos amigos esperan a un personaje que nunca aparecerá. Teatro del absurdo, casi comoGerry. Los dos jóvenes, como Vladimir y Estragon, permanecerán sin que sepamos por qué se bajaron del auto, hacía dónde deseaban ir y por qué se perdieron. En el trayecto establecen una charla, aparentemente absurda, sobre los avances de un juego electrónico, donde uno de ellos ha logrado la conquista de Tebas y la construcción de santuarios y puertos, mientras el otro los ha visto destrozados por acontecimientos naturales como la erupción de un volcán o el desborde de un río.
En este transcurrir tedioso, lo único que varía es el paisaje: un verdadero “juego” para Harry Savides, el director de fotografía. Quizá la narración se “avispe” un poco más en el momento en que los jóvenes descansan junto a una fogata, o cuando uno de los Gerry (ambos se llaman Gerry) aparece de la nada sobre una pequeña montaña de tierra. Su amigo acumula inútilmente arena con las manos para construir una especie de colchón que le permita bajar sin hacerse daño. Es la única irregularidad en esta narración literalmente lineal. Cuando la extenuación llega al límite, apenas unos planos generales le dan rostro a estos compañeros de viaje. De pronto, llega la noche. Poco a poco se descubre una salina, por donde los jóvenes caminan muy lentamente, casi sin fuerzas. A medida que el sol avanza, el paisaje se vuelve más blanco y las figuras de los chicos contrastan como dos puntos negros.

07 abril 2015

Paisajes protagónicos: Into the Wild y Wild, reflejos de un espejo distorsionador

Liliana Sáez


Se ha dicho que el paisaje, como parte inherente de la naturaleza, muchas veces es convocado por el cine para subrayar o establecer estados de ánimo. Imposible olvidar en Nosferatu (F.W. Murnau, 1922), los árboles sin hojas, con las ramas retorcidas, agitadas por un viento cerrado, que nos introducen en un ambiente tenebroso, donde se dirime la vida y la muerte. Pero también, los espacios naturales han sido utilizados por los narradores para ofrecer a sus personajes un reto a cumplir, un obstáculo a sortear, un camino de ida que implica un crecimiento, un aprendizaje, una sanación.
En contraposición al ejemplo dado, el paisaje abierto, luminoso y limpio, aunque no por ello menos “oscuro”, es el que se abre con toda plenitud a Chris (Into the Wild, Sean Penn, 2007) y a Cheryl (Wild, Jean-Marc Vallée, 2014), cuando van dejando en su trayecto jirones de su pasado para, desprendidos de todo, internarse en tierras salvajes.
Con siete años de diferencia, ambas películas, inspiradas en sendas obras literarias, sostienen un relato que por momentos parece recorrer el mismo camino y el mismo sentido. Jon Kracauer publicó Into the Wild, a partir de las notas escritas por Chistopher McCandless durante los ciento trece días que duró su travesía. Cheryl Strayed narró su experiencia a lo largo de tres meses y 1800 kilómetros en Wild: From Lost to Found on the Pacific Crest Trail.
Si Chris se despoja de su pasado, al punto de cambiarse el nombre (algo parecido hacía la joven de Nothing Personal, al tachar en su documento todo dato filiatorio) para recorrer con piel nueva un camino desprovisto de las vicisitudes urbanas, pero sobre todo de la carga de hipocresía en que vive su familia, Cheryl se propone como meta la Cresta del Pacífico a modo de flagelación por el dolor que le produce la temprana muerte de su madre.
Ambos salen en una búsqueda, pero más que nada, ambos parten dejando atrás un lastre que es demasiado pesado para sus espaldas. El despojo es literal. Chris (ahora Alex Supertramp) quema su vehículo y su identificación; Cheryl se deshace del equipo que le asegura la supervivencia.
Las planicies del comienzo ofrecen un entorno amable, propicio a la decisión tomada. Los primeros pasos son esperanzadores. El cuaderno de Cheryl va registrando sus altercados; el de Alex, sus sentimientos. Si Cheryl quiere demostrarse que “todo lo puede”, Alex solo quiere “reencontrarse”. Quizá esa sea la premisa que diferencia sus experiencias, aparentemente semejantes. Realmente están siendo reflejadas por un espejo distorsionador.

