30 julio 2008

Tu música, mi música...

Lo leí y dudé si me hablaban de Colombia, de Bolivia, de Paraguay o de la Argentina. En este último país el tema está más que sensible, por eso quiero compartir este texto que Juan Mosquera, el poeta de Abre el cielo y llueve love tan generosamente nos ha prestado.
LS


(A propósito del Derecho a la Alimentación)

MÚSICA TRISTE
Juan Mosquera

El hambre viene, el hombre se va. No hay música más triste que la balada lánguida de los platos vacíos. El compás de un estómago hambriento marca el ritmo de una danza que no permite pensar. La historia me cuenta que el hambre es madre de la sed (de venganza) y la mirada de un niño empieza a perder por inanición toda ingenuidad.

Los campos son generosos, el paisaje exuberante, la naturaleza dispuesta y las vitrinas de la ciudad están llenas… hay comida, eso es tan cierto como decir que lo único que se reparte por igual se llama inequidad. Nada está donde debería estar: la tristeza, otra vez, es el menú de hoy. Todas las leyes encuentran buen papel donde escribirse pero la realidad no tiene firme el pulso para verlas cumplir. En este momento alguien está deseando tener derecho a tener derecho.

La única guerra que merece lucharse es el combate contra el hambre y el campo de lucha está en la conciencia y los escritorios desde donde puede cambiarse el sentido a la palabra destino. Para que el instinto irracional no nos robe el pedazo de humanidad que ayuda a dormir al animal que también nos suele habitar.

La belleza de la siembra se encuentra con la tragedia de esta cosecha: el sabor de la nostalgia en la boca que sólo besa al recuerdo del sabor que nunca ha vuelto a probar. El cuerpo delgado de esperar el alimento que esta noche tampoco llegará. Tú dices tres comidas al día y le sumas algunas más, ellos no conocen más matemática que la del azar. El hambre viene, el hombre se va.


Texto escrito luego de ver unas (bellas) fotografías de Luigi Baquero que no tienen nada de miseria y todo de dignidad al momento de hablar de este inminente problema nacional. Y en cada encuadre tantos colores como historias atrás... www.luigibaquero.com

23 julio 2008

De cómo la primera escena de El Padrino define a la saga

Raúl Bellomusto



El Padrino (The Godfather, 1972, Francis Ford Coppola) es el film que abre la saga de los Corleone. Es la primera de las tres películas de las que está compuesta la secuela, que narra la vida, negocios, placeres y desgracias (así como las implicancias políticas y sociales de su accionar) de una familia mafiosa, proveniente de Sicilia, Italia, en los Estados Unidos. El tríptico conforma una obra integral que realiza la pintura de tres generaciones. El personaje puente, el central, quizás el verdadero “Padrino” del título es Michael Corleone, encarnado en los tres films por Al Pacino. Es a través de las evoluciones e involuciones de este personaje que Coppola despliega en el lienzo cinematográfico todo un árbol genealógico que, por extensión, bien puede representar el de tantos otros inmigrantes europeos llegados a tierras Americanas corridos por el hambre de las sucesivas Guerras Mundiales. Lógicamente, a este lado de la Tierra llegaron tanto los hombres y mujeres honestos y trabajadores, así como los mal vivientes y especuladores, entramándose con la población nativa para dar forma, cocinándose en ese crisol, a las sociedades que les sucedieron en el tiempo.

Analizar la trilogía o, al menos, uno de sus componentes de manera exhaustiva es tarea ardua. Intentos por el estilo han dado lugar a la escritura y publicación de muchos libros. Es así que se necesita acotar el corpus analítico, presentando aquí el análisis de una escena que permita, de alguna manera, mostrar la visión de Coppola y hacerla extensiva al resto del tríptico y, por qué no, a toda su obra (en tanto a sus técnicas de puesta en escena, ya no en su temática). Se trata aquí, entonces, de la escena de apertura.

La primera secuencia de El Padrino es fundamental en muchos aspectos:

  • Presenta a los personajes principales, los cuales ya son dotados de competencias individuales que se desarrollarán o se troncharán a lo largo de la trilogía.
  • Impone una visión de imposibilidad de unión entre ambos mundos representados (europeo/americano, mafiosos/ciudadanos “legales”).
  • Realiza una crítica indirecta (mensaje final también en toda la saga) del modo de vida americano: sus estamentos también están corruptos; el “sueño americano” no es tan sencillo.
  • Establece a la comunidad italoamericana como una etnia que vive en el anonimato, que desarrolla sus actividades en secreto, despreciando, a su vez, la forma de vida de los norteamericanos.
  • Etc.

Entrando de lleno al análisis de la escena enunciada, digamos entonces que se desarrolla en ocasión de la boda de la hija de Vito Corleone (Marlon Brando), Connie (Talia Shire), con Carlo Rizzi (Gianni Russo). En la secuencia completa de apertura podemos ver, alternativamente, cómo la familia festeja la alianza y cómo un corrillo de personajes le pide distintos “favores” a Don Corleone. La boda se realiza de día y al aire libre. El Padrino atiende a quienes realizan sus peticiones en su estudio. La fiesta de bodas, formalización de la unión de dos personas en matrimonio, se lleva a cabo en el exterior, bajo el sol; en tanto, el despacho de Don Corleone está oscuro, cerrado: es un espacio opresivo, amoblado clásicamente y por donde la luz sólo entra a través de una persiana americana entreabierta, que comunica ese ambiente con el exterior, donde se está dando, justamente, la fiesta enunciada. Esta primera contraposición exterior/interior, luminosidad/oscuridad, da la idea de lo turbio e ilegal en relación a lo que sucede en el despacho.

Desde la presentación con la imagen típica de la Paramount, puede escucharse el leiv motiv de Nino Rota, orquestado por Carmine Coppola. La película abre con un fundido a negro, nada puede verse. Se escucha la primera línea de texto, que luego sabremos que pertenece al enterrador Bonasera (Salvatore Corsitto): “Creo en América”. El negro del fundido descripto nos da una idea de “off” en relación con esas palabras: no pueden asociarse a una persona, a un rostro determinado. Hay una indefinición absoluta, además, en espacio y en tiempo. Tal vez sea, entonces, una declaración “de intenciones” del propio Coppola, como italoamericano que es. Una vez que esa línea de diálogo, pequeña, contundente, culmina, el fundido se abre y vemos el rostro de Bonasera en primer plano. Bonasera comienza a relatar que su hija ha sido víctima de un abuso sexual. A medida que discurre el relato, el zoom sobre el rostro del hombre se va alejando. Este alejamiento parece ser una manera de mostrar cómo se puede ir de lo particular a lo general: cuando Bonasera termine el relato, sabremos que está desilusionado con la justicia formal de los EE.UU. y que es por esto que ha acudido a Don Corleone, especie de Dios que imparte su propia justicia. Por otro lado, es de tener en cuenta que toda la película es bastante económica en cuanto a movimientos de cámara (mecánicos u ópticos) y que los planos suelen ser fijos, dependiendo su duración de la velocidad que se pretendió imprimir al montaje en función de la acción. Por lo tanto, un zoom de alejamiento en estas instancias tan tempranas del film resulta por demás significativo.

