14 mayo 2016

La larga noche de Francisco Sanctis, de de Andrea Testa y Francisco Márquez

Liliana Sáez

La larga noche de Francisco Sanctis, de Andrea Testa y Francisco Márquez, obtuvo premios a la Mejor Película en la Competencia Oficial Internacional y a Mejor Actor (Diego Velázquez), así como el reconocimiento de los Premios Signis y Feisal en Bafici 2016.
Buenos Aires en los setenta, años de la feroz dictadura militar, es el escenario donde Francisco Sanctis es enfrentado a un verdadero dilema que lo pone en la situación de poder salvar dos vidas arriesgando la suya o, por el contrario, resguardarse en su núcleo hogareño y permitir que una pareja desconocida sea secuestrada, torturada y desaparecida por su ideología política.
La atmósfera de los interiores, donde Francisco vive junto a su esposa e hijos es oscura y opresiva. Una pálida luz ilumina los espacios donde late la vida de la familia: la cocina y el cuarto de los niños. Pero los exteriores son más intimidantes. Las calles solitarias, los encuentros fortuitos, los diálogos casuales que cobran nueva dimensión luego de que Francisco haya recibido la misión indeseada, forman un artilugio en el que el espectador ve cómo el protagonista se mueve, como si estuviera en una jaula de observación, donde se midieran los niveles de adrenalina, a la manera de un cobayo revisado por un entomólogo. En pocas escenas se van cerrando las posibilidades de que el personaje encuentre la salida más fácil.

08 mayo 2016

Bafici 2016

Por Marcela Barbaro y Liliana Sáez

Bafici cumplió 18 ediciones. Ha recorrido una larga trayectoria en un país que en las últimas décadas ha vivido en democracia, lo cual permite la libertad en la selección de las películas y la ausencia de censura cinematográfica. Ambos “detalles” deberían contribuir a la calidad de la muestra, que en este 2016 cambió de director, aunque sospechamos que mucho de la programación se le debe al anterior. Sin dudas, este año ha continuado con una selección anodina de películas, cuya mejor muestra se constata en la premiación, donde las argentinas obtuvieron quizá demasiados premios.
De todos modos, siempre aplaudimos la posibilidad que nos abre este festival para acercarnos a producciones de otras latitudes, así como poder acceder a encuentros cercanos con genios de la talla de Peter Bogdanovich (que ofreció una conferencia, donde dejó ver su simpatía y la admiración por los efectos que aún produce su cine en los espectadores) y Michel Legrand (que brindó un concierto en el exclusivo Teatro Colón). Obviamente, esperamos que la llegada a la dirección de Porta Fuz vuelva a levantar la vara para el año que viene, y ofrecernos un festival con obras de alta talla, aunque (preferiblemente) no sean las cuatrocientas a las que nos tienen acostumbrados. Otro punto alto fue la visita de Merlin Crossingham, director creativo de Wallace y Gromit, que mantuvo una conferencia y una masterclass para estudiantes, donde conversó sobre su experiencia en la animación y contextualizó los filmes de la famosa compañía inglesa Aardman, que fueron ofrecidos en una retrospectiva.
A las competencias habituales, se sumaron la Latinoamericana y la de Derechos Humanos nublando así la posibilidad del próximo festival dedicado a este tema que suele llevarse a cabo durante los próximos meses y que tiene una historia paralela con el Bafici. Quizá no sea una verdadera novedad, ya que tanto las películas argentinas como del resto de Latinoamérica suelen participar de todas las secciones. Diversificar es aumentar la angustia por tratar de cubrir un relato que tiene que ver con cada una de las competencias. Lo que sí es novedoso fue abrir el festival a varias salas fuera del circuito acostumbrado, llevando el cine a espacios antes marginados del gran hecho cultural que esperamos cada año.

10 abril 2016

Inca Garcilaso de la Vega, un hombre de dos mundos

Liliana Sáez

Y como aquel paraje donde esto sucedió acertase a ser término de la tierra que los Reyes Incas tenían por aquella parte conquistada y sujeta a su Imperio, llamaron después Perú a todo lo que hay desde allí, que es el paraje de Quito hasta los Charcas, que fue lo más principal que ellos señorearon, y son más de setecientas leguas de largo, aunque su Imperio pasaba hasta Chile, que son otras quinientas leguas más adelante y es otro muy rico y fertilísimo reino.
Inca Garcilaso: Comentarios Reales



