12 mayo 2018

The Image You Missed (Donal Foreman, Irlanda / Francia / EUA, 2018)

Liliana Sáez


Documental autobiográfico, en el que el director hurga en el pasado de su padre muerto, también documentalista, a través del material heredado. Solo que no se trata de un cineasta cualquiera, sino del director estadounidense Arthur MacCaig, quien registró las imágenes más crudas y violentas del conflicto en Irlanda del Norte, identificándose políticamente con el IRA. Acreedor del premio a la Mejor Película de la Competencia Vanguardia y Género.
Foreman ha tenido muy poco contacto con su padre, pero a lo largo de su relato establece contacto y diferencias con su obra. Contacto, porque halla puntos de unión en el material encontrado, como por ejemplo, imágenes de su madre muy joven esgrimiendo una cámara fotográfica, pasión que perdurará en el tiempo y formará parte de su profesión y herencia. Diferencias, porque hoy es difícil comprender los argumentos de violencia armada para imponer criterios de libertad y paz, aunque en los años en que transcurrió este conflicto era pan de todos los días y aupada por los intelectuales más progresistas.
El documental tiene una gran carga sentimental para los más adultos, que vivieron la época y supieron lo que costó que Irlanda encontrara la paz, a través de imágenes conocidas y mostradas con el trasfondo personal de MacCaig. Para los más jóvenes, Foreman abre una puerta para tratar de acercarse a aquella época y a un idealismo extremo que ha sido vencido más allá de las fronteras en las que transcurre la acción de su documental.
Los planteamientos de Foreman frente al cine de su padre no son solo ideológicos, sino también formales. Pero es más potente la confrontación de las ideas pacifistas actuales con la belicosidad con que los jóvenes de otra época trataban de conseguir lo mismo que el ser humano siempre añoró.

06 mayo 2018

Pig (Khook, Mani Haghighi, Irán, 2018)

Liliana Sáez



Desde hace ya varios años, la industria cinematográfica iraní ha sido víctima de la censura y la persecución. Mani Haghighi retrata ese estado de ánimo cultural en su largometraje Pig en un tono de comedia negra.
Hassan, un director de cine censurado asiste con poca resignación y gran desesperación a la infidelidad de su actriz fetiche que, cansada de esperar por su próxima película, se pasa a las huestes del gran rival del cineasta. Mientras, la industria se ve diezmada de sus principales directores, que van siendo decapitados uno a uno por un asesino serial. Hassan, en su eterno lamento por la falta de posibilidades de rodar, por la deserción de su musa, está más preocupado de por qué no encabeza él la lista de asesinatos.
La comedia permite desvelar las relaciones del artista con su desopilante madre y su hija comprensiva, con sus mujeres (la esposa, la amante y la actriz predilecta), con su gran e incondicional amigo, con su eterno rival, con la implacable policía e, incluso, con el asesino… todo, a partir de un malhumor constante que no opaca los altos niveles de egolatría y autocompasión del personaje.
La gracia de la película funciona sobre todo con esa desesperación de Hassan por pertenecer a la lista de asesinados y cómo operan las redes sociales en su contra o a su favor, pero la historia insólita y la estética bizarra del filme la baja unos cuantos escalones de cualquier predilección.

Milla (Valerie Massadian, Francia / Portugal, 2017)

Liliana Sáez



Largamente esperada, llegó esta película de la directora de Nana, vista en Bafici 2012. El tono que Massadian le imprime a sus historias conmueve por las situaciones en que coloca a sus personajes, ubicados en espacios a los que dota de cierto aire fantástico. Así era el bosque y la cabaña que la niña habitaba junto a su madre en Nana. Así comienza Milla, con la imagen, detrás de un vidrio empañado, de una pareja cobijada bajo una manta roja, mientras a lo lejos se desdibuja un paisaje con árboles. Corte de plano y vemos a Milla y a Leo dentro de un auto abandonado. No están en el bosque, aunque hayamos escuchado trinos de pájaros, sino en un acantilado frente al mar, en la costa francesa del Canal de la Mancha. Hace frío y no es temporada de turistas. Los jóvenes son apenas adolescentes y futuros padres. Están solos y buscan dónde refugiarse. Ocupan una casa deshabitada y allí arman su nido. De pronto, han dejado de ser niños y la madurez golpea la puerta de sus responsabilidades.
Es una película triste, melancólica, con una historia que se desarrolla en un paisaje frío, donde la soledad se exacerba. La chica prepara su hogar, en un ambiente cálido, dado por el rojo de la manta que los abriga desde el comienzo y la luz del sol que pasa tras las ventanas. Mientras tanto, Leo busca trabajo como pescador. Las imágenes en el barco pesquero combinan el amarillo de los pilotos con el negro del mar por la noche. Durante una crucial tormenta, Massadian juega con planos de un mar embravecido, en el que la espuma hace juego con el plateado de los peces que caen violentamente de las redes. Metáfora y elipsis.
La vida de Milla cambia de la noche a la mañana y debe salir a buscar trabajo. Una pieza musical funciona como interludio. Es un corte rotundo que nos saca de la historia como saca a Milla de la adolescencia. La chica se desplaza por espacios de colores fríos y establece amistades mientras espera a su hijo. Cuando este llega, comienza la tercera parte de la película, que es una lección de supervivencia bellamente contada y con un trasfondo que deja huella en el espectador.

