20 mayo 2013

Tchoupitoulas. Bill Ross y Turner Ross. EUA, 2012.

Liliana Sáez


Tchoupitoulas es el nombre indígena con que se ha denominado una calle de Nueva Orleans que corre paralela al río Misisipi. Históricamente, estuvo dedicada al comercio fluvial, por lo que abundan grandes depósitos que desde hace un tiempo se han ido convirtiendo en locales comerciales más pequeños: restaurantes, discotecas y pubs, donde habita una fauna variopinta. La calle, de noche, se viste de fiesta, se ilumina en tonos rojizos y ofrece un paisaje poblado de gentes de todo tipo en un clima de algarabía al comienzo de la noche para convertirse en otro diferente por la madrugada, cuando irrumpe el personal de limpieza que le dará una lavada de cara a la calle, en el intento de borrar las huellas del desmadre nocturno.
Tres hermanos (dos adolescentes y uno un poco más chico) junto a su perro deambulan a lo largo de la calle, a la espera del próximo ferry que deberá sacarlos de ese mundo que se transforma a altas horas de la noche en un lugar frenético, pletórico de luces y música, donde compiten el hip hop con el jazz, las drag-queens con las strippers… Intenta ser un viaje iniciático (los muchachos pasan su primera noche fuera de casa), con diálogos en un tono existencialista por parte del más pequeño de la familia, donde los jóvenes quedan asombrados ante el universo de luces, colores y sonidos que se despliega ante ellos. Cierra con la incursión a un barco abandonado, mudo testigo de una época mejor, que cierne sobre el espectador momentos de suave suspenso.
Un filme que comienza con un ritmo narcótico pero que al promediar se va poniendo más interesante, al entrar en calor los espectadores a la vez que los jóvenes, con un mundo que se muestra como un universo caleidoscópico maravilloso. En esa cualidad de múltiples juegos de luces y colores es que se pierden los directores para estilizar un espacio que de otra manera parecería más burdo.
Desigual en su ritmo, Tchoupitoulas se muestra como un viaje que de iniciático tiene poco. La omniprescente voz de William, el más pequeño de los tres hermanos, por momentos se vuelve insoportable. No hubiera estado mal haberle dado algunos espacios al silencio para poder llevarnos algo más que una experiencia de seis horas por demás avasalladora de los sentidos –y no en el mejor de los aspectos- condensadas en solo ochenta minutos.
(Publicada originalmente en El Espectador Imaginario)

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