La cámara no corta en ningún momento del relato del enterrador. Por lo tanto, sucesivos montajes internos se van dando a medida que el lento alejamiento se está ejecutando. En primera instancia, vemos a espaldas de Bonasera (sentado frente al escritorio) los picaportes de la puerta, que se mantiene cerrada. Lo que allí pase, lo que en el ambiente del despacho suceda, es secreto y está alejado de la fiesta (por tanto, del mundo exterior). En determinado momento de su narración, Bonasera se quiebra, víctima de la emoción que le representa revivir el trance de su hija. A esta altura (también descubierto progresivamente por el alejamiento de la lente) ya tenemos una referencia de la espalda de Marlon Brando a izquierda de cuadro. Aquí tenemos dos cosas: el primer plano inicial, entonces, está en el punto de vista de Don Corleone y, segundo, la referencia de la espalda mantiene anónimo por ahora el rostro del Padrino, lo que le da un aura de misterio. Siempre de espaldas, Vito hace una seña hacia alguien que está en off a derecha del cuadro. Entra entonces al encuadre una mano portando un vaso de agua para Bonasera. Alguien más está en la habitación. Bonasera toma el vaso y bebe, pidiendo disculpas por haberse embargado de emoción. La cámara, mientras tanto, continúa abriendo el cuadro. Para cuando la cámara (el zoom de alejamiento) se detenga, Bonasera habrá culminado su relato y el pedido a Don Corleone estará a punto de consumarse. Ya podemos ver casi toda la superficie del escritorio, perfectamente ordenada y donde a la derecha hay una caja. A esta altura, Bonasera ha comenzado a darnos elementos que teñirán luego el argumento del resto de la película y de sus dos secuelas: dirá que ha concurrido a la policía (poder formal y legal) “como buen americano” (sumisión al "establishment" que le acogiera a su llegada de Italia) y que el juez, luego de condenar al novio de su hija y a un amigo –quienes la atacaron, golpearon y desfiguraron– dejó suspendida su sentencia. Parece sorprendido de lo que él mismo cuenta y repite lo de la sentencia suspendida. Así es como, dice, se decidió a “pedir justicia a Don Corleone”.

El capo mafia habla por primera vez en la película luego de la línea “pediré justicia a Don Corleone”. Le pregunta a Bonasera por qué motivo fue a la policía en lugar de hablar primero con él (lo cual da una idea del poder y la impunidad con las que cuenta el personaje). Entonces repregunta: “¿Qué quieres que haga”? Bonasera se pone de pie y sale de cuadro a la derecha. Entra nuevamente en cuadro y está en primer plano con la referencia de la espalda de Brando. Los dos cuerpos quedan a contraluz y Bonasera le susurra algo al Padrino en el oído. Cuando culmina de hablarle en voz baja a Don Corleone, sobreviene el primer cambio de plano de la película (ya han transcurrido más de tres minutos y medio de film). Efectivamente, desde el “I believe in América” hasta este momento, el tratamiento de planos elegido por Coppola fue la técnica del plano-secuencia. Ya sabemos que esa temporalidad sincronizada con lo real potencia la propia sensación de realismo en cine, por tanto, la herramienta utilizada no es, ni remotamente, casual.

El cambio de plano es a un PP del rostro de Don Corleone. Coppola nos saca de su punto de vista y nos coloca en el de Bonasera y del resto de los habitantes de esa habitación (de los que, hasta ahora, sólo vimos la mano de quien alcanzaba el vaso de agua, lo suficiente como para informarnos que esa conversación no era privada entre –en términos actanciales- destinador y sujeto). Es que ahora Don Corleone debe decidir qué hacer respecto del pedido.

Sin embargo, antes de tomar una determinación, Vito humillará a Bonasera, así como ya lo había mancillado la justicia ordinaria al liberar a los atacantes de su hija. En medio de esta situación, Coppola inserta un plano de referencia que abre el juego totalmente: es un plano general del despacho, donde podemos apreciar a Sony (Santino, James Caan), hijo mayor de Don Corleone y a Tom Hagen (Robert Duvall), consejero del jefe de la Familia. A la luz de lo que sabremos conforme avance el film, la composición de este cuadro es fundamental: Sony, como primogénito, es el heredero natural del lugar de Padrino (luego sabremos que su vehemencia lo llevará a la muerte). No se encuentra Freddo en el despacho, es el hijo del medio y, a su vez, un pusilánime, que quedará fuera de la escala jerárquica por su posterior descuido en función del atentado a Don Corleone. Tampoco Michael (quien llegará inmediatamente a la fiesta… con uniforme y novia americanos, representando al italiano joven, moderno, que se insertó en la nueva sociedad americana, dicotomía que perseguirá al personaje durante toda la saga y hasta su muerte en El Padrino III). Hagen, el consigliere, por su parte, es hijo adoptivo de Vito. Ambos, Sony y Tom están bebiendo. Sony de pie y Tom apoltronado en un sillón parecido al de Don Corleone, símbolo de quienes entonces ostentan diferentes grados de poder en ese escalafón. Cabe acotar una rareza (o no, el suntuoso sillón es fundamental) que se da en relación a la antinomia “arriba/abajo”: cuando Bonasera extiende su ruego está de pie, respetuosamente, mientras Don Corleone sigue en su sillón, aunque este último, obviamente, es quien tiene el poder. Así que Vito y luego Tom son quienes tienen mayor poder en esta escena. Don Corleone ostenta el poder natural que le confiere ser el jefe de la Familia; Tom el poder dado por ser consejero y, por tanto, poseedor de mucha información acerca de las relaciones y las actividades mafiosas. Sony, puesto físicamente en simetría con Bonasera, es, por ahora solamente un heredero: dentro de esa habitación, “se calla y aprende”.

“No puedo hacer eso”, dice Don Corleone. Y sabemos entonces que Bonasera, en su susurro, le pidió que asesine a los atacantes de su hija. Vito se encuentra vestido de smoking, al igual que Santino y Tom, dado que “están” en la fiesta de Connie y Carlo. Don Corleone habla con Bonasera y acaricia a un gato que tienen entre sus manos. El gato, es sabido, es un animal fiel al amo que le da de comer. Corleone se dirige a Bonasera sosteniendo al animal hasta que lo suelta sobre el escritorio. Allí, exactamente, comienza a humillar al enterrador, tal como ya se ha apuntado. Es que el enterrador ha sido un gato que no es fiel: hay que domesticarlo. Le dice a Bonasera que éste nunca quiso su amistad, que no quería comprometerse (como el propio Bonasera le replica) dado que había “encontrado un paraíso en los EE.UU.” y, por tanto, para qué necesitaría un Padrino. Es más, le dice: “tuviste un buen negocio (enterrador = buen negocio), recibiste la protección de la policía y de los tribunales (los negocios de Bonasera tampoco son del todo legales): no necesitabas de mi amistad, ni siquiera me llamaste nunca Padrino”. Allí deviene una ceremonia propia de la mafia, con alusiones a la Familia, al respeto, etc. Existe un paralelo bastante evidente en relación al “temor a Dios”. El capo dice que Bonasera le está pidiendo que mate por dinero, eso es irrespetuoso. El funerario le replica que quiere que mate, pero por impartir justicia. “Eso no es justicia” –dice Don Corleone– tu hija está viva”. Esta línea de diálogo cumple la función de imponer la ley del mafioso. Vito es quien dice qué es justo y qué no y, al tiempo, muestra una cuestión relativa al “honor” que cierra con las “Familias”: es cierto, en definitiva, que el pedido no era equilibrado. Pero, en realidad, Don Corleone está declarando que es él quien decide quién muere y quién no.