Inferninho (Guto Parente y Pedro Diógenes, Brasil, 2018)

Liliana Sáez



Presentada en el Bafici como emparentada al cine de Fassbinder, la película de Parente y Diógenes tiene más coincidencias con el cine de Arturo Ripstein. Los mismos ambientes opresivos, los personajes marginales y bizarros, el tono del melodrama… La barra del bar donde se acoda la dueña del lugar, Deusimar, y la presencia seductora del marinero Jarbas, que la seduce, ocupan el centro de la narración. Alrededor pululan unos seres que forman parte de una tribu más cercana al circo que al bar. Son personajes esbozados, con sus propios problemas que apenas podemos soslayar. La ausencia de clientes y la condena al desalojo empujan a Deusimar a tomar una decisión que cambiará la vida de todos sus integrantes. La única locación es el interior del bar, con sus luces agónicas y los colores fuertes desteñidos, que parecen querer representar un ambiente claustrofóbico del cual no hay salida. El único respiro viene dado por una excursión de Deusimar en un mundo, literalmente, de postales turísticas, mientras en su ausencia se gesta una posible solución al imperativo de bandas mafiosas. Inferninho no es otra cosa que eso, un pequeño Infierno, con seres desahuciados que quieren llegar al Cielo. Es un guion endeble, que se limita a mostrar la comunidad que habita el bar más que las situaciones que los unen y dividen. Es una película menor. 

05 mayo 2018

Te quiero tanto que no sé (Lautaro García Candela, Argentina, 2018)

Liliana Sáez



En el cajón de sastre que es la sección Vanguardia y Género, explican los organizadores de Bafici que allí va también lo inclasificable. Y como todas las secciones, esta también tuvo su buena dosis (demasiado, a veces) de cine local. Hay que decirle a Lautaro García que después de After Hours (Martin Scorsese, 1985), hacer una película como Te quiero tanto que no sé es toda una osadía. Y si bien la osadía es un excelente ingrediente para romper esquemas, este no es el caso.
Es de noche y el adolescente Francisco desea encontrarse con Paula, pero no se anima a llamarla. Al salir de casa, se sucederán una serie de eventos que lo distraerán de su objetivo (la ayuda al hermano, la visita guiada por la Manzana de las Luces, el picadito de fútbol, la reparación del auto, la fiesta…). Pequeños sketches hilvanados por canciones que interpreta un desafinado cantante.
Todo para contar lo desorientados que están los jóvenes (como si fuera una noticia nueva) y lo ¿impredecibles? que son. Una película menor (al punto de incluir groseros carteles que sugieren canje publicitario con la productora) y bastante aburrida, de las que más daño le hacen al prestigio del Festival.

Song of Granite (Pat Collins, Irlanda / Canadá, 2017)