Álvar Núñez Cabeza de Vaca  (Naufragios y Comentarios), Fray Bartolomé de las Casas (Brevísima relación de la destrucción de las Indias) y Pedro Cieza de León (Crónica del Perú) son algunos de los cronistas que acompañaron la gesta colonizadora de mediados del siglo dieciséis. Todos ellos, con una mirada extranjera se admiraban ante las costumbres “salvajes” de los habitantes del Nuevo Continente y solían describir, a veces en forma de denuncia, el tratamiento que los indígenas, a quienes habían venido a “civilizar” por medio del Evangelio, recibían. Pero para acercarse a ese terreno virgen que era América, para asentarse en las cumbres montañosas o en el tranquilo lago más alto del mundo, para adentrarse en sus creencias basadas en el dios Sol y en la diosa Luna, para acceder a sus costumbres y, sí, a su civilización, hay que acudir a un mestizo, hijo del capitán español Garcilaso de la Vega y de la princesa incaica Chimpu Ocllo. Me refiero al Inca Garcilaso, nacido el 12 de abril de 1539, como lo afirma a lo largo de su obra cumbre, Comentarios Reales.
Garcilaso nació en el Perú de Francisco Pizarro, vivió su infancia y adolescencia en Cuzco, y fue al colegio junto a los hijos mestizos del conquistador. No sólo vivió la colonización, sino también fue contemporáneo de las guerras civiles entre los conquistadores. Él prefería refugiarse en el universo materno, donde aprendió la lengua quechua y a contar con los quipus incaicos. Los relatos de la familia de su madre sobre su pueblo le permitían añorar, sin haberlos vivido, aquellos tiempos de esplendor incaico en la época de su ocaso.

14 febrero 2016

Andrés Caicedo murió para nacer

Liliana Sáez

Niñoviejo, joveninfante, 
amante incondicional del cine, 
explorador de todos sus senderos. 
Ángel caleño de mirada miope, 
frases tartamudas y torpeza lewisiana. 
Ser infecto de pasión cinéfila 
y fervor en la escritura, 
se te recuerda en cada acto 
y vives en cada hecho.

LS



Van a hacer cuarenta años que Andrés Caicedo encontró la muerte que había buscado en más de una oportunidad. Tenía 25 años y su suicidio “coincidió” con la publicación de su primera novela, ¡Que viva la música!, una fotografía de la juventud de Cali (Colombia) durante los años setenta, donde, como en otros territorios, la música y la estimulación de los sentidos eran moneda corriente. Los temores adolescentes en cuanto a la aceptación del otro, la búsqueda de escapatoria del mundo de  los mayores, el debate entre la música importada y la autóctona… todo ello se esconde detrás de las vivencias de su heroína “rubia, rubísima”, con el cabello como el de Lilian Gish y las piernas “muy blancas, pero no de ese blanco plebeyo feo”, que leía El Capital y bailaba salsa.
Me acerqué al personaje y al escritor a partir de una película: Andrés Caicedo. Unos pocos buenos amigos, el documental realizado por Luis Ospina, que se ha convertido en homenaje al entrañable amigo y radiografía de una generación: el Grupo de Cali. Se trata de un “docudrama”, como su autor lo define, de doce capítulos, que recopila testimonios y documentos sobre la vida del amigo ido, y no digo “ausente”. Las frases de Caicedo conducen el hilo del documental, llevándonos de la mano por su breve existencia, pero inmersos en la gran obra que construyó en su vida. Así nos enteramos que confiaba en sus buenos amigos (Que nadie sepa tu nombre/ y que nadie amparo te dé. / Si dejas obra,/ muere tranquilo, /confiando en unos pocos/ buenos amigos); que para él, vivir más de 25 años era una insensatez; que era miope, torpe, tartamudo y se le dificultaba establecer relaciones personales…

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08 febrero 2016

Rara avis en Caliwood

Liliana Sáez

Maldita sea, Cali es una
ciudad que espera,
pero no le abre las puertas a
los desesperados.
Andrés Caicedo