“¿Cuánto debo pagarte?”, pregunta Bonasera. Don Corleone se pone de pie y va hacia la ventana, la que, como se dijo, comunica con la fiesta. Tiene que tomar una decisión de la que puede depender la vida de un par de seres humanos: primero le hecha un vistazo a su propia familia (Coppola humaniza así al personaje, al igual que en el atentado, donde está comprando frutas como cualquier padre de familia, y en ocasión de su muerte, que se da cuando un infarto lo sorprende jugando con su nieto). Al mismo tiempo le da la espalda a Bonasera.

Finalmente, Bonasera se rinde frente a lo inevitable: “sé mi amigo… Padrino”, dice y se inclina para la ceremonia del besamanos. Así acata una autoridad que antes había despreciado; la ceremonia del besamanos es símbolo de respeto y sumisión.

Terminando la escena, Don Corleone, satisfecho por su triunfo en una contienda de la que, probablemente, el propio Bonasera haya estado inconsciente, toma al enterrador por el hombro y lo empieza a guiar hacia la puerta. A esta altura, Hagen se puso de pie y acompaña al movimiento de los otros personajes. Sony no se moviliza, lo veremos a fondo de cuadro cuando la cámara cambie de posición y, desde el lugar de la puerta, enfoque a Vito y Bonasera de frente, para la sentencia final del Padrino: “algún día, ojalá nunca llegue, te pediré que hagas algo por mí… mientras tanto y hasta ese día disfruta de esto, es un regalo de la boda de mi hija”. El “esto” que refiere Don Corleone, nunca será explicitado a Bonasera: se trata del castigo a los atacantes de su hija, pero, aquello que se vaya a hacer, de qué manera se ejecutará y otros detalles ya no le serán revelados al enterrador.

Cuando la puerta se abre para que salga Bonasera, el sonido de la fiesta penetra en el despacho. Este sonido, premeditadamente, rompe un tanto la diégesis al continuar escuchándose aún cuando la puerta se vuelve a cerrar (antes el despacho estaba absolutamente silencioso, todo el diálogo entre Corleone y Bonasera fue absolutamente ceremonioso y protocolar). Es el momento en que el espectador se entera que allí sucede algo: hay mucha gente y hay música. Luego, el plano que sobreviene al final de la escena analizada, es el de la pose para la foto familiar de la boda, que Don Corleone suspende “hasta que llegue Michael”.

Una vez que Bonasera está fuera de la habitación, Tom se acerca a Don Corleone, presto a escuchar “la orden” (no hay nada que decir, este movimiento se da mecánicamente, lo que transmite la sensación de cotidianeidad): “encarga esto a Clemenza, que no se extralimiten, no somos asesinos aunque lo diga este enterrador”. Al terminar esta línea de diálogo, Brando huele el clavel rojo que tiene en el ojal de su solapa. Un grueso anillo de bodas se puede apreciar en su mano izquierda.

Más tarde, la película develará cuál es el pedido que Corleone se ve forzado a hacerle a Bonasera: preparar el cadáver de su hijo Sony, acribillado brutalmente a balazos en una estación de peaje. Quizás la presencia de Sony en la habitación, escuchando la sentencia de su propio padre a Bonasera, culmina siendo anticipatoria de su muerte.

13 julio 2008

Lunaria

Raúl Bellomusto


Tengo un amigo que se llama Bruno. Y otro que se llama Tomás. Bruno es un cinéfilo empedernido, como yo. Y Tomás es librero, pero, como no podría ser de otra forma, también ama al cine. La librería de Tomás se llama “Lunaria” y en ella, a principios de este año, fundamos un cineclub.

“Lunaria” (el cineclub)* es un niño en pleno crecimiento. Dio sus primeros pasos tímidamente –como todo niño que se lanza a caminar– y día a día nos va llenando de orgullo, como buenos padres que nos preciamos de ser.

La fauna que habita “Lunaria” (de ahora en más y para siempre, el cineclub) es amplia y variada. Variada en edades, en formación, en sensibilidades, en gustos cinematográficos. No hay mejor público que uno como el de “Lunaria”. Cada dos viernes programamos un film, que luego coronamos con un debate. Todo regado con un buen vino tinto que ofrecemos como parte del programa. Y cada dos viernes, como actores noveles, sentimos cosquillas en el estómago. ¿Gustará la película? ¿Será enriquecedor el debate? Paso atrás, primera pregunta: ¿vendrá gente? Toda una aventura, amigos. Pero está dicho, no hay mejor público que el de “Lunaria”: siempre está conforme, siempre participa, siempre deja a nuestro criterio la programación, la moderación de los debates. Tenemos suerte con el crío que cuidamos.

Y lo maravilloso es todo lo que alrededor de este evento social (sí, no es otra cosa que eso) estamos destinados a hacer. Desde preparar el lugar (no olviden que existe una “Lunaria-librería” en funcionamiento), hasta comprar los vinos; desde desplegar la pantalla a conectar el proyector; desde dar apertura a las pelis y ciclos (programamos en tándems de películas que dialogan entre sí por algún hilo conductor, aún aquel que suene a capricho de los papis… para eso estamos) a absorber lo que la gente nos devuelve, a las pelis y a nosotros.

Es genial tener a “Lunaria”. Nos coloca infinidad de sombreros. Somos críticos, teóricos, arqueólogos de Internet. Y se va conformando una personalidad definida para este grupo social que quincenalmente se junta a gozar. Y tenemos –parte del juego– personajes definidos y enraizados, baquianos cinéfilos de aquella fauna enunciada que nos siguen función a función: el “Googlero”, afable concurrente que siempre nos sorprende con un comentario calcado de alguna reseña de Internet; la “Psicóloga”, a quien ponemos, contra su voluntad, en la froidiana tarea de analizar a los personajes desde su psiquis; “La madre y el hijo”, justamente, claro, madre e hijo que sorprenden desde su fanatismo equilibrado a pesar de la forzosa diferencia generacional; “El Dr. Amor”, el varón de una pareja de ancianos que ven las pelis invariablemente tomados de la mano y muchos, muchos más.