Liliana Sáez



La vida de Joe Heaney ha sido motivo inspirador para Pat Collins, que ha logrado una narración sensible, algo extraviada, para contarnos su trayectoria. Rodada en blanco y negro, la historia transcurre desde la infancia en la aldea natal, donde aprende de su padre a entonar Sean nós, canciones populares irlandesas, cantadas a capella y que narran historias del pueblo. Generalmente, son los hombres los que las entonan y la gracia consiste en narrar brevemente la historia que van a cantar, pero sin repetir las frases utilizadas en la canción.
Son canciones de trabajo y de reunión en comunidad. En la zona rocosa donde nació Heaney, el trabajo es duro durante la larga jornada, donde los hombres construyen muros de granito y pescan en el río para llevar alimento al hogar. El niño lleva una existencia solitaria, donde recorre los valles y las playas, buscando guijarros que la cámara se ocupa en destacar, en planos que sugieren texturas rústicas de la localidad. Las casas son de piedra, con puertas y ventanas abiertas a la inmensidad del paisaje. La etapa de la infancia es la más extensa de la película y nos sirve para comprender las costumbres que formaron parte de la educación del cantante. En las reuniones por las noches, junto al fogón, los hombres compiten cantando historias sencillas, pero a cuál más original.
El personaje de Heaney es interpretado, en la película de Collins, por tres actores diferentes. Tan diferentes que cuesta relacionarlos cuando aparecen en la pantalla. Imágenes del propio Heaney en Glasgow y Londres son intercaladas con imágenes de archivo donde vemos a mineros trabajando o a gente deambulando por la ciudad, mientras nos vamos enterando, sin relevancia, que el cantante ha abandonado a su esposa e hijos y que está triunfando en festivales musicales con su arte.
La narración, aparentemente irregular, da cuenta de la vida inestable del artista. Nos quedamos con un par de escenas que valen por sí solas, y que nos permiten olvidarnos de la obvia metáfora del hombre tocando una columna de mármol o de piedra, en más de una oportunidad, para demostrar que extraña a su tierra. La primera es de la niñez, donde en plano general vemos la casa natal. El muro se extiende a lo largo del plano, pero un par de puertas descubiertas permiten ven al fondo, en profundidad de campo, desde donde el niño se acerca, y se coloca junto a las mujeres, observando al padre, que entona una canción, mientras es grabado con un dispositivo primitivo. La segunda, en una escena dentro de un pub, donde se congregan los jóvenes, entre ellos Heaney, y una hermosa joven entona con gran emotividad “The Gallway Shawl”.
La última parte del filme transcurre en Estados Unidos, donde recuerda momentos no tan buenos y otros exitosos (debido a la amplitud de su repertorio, ya que recuerda unas 500 canciones de su tierra) y en la que devela algunos de sus muchos enigmas.
Formalmente, se trata de un texto con grandes fisuras de sintaxis, pero que funciona si uno conoce la trayectoria del cantante, porque es revelador y transmisor de la inestable existencia de Heaney. La fotografía en blanco y negro, sobre todo de las escenas de la infancia, son magníficas. Muestran un universo rural en su magnitud y la conexión del niño con la naturaleza, como su única y juguetona aliada. La música es capítulo aparte. Bellísimas canciones se despliegan a lo largo del metraje. Se disfrutan cuando conocemos las letras, porque no se trata de melodías, sino de canciones con una historia que las hace diferenciarse a unas de otras. Allí, en sus estrofas está la esencia de esa vida pétrea, rural y emotiva.

15 abril 2018

Easy Street, cien años después

Liliana Sáez



Después de décadas, casi diría un siglo, manteniéndose vigente en pantalla, el cine de Charles Chaplin va comenzando a tener cierto olor a naftalina. El simpático personaje es un vagabundo de gestos refinados, aunque cuando lo cree necesario despliega una fuerza brutal para doblegar a quien esté cometiendo alguna injusticia. Su cine, ambientado en la primera posguerra mostraba los estragos sociales que ésta había cometido, alcanzando su punto más álgido en la crisis de 1929. Sus películas lo muestran entre sobrevivientes paupérrimos, en situaciones muy tristes, donde siempre hay una joven ingenua y un bravucón que con su fuerza o su presencia brutal domina al resto.
Su filmografía es harto conocida y los efectos logrados por su personaje muy familiares. No es ese el tema que nos ocupa, sino cómo vemos hoy algunas de las historias que Chaplin contaba hace un siglo atrás. Ha sido considerado un adelantado a su época por su genialidad tanto interpretativa como cinematográfica. La gesticulación y los movimientos graciosos que lograba arrancarle a su cuerpo fueron la base de su humor, que se balanceaba entre la ironía y la ingenuidad. Hoy, si quisiera mantener el éxito logrado, el tratamiento de sus personajes quizá pasaría por el filtro de su autocensura.
Me gustaría centrarme en Easy Street, una película filmada en 1917, para la cual construyó una calle en forma de T, con el fin de narrar la historia de un vecindario que se negaba a ser protegido (en verdad, reprimido) por la policía del lugar. Si bien toda su filmografía tiene suficiente volumen para detenerse y extenderse en consideraciones y análisis, es en este cortometraje donde conviven algunas líneas que nos llevan a reflexionar.