Caracas, febrero de 1992. Fecha que marca un hito en la historia venezolana, porque en los primeros días del mes un grupo de coroneles intentaron dar un golpe al gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez. El vocero del movimiento revolucionario no era otro que Hugo Chávez. Hacía más de veinte años que los venezolanos vivían en una calma política, social y económica, de la que se sentían orgullosos y eran ejemplo para el resto de la región. Ese 4 de febrero cayó abatida en Parque Central una compañera de estudios de la Escuela de Artes. El país estaba conmocionado.
En los días previos, me encontraba en la oficina de Programación de la Cinemateca venezolana, cuando dos personajes llegaron, cambiando el clima frenético con que cerrábamos la revista del mes. Verdaderamente, no los conocía. Pero esa imagen de un hombre delgado y alto y el otro bajo y robusto llegó a ser la contraparte de un tercero ausente, que ellos mismos me descubrieron.
Luis Ospina y Carlos Mayolo, los visitantes, conocían a Leonardo Henríquez, entonces director de Programación de la Cinemateca, quien los definía como “nuevos bárbaros, pájaros raros del cine colombiano”. En su encuentro, los tres amigos disfrutaban compitiendo con frases armadas con juegos de palabras, a cual más cáustica e inteligente, elevando el diálogo de manera genial. Los que los rodeábamos, asistíamos al duelo verbal, sorprendidos por el humor corrosivo que desenvolvían ante nosotros, y tratando de no interrumpir para no quebrar la magia que las palabras iban armando frente a nuestras mentes no iniciadas.
Al cine que traían bajo los brazos le revoloteaban vampiros tropicales y de sus latas chorreaba sangre en cantidades. Sobre sus espaldas cargaban una especie de ángel de las tinieblas, especie de fantasma, de alter ego, de ánima andante: el mítico Andrés Caicedo. Entre los tres habían formado el Grupo de Cali, germen de la legendaria Caliwood en el Valle del Cauca.


07 enero 2016

Kinephilos cumple diez años

Liliana Sáez



Hace 10 años nacía Kinephilos. Refugio de filias y fobias cinematográficas, con proyección en El Espectador Imaginario, la revista de Aula Crítica. Camino recorrido junto a colegas y amigos, a estudiantes convertidos en críticos.

Este año va dedicado a cuatro ausencias significativas: a la frescura de una compañera de estudios, Lissette Vidal, y sus ganas de vivir; a la mirada poética y ética del fotógrafo Luis (Gusano) Brito, al recuerdo de una persona que confió en mi profesionalismo y luego se convirtió en una cálida amiga, Josefina Jordán; y a alguien para quien no tengo sino admiración por su amor al cine, por su conocimiento y esa necesidad de compartirlo, Manuel Martínez Carril, ¡chapeau!

03 enero 2016

Noche sin distancia

Liliana Sáez



Mar del Plata 2015 se permitió un pequeño lujo, de esas maravillas pequeñas, que pasan inadvertidas. A mí me llamó la atención su director, Lois Patiño. Su Costa da Morte fue elegida por mí para retratar un 2014 de cine. Este año esperaba algo por el estilo, pero no… Si bien sigue siendo coherente con su búsqueda intensa de retratar el paisaje, hay oportunidad de asistir en unos pocos minutos, porque de un corto se trata, a momentos aparentemente estáticos, espacios supuestamente nocturnos y diálogos apenas susurrados, para narrarnos un momento, “un instante en la memoria del paisaje”, como Patiño subtitula su Noche sin distancia.
Como obedeciendo los versos de Texeira de Pascoaes, una serie de imágenes fijas, grabadas en negativo, coloreadas en algunas secciones (algo verde aquí, un púrpura allá) permanecen ante nuestras pupilas, con el tiempo suficiente como para notar que hay una tela que flamea, un pequeño hilo de agua que corre, montañas claras en la noche oscura. “Pressentimentos, figuras, apariçoes… Há rastos de almas na paisagem…”, dice el poeta. A los segundos de mirar, el mismo paisaje devela una figura humana. Una y otra toma con las mismas características, diálogos susurrados (en primer plano, aunque quienes los emiten estén inmersos en un gran plano general) que hablan sobre los posibles pasos para transportar el contrabando. Las imágenes nos narran la historia de unas gentes que suelen atravesar las montañas de Gerês, en la frontera entre España y Portugal.

Mar del Plata 2015

Liliana Sáez

Del 30 de octubre al 7 de noviembre se llevó a cabo la 30º edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Un festival que hemos reseñado años anteriores y que va recuperándose de los marasmos en que lo suelen sumir los vaivenes políticos, que a veces lo han censurado, otras, directamente lo han suspendido y las mayoría, le han recortado un presupuesto digno para un festival clase A como el que es.
Desde 2008, bajo la batuta de su director, José Martínez Suárez, y con el feliz retorno este año del historiador, crítico y coleccionista Fernando Martín Peña como director artístico, ha ido creciendo con el apoyo cada vez más patente del INCAA y de los gobiernos nacional y provincial. Lo mejor que hemos visto en esta oportunidad, cosa que ya detectamos hace un año atrás, es la fidelidad con la que los marplatenses miman a su festival. Las salas de los cuatro complejos y el Auditorium, siempre llenas desde primeras horas de la mañana, así lo atestiguan.
De la mano de Peña llegaron a la pantalla varias películas de cine argentino restauradas. Hubo retrospectivas de Daniel Tinayre, Pierre Chenal y Ralph Pappier.Los venerables todos (Manuel Antin, 1962) se estrenó en el país luego de 50 años de realizada. Este ejemplar del cine negro había sido presentado en Cannes 1962. Al fin tuvo su reencuentro con el público argentino. El tono cinéfilo del Festival se sigue acentuando con la presencia, este año del hongkonés Johnnie To y una serie de Panoramas donde el énfasis autoral así lo determinan. Hubo retrospectivas del ruso Aleksandr Dovzhenko (con once de sus películas), del austriaco Gustav Deutsch y del filipino Kidlat Tahimik, que estuvo presente en la ciudad balnearia.