Y nosotros disfrutamos nuestra previa discutiendo la programación, intercambiando pelis, descubriendo maravillas, recuperando placeres olvidados en algún recoveco cerebral. Y nuestro mientras tanto, aprendiendo del público, involucrándonos con ellos en la visión del film (nunca un susurro, nunca un celular sonando), sintiendo como la película respira dentro de ese ambiente bucólico, perfumado por cientos de volúmenes literarios que nos rodean. Sentimos todos, nosotros y el público, recuperado el espíritu de los viejos cines, aquellos donde visionar una película era una encumbrada experiencia ajena a las gaseosas, el pochocho y los nachos, donde las sillas se sienten debajo nuestro, donde toser provoca vergüenza.

Rescatar todo esto en un mundo como el que hoy habitamos, tan “fast food”, vertiginoso y apurado, poco afecto al encuentro y el raciocinio, donde juntarse a pensar es casi subvertir el orden establecido, provoca satisfacciones que colman el espíritu. Y eso no es poca cosa como actitud contestataria a ese modelo impuesto en las sociedades modernas.

Bruno, Tomás y yo estamos convencidos, asimismo, de que ésta es una forma más de “hacer cine”. En definitiva es una devolución, tanto que el cine ha hecho por nosotros, modestos cine-clubistas. ¿Quién dijo que el cine ha muerto?




* “Lunaria Cineclub” funciona en Iberá 1629, Ciudad de Buenos Aires.

07 julio 2008

La Antena

Marcela Barbaro


Hace más de diez años, se estrenó el film Picado Fino (1997) de Esteban Sapir, y con él se inició un proceso de renovación dentro de la cinematografía nacional conocida como el Nuevo Cine Argentino.

Su segundo largometraje, La antena (2004-2007) se hizo esperar con justa razón porque es una de las películas más creativas y originales que se haya hecho en nuestro país.
La película es una fábula que narra la historia de una ciudad dominada por un villano llamado El Hombre TV (Alejandro Urdapilleta), que dejó a sus habitantes sin voz. Él es el único que controla los mensajes que se transmiten por televisión y los productos que allí se venden. Con un logo espiralado trata de hipnotizar a los habitantes para que no piensen ni deseen nada más que lo ofrecido y se olviden de su falta de voz. El pueblo se comunica telepáticamente moviendo sus labios.

En contra de éste villano, está su hijo (Valeria Bertucelli) y el dueño de un negocio e inventor (Rafael Ferro) que, al conocer la intenciones de El Hombre TV, tratará de detenerlo con la ayuda de su mujer (Julieta Cardinali), de su hija (Sol Moreno) y del hijo ciego de la única mujer que posee voz (Florencia Raggi) y que se halla secuestrada.

Filmada íntegramente en blanco y negro y ambientada en los años 30 y 40, La Antena no puede clasificarse como un film de época, porque al mismo tiempo tiene una estética futurista. Buenos Aires es una ciudad irreconocible, donde la nevada constante le brinda una atmósfera melancólica.

Sapir como buen cinéfilo, nutrió a su film con claras manifestaciones estéticas del cine mudo: el expresionismo alemán, la luna de Meliés, la Metrópolis de Fritz Lang, la densidad de Murnau, y también del comic y del futurismo de Brazil.

Hay un exhaustivo trabajo con los efectos especiales, la fotografía y el diseño de arte que se ajustan a la puesta en escena. Los subtítulos forman parte de ese ingenio visual, al complementar y jugar con la imagen, porque al ser un film mudo, la expresión se vuelve más creativa al utilizar otros recursos, tan o más ricos que la palabra.

La Antena logra deslumbrar estéticamente y se diferencia del resto, se individualiza. Pero a pesar de ser un minucioso y arduo proyecto, la historia queda en segundo plano. Si bien es clara su visión crítica acerca de: la manipulación de los medios de comunicación sobre la opinión pública, la falta de pluralidad de ideas, la mediocridad televisiva y la ideología dominante en los medios, el film no logra darle mayor énfasis a estas ideas que siguen siendo vigentes ante productos televisivos como Bailando por un sueño y Gran Hermano, entre tantos otros.

Como sucede con la historia, la utilización de símbolos como la esvástica y la estrella judía son parte de la mirada juiciosa de Sapir frente a la censura, el autoritarismo y lo despótico, aunque se vislumbren sin subrayados.

Originalidad y simbolismo, literalidad y crítica. La imaginación y la creatividad se dieron la mano para hacer una película ambiciosa que tuvo fe en sí misma, y se nota.

04 julio 2008

Buscadores del arca perdida

Liliana Sáez



Los nombres de Paula Félix Didier y Fernando Peña merecen todo mi respeto. Sigo el trabajo de ellos desde hace años y considero que no sólo los arropa la mística por el trabajo y la crítica, por la docencia y la investigación, sino también que ese trabajo que realizan y esa mística que poseen arroja resultados que son pasos gigantescos en la preservación del cine, esa pasión que me llevo conmigo desde la infancia.

El último logro conseguido por estos dos investigadores ha sido el descubrimiento de un negativo de 16mm de Metrópolis, la película que filmó Fritz Lang en 1927. Hace unos años se restauró una copia que no era la original, pero que contenía una edición como se creía la había ideado su autor.

La copia encontrada en el Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken, de Buenos Aires, es una reducción de 35mm a 16mm de la versión estrenada en la Argentina en 1928. Esa versión alemana contiene escenas y secuencias que no se hallaban en la versión más conocida, que era la norteamericana, que tenía 40 minutos menos.

Es un hallazgo fundamental para el cine universal, pero hay que destacar que estos dos investigadores siguen trabajando silenciosamente en el rescate de otras películas, y que cuando logran restaurar una copia de una película argentina lo que hacen es guardar para la memoria del país una obra de arte que ninguna otra cinemateca, archivo fílmico hará. En sus manos está preservar, restaurar y rescatar nuestra cinematografía.

Mis felicitaciones a ellos, y todo, todo mi respeto.

29 junio 2008

the happening. apuntes.

marc jardí


contie spoilers.

el miedo se propaga de manera rápida, directa y masiva. así, como cualquier cosa sin importancia. la tecnología, preciosa ella, no tiene la culpa de nuestra incompetencia.

miles de hipótesis, que sin previa reflexión son igual de ciertas o falsas, nos encierran y liberan continuamente dentro de un guión. si te animas es casi como un juego que te mantiene atento. como el marienbad o un rosebud. salvando las grandes diferencias.

la presión de la sociedad, que al no saber qué hacer, se refugia en personas que deben satisfacerles sus necesidades en cuestión de segundos. pero ese otro tampoco sabe qué hacer, la teoría de un biólogo es igual de válida que la de un carpintero o un fontanero. vivimos en un mundo donde nos utilizan como crash test dummies.

la violenta y cruenta puesta en escena de shymalan no lo es más que cualquier telediario, noticiero o video de Internet de hoy día. no sé porque sois tan hipócritas de hacer que os asombra.

un hombre mata con su escopeta a dos niños que golpean fuertemente la puerta del primero, y asusta el pensar que cualquiera, sea capaz de lo mismo en su situación, y si no lo fuera, a lo mejor lo haría, porque lo has visto en miles y miles de imágenes.

todo está en el aire, en las nubes. quién sabe, y qué más da.