06 abril 2015

Paisajes protagónicos: Del arcón de los recuerdos

Liliana Sáez


Del inventario de imágenes cinematográficas que cada uno guarda en su memoria se puede construir el imaginario de cada persona. En el mío, existe desde hace muchos años el recuerdo inquietante de un fondo de mar turbulento, cuyo movimiento interior se corresponde con la sensualidad que transmite una joven estirada a pleno sol sobre una roca, mientras su mano agita el fantasma interior de ese mar aparentemente tranquilo en una isla perdida del Pacífico. Castaway(Nicholas Roeg, 1987) está inspirada en la experiencia de la británica Lucy Irvine en la isla de Tuin, donde llegó junto a Gerald para sobrevivir durante un año con medios primitivos. Él era un hombre maduro ganado por la desidia y perdido en la promesa de construir un (nunca construido) refugio, mientras que la joven Lucy se internaba en las aguas cálidas y se estiraba en la arena, prescindiendo totalmente de la compañía masculina, en una simbiosis con el paisaje que despertaba los celos de su compañero.
Como el paisaje requiere de planos generales, la cámara se los ofrece a manos llenas. La isla de Castaway en su magnífica extensión tiene la arena blanca y el mar tan azul que se confunde con el cielo. Allí las personas son apenas unos puntos que se trasladan hacia la especie de hogar que han improvisado. Pero cuando la cámara se acerca, Lucy se integra al paisaje, en esa comunión con el mar o la jungla, mientras Gerald va consumiéndose en su empeño de intentar sembrar artificialmente unas semillas traídas desde la ciudad. La naturaleza impone su salvajismo, a través de las tormentas, las pestes y la sequía. Allí es donde sucumbe Gerald, a quien trata como un enemigo. En cambio, encuentra en Lucy a una verdadera aliada, alguien que late al mismo ritmo de su ciclo natural.

09 marzo 2015

La poesía del gesto: Un libro de Marcela Barbaro, editado por Aula Crítica



Comenzamos con el sueño de Aula Crítica en 2006, con el diseño del Máster en 2008, con la revista digital EL ESPECTADOR IMAGINARIO, en 2009. Desde entonces hemos formado a muchos de sus críticos y de más está decir que estamos orgullosos de esta construcción.
Iniciamos 2015 con un nuevo proyecto que esperamos vaya creciendo como lo ha ido haciendo tanto la Escuela de Crítica Cinematográfica como la revista digital. Se trata de la creación de un nuevo sueño, esta vez la Escuela nos permite llevar a nuestros lectores el primer título de un proyecto editorial.
Marcela Barbaro presenta su libro La poesía del gesto, un recuento personal y sensible sobre su mirada en parte del cine que ha construido su imaginario. A través del cine y la poesía, Marcela revisa obras maestras de la cinematografía internacional en un libro digital que puede descargarse en el siguiente enlace:

05 marzo 2015

Midnight Cowboy: Malas calles

Liliana Sáez


Dos escenas que transcurren fuera de Nueva York permiten definir qué es esa ciudad para un joven texano que va a probar suerte en la gran metrópoli. A pesar de ser británico, John Schlesinger realizó, en 1969, Midnight Cowboy, que junto a Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), es una de las películas más neoyorquinas de que se tenga memoria. Algunos la consideran un producto del western crepuscular, comoEasy Rider (Dennis Hopper, 1969), pero en realidad, no puede ser más urbana ni más significativa de un lugar como la Gran Manzana. Ambas cierran la década del sesenta, una década controvertida, si las hay, donde se dieron innumerables eventos históricos que repercutieron internacionalmente: la lucha contra la segregación racial, la guerra de Vietnam, el surgimiento de la cultura hippie, la contracultura artística, la imposición de la música rock… En fin, años cargados de significado y de cambios abruptos para una sociedad que hasta entonces vivía en una burbuja de ingenua pacatería.
La secuencia inicial nos muestra a Joe Buck, un joven texano que se prepara para dejar su vida provinciana con el fin de llegar a la gran ciudad. Vestido de vaquero, se acicala, lustra sus botas y se marcha con una valija de piel, donde lleva sus escasas pertenencias. Joe se mira al espejo orgulloso de su apariencia. Son sus mejores luces para brillar en la capital.
Casi al final del film, durante su traslado a Miami, Joe cambia sus ropas sucias y arruinadas. La vestimenta de vaquero es dejada en un basurero, donde las botas de cuero que con tanta dedicación abrillantaba se resisten a entrar.
¿Qué ha pasado en el medio? Una experiencia que se replica en los jóvenes que desean triunfar en un medio altamente competitivo y cruel. El medio es Nueva York, una ciudad que lo recibe como a un chico humilde con buen aspecto, donde espera ser acompañante sexual de señoras cincuentonas. Pero la realidad es cruel. Y Schlesinger lo muestra descarnadamente, a través de la amistad que Joe establece con un inválido tuberculoso que pretende ser su manager en la difícil búsqueda del amor que paga.
Un edificio abandonado en pleno Times Square les sirve de hogar a estos dos okupas que deben pasar sus noches sin calefacción durante el riguroso invierno, desconfiando uno del otro y contándose confidencias que los irán pintando como esos antihéroes desesperados a  los que la vida siempre les da un puntapié donde más duele.
John Schlesinger acude al flashback en blanco y negro para contarnos el pasado de Joe (John Voight). Un pasado brutal cuyas marcas pueden intuirse tras una mirada angelical. En cambio, el ítaloamericano Ratso Rizzo (Dustin Hoffman) se pinta de cuerpo entero a través de sus perspicaces miradas, donde supo interpretar al miserable que debe sobrevivir como carterista, ofreciendo lo poco que tiene por unos mendrugos.
En Midnight Cowboy, Nueva York se despliega a través de los ventanales de un hotel de varios pisos donde Joe ha llegado de su tierra natal; en el subterráneo, donde Joe reencuentra a Rizzo una vez que lo ha timado; en las calles mugrientas que recorre, mientras travestis, prostitutas y pederastas ofrecen sus servicios; en las oscuras salas de cine donde consigue clientes que requieren de amor pago, en la casona lista para el derrumbe en pleno Times Square, donde Rizzo lo acoge en su refugio; en los hoteles de la Quinta Avenida, de donde Joe sale expulsado a patadas, mientras Rizzo lo espera a la intemperie una fría noche de invierno, o incluso, en la fiesta de la Factoría Warhol, donde ambos acuden por una invitación al azar y salen enajenados… Enajenación que les planta un deseo, un escape de esa dura vida que no les ofrece ni un resquicio de oportunidad. Miami es la nueva tierra prometida, a donde se dirigirán renovados en la esperanza, pero con un futuro tan trágico como ha sido su vida en Nueva York.
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14 febrero 2015

Zanahoria, Enrique Buchicho. Uruguay / Argentina, 2014

Liliana Sáez



Hace apenas unos días, después de casi cuarenta años, uno de los represores de la dictadura que asoló la Argentina a partir de 1976, se decidió a declarar dónde están los cuerpos de algunos “desaparecidos” por aquellos años. Se trata de Ernesto “el Nabo” Barreiro, que quebró el pacto de silencio para sostener cínicamente que en “La Perla”, el centro de detención y tortura del que era responsable, “no murió nadie”. Pero señaló los terrenos donde pueden encontrarse los cuerpos de los asesinados. Se trata de una declaración llena de imprecisiones, que ha llevado a los investigadores a escarbar la tierra inútilmente.
En la película uruguaya de Enrique Buchichio, Zanahoria, se narra la historia de un hombre que perteneció a los servicios secretos y que luego de muchos años, en plena campaña política de 2004, donde es muy probable que la Izquierda gane las elecciones por primera vez, promete la entrega de documentos inéditos de la dictadura uruguaya (1973-1985) con testimonios de tortura y asesinatos por parte de los grupos amparados por el terrorismo de Estado (protegidos por la Ley de Caducidad vigente).
En la Argentina de hoy se vive el último tramo de un gobierno que dirimirá este año su suerte en las urnas. El paralelismo con lo narrado por Buchichio no es casual. Así como los represores entrenados en la Escuela de las Américas tenían un plan sistemático de desaparición de personas, del mismo modo, esa “mano de obra desocupada” que fueron sus esbirros buscan una punta de donde sostenerse para salvarse. Y lo hacen de la misma manera en que aprendieron a actuar: desesperando al interlocutor, dejándolo horas sin dormir, estableciendo en él una torturante espera, en un clima donde el miedo y el terror viven agazapados. Se mueven en las sombras, atemorizan con posibles persecutores, por “gente pesada” que los borraría de la faz de la tierra si se enteraran de su “traición”.


07 enero 2015

Kinephilos cumple nueve años



Un año más para Kinephilos, el blog que me acompañó durante mucho tiempo y hoy replica mis textos publicados en El Espectador Imaginario.

El movimiento representado, el cine: mi pasión...