La aparición del sonido en el cine supuso cambios sustanciales para el negocio cinematográfico norteamericano. Por una parte, el trauma sufrido por algunos actores cuya voz no se correspondía con el tipo de personajes que interpretaban. Por otra, la inmovilidad a la que se debió condenar a la cámara para evitar el registro de los ruidos que esta hiciera. Con el cine silente, Hollywood llegaba a todos los confines de la tierra con sus producciones. Con el cine sonoro veía un problema casi insalvable para llegar al público de otros idiomas. Pero nada es imposible para el gigante del Norte, que encontró la manera de seguir atiborrando las pantallas internacionales con sus producciones.
En ese plan se concentraron los estudios de Hollywood, que con años de experiencia debían buscar una identificación propia. Para ello, contrataron a sus directores, artistas y técnicos exclusivos y se dedicaron a establecer un estilo creativo en función de determinados temas. Es así como nacen los géneros cinematográficos. Cada estudio era el responsable (el director hasta entonces era solo un empleado fácilmente reemplazable) de la producción de los filmes que señalarían su marca. A partir de entonces, el cine que realizaban se catalogó como western, cine negro, comedias…
Por eso, hablar del musical en el cine nos lleva a los años treinta y al cine norteamericano. Esa década, especialmente, fue signada por dos estilos claramente identificables que podrían resumirse en dos nombres, el de la dupla Fred Astaire & Ginger Rogers y el de Busby Berkeley. Me gustaría detenerme en este último, porque si bien la pareja de bailarines reclama un espacio propio, el del coreógrafo merece nuestra atención porque sus producciones no se limitan a ser danzas filmadas, sino que el cine, su dispositivo, interviene como uno de los protagonistas de sus creaciones.
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