19 junio 2008

El Favio de Aniceto

Mientras pongo en orden la cantidad de sensaciones que me dejó Aniceto, publico un extenso trabajo sobre mi cineasta argentino preferido. Alguien que nunca me defrauda, alguien que me ha sorprendido como nunca con su último trabajo. Me refiero a Leonardo Favio.
Este estudio fue realizado hace unos cuantos años (soy su fan número uno desde hace muchos, muchos años) y publicado en la revista Encuadre Nro.51-52 (Conac, Caracas, octubre-diciembre, 1994).
Entretanto, Favio realizó Perón, sinfonía de un sentimiento, obra extensa sobre quien le cambió la historia a la Argentina. Algún día haré mi reflexión sobre ella.
Aquí va el porqué de mi admiración.
LS





EL CINE DE LEONARDO FAVIOLiliana Sáez

Entre el cine comercial -que intentaba recuperar el mercado latinoamericano perdido- y el cine regional -encabezado por Fernando Birri y que formaba en la Escuela de Santa Fe a los mejores documentalistas del país-, destaca, en Argentina, a principios de los sesenta, el cine realizado por una clase media que gusta mirarse y mostrarse, apoyándose en argumentos de escritores contemporáneos de la talla de Beatriz Guido, David Viñas, Marco Denevi y Silvina Bullrich. Su mejor representación es la sólida obra de Leopoldo Torre Nilsson. El secuestrador (1958), La caída (1959), Fin de fiesta (1960), Un guapo del 900 (1960) y La mano en la trampa (1962) son la base de un discurso cinematográfico maduro que sustenta esta afirmación.

Será la influencia de Torre Nilsson la que incidirá en el debut de uno de sus actores favoritos, Leonardo Favio, en el terreno de la dirección cinematográfica. La trayectoria de Favio como actor se había desarrollado entre papeles secundarios, pero sus interpretaciones se destacaban por cierto encasillamiento en un personaje conflictuado y rebelde, con visos negativos, aunque rescatable por la humanidad que, en algún momento de la historia, afloraba para imprimirle verosimilitud. El conocido actor que compartía elencos con María Vaner, Elsa Daniel, Walter Vidarte, Graciela Borges y Lautaro Murúa, entre otros, sorprendió en 1964 con una obra personal, gracias a la cual lograría el reconocimiento internacional y un sitio en la historia del cine argentino.

Crónica de un niño solo fue filmada durante el tranquilo gobierno de Arturo Illia -el último que viviría el país hasta 1983. Sorprendió a la crítica que veía en Favio tan sólo a un actor prometedor. El guión, compartido con su hermano, Zuhair Jury, abandona los límites temáticos que deleitaban a aquella clase media narcisista. Quizás porque los orígenes de Favio así lo reclamaban, quizás porque sus vivencias tenían más solidez que el vacío aburrimiento de ese ghetto, lo cierto es que Favio prefirió apoyar su mirada en la infancia anónima de un reformatorio.

La vida de Polín transcurre entre las cuatro paredes del retén, donde la disciplina domina y los ratos de ocio son interminables horas de aburrimiento. Para remarcarlo, Favio juega con los encuadres y el espacio, de tal manera, que predomina, tras el lente, la simetría de unos espacios cerrados que no permiten vislumbrar una línea de fuga. El tiempo fílmico comparte su duración con el tiempo diegético en un prolongado silencio. A veces, se oye un silbato, ubicado en la banda sonora como para recordar que el sonido existe. Los escasos diálogos no ilustran mucho acerca de los personajes, sólo rivalidades entre los pupilos del lugar.

La cárcel, donde es encerrado Polín, por intentar huir del reformatorio, es un caserío abandonado no sólo de presencia humana, sino de calidez, de vida. Una celda miserable es testigo de la astucia del muchacho. El tiempo fílmico y el diegético coinciden hasta el extremo de convertir esta escena en una de las más exasperantes del film. Con la huida de Polín, Favio le permite al espectador buscar un horizonte en el encuadre.

En la villa miseria, la misteriosa muerte de un vecino es pretexto para dejar entrever la precaria seguridad con que cuenta el entorno familiar del niño. La paz y el silencio del paisaje abierto y plano del río -definitivamente opuestos a la paz y el silencio del reformatorio- son rotos por el llanto de un niño, víctima de una violación. La brutalidad de la acción es ahorrada por Favio a través del montaje de planos generales, en los que coloca a los adolescentes victimarios y a la presa, en contrapunto con planos de Polín en un proceso de profunda relajación, seguidos de primeros planos de los rostros de los niños, intercalados con la imagen de un sauce cuyas hojas se mecen tranquilamente en un silencio sepulcral, sugiriendo la violencia implícita del acto escamoteado. La violencia contenida y reprimida provoca un incómodo malestar en el espectador, que se debate -ante el acto de cobardía de Polín- entre la justificación y la condena.

El carro con el caballo blanco que posee Fabián es el único elemento que sugiere una esperanza para Polín. No en vano Favio ha escogido encuadres realmente poéticos para mostrarlo. En la calle empedrada y mojada por la lluvia reciente, bajo la luz de un farol, está la libertad. Un caballo blanco, un animal que puede llevar a Polín más allá de las fronteras conocidas, se constituye en su única posibilidad de futuro. Paradójicamente, será también su condena.

En Crónica... Favio mira con ternura, pero no por ello sin crudeza, las vicisitudes de una infancia predestinada al fracaso. Los límites cerrados en los que se mueve Polín y sus compañeros en el reformatorio -agudizados por la simetría de una arquitectura rígida, muchas veces subrayada por la iluminación- son tan condenatorios como el campo abierto a la orilla del río. La rigidez disciplinaria de los carceleros hace contrapunto con las horas de ocio de los muchachos aburridos. La disciplina y el silencio se convierten en personajes fundamentales de este film. En el campo abierto del río, la plenitud no logra ser tal. La crueldad de los adolescentes no mide autoestimas ni vulnerabilidades. Sin embargo, la mirada cálida con que Favio nos describe a Polín no oculta crudeza al narrar el episodio del río.

Cuando Favio emprendió su segunda película, en 1966, la democracia ya era sólo un recuerdo. El general Juan Carlos Onganía había tomado el poder por la fuerza y durante su gobierno se gestaban los grupos guerrilleros que serían protagonistas en la historia argentina de los próximos años. Sin embargo, Favio prefería narrarnos el cuento de un amor provinciano, cuyo título, Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más... es una síntesis del guión. En un rincón de Mendoza, Aniceto conoce y se enamora de Francisca. Su relación cambia la geometría de su piecita -en la que hasta entonces pasaba largas horas mateando y compartiendo silencios con su gallo de riña, el Blanquito-. Francisca logra instalar cierto equilibrio y orden en el cuartucho, pero al interponerse Lucía, se irá para siempre con lágrimas en los ojos.