08 abril 2018

Luz instantánea. Polaroids de Andrei Tarkovski

Liliana Sáez

En la Casa Nacional del Bicentenario, del 13 de marzo al 24 de abril se lleva a cabo en Buenos Aires el Festival Tarkovski, en homenaje al cineasta ruso. En su inauguración, el evento contó con una masterclass ofrecida por el hijo del director, Andréi Tarkovski (h), así como una muestra de las películas del realizador, que han permitido constatar que no han sufrido los avatares del tiempo y permanecen como obras maestras ante los ojos del espectador.
En ese marco, y luego de haber recorrido Europa y Estados Unidos, se exhibió tardíamente en Buenos Aires la exposición “Luz Instantánea”, una colección de 80 fotografías registradas con una cámara Polaroid por el maestro ruso. Fueron tomadas entre 1979 y 1983, durante sus últimos años en Rusia y los que pasó en el exilio en Italia. Ambas etapas de su vida son claramente detectables en esas fotografías instantáneas que registraron momentos de la vida cotidiana que dejaría atrás y algunos encuadres más “extraños” a su rutina, en la Italia del exilio. Pero en ambas, están presentes las constantes de su cine. Paisajes brumosos, un rayo de sol que ilumina casi mágicamente el perfil de la mujer amada o la transparencia de un botellón que hace las veces de florero sobre la mesa familiar.

10 febrero 2018

Las guacamayas se fueron con Diego Rísquez

Liliana Sáez

Si tuviera que establecer una vara para medir el cine de Diego Rísquez en Venezuela, podría acudir a la filmografía de Leonardo Favio en la Argentina. Si bien ambos provienen de ambientes, formación y de clases sociales diferentes, tienen un sino común que los identifica como realizadores totalmente nacionales. Ver una película de ellos es estar en su país, rodeado de los paisajes naturales o urbanos que identifican el lugar de donde proceden, porque su cine es totalmente iconográfico.
El pasado 13 de enero falleció Diego Rísquez. Debo reconocer que la noticia me movió el piso por varios motivos. Se iba un referente artístico del país donde viví muchos años, se iba el cineasta que ofrecía un imaginario alimentado de lecturas y paisajes avasallantes a los ojos de una extranjera. En sus películas estaba la selva, el río, una fauna colorida y alegre, los ambientes coloniales y unos personajes que cautivaron mi imaginación cuando Venezuela comenzó a seducirme.

06 febrero 2018

120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute, Robin Campillo)

Liliana Sáez



Las luces de una discoteca parpadean al son de la música, los cuerpos, agradecidos, se mueven sensuales al compás, entre risas y miradas seductoras. De pronto, ni la música ni las personas importan, solo la luz cobra protagonismo, descompuesta en miles de copos de colores que se mueven en cámara lenta, convirtiéndose, como si fueran fagocitadas, en otras formas, no tan vistosas, que se van definiendo como bacterias. Así es como irrumpió el sida a finales de los 80.
Robin Campillo y Philippe Mangeot escribieron una historia basada en su propia experiencia como activistas de Act Up, una agrupación que nació 1987, con la intención de promover políticas que contribuyeran a salvar vidas, generalmente muy jóvenes, que, para esa fecha, el sida se llevaba compulsivamente. 120 pulsaciones por minuto habla de aquella década signada por la enfermedad y el miedo. Miedo al contagio, a morir, a ser discriminado, a perder a alguien querido, a amar… Junto al miedo, la necesidad de apurar las experiencias, la rabia, la solidaridad, el compromiso…
Mangeot habla de la estructura del guion, dividida en dos partes muy visibles. La primera, narrada con un estilo distante, da cuenta de las reuniones semanales de la agrupación en París, así como de las actividades que debían realizar. La cámara observa con cierta distancia a este colectivo variopinto, comprometido en la lucha. Las discusiones se centran en qué acciones llevar a cabo. Si deben ser sorpresivas y violentas para sacudir la conciencia social, como ingresar en las oficinas de un laboratorio para pintar con sangre falsa sus instalaciones. O si deben llamar la atención con pequeños grandes gestos, como conversar con los adolescentes en los colegios para que tomen precauciones. Todo ello, con la consiguiente preocupación de padres y docentes, que se debaten entre la alarma por ver transgredido el muro de seguridad que, creen, protege a sus hijos y la colaboración solidaria hacia estos jóvenes que no saben cómo alertar a ese mundo que los tiene como parias… En largos coloquios se desmadeja la discusión, ¿qué será lo más apropiado o efectivo, radicalizar la lucha o establecer una militancia más pacífica?