07 noviembre 2015

Finales de (vida) película

Liliana Sáez
Para cada espectador, una película es como un sueño o como una pequeña vida vivida en paralelo, tiene comienzo, desarrollo y final. Y se vive como si fuera real. Por eso, al finalizar un filme, es como despertar de ese sueño de apenas noventa minutos. Visto así, los finales de películas pueden considerarse finales de una vida. Y si las vidas retratadas en esos finales también terminan su existencia justo antes de los créditos, estamos ante un doble final.
De esos finales dobles y de esos finales de vidas breves, he elegido cuatro que acuden a mi memoria por haberme conmovido en su oportunidad, quizá porque poseen en su desenlace trágico toda la esencia de su discurso.
Reservoir DogsEl primer final de vida que acude a mi mente es esa maravillosa coreografía que diseñó Quentin Tarantino para clausurar su Reservoir Dogs (1992).
Sus personajes, unos ladrones cuyos sobrenombres responden a colores, visten formalmente de oscuro y usan gafas de sol, se enfrentan en un duelo final, en un ambiente amplio y cerrado. La locación es gris, con rampas de cemento, iluminada por una fuente débil. En realidad, es el galpón de una empresa funeraria, con algunos ataúdes envueltos en nylon que han sido apoyados en las paredes. Nada más adecuado para finalizar con las vidas de estos señores tan coloridos, en un triángulo de disparos que bien puede sugerir un tendido de hilos de una telaraña, sin saber de dónde sale el disparo que mata a quién.
Un grupo de hombres, entre los que hay un policía infiltrado, prepara el robo a un banco. Para ocultar sus identidades, deciden denominarse con colores, frente a la rebelde negación de a quien le ha tocado por nombre Mr Pink/Rosa (Steve Buscemi). Durante el golpe, que nos es escamoteado, algo sale mal y el destino de cada uno está señalado. La maravillosa puesta en escena final termina por poner las cosas en su lugar, a través de un enfrentamiento armado (un verdadero duelo) en el galpón que les sirve de aguantadero.
La triangulación del duelo se da entre Joe (Lawrence Tierney), el mafioso que ha contratado a la banda, que discute con Mr White (Harvey Keitel), porque defiende a quien él cree es el delator, Mr Orange, y el tercero en cuestión es el hijo de Joe, Eddie (Chris Penn). Así, Joe apunta a Mr Orange, Mr White tiene como blanco a Joe y Eddie, a Mr White. Los tres disparan a la vez  y caen al suelo. Padre e hijo han muerto. En un santiamén todos quedan tendidos en el suelo. Mr Pink, que había permanecido escondido tras una escalera al iniciarse la discusión (quizá su sobrenombre denote su cobardía… o su instinto de supervivencia) se apodera del botín y sale por la pesada puerta del galpón. A duras penas Mr White se acerca a Mr Orange, quien entre borbotones de sangre le confiesa ser policía. Quien lo había defendido, le apunta y en un primer plano dramático del matador que llora por la revelación y el costo que ésta ha supuesto, se oye el disparo que mata a Mr Orange. Sobre los créditos se oye en off que Mr Pink es interceptado por la policía.
La camaradería del comienzo se quiebra ante el  develamiento que apura el final. La situación supera a los pocos sobrevivientes, a quienes el destino, finalmente, les dará su merecido.
Reservoir Dogs es una película de bajo presupuesto que ha pasado a ser un clásico, ya que veintitrés años después todavía genera adeptos. Y eso sin mencionar que abrió la puerta a títulos como Pulp Fiction o Kill Bill. Quizá su ultraviolencia, con la respectiva exageración en derroche de sangre, la falta de protagonismo estelar de alguno de sus personajes o la música de los 70 en una película de los 90, sean factores que influyeron para establecer una nueva propuesta en el género policial y darle identidad a un autor que es sinónimo del cine de la década. Lo cierto es que en el espectador se da un fenómeno inusual, porque aunque acompaña expectante el relato dramático, festeja con una sonrisa cada uno de sus excesos.