Los ambientes escogidos por Favio son tan provincianos como la historia propuesta: el barrio, el cuarto de Aniceto, el reñidero, el teatro, el club... La utilización del tiempo y del espacio que ya había hecho en Crónica de un niño solo es pulida hasta el extremo de convertir a su película en una pequeña obra de arte. Temas como el amor y los celos son centrales en Este es el romance..., sin embargo se sugieren otros siempre presentes en la filmografía de Favio: la miseria, el fracaso, el hambre, la indiferencia, la incomunicación...

La utilización de picados y de planos generales para mostrarnos la soledad del individuo; la única iluminación del encendido del cigarrillo en la calle desierta, durante la noche, mientras Aniceto camina en espera de Lucía, para transmitirnos su ansiedad; los planos de la riña de gallos, como metáfora directa de los sentimientos de las dos mujeres y el tilt up final, cuando vemos que ese pequeño universo mostrado es sólo un apéndice pegado a una gran ciudad, son algunos de los elementos con que Favio se expresa.

Al año siguiente, Favio rueda El dependiente, la historia de Fernández, un hombre que desde niño ha trabajado en ferretería de Don Vila y cree tener el derecho a heredarlo para poder cumplir con su sueño más caro: pertenecer al Rotary Club. La rutinaria vida de Fernández se ve entorpecida por la presencia de la señorita Plasini, una joven que vive con su madre y ambas cuidan las instalaciones de un templo evangelista. Ella ve en Fernández la única posibilidad de huir de su madre, una viuda sumamente posesiva, y del secreto que ambas guardan, un hermano oligofrénico. Los intereses de los novios son diferentes, pero la muerte de Don Vila puede permitir que se cumplan.

Nuevamente, Favio vuelve a jugar con la simetría que le imprimió al reformatorio donde Polín pasaba sus días. Las visitas de Fernández a la casa de las Plasini transcurren en la galería de la casa, sentados los novios frente a frente, separados por una mesa, una radio y una tercera silla, donde está ubicada la fotografía del padre muerto, quien posee un sorprendente parecido con Fernández. A la derecha, vemos una puerta desde donde se proyecta una luz, sutil indicación de la permanente presencia de la madre de la señorita Plasini. Vigilancia que se suspende todas las noches a las once, cuando la señora cruza el patio para dirigirse no sabemos adonde. Hasta que una noche, pasadas las once, aparece la causa de tanto misterio.

Los largos silencios que se instalan durante las comidas de Fernández con Don Vila, así como también en las visitas diarias que recibe la señorita Plasini; los diálogos bruscos y destemplados que intentan mantener madre e hija; la música de la radio interpuesta entre los novios; el aullido de un gato maltratado, son algunos de los elementos que utiliza Favio en la banda sonora para transmitirnos una serie de estados de ánimo, esperanzas y desolación. La cámara –que nos muestra el entusiasmo de Fernández ante el descubrimiento de la señorita Plasini en la puerta de la casa, a través de tres planos consecutivos, filmados desde un carro que pasa frente a ella; el regreso a su casa, cada noche, atravesando una calle solitaria, alumbrada por un único farol; la presencia de Fernández niño que le dice a Fernández adulto que está cansado- se convierte en cómplice de Fernández.

Con El dependiente, Favio cierra una trilogía que puede ser considerada una obra completa, coherente, significativa y madura, a pesar de la constante búsqueda que implica cada uno de estos trabajos. Se trata de un discurso medido, comprometido con una realidad social y, sobre todo, con una concepción pesimista de la vida. Los personajes que desarrolla en cada una de estas películas son seres alejados de la mano de algún dios, con más miserias que virtudes, pero con una humanidad tan tangible que adquieren una fuerte consistencia.

El uso de película en blanco y negro; la utilización de un espacio medido, simétrico y controlado; el transcurso de un tiempo cinematográfico no convencional; el desarrollo de la acción detenida, demorada, en función del desenlace predestinado hacia el fracaso; la sobriedad de los diálogos y de la actuación, además de la incorporación de un narrador en off que intenta poner una distancia entre el espectador y la historia, son algunas de las constantes de este primer grupo de películas que permiten ya sostener que estamos frente a un cineasta sensible, al que hay que respetar.

Es en 1967 cuando la vida personal de Leonardo Favio da un vuelco. Su separación de María Vaner y su incursión como cantante para responder a los reclamos que a través de la canción le hiciera su ex mujer, le permitieron encontrar una nueva profesión que le dio mucho más dinero que el cine. Además del aspecto económico, la música le permitió canalizar el fuerte romanticismo que destila toda su obra. El mundo de la canción le abrió las puertas a Favio a una vía que le permitía mayor libertad que la que le daba el cine. Además, a través de la música dejaba de ser el cineasta que sólo algunos iniciados reconocían en él, para convertirse en ídolo de multitudes y poder cantarle más libremente al amor, a la paz y a la vida, sus tres constantes como cantante.

Mientras en el país se iniciaba una guerra, luego del provocativo secuestro del ex presidente golpista Aramburu y de su ejecución por parte del grupo guerrillero Montoneros, Leopoldo Torre Nilsson probaba realizar un cine oficialista que evocaba las figuras ilustres de San Martín (El Santo de la Espada) o del héroe gauchesco Martín Fierro y Leonardo Favio se conformaba con actuar en películas que promovían sus canciones (Fuiste mía un verano, de Eduardo Calcagno).

Se sucedieron en el gobierno de facto los generales Juan Carlos Onganía y Roberto Levingston, mientras los grupos guerrilleros se consolidaban, tomando parte en lo que sería la más cruenta lucha armada contemporánea en la Argentina. El cine argentino entregaba una de las obras maestras latinoamericanas, La hora de los hornos (Fernando Solanas y Octavio Gettino, 1971).

En 1972 gobierna el general Lanusse. Es el año de Juan Moreira, la película que cambiará radicalmente la estética hasta entonces sostenida por Favio. El color se añadirá a sus películas. Hasta aquí, el director había preferido centrarse en el drama individual, en la soledad de los seres desposeídos, ya sea de recursos económicos como afectivos, y en la condena de esos miserables. Juan Moreira es un personaje recuperado de la leyenda popular. Un maldito que llena una página roja del gauchaje argentino. Del legajo criminal, Favio logra rescatar a este personaje para volverlo humano. Considerado por algunos un western gauchesco, Juan Moreira es algo más que eso. Se trata de volver a revisar la historia oficial.

Más allá del tratamiento cuidadoso o no de esta obra, que guarda fuertes diferencias formales con la trilogía anterior, Juan Moreira se constituye en el compromiso político de una época en la que el terror sutilmente horadaba a toda una sociedad. Frente a la complaciente El Santo de la Espada de Nilsson, quien para muchos ya había entrado en una etapa de senilidad, Juan Moreira se convertía en un fuerte alegato contra la autoridad y contra el oficialismo. La invitación a una revisión histórica planteada de manera tan sutil era provocadoramente atrayente para una capa social que estaba sumamente politizada y que ya había comenzado su proceso de adoctrinamiento. Favio se constituía así en un peronista que podía sugerir, a través de su obra, otra lectura.

Centrada a finales del siglo pasado, Juan Moreira permite una evocación de la historia escrita por mitristas y alsinistas, acercándose a la realidad del peón de campo y a la del indio en estado de profunda miseria. Lejos de la inofensiva figura de otro héroe de la literatura gauchesca, Martín Fierro, Moreira es el centro de un melodrama que cuenta una historia de traiciones con contenido político de gran peso. El color, el maquillaje tosco, la presencia de una muerte que intenta parodiar a la de El séptimo sello, de Bergman, y algunos momentos de excesivo melodramatismo, son algunos de los puntos flojos del film. Sin embargo, la contundencia del discurso ideológico deja pasar por alto algunos de esos sinsabores para centrarse en la médula de lo que Favio nos quiere transmitir.

1973 fue el año del regreso de Perón. Para millones de argentinos, el momento más esperado de sus vidas. Volvía el caudillo, volvía el que para muchos era el verdadero padre de la patria. Los peronistas verían cumplirse el sueño alimentado por una montaña de mensajes que había enviado "el Viejo" en lo que dio por llamarse la Resistencia Peronista. Cantidad de cassettes con discursos, órdenes y planteamientos verdaderamente revolucionarios habían alimentado a una generación que no había conocido sus gobiernos, pero que estaba sedienta de justicia. Cámpora, presidente por poco tiempo, llevó un gobierno de apertura ideológica, permitiendo la liberación de los presos políticos y abriendo las posibilidades que tanta gente había esperado para poder expresarse y mencionar el nombre de Perón en voz alta. Las universidades abrieron sus cátedras para la revisión histórica y muchas verdades salieron a la luz. Los mejores hombres y mujeres del Justicialismo se ubicaron en las casas de estudio y por una vez en muchísimo tiempo había tanto entusiasmo y tanta avidez por estudiar. Es el año en que Perón regresará para tomar el gobierno que con tanto celo le ha guardado Cámpora.

Ezeiza. La más amplia gama de sentimientos e ideologías comparte la autopista que lleva hacia el aeropuerto. En uno de los puentes que se elevan sobre ella está instalado el palco que recibirá a tan ilustre y querida personalidad. Hay gente de todas las corrientes que agrupa el peronismo. Paradójicamente se encuentran los muchachos de la Juventud Peronista (rama izquierdista del movimiento) como los del Comando de Organización (rama derechista). En la autopista hay ánimo de fiesta. Se oye por los parlantes la voz de Leonardo Favio que participa con igual entusiasmo. Un provocativo cartel de Montoneros y el brillo que asoma de los trajes de la derecha ortodoxa será la chispa que convertirá ese día en uno de los más tristes y lamentables de la historia argentina. Los disparos y el terror provocaron huidas desesperadas. Sólo una voz, temblando, trataba de devolver la calma a quienes intervenían en esta pesadilla.

Para quienes estuvimos presentes, el recuerdo de esa voz -la de Favio- permite alejar cuantas versiones intentaron desprestigiarlo, tratando de incorporarlo al bando más fascista del encuentro. Esta anécdota no es gratuita. Permite devolver justicia a quien ha logrado, con el paso de los años, ser nada más que un sobreviviente en una sociedad que se ha hecho tanto daño. Y la coherencia de su obra sirve de respaldo a esta afirmación. Porque Favio puede llegar a ser, por momentos, un cineasta ingenuo. Para algunos, hay un retroceso desde su trilogía inicial hasta Gatica. Lo cierto es que, a pesar de guardar su primera obra una diferencia casi extrema con la última, hay algo que Favio no se ha permitido olvidar. Se trata del compromiso social. Su cine guarda un profundo respeto por el ser humano, por el humilde, por el desposeído, por el que se siente solo, por el desgraciado, por el infeliz, por quien quiere llegar alto y no tiene con qué.

La llegada al gobierno de Juan Domingo Perón le abrió al cine argentino una posibilidad que había perdido, la de poder expresarse libremente. Es la época en que Vallejo filma El camino hacia la muerte del viejo Reales; Wulicher, Quebracho; Renán, La tregua; Olivera, La Patagonia rebelde y Torre Nilsson se recupera con Boquitas pintadas.

1974 es el año de Nazareno Cruz y el lobo. Plena época de amor, paz y muchas flores. Favio deja aflorar en esta hermosa leyenda todos los sentimientos positivos de su personalidad. El famoso mito que afirma que el séptimo hijo varón se convierte en lobizón, durante las noches de luna llena, se convierte en una bella parábola del triunfo del bien sobre el mal. El color, los picados y contrapicados, la soltura de una cámara que gira al son de la música, así como los primerísimos planos de dos bocas que se besan, son parte de la estética que utiliza Favio para narramos una leyenda en la que toma partido por el saber popular y por la simplicidad de los sentimientos. Esta es la primera película de Favio que guarda un parentesco sumamente estrecho con la letra y la intención de sus canciones. Será en Nazareno... y en Soñar soñar, donde no se reconozcan casi las fronteras entre su cine y su música.

En 1976, cuando cae el gobierno de María Estela de Perón -quien había reemplazado a su esposo luego de su muerte en 1974, y a quien le faltaban escasos meses para llamar a elecciones-, se instala en el poder el general José Rafael Videla, dictador responsable del proceso más vergonzoso y lamentable que haya vivido la Argentina. Ese mismo año, Favio estrena Soñar soñar. El sueño de un joven provinciano que quiere triunfar en la capital es el tema central del film, donde no dejan de estar presentes tópicos como la amistad defraudada, la confianza, la autoestima, el sueño...

El camino del exilio tienta a Favio ante la persecución política. Varios intentos de regreso y nuevos exilios lo arrojan nuevamente en la Argentina, en 1989, donde comenzará a realizar su propio sueño, llevar a la pantalla la vida del boxeador Lucho Gatica.

Gatica, el mono es la historia del joven que, llegado del interior a Buenos Aires, conquista una situación social acomodada por medio del pugilismo sangriento. Su récord de batallas victoriosas es sorprendente, lo que le permite haberse elevado a la categoría de leyenda popular, uno de los mitos que la Argentina peronista veía surgir de los suburbios arrabaleros para alcanzar la gloria.

El hilo narrativo está sustentado en la amistad de Gatica y el Ruso. Personajes que permanecen inalterables (con sus miserias y sus afectos) a lo largo del film. Viejas y constantes rencillas, reclamos, cariño... permiten mantenerlos conectados, relacionados y aunados. La gloria no llega gracias al entrenamiento riguroso y metódico, sino -pareciera- gracias a la fuerza bruta ejercida por unos puños férreos. Su decadencia, su miserable vida íntima y la imposibilidad de encontrar un equilibrio en una vida estable y familiar lo llevan al derrumbe.