08 septiembre 2015

El clan, de Pablo Trapero

Liliana Sáez



Las huellas que dejó una dictadura de siete años, como se dice al comienzo del filme de Pablo Trapero, es el punto de arranque de El Clan. Narra una historia que conmocionó a la opinión pública argentina, que ya no creía tener margen para el asombro, después de haberse develado el terrorismo de Estado que azotó al país con crímenes que aún siguen conmoviendo a los argentinos, porque todavía nos espantamos ante el descubrimiento de tumbas clandestinas o nos alegramos, no sin un dejo de tristeza, frente la aparición con vida de niños (hoy adultos) sustraídos de su identidad.
En los años ochenta, en ese límite difuso entre el fin de la dictadura y los comienzos de una frágil democracia, el Clan Puccio (integrado por toda una familia y algunos adeptos) llevó a cabo crímenes que se realizaban con la misma metodología que utilizaban los grupos de tareas que habían segado toda una generación de argentinos. Arquímedes Puccio había sido un agente del servicio de inteligencia durante la dictadura militar que, una vez llegada la democracia, como “mano de obra desocupada” continuó con sus malas mañas para enriquecer sus arcas. Sus víctimas eran elegidas entre sus conocidos, siempre que provinieran de familias ricas.
Pablo Trapero se dio a conocer con Mundo Grúa, una obra pequeña pero fundamental, donde la fotografía en blanco y negro enmarcaba a un hombre de barrio que lucha por no hundirse en una Argentina que salía de la bonanza económica para abismarse ante la brutal crisis del 2001. Luego, eligió historias más inmersas en los aspectos enfermizos de una sociedad que tiende a sostener sus flagelos, como en El bonaerenseLeoneraCarancho o Elefante Blanco, en las que sus protagonistas luchan desesperadamente contra un entorno que no hace más que enterrarlos aún más en el fango.
Si bien El clan puede enmarcarse en la transición política de un momento histórico y no deja de remitir a una sociedad que mira hacia otro lado, tiene otro registro. Es unthriller en el que el espectador se convierte en detective de una causa que todavía tiene sus puntos oscuros y, aun así, sigue sorprendiendo por la brutalidad de su accionar y por la habilidad de soslayar tras una apariencia normal, una vida criminal. El espectador irá descubriendo la trama que teje una familia de clase media alta con una doble vida, sin que sus vecinos y conocidos se hayan dado cuenta. Para ello establece un duelo actoral entre Guillermo Francella, un actor que se ha dado a conocer como cómico pero que aquí se revela como un intérprete dramático acabado en el papel del patriarca de la familia, Arquímedes Puccio, y el  actor juvenil Peter Lanzani, que borda con su sonrisa angelical la caracterización de Alex, el hijo mayor, un rugbier destacado de la selección nacional Los Pumas, que cuenta con gran popularidad entre sus compañeros y amigos.
El duelo actoral es parejo. La trayectoria y la experiencia de Francella le permiten caracterizar a Arquímedes como un padre rígido, que comanda una familia integrada por una esposa docente, tres hijos varones dedicados al rugby y dos chicas que aún están estudiando la escuela secundaria, frente a Lanzani, que no se queda atrás, porque lo que no tiene de experiencia lo cubre magníficamente con su aspecto de ángel caído. Si bien lo que trata El clan es la historia de toda una familia, la tensión narrativa se centra en la relación padre-hijo, definida desde el comienzo del filme por un Arquímedes que aún se rodea de poderosos agentes que le aseguran un marco de acción con gran impunidad y un Alex que es popular entre sus compañeros y con un porvenir junto a su novia y el pequeño negocio que ha instalado junto a su casa.
Trapero instala su cámara en la mesa de los Puccio para hacer una radiografía de la familia, un micromundo de tensas relaciones, que funciona como espejo de lo que fue la sociedad argentina durante los años duros de gobierno militar. Allí están representados el patriarca, como jefe inescrupuloso, verdadero cerebro de las operaciones criminales; la mujer que sostiene la situación bajo la apariencia de no saber qué sucede en el sótano de su propia casa, como hacía gran parte de la sociedad, que miraba hacia otro lado (o festejaba un Mundial de Fútbol), mientras sus compatriotas eran secuestrados, torturados y desaparecidos en los centros de detención adecuados para tal fin; el entregador que responde a la consigna de “obediencia debida” en la figura del hijo que facilita el secuestro de sus amigos ricos; o el que se espanta de la situación y solo atina a refugiarse en el exilio para escapar del horror.