Construida sobre la base de una iconografía peronista -donde Evita es aureolada como una santa en su lecho de muerte, donde se confunden los pendones peronistas de una manifestación política con las banderas que aúpan al boxeador, además de las imágenes de archivo que muestran la apoteósica manifestación del 17 de octubre de 1945, en favor del entonces coronel Perón- Gatica parece ser la película más sincera de Favio, quien se nos vuelve a presentar como un sobreviviente. Sobreviviente de una generación que alguna vez creyó en algo. Sobreviviente de un cine que coqueteó con cuanto gobierno se instalara. Sobreviviente de cuantas pesadillas se atravesaron. Sobreviviente en su lucha. Sobreviviente en su sueño y en su ingenuo modo de pensar.

29 mayo 2008

Ploy

Liliana Sáez



Una pareja en la cabina de un avión. Ella dormita, él se abandona a sus pensamientos con la mirada perdida.

La misma pareja en el ascensor de un hotel internacional. Él dormita apoyado sobre ella.

Una habitación de hotel en penumbras. El baño. Colores neutros. Asepsia.

La historia podría suceder en cualquier ciudad. Pero unas líneas del diálogo nos dicen que esta pareja viajó desde los Estados Unidos hasta Bangkok para asistir a un funeral.

El bar del hotel. El hombre bebe. El barman conversa con él. Una joven mochilera oye (y nos hace oír) música. Delgada, desgarbada, con una apariencia descuidada, se acerca al hombre. Nos enteramos que se llama Ploy y que espera a su madre, que debe llegar de Estocolmo.

Ploy es también el nombre del film del tailandés Pen-ek Ratanang. Una de esas películas que te quedan resonando después de haberlas visto. Su puesta en escena es tan cuidada, que da gusto ingresar en los mundos asépticos en los que transcurre la acción.

Tres mujeres, tres historias enlazadas en una sola. La esposa que, a lo largo de los años de casada, sufre celos, desconfía de su esposo y se siente insegura de su amor. La joven que desprejuiciadamente ingresa en la vida de la pareja para mover sensaciones adormiladas. La mucama que mantiene con el barman un romance clandestino.

Los límites entre la realidad y el sueño, entre lo que sucede y lo que se piensa, entre lo onírico y lo vívido, entre lo que se siente y lo que se sincera, no están definidos.

Los ambientes despersonalizados (aeropuertos, cuartos de hotel, ascensores, bares, aviones…) son el marco preferido de este director para mostrar cierta quietud (aparente), cierto orden espacial, donde se desarrollan historias contenidas, donde las situaciones son llevadas al límite sin que nos demos cuenta.

Por eso Ploy atrapa. Formalmente es impecable. La atmósfera, la fotografía, la luz es cuidada al extremo. No hay colores chocantes, no hay elementos de utilería que estén fuera de lugar. Incluso en la única secuencia que transcurre en un depósito de cosas inútiles, muy desordenado, sucio, sin luz, el caos enmarca perfectamente la acción de violencia que allí se desarrolla.

Las escenas están encadenadas por largos negros, mientras que un ruido sordo sirve de fondo a los momentos de mayor tensión donde no se habla, por lo que la atmósfera se torna pesada.

Los encuadres seleccionan parcialmente un rostro, un cuerpo, un detalle del espacio, informándonos mucho más de lo que hay fuera de cuadro. Algunas escenas nos remiten al inicio de Frantic (Roman Polanski) o a los momentos compartidos en la habitación del hotel en Lost in traslation (Sofía Coppola), aunque en Ploy, los personajes están de regreso en su país, pero sufren, como en los casos de los dos films citados, la soledad de un lugar no-suyo: la mujer que se esconde detrás de unas gafas oscuras; el hombre que en posición fetal llora en la bañera; la joven que se asoma detrás del diario que escribe.

Lo que queda después de ver el film es un dejo de tristeza, porque a pesar de resolver la historia hacia un final más que forzado para dejar las cosas en buen estado, lo vivido, y sobre todo las escasas líneas del diálogo (por ejemplo, la afirmación: “Discutimos porque no tenemos más qué hacer”; o, ante la pregunta: “¿El amor tiene vencimiento?”, la temible respuesta: “Sí”), nos hunden en la misma pesadumbre en que están sumergidos los personajes.

Ese final es lo único que saca del estado de embobamiento en que el espectador permanece durante toda la película. Lamentablemente, Ploy se extiende cinco minutos de más, cuando el autor podría haber dejado un final abierto más convincente que la clausura que le da. El plano de la mucama acostada boca arriba sobre la cama, entonando una canción con su voz clarísima, hubiera sido un buen cierre.


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(*) Ploy fue exhibida en el marco del Bafici 2008.

18 mayo 2008

Premio para Mario Handler

Liliana Sáez




Caracas, finales de los 90. Un hombre alto, muy delgado, canoso y con gafas de marco oscuro hizo su entrada en la oficina de programación de la Cinemateca, donde junto a mi equipo revisábamos con entusiasmo la edición recién salida de imprenta de la revista que habíamos estado preparando durante el último mes.

El hombre se presentó. Y allí comenzó una amistad, de esas que te marcan de por vida. Porque ese hombre alto y delgado era Mario Handler. Lo conocía porque era un cineasta militante... un militante que hace cine (no sé cuál de las dos definiciones le viene mejor). Mario Handler… Carlos, Me gustan los estudiantes, Líber Arce, liberarse… Su filmografía es extensa, pero eran esos los títulos que resonaban en mi mente y yo me encontraba allí, hablando con el dueño de esas imágenes, con una institución del cine uruguayo.

Con los años, me brindó su amistad y compartió conocimientos. Nos acompañábamos en nuestras charlas con la nostalgia que sentíamos por el Sur, pero también destacábamos el calor humano que encontramos en el trópico.

Mario volvió a Montevideo el mismo año en que yo volví a Buenos Aires. Al poco tiempo pude ir al estreno de Aparte, documental que significó su reinserción en el país. Aparte ha dado muchas líneas a la prensa, pero yo sé que él ha dejado en ese film salud y dinero.

Hoy me entero que Decile a Mario que no vuelva ha recibido el Premio del Público en Documenta-Madrid 2008 y próximamente será exhibida en Buenos Aires (del 26 al 30 de mayo en el Centro Cultural Recoleta, formando parte de lo mejor de la Mostra de Lleida 2008).

Dos años estuvo filmando Handler este documental, una evocación de la última dictadura para intentar una reconciliación que, a pesar del paso de los años, se ha vuelto difícil de lograr.

Estoy feliz por Mario, porque sé que se merece el premio, que seguro no será el único, pero más que nada me alegro porque entiendo que ese film es un paso más en esa intensa búsqueda de nuestro lugar en el mundo que tenemos quienes nos hemos visto obligados, por una u otra razón, a dejar el país: ese deambular… y ese regresar a un sitio que hemos idealizado y que aunque conocido se nos presenta como extraño… ese encuentro con los lugares y las personas que nos constatan que hay un hueco de cinco, diez, quince, veinte años de ausencia...

Habrá que esperar el estreno para hablar de la película. Mientras tanto, vaya un abrazo y un agradecimiento porque Mario Handler es un ejemplo a seguir.